Dulces artesanales
Ni un road movie, ni un thriller psicológico. Tan solo una historia de sexo anal. Así somos, esclavos de nuestras clasificaciones.
Bajo el sol intenso de las dos de la tarde, Estefanía conducía en línea recta a través de la vasta llanura. Afuera, la pampa parecía infinita. Dentro de la cabina del Honda Civic la potencia del aire acondicionado anulaba el calor húmedo y agobiante del exterior. De todas formas la mente de Estefanía ardía producto de los insidiosos comentarios de su madre, Rosa, que viajaba a su lado. Del asiento trasero provenían los aullidos provocadores de los niños que parecían ensañarse con ella toda vez que la percibían debilitada o a punto de perder el control. Estefanía se preguntaba una y otra vez en qué momento pudo haber pensado que irse de vacaciones al campo, con los mellizos y con su madre, podría haber sido una buena idea. Ellos eran su familia, sí; su única familia. Pero el sentido de aquella palabra se le desvanecía entre los dedos.
-Quiero preservar a mi familia- le había dicho Sergio, sin pelos en la lengua, luego de informarle que se marcharía a España para siempre con su verdadera esposa y sus legítimas hijas; su verdadera familia; su única familia. Entonces Estefanía se acarició el vientre con ambas manos, como queriendo recordarle que los mellizos que crecían allí también tenían algo que ver con él; que a pesar de todo también eran su familia. Que a ella podría abandonarla, pero que eso no cambiaba las cosas respecto de la paternidad... Pero no pudo decir una sola palabra. Apenas derramó dos lágrimas pesadas mientras frotaba su vientre en círculos lentos y autocomplacientes.
A partir de aquel momento entendió perfectamente cuál sería el lugar que ocuparían en la vida de Sergio las tres almas que habitaban su cuerpo: absolutamente ninguno. “Preservar a mi familia” los excluía de todo, a ella y a sus futuros mellizos. Dos días después Sergio se mudó a España y ella se quedó, de este lado del Atlántico y del ecuador, con un embarazo doble de tres meses.
Todo aquel asunto le recordaba su madre mientras recorrían los interminables seiscientos kilómetros de pampa húmeda. Ya estaban regresando y eso era un alivio para Estefanía, pero el viaje se estaba tornando insoportable. Su madre, Rosa, parecía decidida a utilizar el tiempo muerto del viaje para torturar psicológicamente a su hija:
-¡Ya tenés treinta años, nena! ¡Parece mentira!- En rigor Estefanía estaba transitando la última semana de sus veintinueve, pero a Rosa le gustaba anticiparse. Sobre todo si con ello podía generar más angustia.
-Los años pasan para todos, mamá.- Dijo Estefanía en un susurro sin quitar los ojos de la ruta.
-Si, si… Yo estaré vieja también, pero ese viejo verde te cagó los mejores años de tu vida. Y no me lo vas a negar… Porque la primavera ya pasó, eh- Como siempre, su madre había escogido el camino más escarpado- ¿Y ahora..? ¿Hay que ver quién se quiere comprar un “combo” de mellizos? ¡Imaginate un tipo de tu edad! ¡Soltero! ¡Con ganas de empezar algo! ¡¿Mellizos?! Si, si… mañana te llamo- Exhaló aire al techo para aportarle mayor dramatismo a sus palabras antes de continuar: -Mirá, nena… ya no te quedan muchos años para andar mostrando las piernitas. Mejor que vayas pensando en algo porque, como decís vos, el tiempo pasa para todos.
-Gracias, mami. Vos siempre con tu buena onda. No sabés cómo te agradezco el consejo.
-Y… ¿Qué querés que te diga, nena, si es la verdad..? ¿O acaso te llueven los candidatos?
-¡¿Y a vos qué carajo te importa, mamá, qué hago yo con los tipos?! ¿Me querés decir? ¡Es mi vida!
-¡A mí no me importa! ¡Claro que no! ¡Es tu vida!- Hizo una pausa, pero solo para buscar artillería pesada en su arsenal: -Igual, vos para elegir candidatos sos mandada a hacer. Por ahí es mejor que te arregles solita.
-Haceme un favor, mamá: ¡no me hables más! ¡No hables de estas cosas adelante de los chicos!
-Porque mirá que tipos había, eh…- Hacer callar a Rosa era como tapar el sol con la mano, y Estefanía lo sabía. -Pero no… Tenías que agarrar al viejo putañero de tu jefe. Un tipo casado ¡y con hijos!
-No te metas en mi vida, mamá. ¡Dejame en paz!
-¿Pensabas que era fácil ser amante, no? Claaaro… ¡Como un juego! Sin compromisos… muchos regalos… Hasta que te llenó la cocina... ¡Y encima por dos: cocina y comedor diario! ¡Qué ingenua, por favor! Saliste al finado de tu padre. Que en paz descanse el pobre Luis… ¡la malasangre que le hiciste hacer con ese Sergio!
-¡BASTAAAAA!- El alarido agudo resonó insoportable dentro de la cabina gracias a la perfecta insonorización del Honda. -¡No hables más de Sergio, mamá, por favor!
-¡Y encima lo defendés! ¿Vos estás loca o sos tarada? ¡Ni siquiera quiso conocer a sus hijos ese reverendo hijo de puta, y vos lo defendés!- Rosa también gritaba. Los niños guardaron silencio intimidados por la violencia del cruce entre su madre y su abuela.
-¡Dejá de hablar así adelante de los chicos, carajo!
-¿Quién es “reverendo-hijo-de-puta”, má?- Preguntó Joaquín con más picardía que curiosidad, aprovechando el contexto para decir una “mala palabra” sin que le llamaran la atención.
-Nadie, Joaco. Es una conversación de grandes.- Se apresuró a responder Estefanía que ya avizoraba que aquello no iba a tener un buen final y, poco a poco, la cólera empezaba a dominarla.
- El hijo de puta es papá, idiota.- Intervino su hermano, Marcos, sumándose al contexto de indulgencia léxica- La abuela lo odia porque la abandonó a mamá cuando estábamos en la panza, ¿o no, má?
-¡Basta, Marcos! ¡Te dije mil veces que no digas...!- Pero era tarde.
-¡Mi papá es el hijo de puta!- Sentenció Joaquín en un solo grito, como si estuviera respondiendo por un millón de dólares. Y ambos niños estallaron en una carcajada histérica. Luego, como era de esperar, como cada vez que veían a su madre a punto de perder los estribos, comenzó el coro a todo volumen:
-¡PAPÁ ES UN HIJO DE PUTA! ¡PAPÁ ES UN HIJO DE PUTA!
-¡JOAQUIN Y MARCOS! ¡SE CALLAN AHORA MISMO!- Pero ahora el juego era quién gritaba más fuerte.
-¡¡PAPÁ ES UN HIJO DE PUTA!! ¡¡PAPÁ ES UN HIJO DE PUTA!!
Estefanía tomó el volante con fuerza para no cometer una locura. Intentó controlar su respiración pero no pudo evitar que algunas lágrimas salieran de sus ojos. Eran de pura furia y de profunda impotencia.
La historia de Sergio era real. Él tenía cincuenta años, estaba casado y tenía dos hijas. Estefanía no era una niña. Nadie es niño a los veinticinco años. Sin embargo le creyó a su ex jefe cuando éste le dijo que estaba dispuesto a dejarlo todo por ella. Finalmente, lo único que dejó antes de huir a Europa fue a su semilla recargada y germinando.
-¡Ahí tenés! Ya es hora de que les vayas contando quién es su padre.- Rosa parecía sentirse respaldada por la arenga de sus nietos.
-Basta, mamá- dijo Estefanía casi en un sollozo- te pido por los chicos que pares de una vez porque me vas a volver loca.
-¿¡Por los chicos!? ¡Ah, pero qué cara dura! ¡A la señorita le gusta jugar a ser la putita del jefe y resulta que ahora le preocupan los chicos!
-¿Mami se va a volver loca, Marcos?- Joaquín le preguntaba por lo bajo a su hermano.
-No. Mamá es “putita”.- Respondió Joaquín en tono confidente. Y ambos ahogaron una risa histérica.
Estefanía no respondió; no reaccionó. Sabía que era mejor sentirse humillada que intentar defenderse. Sabía que era mejor contener la furia que descargarla. Sabía que, después de todo, nunca había dejado de sentir pena por ella misma. Sabía que estaba harta de todos y de todo, pero fundamentalmente sabía que estaba harta de estar harta; de su mal humor crónico; de su enojo constante con la vida. Su madre retomó el sermón justo donde lo había dejado, pero ella ya no la escuchaba. Los niños fueron más piadosos y, después repetir la palabra “putita” una veintena de veces sin que nadie les llamara la atención, simplemente se aburrieron y continuaron jugando a acertar la marca de los automóviles que pasaban en sentido contrario.
Estefanía había puesto su mente en blanco. Se había ido de allí. La angustia había dejado lugar a la indiferencia. Había levantado una vez más aquella coraza que la separaba del mundo y le permitía seguir adelante en los peores momentos. La estrategia era sencilla y efectiva, y últimamente la utilizaba seguido: concentrarse fuertemente en un recuerdo, en una fotografía mental, y perderse en ella por completo. El recuerdo solo funcionaba como un disparador; luego, la historia la escribía su imaginación. La tarea consistía en escoger una foto mental, introducirse en ella como por una ventana y empezar a rodar una película a partir de aquella imagen donde ella era la protagonista. Era un juego tan sencillo como el de anticipar la marca de los vehículos que se aproximaban de frente. Las ficciones que rodaba su mente eran variadas; podían ser cotidianas, extraordinarias, alegres, emotivas, eróticas o descarnadas. Pero en todos los casos, siempre eran infinitamente más felices que la única senda que le había ofrecido el destino. Ese era el objetivo del juego. Recuperar el oxígeno cuando la vida la asfixiaba.
Muchas veces Sergio era el protagonista de su juego. Pero no esta vez. Necesitaba algo que la sacara definitivamente del micro-cosmos que la rodeaba en el interior del automóvil. Sergio era el tema principal de conversación de su madre y nada vinculado con él podría surtir el efecto anestésico que buscaba. Necesitaba algo distinto, entonces pensó en Nicolás. Él no había sido el único, pero sí el último, hombre con el que había salido después de tener a los mellizos. Con el que había cenado, se había reído y se había acostado. De eso hacía ya casi seis meses. Luego la cosa no había funcionado. Nico era diez años menor que ella y, aparentemente, no estaba preparado para el mundo de las responsabilidades. Por lo cual, el vínculo se enfrió rápidamente. Aunque enfriar no es precisamente una buena metáfora para recordar aquella relación. Nico era un adolescente ardiente y, al poco tiempo de conocerse, casi la totalidad del tiempo que compartían transcurría en la cama. Luego, entre el trabajo y los niños, los tiempos de Estefanía se vieron cada vez más reducidos mientras que la voracidad sexual del joven permanecía incrementarse. Fue ella quien decidió cortar la relación después de una rencilla con su madre donde Rosa le reclamaba que dejara de ser egoísta y que pensara más en los niños a la hora de elegir un “compañero de alcoba”. Rosa no era buena para los eufemismos, de verdad pensaba que su hija ya no merecía el amor; cuanto mucho podría aspirar a un poco de desahogo sexual, aunque en forma debidamente moderada: lo justo y necesario para no enloquecer. Y con Nico todo indicaba que se estaba excediendo.
La foto imaginaria que ahora se proyectaba en la mente de Estefanía había sido tomada el día en el que ella le dijo con pesar que ya no se seguirían viendo. Una tarde nublada de otoño le había pedido que la recogiera por la oficina para ir andando hasta su departamento. Cuando cruzaron el parque ella habló con voz decidida, pero usando las palabras de otro:
-Quiero preservar a mi familia, Nico. Lo siento.- En ese instante comenzó a llover con tal intensidad que Estefanía huyó del parque tan rápidamente como huyó del amor. Nunca más supo de él.
Ahora la foto los mostraba de frente, caminando por el parque. Iban tomados de la mano. Ella todavía no había hablado y podía sentir en la piel la pesadez de una atmósfera espesa, cargada de humedad, presagiando una tormenta inminente. La escena comenzó a rodarse justo antes de las palabras prestadas que estaba a punto de pronunciar, solo que esta vez el guión había cambiado y el final estaba abierto.
¡Acción!
La mano de Nicolás era pesada y siempre estaba dos o tres grados más caliente que la suya. Era un calor que entraba por su brazo e irradiaba todo su cuerpo hasta comenzar a hacer ebullición en su vientre.
-Quiero sentirte más cerca…- Rogó ella, pensando más en su deseo que en cortar aquella hermosa aventura.
-¿Cuánto de cerca?- Y Nico la pasó un brazo por la cintura, abrazándola.
-No… No alcanza.
En ese momento se desató el aguacero. Ambos corrieron de la mano a buscar refugio debajo de un sauce gigante y frondoso. La tarde se oscureció de golpe casi como en un eclipse total de sol. El parque quedó desierto en segundos. Ambos estaban empapados, bajo la lluvia y con la respiración agitada. Ella apoyó su espalda sobre el imponente tronco del sauce y él la cubrió con su cuerpo. Se besaron tan profundamente que Estefanía sintió, a través de la tela de su falda, como sus nalgas raspaban contra la corteza del árbol. Para evitar que se desgarrara la prenda empujó sus caderas hacia adelante. Inmediatamente sintió como una viga incandescente se adhería a su bajo vientre. Jamás había visto el miembro de Nicolás en modo stand by. Al advertir la sonrisa de ella ante el contacto, él hizo algo inesperado: la tomó de las caderas con ambas manos y la hizo girar ciento ochenta grados sobre sus pies. Estefanía se dejó hacer abrazando el tronco del sauce para no perder estabilidad.
-Cuando llueve, los animales corren a guarecerse en sus madrigueras…- Dijo Nicolás mientras lamía el agua que resbalaba por el lóbulo de su oreja.
La tenía sujeta desde atrás y la presionaba sobre la espalda. Estefanía se sentía placenteramente atrapada entre aquellos troncos... La lluvia se hacía cada vez más intensa. Sus cuerpos y sus ropas estaban absolutamente empapados. A ella se le pegaba el cabello sobre la frente y el agua le mojaba los labios. Él la besaba en el cuello mientras con su mano derecha le levantaba la falda. Estefanía sentía el calor de aquella mano abierta recorriendo la cara interna de su muslo a través de la delgada tela sintética de sus medias. Luego, de un solo tirón, la mano aviesa de Nicolás se las bajó casi hasta las rodillas arrastrando también su ropa interior. La respiración agitada de Estafanía se convirtió en un sonoro jadeo al sentir la intemperie sobre la piel desnuda de su intimidad. El parque oscuro y desierto, y el sonido atronador del agua cayendo a raudales sobre el suelo, les permitía ocultarse en aquel lugar público. No era el momento de distraerse con preliminares. Estefanía giró el cuello y lo miró directo a los ojos. Para Nicolás, aquellos ojos ennegrecidos por el efecto del agua sobre el rimmel, eran pura lujuria y no admitían segundas interpretaciones. Mientras ella intentaba sacarse los cabellos que se obstinaban en adherirse a su rostro, Nico posaba su miembro empapado por la lluvia sobre su sexo y empujaba lentamente ensartando su cuerpo contra el sauce. Estefanía estaba literalmente abrazada al tronco del árbol mientras el chico la aferraba por sus caderas y empujaba cada vez más profundo. Su mejilla se restregaba contra la corteza provocándole un ardor en el rostro que le proporcionaba un inexplicable placer. El agua y los cabellos le distorsionaban la vista, pero estaba segura que un muchacho había pasado corriendo junto a ellos, mientras intentaba cubrirse la cabeza con una mochila. El orgasmo crecía dentro de ella con cada estocada. Sus piernas perdían poco a poco el poder de sustentación de su cuerpo y su corazón golpeaba tan fuerte contra su pecho como el escroto de Nicolás lo hacía contra su vulva en cada empellón. Estaba a punto de perder el escaso control que aún conservaba sobre sus sentidos, cuando vio la silueta de una mujer detenerse junto a ellos y empezar a vociferar como una desquiciada. No lograba comprender qué decía aquella mujer, pero parecía muy alterada. No alcanzaba a verla bien porque el agua se le escurría por los ojos y un orgasmo estaba a punto de estallar en su mente. Nicolás parecía ignorarla y aumentaba la velocidad y profundidad de sus embates. Estaba a punto de liberar de su garganta el alarido que anunciaba el comienzo de un clímax intenso cuando la mujer saltó sobre ella y comenzó a zarandearla de un brazo al tiempo que gritaba su nombre…
-¡ESTEFANÍA! ¡¡¡ESTEFANÍAAAAA!!!
Recién entonces pudo ver de frente la cabina del inmenso camión que se aproximaba directo hacia ellos. Su claxon ensordecedor sonaba grave y continuo como el de un buque factoría a punto de zarpar. Estaba tan cerca que ya no había margen de maniobra. Al dar el primer golpe de volante hacia la izquierda el auto salió despedido fuera de la carretera y comenzó a derrapar sobre el pedregullo del arcén. La cabina roja del doble remolque pasó a escasos centímetros de la carrocería del Honda, sin tocarla de puro milagro. Cualquier roce, por mínimo que hubiese sido, habría hecho volar el automóvil a varios metros de allí como un bolo de boliche impactado por una bocha rasante. El claxon del camión tuvo su momento de máxima intensidad y luego comenzó a alejarse, y a distorsionarse por el efecto doppler , hasta desaparecer. Había logrado evitar la colisión, pero ahora el auto se deslizaba sin control sobre el pedregullo suelto del arcén. Si Estefanía hubiese pisado el freno para intentar detener el vehículo, probablemente hubiese rodado sobre sí mismo varios metros campo adentro. Todo pasó en un segundo. Una nube de polvo denso rodeaba el coche volviendo imposible la vista hacia el exterior. Los guijarros sueltos impactaban violentamente contra el chasis con golpes secos. El Honda perdía velocidad lentamente, pero seguía fuera de control. Dentro de la cabina nadie gritaba, ni hablaba, ni respiraba. Estefanía intentaba con todas sus fuerzas mantener fijo el volante mientras el auto desaceleraba lentamente. No se veía nada hacia el exterior, pero su cuerpo presagiaba un impacto inminente. Estaba a punto de cerrar los ojos aguardando el final cuando sintió en sus brazos que los neumáticos del Honda volvían a fijarse al suelo, volvían a traccionar. Entonces se avalanzó sobre el pedal del freno con ambos pies. El automóvil volvió a derrapar un buen trecho y luego se detuvo definitivamente.
El olor al caucho quemado de los frenos inundó la cabina. Nadie se atrevía decir una sola palabra. Todos permanecían paralizados con la vista al frente. La nube de polvo del exterior comenzó a disiparse y, para sorpresa de todos, el contorno de una forma rectangular comenzó a dibujarse a menos de tres metros del parabrisas. Era un letrero armado con tablas de madera maciza. Tendría dos metros de ancho por uno y medio de alto y estaba afirmado al suelo por tres gruesos troncos. De tan cerca, parecía gigante. Hubiese sido un impacto duro.
-Quiero dulce, má.
La voz de Joaquín fue una inyección de adrenalina en el corazón. Todos comenzaron a respirar de nuevo con profundos y agitados suspiros. Fue la voz de Marcos la que devolvió todo a la normalidad:
-¿Qué son los artesanales , má?
Y Rosa tomó la delantera:
-¡TE VOLVISTE LOCA! ¡CASI MATAS A TUS HIJOS!- Su madre había vuelto a la vida y de la mejor manera: -¡Te cruzaste de carril cuando venía ese camión! ¿¡En qué mierda estabas pensando, insensata?!
Estefanía la miró y pensó en decirle que se estaba echando el mejor polvo de su vida un segundo antes de que la interrumpiera con sus gritos de vieja pedorra insoportable. Pero no dijo nada. Todavía le temblaban las piernas, un poco por el pánico y otro poco por el orgasmo que nunca llegó. Miró hacia atrás por el espejo retrovisor. Los niños estaban bien. Miró hacia el frente. La nube de polvo ya casi se había disipado. Solo quedaba aquel letrero de letras rojas escritas a mano tan aterradoramente cerca del parabrisas.
-Dulces artesanales.- Leyó Estefanía en voz alta, casi sílaba a sílabas.
Rosa parecía no haberse percatado del anuncio hasta escuchar aquellas palabras pausadas de la boca de su hija.
-¿Por qué no bajás y comprás unos dulces para llevar de regalo?- Arremetió inesperadamente Rosa. Y agregó: -Salir te va a venir bien para oxigenar un poco el cerebro. No quiero morir en este desierto infecto.
-Es exactamente lo que haré.- Respondió Estefanía casi sin pensar. Salir de aquel infierno no era una excelente idea; era la única opción posible.
Su madre había empezado a decirle algo respecto de llevarle un dulce de regalo a su amiga Zulma y otro a… Cuando Estefanía bajó del auto dejándola con la palabra en la boca. La gallina había quedado cacareando sola dentro del Honda que, dicho sea de paso, tenía una muy buena insonorización.
Le temblaron las piernas. Al cerrar la puerta tuvo que afirmarse contra el coche para no perder el equilibrio. La humedad del exterior la fagocitó por completo. La atmósfera estaba tan densa que el aire se le antojó espeso, gelatinoso. El sol del mediodía estaba casi en el cenit y los rayos se le hundían como agujas en la piel. El sonido monocorde de un coro infinito de chicharras disonantes inundaba el ambiente. El aire caliente era irrespirable.
Así caminó Estefanía los treinta metros campo adentro que la separaban de aquel rancho de madera cubierto por la sombra de una pequeña arboleda se sauces. -¿A dónde voy exactamente?- Se preguntó su mente, que aún permanecía aturdida por las lacerantes palabras de su madre; pero también por los reflejos de un orgasmo inconcluso y por el eco de la muerte que casi la sorprende. –Es el calor- Se mintió a sí misma para sobreponerse. Ya casi llegaba. Aquel rancho no tenía puerta. El vano estaba cubierto por una espesa cortina de cintas plásticas multicolores empalidecidas por la rigurosidad de los rayos solares. Al llegar, deslizó su mano blanca y delgada entre las pesadas cintas de la cortina para abrirse paso. Luego cruzó el umbral y entró.
Fue como ingresar a una nueva dimensión. La diferencia de temperatura con el exterior era de, al menos, diez grados. Su piel recibió el aire fresco como un bálsamo. Mientras sus ojos se adaptaban a la nueva luminosidad, inhaló profundo para refrescar sus pulmones y un aroma intenso a fruta y caramelo la embriagó por completo. Tuvo la sensación de haber llegado a un oasis. Y lo que era mejor, estaba sola, sin su madre; por primera vez en sus interminables quince días de vacaciones podría descansar. No sintió culpa. Solo cabía aquella magnifica sensación de paz física y mental. Entonces se dejó deslumbrar por aquel almacén sencillo y, a la vez, extraordinariamente acogedor. Frente a la puerta había un mostrador de madera antiguo de unos tres metros de largo donde descansaban una calculadora con las teclas gastadas, un block de notas hecho con papel reciclado y un lápiz con la punta roma. Sobre la pared del fondo y de los laterales había cientos de frascos rotulados a mano, cuidadosamente exhibidos sobre cinco niveles de estantes. A la derecha del mostrador, colgando de la pared, había un pequeño letrero escrito a mano que aunaciaba: 1 Dulce x $50, 3 Dulces por $120. Junto al cartel, otra vano sin puerta con una cortina de cintas de tela que daba hacia el interior de la morada. Estefanía intuyó que por allí se accedería a la cocina donde una viejecita estaría revolviendo su olla de barro con un gran cucharón de madera.
Allí adentro, todos sus sentidos le devolvían calma. El sonido de las chicharras era apenas un murmullo lejano. Estefanía recorrió la estancia, revisando frasco por frasco, intentando hacer el menor ruido posible para no quebrar la magia de aquel lugar. Casi diez minutos tardó en advertir que todavía nadie había acudido a recibirla. Ni el encargado, ni un dependiente, ni la viejecita cocinera. Ya había leído los rótulos de una pared completa cuando aquel leve chirrido metálico la sacó del trance y la hizo tomar conciencia de su insólita soledad en aquel lugar extraño. Era un sonido casi inaudible, aunque ciertamente familiar. Hubiera apostado cualquier cosa a que provenía de los elásticos de un colchón. Su radar le indicaba que el origen de aquel vaivén se encontraba del otro lado de las cortinas de tela que separaba el almacén del resto de la casa. Podría haber golpeado las palmas o podría haber vociferado para reclamar asistencia, pero a Estefanía se le antojó profundamente irritante romper con la calma de aquel lugar. Entonces caminó sigilosamente hacia la cortina interior; con dos dedos la desplazó hacia un lado para poder ver qué había del otro lado.
No tardó en descubrir el origen de aquel sonido. En la estancia contigua había un pequeño catre con un muchacho recostado encima. Por entre las cortinas de una pequeña ventana entraban rasantes algunos rayos solares que dibujaban en el aire un haz de polvillo imperceptible que bajaba oblicuo desde la ventana hasta la verga tiesa del adolescente que se masturbaba lenta pero implacablemente recostado sobre el catre. Como en una imagen onírica Estefanía solo podía ver como la mano del muchacho subía y bajaba lentamente descubriendo regularmente un glande pardo e inflamado por la erección. El polvillo del ambiente surcaba el aire a gran velocidad en torno al movimiento de su muñeca. El chico no había advertido su presencia porque la cabecera del catre daba hacia la puerta. Ella no podía ver su rostro por la inclinación que producía la almohada donde apoyaba la nuca, pero hubiera jurado que tenía los ojos cerrados. Lo que veía perfectamente eran los pantalones de gimnasia a la mitad de los muslos y el torso desnudo. Un vientre tenso, delgado y lampiño que resistía los embates de su mano.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que la sorpresa ante semejante imagen había dado lugar a su perversión voyeur? ¿Cuánto tiempo más podría haber pasado mirando jugar a aquella hermosa criatura solitaria? ¿Iba a aguardar hasta que acabara? Sin dudas era una foto que guardaría con ella. Una foto que serviría de excusa para evadir la realidad dando rienda suelta a su imaginación. ¿La utilizaría hoy mismo, en el largo trayecto que aún quedaba? Sabía que podía ser peligroso.
El recuerdo del accidente que podría haber sido fatal la devolvió a la realidad. Soltó la cortina y se alejó lentamente de aquella puerta. Rebuscó sigilosamente en la cartera hasta encontrar su billetera. El sonido de los elásticos del catre seguía marcando el ritmo de la muñeca del chico. Sacó un billete de cien y lo dejó sobre el mostrador, junto al block anotador. No necesitaba verlo para adivinar que el sube y baja había aumentado su intensidad. Caminó a hurtadillas hacia los estantes y tomó dos frascos. Su corazón empezó a latir con fuerza. Ahora era ella quien no quería ser descubierta. Luego se dirigió hacia la puerta de salida como una bailarina de ballet. Cuando estaba por marcharse sintió como una punzada de nostalgia en la boca del estómago. No quería volver al Honda, era cierto. Pero tampoco quería abandonar aquel lugar tan acogedor, eso también era cierto. Pero, fundamentalmente, la excitaba saber lo que estaba sucediendo del otro lado de la delgada pared de madera sin ser descubierta. Era un juego de niños y eso era lo que más la excitaba. ¿Acaso no había sido eso lo que la atrajo de Sergio? ¿Sentirse una niña, una niña de papá? ¿Acaso no era eso lo que le había atraído de Nicolás, aquel pendejo irresponsable que solo pensaba todo el día en mojar el rabo?
Estaba a punto de abrir la cortina para salir hacia la tórrida humedad de la pampa cuando dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Era innegable que el chirrido metálico había comenzado a surtir un efecto sensible en su entrepierna. Se dirigió directo al mostrador en puntas de pie, balanceando su grácil cuerpo para no hacer sonar las tablas del suelo. Intuía que el desenlace estaba próximo y debía salir de allí antes de pasar un momento incómodo. Sin soltar los frascos de dulce que sostenía con su brazo izquierdo, tomó el lápiz y escribió en el improvisado anotador: “Me llevo un frasco de arándanos y otro de higos. Aquí está el dinero.” Luego mordió la punta del lápiz en claro gesto de duda. ¿Se iba a ir sin más luego de semejante e inesperado espectáculo? El sonido de los elásticos del colchón terminó por decidirla a completar la frase: “La próxima vez que te ataquen las ganas de hacerte una paja en horario de trabajo, por favor, no hagas tanto ruido.” Releyó la frase y no pudo ocultar una sonrisa maliciosa. Iba a mortificar al pobre muchachito, pero qué más daba… Se moría de ganas de verle el rostro leyendo la nota. Pero ahora ya no había tiempo para más. A juzgar por el movimiento del colchón, al chico no le quedaba mucho tiempo…
Se desplazó tan rápido como pudo hacia la salida casi sin tocar el suelo.
Estaba a dos pasos de la cortina que la separaba del exterior cuando algo inesperado sucedió.
En cuestión de un segundo, el frasco rotulado “arándanos” que se encontraba sujeto entre su pecho y su brazo, se deslizó implacablemente hacia abajo. Estefanía no tuvo tiempo ni de poner el pie para contener el impacto. El frasco no estalló, pero el golpe seco contra el suelo hizo que se partiera en dos y un magma violáceo brotara de su interior derramándose sobre los listones de madera. Se quedó estática, sin respirar, viendo como la mermelada brotaba libre e inexorablemente del frasco. Dos segundos le hubiesen alcanzado para salir huyendo. Pero fue ese tiempo el que demoró en darse cuenta que los sonidos metálicos de los elásticos del colchón habían cesado de golpe. Su mente ya le había dado la orden a sus piernas para salir huyendo de allí, pero ya era tarde.
-¿Quién es usted?- Las palabras sonaron como balas dentro del almacén.
Lo primero que advirtió Estefanía fue que el borrego era casi tan alto como ella, aunque no creía que llagara a la mayoría de edad. Todavía estaba con el torso desnudo pero al menos llevaba el pantalón de gimnasia debidamente calzado en su cintura. El pecho le subía y le bajaba al ritmo de su agitada respiración. ¡Flor de susto se habrá llevado! Pensó Estefanía, ya sin mostrar signos de malicia. Su propio corazón también latía con vehemencia. Se sentía como si la hubiesen descubierto robando. En seguida levantó el único frasco que aun llevaba colgando del brazo y se lo enseñó al muchacho.
-¡Hola! Me llevo estos dos…- Vio que el chico se detenía en el frasco roto que continuaba vertiendo mermelada sobre el suelo- Bueno… supongo que me llevo solo este ahora. Te dejé la plata justo ahí, sobre el mostrador.
El jovencito caminó hacia donde estaba el dinero, tomó el billete de cien con desconfianza y se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
Ese era el momento de salir de allí. No era necesario esperar a que leyera el malintencionado mensaje. -¿Todo bien?- Quiso confirmar Estefanía dispuesta a abandonar el lugar.
-¿A usted qué le parece?- Respondió el chico, señalando el enchastre que había en medio del almacén. Inmediatamente bajó la mirada al anotador y se detuvo allí algunos segundos…
Tarde . Pensó Estefanía.
Luego él arrancó la hoja, la estrujó en un puño y la guardó junto con el billete.
-Bueno, yo… lo siento, no debí haber escrito eso.
-¿Quién se ha creído como para entrar a mi casa sin llamar?
El chico parecía de verdad enfadado. Estefanía se arrepintió inmediatamente por haberlo humillado con aquel estúpido mensaje. ¿Qué pretendía? ¿Divertirse a su costa? Sintió vergüenza de ella misma.
-Te pido disculpas, de verdad… Vi el cartel de afuera y entré a comprar unos dulces… No había nadie, entonces…
-Podría haber llamado. Esto no es un autoservicio.
-Lo siento. Ya me voy.- Dio media vuelta para marcharse pero la voz irritada del chico la detuvo.
-Además, el dulce de higos no está a la venta.
Entonces ella se volvió: -Pero… estaba exhibido en el estante.
-Se está macerando. No está a la venta todavía.
Se sentía culpable y no tenía intenciones de confrontar, así que volvió hacia el lugar de dónde había tomado el frasco de dulce de higo y lo acomodó exactamente en el mismo sitio de dónde lo había tomado.
-Como digas. Me llevo otro de arándanos entonces.
-Solo el de naranjas está a la venta.
Estefanía comprendió que el chico, humillado y ofendido, estaba dispuesto a contrariarla en todo. Entonces se le ablandó el corazón, tomó aire y se sinceró con él:
-Mirá… Tenés razón… Te pido disculpas por haberte espiado. Estuve muy mal. Quedate con el billete, pero… Lo siento, no me gusta el dulce de naranjas, es muy amargo.
-El que hace mi abuela no es amargo. ¿Lo quiere probar?
El chico tomó uno de los frascos de dulce de naranjas que descansaba en el estante detrás del mostrador. Era delgado pero las líneas de sus músculos ya habían comenzado a dibujarse en su cuerpo. Cuando desenroscó con fuerza la tapa del tarro, Estefanía pudo ver como las fibras de sus brazos y de su pecho se tensaban bajo la piel bronceada. Ella pensó que estaba en el punto exacto en el que un chico se transforma en hombre aunque todavía sin ser ni una cosa ni la otra.
-¿Cuál es tu nombre?- Preguntó Estefanía resignada e intentando parecer amigable, mientras se acercaba al mostrador por el lado habitual de los clientes. Ya se había resignado a poner su mejor cara y llevarse la mermelada de naranjas, incluso si le parecía horrendamente amarga.
-Me llamo Sandro.
-Che, Sandro… De verdad te pido disculpas por lo que pasó… No debí haberte espiado… ni tampoco tendría que haberte escrito esa nota. Fue una boludez de mi parte.
-¿Cuál es el problema? ¿Usted no se hace la paja?
La pregunta desconcertó a tal punto a Estefanía que tuvo que apoyar sus dos manos sobre el mostrador para no trastabillar en el último paso. Si la cosa se iba a pasar de la raya era mejor dejar todo tal como estaba y salir de allí. Pero por alguna razón se resistía a abandonar el sitio. Probablemente solo quería evitar volver al micro-cosmos privado del auto. O, probablemente, algo la atraía de toda aquella incómoda situación; desde el principio.
-No me parece una pregunta para hacerle a una dama.
-Pero es usted la que insiste sobre el tema… Me espía; me escribe una nota… después se arrepiente y me pide disculpas una vez, dos veces, tres veces… Yo solamente me hacía una paja recostado en mi cama, igual que debe hacerlo usted en la suya.
¡Guau! La mente de Estefanía explotó. El borrego tenía razón. Era ella la que se había enroscado con el tema. El chico ni se había sonrojado al leer la nota.
-Bueno, Sandro… Dejémoslo así.- Estefanía trató de ocultar su turbación y ensayó su mejor sonrisa. -¿Me vas a dar a probar el dulce de naranjas de tu abuela?
El chico la miró con el frasco de mermelada abierto. Estefanía percibió en su cuerpo la vibración de aquella mirada. ¡Ese borrego era bastante más astuto de lo que suponía! Pensó ella. Entonces Sandro hizo algo que torció el rumbo de aquel encuentro. Algo que no se suponía que debía hacer. Como cuando ella jugaba a seleccionar un recuerdo, una imagen mental, y comenzaba a rodar una nueva película a partir de ella. Allí estaba comenzando una nueva película.
Sandro sumergió su dedo índice dentro del frasco de dulce. Luego lo retiró pletórico de una sustancia untuosa color naranja brillante. El aroma a fruta invadió la estancia.
-¿Quiere probar?- Preguntó con su mejor cara de vendedor experto, mientras extendía su dedo a la mujer que estaba del otro lado del mostrador.
Estefanía acercó sus labios lentamente hacia aquel manjar. Sus ojos estaban clavados en los de Sandro. Quería desestabilizar a aquel borrego. Semejante derroche de seguridad en alguien tanto más joven que ella la irritaba…
Abrió la boca y el dedo untado se hundió entre sus labios; lo engulló completo sin dejar de mirarlo a los ojos. Luego lo fue retirando poco a poco, rozándolo con su lengua y con la punta de sus dientes. El dedo salió limpio, brillante y húmedo.
-¿Y bien..?- Quizo saber el vendedor.
-No está mal.- Y se pasó la punta de la lengua por el labio inferior como queriendo hurgar en los restos. –Es rico. Pero decile a tu abuela que se siente un poco el amargo.
-No lo creo. Quizá haya sido mi dedo. Bueno, usted sabe… no tuve tiempo de lavarme la mano.- Sandro cerró el puño y lo batió dos veces en el aire, hacia arriba y hacia abajo, recordándole qué había hecho con su mano hacia tan solo un momento.
-Sos un borrego mal educado y asqueroso.
-Pero usted me dijo que le había gustado.
-Me voy. Ya escuché demasiado.
Entonces Estefanía se dio media vuelta y avanzó con paso firme hacia la cortina que la separaba del tórrido sol de la pampa. Abrió los retazos de tela que cubrían el vano de la puerta de salida y unos rayos intensos entraron al almacén. Allí seguían su auto, su madre y sus hijos, esperándola a la vera de la ruta.
-Todavía no me dijo su nombre.
La voz del chico la retuvo una vez más. ¿Por qué no me voy de una puta vez? , Pensó. Pero se volvió para responder.
-Estefaní- Pero no logró terminar de pronunciar su nombre. Sandro estaba sentado sobre el mostrador, con sus piernas colgando del lado habitual de los clientes, justo frente a ella. Pero eso no era todo. Se la estaba pelando como hacía un momento atrás sobre su cama: con parsimoniosa lentitud.
-¿ Estéfani ? ¿Y eso qué es? ¿Francés? ¿Inglés?
-Sos un borrego maleducado. Tu pobre abuela debería saber cómo te comportás con los clientes.
-Me preguntaba si no querrías volver a probar...
Entonces sucedió aquello; aquello que nuevamente cambió el curso de todos los acontecimientos.
Sandro tomó el frasco abierto de mermelada que descansaba apoyado sobre el mostrador, se lo llevó hasta su entrepierna y hundió su pija en la mermelada espesa. Percibir el sonido acuoso que produjo la verga del borrego al sumergirse en la textura de aquella dulce mucosidad fue el desencadenante. Estefanía dio dos pasos hacia el mostrador pero se detuvo cuando Sandro volvió a posar el frasco junto al anotador. La pija, levemente curvada hacia arriba, apuntaba justo hacia ella; estaba dura, mojada y brillante. Unas gotas pesadas pendían de la punta sin terminar de caer y restos de pulpa de naranja se habían adherido en las venas del tronco.
-Esta vez te va a encantar. Vas a ver...
Estefanía se acercó sin sacarse aquel empalagoso espectáculo de la vista. Llegó hasta allí y posó sus dos manos sobre los muslos del muchacho. Sandro llevaba ahora el pantalón de gimnasia a la altura de los tobillos.
-Sos un borrego sucio y maleducado. Alguien tendría que darte una buena lección para que aprendas a tratar a una dama.- Acto seguido inclinó su torso hacia abajo y se metió en la boca todo aquel chorreante y empalagoso artefacto. Rítmicamente y con destreza lamió, succionó y tragó unas cuantas y sonoras veces, hasta extinguir todo resto de dulce. Para ese entonces Sandro había posado sus dos manos sobre la cabeza de su cliente y acompañaba los movimientos gráciles de su cuello.
Estefanía disfrutaba mucho más el sabor de la carne que el de la naranja. Hacía deslizar la tranca del borrego contra su paladar almibarado y su lengua. Sandro estaba en la gloria. Los pies le colgaban del mostrador como los de un infante. Había estirado su cabeza hacia atrás y exhalaba grandes cantidades de aire con cada nuevo descenso hacia su entrepierna. Su verga había empezado a palpitar y los músculos de sus muslos comenzaron a tensarse debajo de las manos de Estefanía.
Quizá esta haya sido la advertencia que la invitó a abandonar su faena.
Irguió nuevamente su espalda y se limpió el morro inflmado con el dorso de la mano. Sandro la miró con una leve sonrisa de triunfo.
-Parece que ahora no estaba tan amargo…
La seguridad del chico la enfurecía.
-Decile a tu abuela que puede cerrar el negocio hasta que terminen de macerar sus dulces artesanales. Nadie se va a llevar un solo frasco de esa porquería de naranja.
El chico bajó del mostrador de un salto. Lejos de subirse el pantalón de gimnasia, se lo quitó de los tobillos y lo dejó caer al suelo. Al saltar, su pija tiesa se blandió en el aire como la daga de un malevo de Buenos Aires. Luego se encaminó completamente desnudo hasta uno de los estantes de la pared: -Si me jurás que no vas a contarle a mi abuela, te dejo probar el de higos.
-Me pregunto qué pasaría si tu abuela llegara justo en este momento.
Pero a Sandro no le preocupaba aquel punto. Probablemente supiera que no vendría hasta dentro de un rato. Pero… ¿Cuánto tiempo llevaba allí dentro? ¿Y si su madre se aburría de esperar e iba en su búsqueda? No… No dejaría a los mellizos solos en el auto. ¿Y si bajaba a buscarla con los mellizos? La última idea la aterrorizó. Tenía que cortar ya con esa absurda película y volver a la realidad. Pero él ya estaba frente a ella forzando la apertura de un nuevo frasco. En ese momento la tapa cedió y el vacío provocó aquel sonido tan particular: ¡Plop!
-Probá, Estéfani. No te vas a arrepentir- Ofreció Sandro. Y ella entendió: Ahora la trampa era que debía recogerlo con su propio dedo. Al chico le gustaba jugar. Al fin y al cabo era solo un borrego insolente. Por otra parte, su película todavía tenía final abierto.
¡Acción!
Estefanía hundió con obscenidad su dedo mayor en la mermelada de higos que Sandro le ofrecía. Luego lo retiró chorreando una sustancia verde viscosa, con pedazos de fruta incrustados.
-No hace falta que pruebe esta vez.- Dijo, blandiendo el dedo sucio levemente hacia los lados, como queriendo emular los movimientos oscilantes del rígido pene del vendedor. –Amo el dulce de higo… Pero quizás vos puedas decirme si es necesario que se siga macerando o puedo llevármelo así como está.- Acto seguido elevó el dedo hasta la altura del rostro del chico. Pero cuando este se acercó lo suficiente como para abrir sus labios en claro gesto de aceptar el convite, ella lo retiró de golpe.
-Lo siento. Yo no soy un borrego bruto de campo. No voy a darte de comer de mi mano sucia.
Por primera vez pudo advertir en el chico una expresión de sorpresa, de leve desconcierto. Eso le dio coraje para continuar. Posó los cantos de sus manos sobre el mostrador que tenía justo detrás y con un pequeño brinco se sentó sobre el tablón de madera. Estaba en el mismo lugar que había ocupado Sandro hacía solo un momento.
Al chico se le dibujó una sonrisa infantil en el rostro cuando advirtió que Estefanía utilizaba su mano limpia para subirse lentamente la falda hasta dejar al descubierto el triángulo blanco de su ropa interior.
-¿Qué? ¿Nunca le viste los calzones a tu abuela?
-¿De verdad piensa que la única mujer que anda por acá es mi abuela?
Lo provocaba con preguntas pero no le interesaban las respuestas. Mucho menos darlas. Sabía que el tiempo era la variable más peligrosa. Mientras mantenía el dedo pringoso en alto para evitar que el dulce se derramara, con el índice de su otra mano descorrió el velo blanco de su bombacha y le ofreció a los ojos de Sandro la textura de aquella tierna flor lampiña y cerrada. Flor que fue abriendo lentamente sus pétalos conforme fue separando los muslos. Los labios se despegaron con pereza hasta dejar al descubierto los pliegues y los colores más íntimos de su anatomía. Estefanía vio con gracia como el borrego volvía a las andanzas y comenzaba a masturbarse nuevamente.
-Me parece que hoy me voy a coger a una dama de la ciudad.
-Primero me vas a decir si este dulce se puede comer.- Le mostró el dedo sucio que inmediatamente llevó hacia su entrepierna. Primero dejó caer unas pocas gotas de mermelada verdosa sobre su vulva entreabierta, luego comenzó a distribuir el manjar de higos sobre sus labios íntimos. Primero se ayudó con un dedo, luego con dos.
-Ahora estamos a mano.- Dijo Estefanía mientras se masturbaba frente al chico, sentada sobre el mostrador del almacén.
Aquellas palabras fueron el disparo de largada. Sandro se agachó entre sus muslos aferrándola por las rodillas, separando más sus piernas, abriendo más su sexo. Ella levantó una de sus pies hasta apoyar el talón sobre el mostrador. Sandro estiró con fuerza hacia un lado el algodón de la bombacha y comenzó a lamer de aquel espléndido y tibio vergel.
El borrego lamía con estudiado criterio. Estefanía pensó que asumir su inexperiencia sexual en función de su edad había sido un error. En su rostro se dibujó una sonrisa tan plena y postergada como el orgasmo que ya empezaba a presentir. Ahora fue ella quien lo aferró de la nuca.
-Ni se te ocurra dejar de hacer lo que estás haciendo, borrego.
Sandro decidió respetar el pedido de su clienta sin decir una sola palabra. Un experto en lingüística hubiese asegurado que nunca estuvo más clara la diferencia entre lengua y habla.
El chico la había aferrado de las nalgas y la mantenía casi suspendida en el aire. Así podía disponer de toda su intimidad a placer. Para evitar perder el equilibrio, Estefanía, con los brazos hacia atrás, tuvo que apoyar las palmas de sus manos sobre la tabla del mostrador. Él la tenía a su disposición. Con la lengua recorría toda la extensión que bajaba desde el capuchón rosado hasta la rugosidad de su ano. Iba y venía provocando descargas eléctricas en su recorrido. Finalmente concentró toda su atención en el pulido fino que requería aquella sabrosa perla. La buscó con la punta de su lengua y cuando la encontró todo se transformó en un torbellino. Estefanía dejó caer su espalda contra el mostrador y comenzó a contorsionarse entre espasmos y gritos de placer. Ese borrego sabía lo que hacía.
Casi un minuto tardó en reponerse. Por segunda vez en el día tenía la sensación que había vuelto de la muerte. Él la ayudó a incorporarse y la guió con su mano en el pequeño salto que la devolvió al suelo. Cuando estuvieron parados frente a frente los dos sonreían pero ninguno supo qué decir. Estefanía tuvo el impulso natural de besarlo con ternura, pero cuando se disponía a reaccionar él posó sus manos sobre las caderas de ella y la giró de golpe dejándola otra vez frente al mostrador, como si la forzara a seguir comprando. A sus espaldas sintió como la mano del borrego se metía por debajo de la falda de su vestido para descorrer nuevamente la tela de su bombacha; aunque esa, claro, no era su única intención. Comenzó a masajearle las nalgas con la mano abierta. Disfrutaba de aquel culo citadino como ella había disfrutado de su lengua rural. Luego, uno de sus dedos se fue localizando alrededor de su esfínter y comenzó a trazar movimientos circulares y concéntricos… cada vez más profundos. Tanto que finalmente Estefanía sintió el pinchazo de la primera falange al atravesar su estrecho anillo muscular.
-¡Aahuch!- Soltó sin poder evitarlo. Pero se quedó justo donde estaba: aferrada al mostrador, expectante. No iba a decirle que se detuviera. Esta era una película que todavía tenía final abierto.
Sandro, advertido por el reclamo de su clienta, retiró delicadamente el dedo y apretó su cuerpo contra el de ella ajustándolo contra el mostrador. La asió de las caderas y frotó su pene inhiesto contra el culo de Estefanía.
-¿Qué tenés en mente, borrego malcriado y atrevido?
-Darte de probar lo mejor de la casa.- Se lo dijo con la boca casi pegada contra la nuca. El contacto le erizó la piel de toda la espalda.
Acto seguido Sandro tomó el frasco abierto de dulce de higo, se lo llevó hasta la entrepierna y sumergió su verga una vez más dentro de la mermelada. ¡Plop! Estefanía entendió todo con aquel sonido. Y casi que pudo adivinar el final de la película.
A los pocos instantes el glande rebosante de dulce se posó tierna pero decididamente sobre su anillo muscular. Estefanía separó levemente los muslos y relajó su cuerpo como hacía mucho no lo hacía. Tuvo que volver a aferrarse al mostrador para no perder el equilibrio. Y así el borrego se fue metiendo en ella, así, desde atrás, rompiéndole el culo. Nunca había vivido esa experiencia tan singular. El dulce de higo le brotaba y se le derramaba por entre los muslos como el agua de un manantial a medida que Sandro se abría paso hacia lo más profundo de ella. Cogieron así durante casi cinco minutos. Primero despacio; después más fuerte… Entre gemidos y aullido de placer Estefanía acabó dos veces más antes de que Sandro depositara toda su semilla en la oscura profundidad de sus entrañas.
Minutos más tarde caminaba sin prisa sobre el pedregal, nuevamente bajo los rallos del sol, hacia su coche. Allí estaba el Honda Civic tal como lo había dejado, junto al gran letrero que aún seguía en pie de pura casualidad. Aun le temblaban las piernas de placer. Con aquella sonrisa dibujada volvía a tener veinte años. Rejuvenecer era posible. Solo hay que conocer la fórmula , pensó. Sus muslos chorreaban dulce de higo y esperma de Sandro por partes iguales. Y eso le resultaba de lo más divertido y cachondo. Miró hacia la inmensidad de los campos que rodeaban aquel insólito lugar, entonces la abordó una extraña sensación de ensueño. Mientras se acercaba al coche, la intensidad de la luz solar y el sonido ensordecedor de las chicharras le devolvieron, poco a poco, su sentido de la realidad. Pero de una realidad mejorada.
Entró al Honda y se sentó despacio sobre la butaca de cuero, luego cerró la puerta. Los mellizos y su madre, todos plácidamente dormidos. Otra vez la sensación de irrealidad. ¿Qué había sucedido? ¿Todo había cambiado de repente? ¿El mundo había evolucionado? ¿El universo ya no era el mismo? ¿La historia había sido escrita de nuevo por algún dios benevolente mientras mantenía aquella insólita experiencia en el almacén?
Se ajustó su cinturón de seguridad y cuando estaba por poner en marcha el auto volvió a verlo. Allí estuvo siempre, de pie, frente a ella; con aquella leyenda que recién ahora podía comprender cabalmente: dulces artesanales . Ahora estaba claro. Todo estaba en el lenguaje. Nada había cambiado en esencia.
-¿Estefanía?
-Hola mamá. Te quedaste dormida.- Rosa la miró con una mezcla de desprecio y desconfianza mientras bostezaba y se estiraba como una hiena.
-¿Qué trajiste para Zulma?
-Creo que deberías ir y elegirlo vos, má. Hay de todo ahí adentro.
-Ves que no servís para nada.- Sin más se bajó del auto y se alejó hacia la entrada del almacén. Estefanía la seguía con la mirada hasta que Rosa se perdió de vista tras la cortina.
Nada en el mundo había cambiado en esencia cuando Estefanía arrancó el silencioso motor del Honda; ni cuando puso directa en su caja automática; ni cuando los neumáticos volvieron a rodar sobre el calor del asfalto. Aquella máquina maravillosa podía alcanzar los ciento cuarenta kilómetros por hora en menos de diez segundos.
-¿Má?
-¿Sí, mi amor?
-¿Y la abuela Rosa?
-La dejamos atrás. Ahora solo somos tres.
-Ah.- Acto seguido, Marcos se acomodó sobre su butaca y continuó con su siesta.
Había que preservar a la familia.
SexNonVerba dixit // abril, 2016