Dulce venganza (primera parte)
Después de una vida de menosprecio y vejaciones por parte de mi familia, regreso; y víctima del rencor, dispuesto a todo.
Creí que no sobreviviría para llegar a ese momento. Era el día esperado. En aquella tarde fui objeto de los más altos honores durante mi graduación del Colegio Militar. Ataviado con mis prendas oficiales de lujo, escuchaba las felicitaciones de todos aquellos comandantes que habían sido mis verdugos, pero que a la vez, habían completado lo que requería: fotaleza. La vida en el Ejercito era menos dura a la que había estado sometido durante varios años, en casa...Lo recuerdo como si fuese ayer...
En aquel tiempo, mis abuelos, convencidos en que la familia era la mejor institución de la sociedad, adquirieron una gran hacienda para que todos viviesemos allí, creyendo que todos juntos, cooperando a base de trabajo, lograríamos una bonanza que trascendiera generaciones. Yo era feliz con ellos y todo terminó cuando murió mi abuelo. Mi abuela dejó de ser la mujer tierna y fuerte en la que siempre encontraba amor,y poco después. también me abandonó. Todo comenzó cuando mi padre se hizo cargo de aquella hacienda, por ser el mayor. Las jornadas de trabajo eran cada vez más pesadas y tenía que participar en ellas sin descanso, sin importar que fuese sólo un niño, puès sus hermanos habían engendrado sólo mujeres y ellas no se podía someter al rigor de tales jornadas.
Mi padre era un individuo despota y cruel, y lejos de verme como un hijo, era tan sólo un jornalero más, y como tal, era parte también de las palizas que estos recibian, la mayor de las veces, sin razón - y me duele reconocer que acudí a muchas de estas conductas mucho tiempo después-. Ninguna de las anteriores se compararía a la que recibí una tarde cuando lo descubrí follando con dos mujeres: las esposas de sus hermanos. Ahora entendía la insistencia de enviarlos siempre a lugares lejanos con el pretexto de comprar materiales o herramientas. Aunque cada vez parecía importarle menos, pues sus toqueteos y manoseos hacía ellas se incrementaban indiscretamente, aun a la vista de mi madre.
He olvidado decirles que además de mis "primas" de casi la misma edad -que más tarde descubrí que en realidad se trataba de mis medias hermanas- también tenia una hermana menor que yo por sólo un año, Carolina. Ella era la adoración de mis padres, y decir que su vida era parecida a la de una princesa de cuento, sería quedarme corto. Siempre altiva y bella, estrenando las mejores prendas y disfrutando de los mejores viajes y lujos que sin medida recibía. De las mejores atenciones y del cariño ella era la depositaria. Su gran error sería el haber ignorado, y peor aun, incurrido, en las grandes vejaciones que diariamente yo recibía.
Una ocasión, después de regresar del campo, cometí el error de manchar su vestido con mis "sucias manos de jornalero" -como solía decir mi padre-, y debo decir que me faltaría tiempo para olvidar la paliza que recibí aquel día, pero más tiempo necesitaría para borrar de mi mente los ojos brillantes y orgullos de mi hermana, sonriendo mientras enfrente de ella sufría el suplicio. Lo peor era que ella había descubierto que cada queja en mi contra terminaba en una severa "llamada de atención". Lo mismo hicieron mis primas, quienes gozaban de mis súplicas de perdón mientras era vapuleado.
El poder econòmico de la hacienda se incrementaba gracias a la excesiva explotación sobre los campesinos, quienes a cambio, sólo recibian un misero sueldo y maltratos, pero además, tenían que soportar que sus esposas pasaran a formar parte del harem de mi padre. Ya para nadie era un secreto que todas las mujeres de la hacienda le pertenecían sexualmente, desde las mujeres o hijas de los peones, hasta las de sus hermanos. Pero el colmo fue cuando descubrí que también mi tía, su propia hermana era su amante, y que inclusive, le había dado una hija. Contrario a lo que se pueda pensar, todas esas mujeres parecían estar muy contentas con su posición, pues gracias a ello gozaban de buen trato y otros beneficios.
El día que me dio la última y gran paliza yo ya no era un niño, el tiempo había pasado, ya había entrado en la adolescencia y comprendí porque siempre me había odiado. Lo único que el quería era estar rodeado de mujeres para fines sexuales. Las mujeres que ya no le servían eran suplidas por sus hijas, y en esta regla no entrarían como excepción ni mis tías ni mi madre, quienes sabrían que sus hijas ya no eran unas niñas y que correrían con su misma suerte. Ahora entendía las atenciones desmedidas y todos los lujos con los que vivían mi hermana y mis primas . Pero todo ese entendimiento no se compara con la última imagen que me llevé de ellos antes de mi partida.
Decidido a dejar ese mundo de maltrato, entre los preparativos estaba el de robar -o mejor dicho, obtener por mi propia mano el dinero que nunca recibí por tanto trabajo- cuanto pudiera para los gastos de mi partida. Muchas veces había visto como se liaba con sus amantes, pero esa tarde terminé de verlo todo. Mis tres primas yacían totalmente desnudas, a su lado, aguardando, mientras mi hermana era penetrada por él. Por lo que escuché, -esas muchachillas, que ya no eran unas niñas- habían pasado de los toqueteos manoseos a algo más: le habían entregado su virginidad.
Continuará...