Doscientos más el cuarto

De cómo una prostituta me cambió la vida.

¡Quítateme de encima y lárgate! ¡Lo que tienes de guapo lo tienes de imbécil! , me gritó Daniela justo antes de arrojar mi ropa por la ventana y echarme a golpes de su casa, escupiéndome en la cara lo mal amante que era, la tortura que había significado para ella el tiempo que estuvimos juntos, ese poco más de un mes que finalizó en cuanto pisé el húmedo asfalto con mis descalzos pies y quién habría jurado sería la madre de mis hijos me azotó la puerta en las narices para nunca más volvérmela a abrir.

Era la cuarta vez en menos de un año que una mujer le ponía fin a nuestra relación argumentando que mi desempeño sexual era poco menos que pésimo. Los gritos de Daniela habían despertado a los vecinos, quienes escondidos tras sus cortinas miraban cómo con dificultad me vestía a mitad de la calle, detalle que no me hizo sentir más avergonzado que las razones que me habían llevado a esa situación. Mis problemas de cama habían pasado a ser mucho más graves que el insomnio y las almohadas empapadas de sudor que de niño me preocupaban. No sabía el porque, pero era incapaz de satisfacer a una dama y ese hecho me estaba volviendo loco. Con los miles de ideas que se arremolinaban en mi cerebro cada que una hembra ponía cara de asco después de que yo le hacía el amor martirizándome, y luego de terminar de vestirme, emprendí la marcha hacia mi casa, resignado a dormir otra vez solo.

Iba preguntándome en si mi tardía iniciación en el mundo del sexo (mi primera vez fue pasados los veinte) tendría algo que ver con mis pocas habilidades sobre el colchón, si lo conservador de mi educación y lo tradicionalista de mi hogar habrían influido para convertirme en el peor de los amantes, recorriendo una oscura y solitaria calle, cuando me la encontré, cuando la vi parada en una esquina, recargada a un semáforo y chupando un cigarrillo. Era alta, demasiado alta para ser mujer , pensé. De lejos no pude apreciar su rostro, pero su cuerpo era el de una verdadera diosa, y la forma en que lucía sus curvas debajo de esa ajustada ombliguera y esa diminuta falda invitaba irremediablemente al pecado. Nunca en mi vida había pagado por sexo; por mi mala suerte con la mujeres era imposible no pensar en ello a diario, pero a fin de cuentas nunca lo había hecho. Sin embargo, había algo en esa prostituta, porque no había duda de que era una de ellas, que me atraía, que me hizo sacar mi cartera para cerciorarme de que en ésta había el dinero suficiente para pagar por el que seguramente sería, tomando en cuenta la calidad de la mercancía, un servicio caro. Y además estaba lo deprimido que me había puesto por el incidente con Daniela. Todo apuntaba a nuestro encuentro. Después de acomodarme el cabello con un poco de saliva, caminé directo a ella.

A unos cuantos metros de alcanzarla, ella se percató de mi presencia y me miró de arriba abajo para luego sonreír, gesto que tal vez era parte del trabajo pero que yo tomé como una aprobación, como un creer que le había gustado, ya que después de todo, por más mal amante que yo fuera, no dejaba de ser atractivo, no dejaba de medir uno noventa, tener ojos azules, rostro de galán de cine y cuerpo de modelo de ropa interior, con, aunque inútil, buen paquete.

¿Qué hace un bombón como tú por estos rumbos? – me preguntó una vez que me paré frente a ella, desvaneciendo con su voz la seguridad con que había emprendido el viaje, regresando yo a ser un alfeñique, un idiota sin carácter.

Este… no, nada – respondí con la cabeza gacha e intenté marcharme.

¿Cómo que nada? – inquirió al tiempo que me tomaba por el brazo y me obligaba a dar media vuelta haciendo uso de una fuerza extraordinaria para ser mujer, detalle que en ese momento sólo me hizo pensar en que seguro hacía pesas – Es tu primera vez, ¿cierto? Se te nota – aseguró pegándose a mí, frotando sus generosos, firmes y redondos pechos contra mi torso –. Dime algo: ¿no te gustaría que fuera conmigo? – posó su mano sobre mi entrepierna, que para mi mala suerte comenzaba a abultarse más de lo normal – ¿No te gustaría… – se fue arrodillando lentamente, mojando mis ropas con su lengua – que te diera la mamada de tu vida? – besó por encima del pantalón mi ya notable erección – Porque yo creo que a él sí – apretó mi cautivo pene con ambas manos, provocándome un gemido que dejó todo en claro, que le dio la razón –. ¡Ven, vamos! – me invitó a seguirla y yo le obedecí sin pronunciar palabra, tratando de descifrar por qué me atraía de esa forma tan intensa.

Luego de caminar alrededor de diez minutos, llegamos al que parecía ser el motel que solían visitar ella y sus demás compañeras, esas que me piropearon desde que entramos al local hasta que nos perdimos tras la puerta del cuarto número once, ese cuarto dentro del que por primera vez habría de berrear de placer.

Ven. ¡Tócame, papi! – exclamó Rubí, nombre falso con el que antes de arribar al motel se había identificado, antes de llevar mis manos a sus senos y comenzar a besarme sin control – ¡Tócame, que me tienes bien caliente! – masculló sin parar de besarme – ¡Qué culo tan más rico tienes, papi! – chilló al tiempo que estrujaba mis nalgas con una rudeza que la hacía ver muy poco femenina, cosa que me importó en lo más mínimo cuando sus labios se apoderaron de mi cuello y sus dedos empezaron a desabotonar mis prendas.

No tardó mucho en desnudarme, se le notaba a leguas la amplia experiencia que para ello tenía. Y una vez desnudo, mojándose los labios al ver las impresionantes dimensiones de mi falo, ese que extrañamente, como con ninguna otra mujer lo había estado antes, se encontraba a tope y necesitado de acción, me empujó contra la cama y se hincó encima de mí, para volver a besarme mientras, acomodando mi endurecido miembro entre sus piernas, también me masturbaba. Su lengua masajeaba la mía con verdadera maestría, de una manera nueva y placentera, y mi polla se deslizaba en medio de sus muslos mojándolos con esos ríos de lubricante que hasta entonces jamás habían hecho acto de presencia. Esa mujer me enloquecía. Esa mujer me enloquecía y más lo hizo cuando sus dientes se clavaron en mi pezón derecho, cuando después fueron mordiendo todo el plano de mi abdomen y terminaron perdiéndose en el vello de mi pubis, tan cerca de mi enrojecida e inflamada verga, la cual le sopló al oído que le diera un besito, que se la tragara entera y le exprimiera hasta la última gota de semen, la cual de tanto palpitar llamó su atención y pronto fue rodeada por su mano, y pronto fue sacudida con fiereza haciéndome sentir en el cielo, amenazando con matarme de gozo cuando todavía faltaba lo mejor, cuando era apenas el comienzo.

¡Que rica que la tienes, papi! – exclamó lamiéndome la base del tronco, arrebatándome un sobresalto que la hizo sonreír – ¡Vaya, que tiene vida propia, que quiere que la atienda la impaciente! – gritó dándole otro lengüetazo, uno más cercano a la punta, uno que acabó por desesperarme.

¡Cómetela ya, por favor! – le supliqué entre jadeos y mirándola a los ojos, pidiéndole compasión – ¡Ya no aguanto! – le insistí – Necesito… – me calló envolviendo el glande con sus labios, alojando poco a poco todo el largo de mi pene en su boca, haciéndome experimentar sensaciones que nunca, ninguna otra mujer produjera en mí.

Siempre que mi pareja en turno accedía a regañadientes a practicarme sexo oral, mi falo terminaba por dormirse entre sus labios, en parte por su falta de ganas y en parte porque algo me hacía falta, pero con Rubí fue diferente: mi miembro estaba a reventar y de mi boca no dejaban de salir gemidos y suspiros, palabras de satisfacción. Demostrando profesionalismo, buscando complacer al cliente al cien por ciento, se metió entera mi polla para estimularla al mismo tiempo con la lengua y la garganta, llevándome con rapidez hasta los bordes del clímax, momento que evitó pasándose a mis testículos, mismos que también tragó y ensalivó completos para después cruzar el que antes de ella pensé era mi límite: aprovechando el estado de profunda excitación en el que estaba sumido, y masturbándome para desviar mi atención de sus verdaderas intenciones, fue descendiendo hasta encontrar mi ano, ese pequeño orificio olvidado para mí, ese estrecho agujero que al acariciarlo con su lengua me hizo vibrar como nunca, haciéndome arquear la espalda y arañar las sábanas, logrando que no opusiera resistencia cuando su lengua me penetró, reacción que habría sido la más lógica si yo fuera un hombre como todos, pero ¡no!, el antifaz y la máscara empezaron a caer. Luego vino el primer dedo y, a pesar de la incomodidad que me causó el que exploraran un rincón tan descuidado de mi cuerpo, ya no hubo marcha atrás. Para cuando tuve adentro el tercero, deseé que juntos con los otros dos fuera sustituido por algo más y

No, por favor – susurré como diciendo ¡rómpeme el culo ya, cabrón, que se que no eres mujer, que se que no te llamas Rubí!

Ella, o él ¿qué importa?, volvió a tragarse mi verga mientras continuaba dilatándome el culo y se quitaba esa diminuta falda y esas negras bragas bajo las cuales ocultaba su virilidad. Después de unos minutos, de un rato tras el que consideró era hora del siguiente paso, subió mis piernas en sus hombros y acomodó su ya liberado miembro al nivel de mi ano. Fue en ese momento, al saberme otro hombre, uno a punto de ser sodomizado, uno que gozaba por ello, que estuve a punto de arrepentirme, pero Rubí ni tiempo me dio pues de un solo intento me encajó la punta de su polla, esa que a pesar de no ser tan grande y gruesa como la mía no dejó de dolerme conforme me atravesaba, no dejó de remorder mi consciencia mientras vencía la resistencia de mis esfínteres y sus huevos chocaban con mis nalgas, instante en el que, haciendo todo lo demás a un lado, me sentí mejor, ¡pleno!

Con torpeza, la del casi insoportable ardor que me subía desde el culo hasta la cabeza, le quité la ombliguera y le besé los pechos, le comí los pezones al tiempo que ella daba inicio con mi violento desvirgar. A cada arremetida de su verga, yo le pedía más. Con cada embestida de su parte, el placer iba en aumento. Y al poco tiempo, sin habérmelo tocado siquiera, con el simple golpeteo de su falo en mi próstata y mis dientes en sus tetas, mi pene escupió abundantes chorros de semen que acompañaron al más intenso orgasmo de mi vida, ese que fue aún más poderoso cuando ella se vino dentro de mí, cuando me bañó los intestinos con su leche sellando mi transformación, quedando ambos rendidos y desparramados sobre el colchón.

¿Te gustó, papi? – Me interrogó justo en el instante en que su miembro abandonó mis entrañas.

No sé – le contesté sin mucho ánimo –, pero… ¿cuánto te debo? – le pregunté poniéndome de pie y comenzándome a vestir, sin mirarla a los ojos, lleno de vergüenza una vez que la borrachera del disfrute se había esfumado.

¿Sabes una cosa? ¡Me gustas mucho! – exclamó revolviéndome el estómago de nervios – Y lo digo en serio, ¡eh! De no ser porque me ha ido mal esta noche y porque mis tripas me exigen alimento, no te cobraría. Pero bueno, una tiene que sobrevivir. Para que veas que no te miento, para que no creas que a todos mis clientes les digo que están bien guapos, te lo voy a dejar a mitad de precio. Dame nada más doscientos – sugirió al tiempo que se acomodaba la peluca, esa cabellera falsa y pelirroja que enmarcaba su hermoso rostro, de lindos ojos negros que jamás pensé serían de hombre, de finas facciones que desde un principio me engañaron, de labios gruesos que moría por besar.

Antes de sucumbir ante mis instintos, le dejé un billete sobre el buró y salí corriendo del lugar. Y ya fuera del motel, me senté en el filo de la banqueta y me solté a llorar, lleno de dudas y culpas. Siempre queriendo saber el porque de ser un mal amante. Siempre tratando de adivinar el porque de mi poca suerte con el sexo, y ahora que finalmente tenía la respuesta… deseando nunca haberla obtenido, deseando haber seguido como antes. Estaba completamente desesperado, me sentía terriblemente mal por haber vibrado con una verga dentro y

¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? – me cuestionó Rubí sentándose a mi lado, limpiándome las lágrimas.

Ahora… ¿qué voy a hacer? – la interrogué como respuesta.

Pues no lo sé, pero… – me tomó de la mano – ¿qué te parece si lo discutimos – me dio un beso en la mejilla –, mientras vamos por unos tacos? ¡Yo invito! – me propuso sonriendo y acepté gustoso, como si me hubiera ofrecido las llaves de la felicidad, como si en su sonrisa se hubieran perdido las dudas y los miedos.

Nos levantamos y nos dirigimos en busca de un puesto de tacos, abrazados como si fuéramos novios, sintiendo que algo especial comenzaba a surgir. Me dijo su verdadero nombre: Luciano. Yo le dije el mío y el inicio de una nueva vida se vislumbró.