Duelo de pajas

Hay veces en que, para pasarlo bien, no hace falta echar un polvo... Tan sólo estar dispuesto a nuevas experiencias y unos colegas.

DUELO DE PAJAS.

Por Pasguor

La historia que os voy a contar sucedió hace veinte años, cuando yo tenía catorce. Había empezado a pajearme a los doce, con mi primo y unos amigos suyos. Ellos tienen dos años más que yo y, por aquél entonces, y ya lo hacían con regularidad. Me enseñaron muchos de los trucos que hay que saber para pasar un buen rato utilizando la mano. Otros los aprendí de colegas y de mi propia experiencia. Al fin y al cabo, en esto de hacerse pajas cada uno vamos descubriendo la manera y el ritmo que mejor nos va y nos da más gusto, con la práctica.  Desde aquella primera vez -que ni que decir tiene que fue una experiencia alucinante- le cogí el gusto y comencé a hacérmelas casi todos los días. Era raro el día en que no caían dos, o incluso tres, dependiendo de lo caliente que estuviera. Muy a menudo, acudía a casa de mi primo para que lo hiciéramos los dos juntos. A los pocos meses él incluso me pidió que empezáramos a hacérnoslo el uno al otro, a lo que accedí sin poner ninguna dificultad pues me excitaba mucho pensar el placer que podíamos proporcionarnos mutuamente. Además, mi primo me dijo que él y sus amigos ya lo venían haciendo desde hacía mucho tiempo y que la experiencia valía la pena. Cuando éstos se unían a nosotros (lo que sucedía bastante a menudo) incluso solíamos colocarnos en círculo, para que hacernos la paja los unos a los otros fuera más fácil y cómodo.

Alguna que otra vez, aunque no demasiadas, incluso jugamos a la galleta. Ya sabéis cómo va eso, ¿no? Uno se coloca, con sus colegas, alrededor de una galleta y se la empieza a cascar. Cuando se corre, procura hacerlo encima de ésta. El último que se va, tiene que comerse la galleta bien empapadita con la lefa de todos. ¡Una vez casi me toca a mí! Mi primo se había corrido el primero, y el muy cabrón estaba tan caliente que, me acuerdo perfectamente, que echó unos lefazos de impresión. Después se había ido un colega de mi primo, que se llama Luis. Así que ahí estábamos Pablo, el otro amigo de mi primo, y yo, dándole a la mano todo lo rápido que podíamos, despellejándonos, casi, las pollas, locos por ser el próximo en correrse y evitar, así, tener que comernos la galleta. Es muy jodido meneársela así. Con la presión de ir contra reloj la cabeza hace que se te bloquee el rabo y no hay forma de relajarse para poder llegar al orgasmo. Luis y mi primo se reían, viéndonos, y apostaban a ver quién perdería mientras se acariciban cada uno la polla del otro. Yo miraba a Pablo y veía en su cara -desencajada de placer, mientras no dejaba de gemir- que estaba casi a punto. Con su mano izquierda, se estrujaba y sobaba los huevos mientras con la derecha agitaba a toda leche su rabo, buscando eyacular de una vez. Afortunadamente, en ese momento, Luis le pidió a mi primo que le magreara el pecho porque el vernos a Pablo y a mí meneádonosla, junto con las maniobras a las que mi primo estaba sometiendo a su polla,  estaban empezando a hacer que se pusiera caliente otra vez. Cuando ví cómo mi primo se giraba hacia su colega, y le acariciaba primero y pellizcaba despúes, tras haberse ensalivado bien dos de sus dedos, uno de sus pezones me puse tan cachondo que, en un instante, mi polla se agitó, sujeta en mi mano derecha, y sentí que me corría. Justo cuando me inclinaba sobre la galleta y mi primer chorro de leche la alcanzaba, Pablo empezó a chillar como un salvaje e hizo lo propio, incapaz ya de contenerse por más tiempo. Mi primo y Luis se rieron, sin dejar de sobarse los rabos mutuamente, y dictaminaron que, aunque por poco, yo me había salvado. Así que a Pablo no le quedó más remedio que tragarse una buena ración de semen. ¡Pero fue por un pelo, os lo aseguro!

Apenas Pablo terminó de comerse como pudo la galleta y nos enseño la boca, bien abierta para que todos pudiéramos comprobar que no había hecho trampa y, en efecto, se había tragado toda nuestra mezcla de leches por completo incluyendo la suya (y ésta no había sido poca, pues había tenido una buena corrida, de lefa bien espesa, también) empezó a tener unas arcadas muy fuertes y tuvo que salir corriendo al baño. Le seguimos todos, a carcajada limpia, y vimos como, arrodillado delante de la taza del wáter -a donde casi no le dio tiempo a llegar-, vomitaba hasta la primera papilla que había tomado.

Ése fue el fin de nuestras experiencias con la galleta. Al menos en grupo. Porque mi primo y yo seguimos jugando, alguna vez que otra, incluso hoy en día cuando, para no perder la costumbre, quedamos para masturbarnos juntos en ocasiones. Y sí, muchas veces he perdido yo, si tenéis curiosidad por saberlo. Lo que pasa es que a mí me gusta la lefa -me parece que fue a la quinta paja que me hice, cuando sentí curiosidad por ver a qué sabía aquel líquido blanco que tanto placer me daba el obtener y que, (por lo que tenía entendido), tanto le gustaba a las tías, y la probé después de correrme. Me encantó saborear todo lo que había echado, ahí calentito, en mi boca antes de tragármelo-  y no me importa comérmela. Eso siempre es una ventaja, ¿no?

La cosa es que había que empezar a buscar un sustituto para ese asunto, porque eso de jugárnosla, echando emoción a la paja, nos iba. Afortunadamente pude descubrir lo que necesitábamos un día, con mis compañeros de clase. Mi grupo era muy gamberro -nos castigaban a menudo, por las que armábamos en clase- y pajero. La solución vino un día en clase de gimnasia. Era invierno y estaba lloviendo a mares, con lo que no podíamos salir al patio para recibir la clase. Lo que era una maravilla, porque nuestro profesor era un maniático del ejercicio y nos solía pegar unas palizas de primera categoría. Se pasaba mucho el tío. En ocasiones como ésta nos dejaba en los vestuarios, organizados por grupos, con el encargo de que fuéramos haciendo diversas series de ejercicios: Flexiones, volteretas, abdominales, el balón medicinal... En fin, supongo que ya sabréis cómo va eso. Después, se iba a su despacho, que estaba al fondo de los referidos vestuarios, y se olvidaba de nosotros hasta que, pasado un tiempo, volvía a la carga para cambiar las series de trabajo. Ni que decir tiene que, aprovechando nuestra suerte, nosotros pasábamos de él y nos dedicábamos a charlar o pajearnos. Lo teníamos montado de puta madre. Uno de nosotros se colocaba junto a la puerta para vigilar al tío, en plan disimulado, y otro, tumbado sobre la colchoneta destinada a soportar nuestros esfuerzos, estaba preparado para, cuando el colega que estaba vigilando avisara, comenzar a hacer uno de los ejercicios ordenados y que, de esa manera,  pareciera que nos dedicábamos a cumplir fielmente las órdenes del profesor. Como lo hacíamos por turno, nunca dábamos pie a la sospecha pues, la siguiente vez que pasara éste, se encontraría a otro sobre la colchoneta.

Cada grupo de vestuario se componía de seis compañeros. En el mío, además del  sobrino del profesor -hijo de su hermana, si no recuerdo mal-, estaba uno al que llamábamos palo, porque tenía una polla enorme. El mote se lo puso otro compañero un día en que quedamos un grupo para pajearnos juntos -cuyo mote era el pesca, porque su padre era pescadero-, y que estaba salidísimo. Cuando vió lo que tenía nuestro colega entre las piernas, exclamó: “¡Vaya pedazo de palo que llevas ahí, cabrón!” Y con ese mote se quedó. Os aseguro que nunca he visto mayor capacidad para hacerse pajas como la que tenía el pesca. Se empalmaba con lo más mínimo y, al poco tiempo de haberse corrido, ya estaba listo de nuevo para la acción. Mucho antes que todos nosotros incluso. Las tías que se lo monten con él deben de estar como locas de contentas, seguro.

En cuanto el profesor -le llamábamos el lelo- terminó de pasar por los vestuarios y mandar los ejercicios que le apetecían, se encerró en su despacho. Los compañeros a los que les tocaba hacer de vigilante y señuelo ocuparon sus puestos y, como es natural, el pesca propuso que aprovecháramos el tiempo haciendo un ejercicio más placentero que toda la serie gimnástica que había mandado el lelo.

Naturalmente, todos aceptamos su sugerencia sin oponer ninguna resistencia.

El pesca sacó de su mochila -como era la última clase de la tarde, todos las habíamos bajado del aula; así podíamos irnos a casa directamente sin tener que volver a subir a por ellas- una revista porno y exhibió la foto de una tía, con un enorme par de tetas, que tenía las piernas bien abiertas y sostenía con sus manos un gordo cirio que tenía metido en su coño, bien dilatado como lo exigía la situación. Se veía claramente que el pesca ya había “trabajado” sobre la foto, pues cubriendo la página aparecían numerosas manchas de lefa, ya seca.

Nos bajamos los pantalones del chándal y los calzoncillos -todos menos el que estaba vigilando, claro. Ése era el inconveniente del que estaba de “guardia”- y ya empezábamos a sobarnos cada uno nuestra polla, excitados por la contemplación de la foto, cuando el sobrino del lelo propuso que nos la cascáramos de una manera que había aprendido días antes, con un colega de su barrio. La cosa en cuestión se llamaba El duelo. Y, básicamente, consistía en eso: Un duelo, como en el Oeste. Pero, en lugar de revólveres, el arma a utilizar era la polla de cada uno. Te tenías que colocar por parejas, uno frente a otro, y empezar a meneártela. El primero que se corriera, y consiguiera alcanzar con su lefa al otro, ganaba.

Nos pareció bien, nos quitamos las camisetas dejando nuestros torsos desnudos, y lo hicimos. Hubo, además, suerte y al lelo no se le ocurrió interrumpirnos,con lo que pudimos pajearnos a gusto. Aunque he de decir que yo perdí. Me tocó con el palo. Y el muy hijoputa, que llevaba tres días sin hacer nada -según me confesó después, entre risas-, tardó mucho menos que yo en correrse y bañarme el estómago y el pecho con abundantes lefazos, salidos a toda presión del capullo de su enorme pollón. A pesar de todo, mientras me limpiaba con varios kleeenex,  yo estaba especialmente contento. ¡Había encontrado sustituto para la galleta!

No tenía ninguna duda de que, tanto mi primo como sus colegas, aceptarían esta nueva forma de paja sin ningún problema.

En cuanto llegué a mi casa, merendé y me puse a hacer los deberes.

Hubo suerte, pues yo tenía muchísimas ganas de poder explicarle a mi primo el descubrimiento que había hecho en clase, y mi madre me dijo que me dejaba sólo un momento, pues iba a bajar a hacer unas compras para la cena. En cuanto salió por la puerta, cogí el teléfono -en aquella época no había móviles aún, a pesar de que, a los más jóvenes, os pueda parecer algo increíble-  y llamé a casa de mi primo. Después de hablar un momento con mi tía, nervioso por si ésta se enrollaba y mi madre regresaba antes de que yo pudiera hablar con éste, conseguí que me lo pasara y le expliqué el tema. Él, como yo tenía previsto, se entusiasmó y dijo que llamaría a Pablo y a Luis para ver cuándo podían quedar y echar un duelo, pues estaba seguro de que a ambos les iba a gustar la idea; sobre todo a Luis que, seguro, no iba a poner ningún reparo ya que, en esta ocasión, el reto no incluía que el perdedor tuviese que comerse la leche de nadie.

Cuatro días después, un sábado por la tarde, nos encontramos todos en casa de mi primo. Él nos dijo que no había prisa ninguna, porque su padre y su madre se habían ido de compras y no regresarían hasta pasado mucho tiempo. Yo le creí. Lo de mi tía, con las compras, es así.

Total, que nos despelotamos, en el salón, dejando toda nuestra ropa tirada por el suelo y revuelta una con otra: Camisetas entre vaqueros, calzoncillos y calcetines con las zapatillas de deporte por encima de todo.

Desnudos ya, por completo, los cuatro nos sentamos en el cómodo sofá y comenzamos a acordar las reglas para nuestro juego, a petición de Pablo, para que todos partiéramos con las mismas condiciones y ninguno tuviera ventaja. Yo expliqué, de nuevo, la base del asunto. Luis sugirió que, antes de empezar, todos nos empalmáramos a tope en primer lugar, porque, así, iríamos a la par. Nos pareció bien. Mi primo preguntó si todos nos la habíamos meneado recientemente ya que, en caso contrario, era ovbio que, el que no lo hubiera hecho, partía con ventaja sobre los demás, pues le iba a costar menos correrse que al resto. Yo aseguré que, esa misma mañana, me la había cascado mientras me duchaba.  Luis y mi primo dijeron que ellos lo habían hecho la noche anterior. Pablo confesó que llevaba un par de días sin hacerlo, que la noche anterior estaba en ello pero que casi le pilla su padre y se le cortó el rollo sin llegar a terminar, aunque, si queríamos, eso lo podía arreglar en un momento. Le dijimos que por supuesto tenía que hacerlo, pues no queríamos que, en el duelo que íbamos a hacer, ninguno llevara ventaja. Así que Pablo comenzó a masturbarse, mientras los demás le observábamos. Pronto se empalmó a tope, enseñándonos a todos su rabo, de diecisiete centímetros, bien tieso. (Nos las habíamos medido una vez, por curiosidad, así que por eso sé la medida exacta de cada uno). Se agitó unas cuántas veces la polla, sosteniéndola por la base del tronco, y se escupió en la mano. Empezó a darle, fuerte, buscando la corrida rápida. Y debía  de habernos dicho la verdad en lo de que llevaba dos días sin pajearse porque, apenas al poco de haber empezado, se arrodilló en el suelo de repente y eyaculó con fuerza sobre él unos buenos chorros de lefa. Mi primo se levantó y fue a por papel de cocina, para limpiar los restos de la corrida.

Después de hacerlo a conciencia, estuvimos hablando de sexo y chicas, por espacio de unos tres cuartos de hora hasta que Pablo aseguró que ya estaba listo para la acción de nuevo. Luis le miró a la entrepierna y los demás le imitamos. Su rabo estaba comenzando a subir, debido a nuestra conversación. Nosotros estábamos, más o menos, en igual situación: Con las pollas medio empinadas.

Terminamos de fijar las normas. Una vez empalmados del todo, formaríamos pareja situándonos como me había enseñado mi colega del colegio: Frente a frente, a dos pasos de distancia para que pudiéramos pajearnos a gusto, sin molestar al otro, y, a la hora de echar la leche, se pudiera alcanzar al rival sin problema.En cuanto a la técnica a usar, quedamos en que no habría limitación. Cada uno podíamos utilizar todo lo que se nos ocurriera para conseguir ganar y duchar con nuestra lefa al rival. Al fin y al cabo, en eso estaba la gracia del juego. Decidimos que Pablo se enfrentaría a Luis y mi primo a mí, lo que, para los dos, constituía un morbo añadido, al igual que en la galleta: Comprobar quién era más hábil y conseguía ganar al otro. Los perdedores tendrían que ingeniárselas para conseguir dinero suficiente y pagar unas putas a los ganadores. Yo confesé, muerto de vergüenza si os digo la verdad, que aún era virgen. Todos se echaron a reír. Mi primo me palmeó en la espalda y me dijo que dejara de ponerme rojo como un tomate, que no me preocupara, que como me iba a ganar, no había problema. “Tranquilo, tío. Cuando me esté follando a la puta me acordaré de tí, ya que me la vas a pagar. Le meteré un buen par de viajes en el chocho, con el rabo, de tu parte y ya estᔠme dijo.

Luis sugirió que, como habíamos quedado, nos empalmáramos del todo para comenzar el duelo. Acordamos hacérnoslo unos a otros, como os he contado más arriba que teníamos por costumbre.

Así que nos sentamos en el suelo, unos junto a otros, formando un círculo. Pablo, que estaba a mi izquierda, me cogió mi medio tiesa polla; yo tomé la de Luis, que se encontraba a mí derecha, éste la de mi primo y, por último, él cogió la de Pablo. Empezamos a hacernos unas pajas, despacio porque, en esa ocasión, sólo queríamos conseguir que se nos pusieran bien tiesas, no corrernos. Como llevábamos unos años con el asunto, ya nos conocíamos bien y sabíamos qué ritmo nos gustaba llevar más a cada uno, así que no fue difícil que, en poco tiempo y sin tener que darnos demasiadas instrucciones unos a otros, todos estuviéramos con las pollas más tiesas que un pepino.

Cuando estuvimos todos de acuerdo en que estábamos preparados por igual, nos levantamos y nos colocamos como habíamos quedado: Mi primo y yo frente a frente; Pablo junto a mí y Luis al lado de mi primo.

“¿Listos?” Preguntó Pablo. Todos asentimos. Nos cogimos las pollas. “¡YA!” gritó.

Y empezó el duelo.

Me concentré en meneármela lo más rápido posible, buscando una corrida como fuera, y tratando de olvidar que, si perdía, me lo iba a tener que montar muy bien para poder sacarle el dinero a mis padres sin que sospechasen a qué iba a estar destinado éste. Empecé a mover mi mano, a toda velocidad, haciendo que mi polla subiera y bajara, cubriendo mi capullo, redondo y rosadito, cuando iba hacia delante y retirando la piel y dejándolo al descubierto al retroceder. Clavé mi vista en los ojos de mi primo, que no tardó en hacer lo mismo, espiándonos ambos en busca del más leve indicio que nos pudiera dar una pequeña señal de la llegada del orgasmo del otro. A mi lado Pablo jadeaba como un poseso, mientras Luis le aseguraba, con voz entrecortada, que no iba a poder ganarle, que estaba muy caliente y éste le respondía que eso se iba a ver, que tenía los huevos llenos de leche y que se la iba a echar toda encima ya. Los miré de reojo y me excité mucho más de lo que ya estaba al ver cómo se masturbaban. Volví, rápidamente, la mirada hacia mi primo que, con los ojos entrecerrados, mascullaba algo incomprensible mientras con su mano derecha se agitaba  el tronco de la polla, arriba y abajo, y, con la izquierda, se magreaba las tetas. Paré un segundo, tan sólo para cambiar de técnica de pajeado. Con mi mano derecha, me acaricié el capullo un par de veces, haciendo salir un buen chorro de líquido preseminal que brotó de mi capullo y me lubricó la mano. Justo lo que necesitaba. Luis, junto a mi primo, se inclinó para escupirse un par de buenos salivazos en la cabeza de su polla. Éstos fueron certeros, y continuó pajeándose a toda marcha. Mi primo iba a toda velocidad. Supe que le quedaba poco para llegar al orgasmo y que tenía que apretar si quería ganar mi duelo particular. Con la mano llena de mi líquido me lo extendí por todo mi rabo, mojándolo bien, formé un anillo con los dedos pulgar e índice e introduje mi capullo en él. Empecé a culear, metiendo y sacando la polla del anillo, como me había enseñado a hacerlo el chino, otro compañero de clase. “Así, es como follar” me dijo. Al mismo tiempo, con mi mano izquierda, empecé a sobarme las pelotas  y, con uno de los dedos, a presionarme el agujero del culo con suavidad. Eso me hizo gemir de placer. Pablo, a mi lado, gritó: “¡Mierda! ¡Que no me puedo correr, joder!” Luis le respondió que él estaba a punto y que se preparase. Mi primo, ya cachondo a tope, me dijo que yo estaba perdido, pues iba a echarlo todo ya. Pero, en ese momento, sentí que mis bolas, duras como piedras, estaban llenas a más no poder de lefa y que ésta iba a salir en ese mismo instante. Dejé de acariciarme éstas, tomé el tronco de la polla con la mano y, sin poder contenerme más, gritando: “¡¡Toma leche, primito!!”, hice un brusco par de movimientos giratorios con la muñeca sobre la parte superior de mi rabo, el prepucio y el capullo,  y me corrí aullando un “AAAAAAAHHHHHHHHHH” incontenible. El primer chorro, muy abundante, alcanzó a mi primo en todo el estómago, quien paralizó su paja, sorprendido. El segundo que me salió fue igual de espeso y fuerte; le dí de nuevo. Los dos siguientes, fueron de menos cantidad ya.  Después de eso sólo salieron unas pocas gotas que resbalaron por el tronco del rabo. Me había vaciado por completo.

“Me has ganado. Joder, primo. Me has ganado”. Repetía mi primo mirándose el torso bañado de mi semen. “El alumno ha superado a los maestros” reí, mientras mi polla se comenzaba a bajar, exhausta después del esfuerzo realizado. Luis y Pablo, sin dejar de pajearse,  se echaron a reír y le comentaron, jadeantes, a mi primo: “El enano nos ha ganado tío” y “ha sido el primero en correrse, coño”.

En ese instante, me encaré con mi primo  y le pregunté qué pasaba con él. “Tendrás que terminar, ¿no?” Se miró el rabo, tieso en su mano, y se empezó a pajear a toda presión. Yo aguanté frente a él, mirando cómo se lo hacía, hasta que se corrió. Entonces fue su turno para bañarme con su abundante eyaculación. Y vaya si lo hizo.

Pocos segundos después Luis se iba, ganado a Pablo por un escaso margen de tiempo, pues éste se corrió instantes después.

Nos observamos, jadeantes después del esfuerzo realizado. Con nuestros torsos sudorosos y llenos de semen de los otros. Mi primo propuso que fuéramos a lavarnos al baño, cosa que hicimos.

No me preguntéis de dónde sacó mi primo el dinero para pagarme el polvo. El caso es que, a la semana siguiente, Luis y yo acudíamos a una casa de putas donde solían ir mi primo y sus amigos cuando se lo podían permitir. Y, de esa manera, perdí mi virginidad. No se puede decir que fue una experiencia maravillosa, ya sabéis lo que suele pasar en esas ocasiones; pero, desde luego, conseguí meterla y correrme en el coño de la tía. Así que la perdí.

Aunque esa es otra historia.