Dos Refrescos

Sin meter nada, si asaltar nada, sin entrar ni al principio ni al fondo, solo utilizando sus yemas, acarició casi como si no quisiera, arriba, abajo, tan lento que me obligaba a buscarlo yo para conseguir que, a la altura del clítoris, hiciera algo más de la presión que, instintivamente, suplicaba.

Dos refrescos

A veces llega y no me insulta.

Esos días me considero afortunada a pesar de que, en el espejo, puedo ver el moratón anímico de su última grosería.

A veces está de buen humor y su temperamento se limita a dar un portazo que de por sentado el hecho de que el señor del castillo ha entrado y no desea ser molestado.

Durante horas puedo escuchar el televisor a todo trapo, con el volumen desaforado mientras retransmite un partido de fútbol, una película de mamporros…a veces porno incluso.

Todo en nuestro pequeño unifamiliar con jardincillo, depende del humor con que, ya casi de noches, arroje las llaves sobre la cajita que tiene sobre el radiador que templa el zaguán de entrada.

Si lo hace con delicadeza, tocará una jornada de, educadamente, evitarnos.

Si la cajita acaba con llaves y todo en el suelo con un ruido mezcolanza de metal y madera, entonces procuro rezar para que todo, desde mi peinado hasta la cena, este a su gusto.

Que, en ocasiones no me insulte, tampoco significa que el miedo desaparezca.

El camina siempre ausente de mi existencia hasta que alguna de sus necesidades vitales reaparece con exigencias.

Necesidades que solo yo puedo solventar pues el muy inútil, es un niño que se afeita.

Chata de cena quiero huevos fritos….chata se acabó el papel de wáter…chata compra champú del que me gusta…chata los calcetines ejecutivos rojos ¿Dónde paran?....chata los zapatos de domingo…chata pásame el pan…chata ábrete de piernas.

Rafael no engañó a nadie.

De novios no fue ni fino, ni procurado, ni mentiroso, ni romántico.

Siempre fue así porque en Abadesas, siempre son así.

No había alternativa.

Nunca la tuve o nunca me permitieron tenerla.

La que había, en cuanto pudo caminar con dos patas y tener la fuerza de voluntad suficiente para decir no a según qué cosas, cogió el autobús de la Sepulvedana en dirección a una capital que necesitaba la gente inteligente y sensible que en Abadesas nunca encajaba.

En aquel villorrio, si te conmovía la siega y su paisaje de estepa castellana, si pensabas en la ternura de contemplar una cierva lamiendo y procurando por su cervatillo, si te parabas en los pasos de cebra, te echaban sambenito de flojucho, quedando, para siempre, condenado al ostracismo.

Me casé con Rafa convencida de que aquella era la forma de ganar la independencia que, desde el pañal, me usurpaban una madre dominante y un padre pedrusco.

A él lo conocía desde chico, cuando se jugaba en pandilla al pajarito inglés, la gallinita ciega o el burro saltarín.

Nunca pensé en Rafa como alguien más que un quinto de esos que, pensando cometer una tropelía imperdonable, pintarrajeaban un grafiti con el “Vivan los del 86” en la tapia de cualquier ovejera abandonada.

Aquella noche, para la verbena de San Julián, se acercó con su tercera copa en la mano, para soltarme dos zalamerías nerviosas y mal procuradas al oído.

Yo también estaba nerviosa.

No sabía o no me enseñaron a saber, cómo encajar ese tipo de cosas.

No hubo nada más.

Solo se sentó y, entre trago y trago, terminó bebiendo más cubatas que palabras cruzamos.

Al día siguiente, apenas asomé la nariz fuera de mi habitación, madre me vino con el cuento de si nos habíamos ennoviado.

Ella sabía que no era así.

Rafa sabía que tampoco.

En realidad todo Abadesas lo sabía.

Pero aquella era la guisa con que en sitio tan chico, te iban encauzando, por presión social hacia la trampa tendida.

No supe decir que no.

Rafa tampoco.

Y madre se alegró lo suyo.

Que su hija anduviera en tratos con un mozo de esos que la sociedad local consideraba sano y digno de encomio, la convertía a ella en encantada protagonista de todos los siseos.

Y para su mente, insana, acotada y carente de empatía, aquello le sabía a bocadillo de gloria.

Padre cuando supo, encogió los hombros, abrió la boca, tragó lenteja y con un “cásate pronto y espabila”, dio el asunto por finiquitado.

Un año después de aquella extraña verbena, con cara de estar fuera de hábitat embutido en aquel traje barato de Resurrección, padre me llevaba al altar y yo daba un sólido “si quiero” convencida de que aquella era la mejor alternativa.

Me equivoqué.

Metí la pata.

Y lo hice hasta las orejas.

Iba a saberlo y a pagarlo, desde el mismísimo viaje de novios.

Fue Rafael quien me quitó la virginidad.

A estas alturas del relato, ya deberían haberlo imaginado.

Mojigata no era.

Una se daba sus propios placeres con dedos, cojines o almohadas.

Placeres cuyos sofocos, amortiguaba mordisqueando las sábanas casi hasta desgastarlas y cuyos remordimientos, me llevaban al día siguiente, a pedirle perdón a Dios, sin confesorio claro, pues todos sabíamos en Abadesas que el cabrón del cura iba luego a contárselo a nuestras madres, amenazándolas con avergonzarlas si no dejaban el cepillo a reventar de limosna.

Había imaginado que, si ya me costaba cierto esfuerzo acallar los orgasmos cuando me masturbaba, al probar un verdadero falo, iba a romper costuras.

Pero mi noche de bodas la pasé junto a un torpe borracho, incapaz de conseguir levantar la dote testicular con la que me había matrimoniado.

Y desde la segunda, hasta la presente, lo haría con un ser incapacitado para la delicadeza, para el beso, para saber encontrarle a la mujer, ese cosquilleo que nos lleva a arrancarnos a bocados la ropa.

Algo propio de esa España que comenzaba la década con un golpe de Estado que, aun fracasado, fue muy capaz de recordarnos que todavía eran muchos los que pensaban que tener vagina y deseos, era el peor de los pecados.

En resumidas cuentas, me acostumbré a que nuestra vida conyugal se limitara a bajarse las bragas, abrir las piernas, acogerlo entre cinco y seis minutos, contener las muecas de dolor o molestia, sentir placer muy rácano, permitir que desfogara hasta la última gota e ir luego al baño.

En ocasiones, cuando le costaba, me besaba las tetas.

Las masajeaba con ruda insistencia, como si se tratara de un panadero catando la calidad de la masa.

Otras incluso me ordenaba que le hiciera una felación.

Otras, las más desagradables, me daba un cachete a destiempo en el culo.

Cuando le pedía que no lo hiciera el siempre respondía con su…”Como se te está poniendo Rosita”

Nunca hubo amor mutuo.

Eso lo supe después claro, cuando el anillo pesaba demasiado.

En Abadesas, los jóvenes sin carisma ni talento, como nosotros, nos dejábamos arrastrar por la tradición impuesta, por ese dogma ácido que era el “así siempre se ha hecho”.

Cuando el dogma revela su gran mentira, era tarde para andar retrocediendo.

En ocasiones, sobre todo al principio de la gran desilusión, pensaba en Luisma “el Trucha” que marchó a Madrid incapaz de represar su homosexualidad.

Sus padres no lo lamentaron.

Sentían hacia el menos amor que vergüenza por el degenerado que les había salido por hijo.

Pensaba en Alberto “el tuercas” cuya habitación de chico estaba empapelada de libros y al que sus supuestos amigos criticaban con saña psicopática por no sustituirlos por los posters de chicas con tetas aireadas que ellos colgaban.

Alberto ahora diseñaba barcos y, las pocas veces que venía al pueblo, lo hacía en un coche de gama alta que paraba delante del cementerio, para poner una rosa sobre la tumba del padre que le animó a escapar de aquella cárcel castellana.

Y Benita.

Benita que a los catorce años, cuando un mozo diez años mayor le tocó el culo para hacerle la gracia al corrillo, se giró para estamparle una humillante bofetada que aun resonaba en el orgullo del gilipollas.

Al gilipollas le ofrecieron actitud comprensiva y a Benita, la pusieron de Bruja para arriba.

¿Cómo se atrevía ella, con faldas, levantar la mano a un hombre hecho y derecho?

Yo fui de las que se preguntó cómo un hombre hecho y derecho le ponía la mano en el culo a una chica a la que apenas le acababa de bajar el periodo.

Me lo pregunté si, pero en silencio.

Cobarde.

Aun me lo reprochaba.

Benita se puso en fuga a los dieciocho y, si en Abadesas la querían ver, solo tenían que levantar la vista para contemplar, a las 11,30 de lunes a viernes, el Boing 737 que pilotaba, cubriendo la ruta Madrid-Amsterdam.

El gilipollas mientras tanto, era fijo del puticlub de la NIV.

Yo no era valiente como Luisma, Inteligente como Alberto o carismática como Benita.

Yo era callada.

Muy callada.

Nunca me hubiera atrevido a confesar públicamente lo mucho que me gustaba escribir.

No es que renunciara a ello, no, pero lo había limitado a los momentos de soledad, los mayoritarios, cuando Rafael estaba en el andamio y mi madre carecía del cotilleo que le diera excusa para hacer visita y fisgonearlo todo.

Los cuadernos los compraba en un pequeño kiosko segoviano, cuando acudíamos a hacer la compra de la que no surtía el ultramarino de Abadesas.

Los dejaba al fondo de las compresas, del detergente, del papel de baño alejados de las cervezas y chuletones que a mi marido tanto le hacían babear.

Luego, en casa, los escondía en el armario de las lejías, en la buhardilla, en una cajita debajo de los estropajos sucios.

Rafael, que en casa solo pisaba el sofá, el fregado, el mando de la tele, un tenedor, un cuchillo, un vaso, la hamaca del jardín, el garaje, al botella de vino, la cama y las dos tazas de wáter, nunca lo hubiera encontrado.

Sin hijos, todo el día en aquel unifamiliar, asfixiada, sitiada por Abadesas, el papel en blanco y un boli Bic azul, comenzaron a ser todo lo que tenía en este mundo.

Resulta irónico.

Irónico porque sería mi desgraciado matrimonio lo que aceleraría la revelación de que nunca había encajado, encajaba o encajaría en el puzle que aquel miserable lugar era.

Fue al escribir mi primera, simple y vergonzante historia; un cuento para ese hijo que nunca tuvimos.

Un cuento triste, mal reglado, desorganizado pero repleto de la magia y realismo, de las luces y sombras, de la negrura que influenciaba cada segundo de mi vida.

Rafa, que nunca escuchaba ni ponía atención más allá de su barriga, ni se dio cuenta de que, al acabar aquella primera historia, me pasé el día con una sonrisa boba en la cara…un pasito más liberada…satisfecha.

Una sensación discretamente eufórica que se diluyó cuando tres días más tarde, perdió la razón y la partida de mus en el bar.

Dos en una.

Alguien tendría que pagarlo.

Y fue mi cara, recibiendo su primero sopapo.

La excusa fue que le había dejado la bata de andar por casa mal planchada.

Daba igual…si un compañero de trabajo hilaba ladrillo más habilidosamente que el…ese día el sofrito no tenía ajo…si el vecino había comprado una barbacoa de gas que él no podría pagar nunca…no he repuesto el gel de baño…si pinchaba una rueda…no le había pasado el polvo a la pantalla del televisor.

Me llamaba cerda, gorrina, gorda asquerosa, sebosa, inútil, boba, tonta del culo, ignorante, vaca burra, puta y tía mierda.

Me humillaba.

Me escupía.

Me follaba como si yo fuera una tabla de madera con agujero artificialmente lubricado.

Y la cosa fue a más.

Tanto que llegué a sospechar que había descubierto mi idilio con la escritura y se vengaba por ello.

Lo hombres ignorantes se tornan violentos ante lo que no son capaces de comprender.

Y la cosa desvarió tanto que pensé en acudir a mis padres en busca de refugio.

Por si su amor los empujaba a arremeter contra Rafa y advertirle.

Pero el domingo, viéndoles a los tres riendo ante una paella mientras el televisor vomitaba un programa de videos cutres donde personas anónimas se caían de un trampolín, por una escalera o de un columpio, supe que los tres eran lo mismo.

Los tres eran producto de Abadesas.

Los tres considerarían mi delación una traición al “así ha sido siempre”, imperator absoluto del pueblo.

Y supe que, verdaderamente, estaba muy sola.

Al día siguiente, lunes, dejé la historia que escribía a medias y compré otro cuaderno.

Imaginación.

Allí paraba toda escapatoria.

Ese día surgió de mi cabeza la historia de una flor hermosa y salvaje, que brotaba, para su dolor e ironía, en un tiesto de barro donde la semilla, casualmente, había caído.

En aquella inesperada cuna trataba de revelarse contra su prisión, contra quienes pretendían pisarla, podarla, fumigarla.

Contra toda previsión, la flor seguía creciendo.

Era evidente que la flor era yo y mi rebeldía, un folio en blanco y mucha tinta, materiales que me alejaban de la niña asustadiza que regresaba en cuanto Rafael doblaba la esquina.

Una imaginación-refugio que, una mañana casual, adquirió otra dimensión tan aventurada como inesperada.

Me encontraba sentada en la gran mesa del comedor, frente al cuaderno de hoja sepia en gramaje alto.

Esos caros que a los que, de vez en cuando la cartera hace algo de caso.

Lo había adquirido en el inesperado encuentro que tuve en Calpe, durante las vacaciones, con aquel kiosko de abuela, de esos casi extintos que lo mismo te venden helados que gominolas, lapiceros, periódicos atrasados o cuadernos de gran calidad, de esos que van amontonando polvo en busca alguien que los adopte.

Tal y como marcaba el ritual, me senté, dispuse la taza de café con leche humeante a mi diestra, abrí la tapa de cartonaje en color rojo, hoja limpia, sin líneas.

Aspire, cogí el bolígrafo BIC azul y me dispuse a parir de nuevo.

La historia se hilaba, se concebía en cada una de las millones de neuronas de mi cuerpo, se concentraba en la cabeza, avanzaba por el sistema nervioso hacia el brazo y, a punto de dibujar la primera letra, la concentración se difuminó bruscamente a causa del ruido generado por un motor eléctrico trucado.

Alce la cabeza con gesto contrariado.

“Joder a buenas horas”

El inmenso ventanal con la persiana a medias para evitar en lo posible el cotilleo del vecindario, dejaba entrever la luz oblicua que se colaba a través de las rendijas.

Me acerque con pausa, sospechando, intuición de fémina, que aquello que generaba aquel ruido, para bien, para mal, iba a trastocarlo todo.

Mi vecino Fulgencio, estaba instalando un andamio.

No era algo novedoso.

A Fulgencio, antiguo maestro, viudo, sin hijos ni sobrinos, tan solo le sostenía una sola preocupación.

Aquel chalet había sido la ilusión de su mujer y cuando a esta se la llevó un cáncer tan fulgurante como injusto, su mantenimiento se había convertido en la obsesión vital del antiguo docente.

Como si consiguiendo que no hubiera una sola mancha en la pared, una sola gotera en el tejado o una sola brizna de hierba seca, ella continuara allí presente.

En esos años, lo había visto pintar diez veces la fachada, reajustar mil más los ladrillos de la valla, impermeabilizado dos veces la piscina, aseado cien el gallinero, cortado obsesivamente las flores, podado los manzanos y limpiado hasta la extenuación el acristalamiento del porche de entrada.

Lo malo era que los años iban echándose despiadadamente encima y ya no era capaz de hacer según qué trabajos.

Achacoso aunque emprendedor, había apalabrado con el albañil de Soteros, la realización de un retejado.

El albañil siempre se encargaba de los encargos más productivos y serios.

Para lo más liviano, solía enviar a sus aprendices.

Había tenido unos cuantos que, por lo general, entre el mal sueldo y el peor trato, solían durarle un verano.

En estas le tocaba ver a un chaval de dieciocho, veinte años, vistiendo el clásico mono azul de cremallera frontal abierta que mantenía atado en la cintura con ayuda de sus dos mangas.

Era flaco, tal vez algo excesivo pero no denotaba, ni mucho menos, debilidad o fatiga.

Trepaba arriba y abajo en busca del material con una agilidad sorprendente, dejando ver una fisonomía fibrosa y una piel admirable.

Piel oscura, que no negra.

Piel moruna, ligeramente inclinada a subsahariana, limpia y pura, ausente de mácula, salpicada por pequeñas gotitas fruto del esfuerzo y del calor que resbalaban desde su frente hasta su cuello, desde su cuello por los hombros, la espalda hasta perderse en el dichoso mono.

Ignoro por qué razón, me pasé largo rato contemplando su devenir, parapetada tras la persiana.

No, no sabía por qué.

Respiré hondo, como si sufriera un ictus cardiaco.

Respiré y pegue la frente al cristal, deseando saber quién era.

Ahmed…!Ahmed!...¿quieres una cerveza?

No señor Fulgencio gracias. En el andamio nada de alcohol. ¿No tendrá un refresco?

Ay si chico perdona pero no tengo. Yo soy de agua o cebada ya sabes.

No se preocupe Señor Fulgencio. Gracias de todos modos.

Ahmed.

Me resultó un nombre hermoso, original, exótico.

Busqué en el diccionario y descubrí que significaba “digno de alabanza”.

En Abadesas, corazón de Castilla, decir que te llamabas Ahmed equivalía a conjurar al mismísimo fantasma del Campeador para que regresara espada en alto a cortar cabezas de moros por España y Santiago.

Nunca me he detenido a preguntarme por qué fui a la cocina y abrí la nevera.

Nunca he pretendido averiguar las razones que me condujeron a abrir la puerta, a abrir la verja, a cruzar la calle.

Solo sé que cinco minutos más tarde, me dispuse bajo el andamio, bajo la mirada de un absoluto desconocido, con dos latas de refresco en la mano y expresión entre entrometida y avergonzada.

Es usted muy amable señora.

Ahmed hablaba haciendo uso de un castellano perfecto, de acento casi imperceptible que, en esos pequeños matices, lo convertían en un ser aún más atractivo.

Cuando llegué, no sabía decir más que hola, adiós, gracias y Maradona – se reía – Lo estudié mucho ¿sabe? A conciencia. Porque yo aquí, siempre quise venir para quedarme señora.

Sus ojos eran de un intenso negro azabache.

Como si se tratara de esponjas vítreas y capaces de absorber toda la magia de la noche en la estepa, tan pura, tan cálida o fría según se quisiera.

Tenía veinte maravillosas primaveras y una vida en la que todo lo poco que le había sonreído, había sido siempre a base de soportar un descomunal esfuerzo.

Nada de mimos – presumía – A mí me criaron a “surriagasos”

Zurriagazos – corregí.

Si – y regresaba esa sonrisa sin caries ni mácula – Aun debo aprender mucho. Eso es bueno. Eso me mantiene alerta señora.

Tras cinco años en España, con el acento más pulido, la educación exquisitita, aquel sentido del respeto y una inclinación absoluta en favor del trabajo, había prosperado.

Puede que no tuviera estudios pero tal defecto, lo equilibraba con una gran capacidad de observación y absorción de lo observado.

Durante los primeros días, Fulgencio, que fiel a su estilo de relegar las tareas domésticas más básicas se olvidó de hacer la compra, tuvo al pobre chaval deshidratado.

Para equilibrarlo, a las doce en punto, plena canícula, le llevaba dos latas de refresco.

El, al verme, volvía a sonreír, descendía del andamio, lo agradecía con sinceridad, bebía un largo y anhelante trago y luego, sosegado, iba disfrutando de la lata y de mi compañía.

Si algún día quieres otra cosa. Una Coca Cola por ejemplo.

Lo que usted traiga me parecerá bien. Es un regalo lo que me hace. No es cosa de irse quejando.

Había nacido en Igruk Mel, una aldea montañosa y magrebí; dos razones para que desde Rabat, los consideraran indignos de inversión pública.

Sus padres deseaban verlo casado y engendrando “moritos”, labrando unas tierras que apenas daban para engañar el hambre si la sequía o las mangostas no andaban de por medio.

El no quiso.

El miraba al norte y, ante la incomprensión materna, la cual seguía negociando su matrimonio como si el deseo filial no existiera, una mañana, abrazó intensamente a su padre, y marchó valle abajo.

Después vino la lucha; el viaje, el roñar del estómago, el cruce como ilegal de una frontera, la falta de papeles, la lucha por conseguirlos, el estudio del idioma y tradiciones, los escupitajos de quienes lo veían peor que a un corrupto o un asesino.

Con el primer dinero que ganó, mandó un cuarto a su hogar y pagó la tarjeta de teléfono que le permitió escuchar la voz de su padre.

Madre sigue en las suyas – le confesó – Negocia tu matrimonio convencida de que volverás.

No le digas que ahora mi patria es España.

Cuando hablaba, poseía la magia del buen narrador de historias, del ser criado sin televisiones, bajo el amparo de una noche larga escuchando los relatos de aquellos que calzan más arrugas que esperanza de vida.

Y continuaré luchando siempre señora –me decía con una sonrisa feliz, como si aceptara aquel combate como una dicha – Si luchas estas vivo y tienes un objetivo. Mala simiente es la de aquellos que no se mueven señora.

Llámame Rosa por favor – le rogué – Me haces sentir vieja si me tratas de usted.

Usted no es vieja. Usted es hermosa. Muy hermosa. Y generosa – meció la lata ya casi vacía.

No supe que responder.

Me habían enseñado que una mujer casada debe reaccionar ante el piropo de un extraño como una gata al acecho; sacando uñas, lanzando un maullido amenazante, arañando si fuera necesario.

Un adoctrinamiento que se diluyó como azúcar en el agua, cuando recibí aquel primer halago.

Porque Ahmed fue el primer hombre que me piropeó en mi insípida vida.

Rafa, ni de novio ni de casado, me había espetado algo más romántico que un “vaya tetas tienes chata”.

“Hermosa”

Gracias Ahmed. Yo… - baje los ojos. Sí, me sentía intensamente avergonzada – No se…

Hermosa Rosa…

No sé si fue en ese preciso instante cuando ambos dimos el primer paso.

No lo sé.

Solo sé que esa misma noche, mientras Rafael roncaba, insomne, me vi obligada a levantarme, caminar descalza y de puntillas, echar el cerrojo al baño y masturbarme.

Pueblerina pero no tonta.

Pueblerina pero no frígida.

No fui de menos a más.

Fui directa.

El ardor era tanto que a la trigésima arremetida de mis deditos sobre el clítoris, me corrí gustosamente imaginando, si, que un muchacho de piel aceitunada y veinte años, me tocaba, me acariciaba, me besaba llamándome preciosa mientras montaba mi cuerpo con generosidad, sin prisas, paladeando lo que el uno al otro nos estábamos proporcionando.

Al regresar sobre el colchón, dormí desahogadamente.

Como hacía mucho.

Era viernes y no veía la hora de que llegara el siguiente lunes.

Ahmed aquella vez, justo antes de subirse al andamio, echó un vistazo hacia detrás, justo sobre las persianas medio bajadas, medio abiertas, dejando a entender que sabía bien que yo estaba tras ellas.

Y es que lo estaba.

Sonreía, subí al dormitorio, escogí tela algo más apretada de lo que se supone en una mujer casada de cuarenta años, en un pueblo encadenado durante cientos.

Me dio absolutamente igual.

A esas horas, el marujeo popular, injerto en el mercadillo semanal, no se darían cuenta de que cruzaba la calle, sujetando en sendas manos dos refrescos.

Ahmed bebía hablándome de su primer trabajo.

Recogedor de fresa Rosa – suspiraba – Duro y como un esclavo. Yo ya no me quejo de lo que es pasar calor. Calor son diez o doce horas en un invernadero a cuarenta grados, salir, encontrarte con treinta y pensar “!Coño que alivio!”.

A esas alturas yo ya no escuchaba nada.

Yo solo veía sus finos labios moviéndose, su mandíbula sin hoyuelo, su cuello estilizado, sus marcados nervios y sus firmes aunque huesudos hombros.

Descendí la vista para contemplar sus pequeños y duros pezones, la ausencia de languidez en sus pectorales y vientre, su inexistente barriga y si, el leve vello que ascendía desde su entrepierna.

Me gusta cómo me miras – el chico descubrió en mis miradas una curiosidad que pareció agradarle - ¿Me dejas mirarte a ti Rosa?

Sorprendida por la petición, decidí de sopetón, no sin mirar a un lado y a otro, que bien estaba devolver lo que se recibía y que para pusilánimes, las que en ese instante compraban en el mercado.

Asentí.

Ahmed lo hizo con aquellas retinas color aceituna negra, lento, como si mi desnudara, como si fuera capaz de vislumbrar mis defectos carnales…los pechos algo caídos, la leve tripilla, las caderas cruzadas, las pistoleras, la flacidez del glúteo, la puñetera piel de naranja.

Pero, lejos de entrever algo de piedad o rechazo, pude contemplar como sus labios se tensaban, su respiración se tornaba nerviosa y, si, como algo se movía bajo la entrepierna del mono azul.

Perdona – pidió disculpas cuando su erección fue inocultable – No quiero causarte problemas ni faltarte al respeto.

Ahmed…Ahmed – me complacía tanto pronunciar su nombre - …estoy…

Si.

Estoy…por tu culpa….

No quiero meterte en un lío Rosa yo quisiera que…

Mojada – por fin lo dije – Estoy muy mojada por tu culpa.

El muchacho sonrió.

¿Por qué sonreía?

¿Acaso sabía que esa sonrisa derribaba todavía más todas las dogmáticas mentiras que me habían injerto desde chica y que ante esa risa resultaban ser una mierda cochina?

Tú me alegras la vida Ahmed. Solo con decirme hermosa.

Y me alejé.

Solo que esta vez, si, lo sabía, la mirada del magrebí se fijaba en el consciente bamboleo de mis caderas.

La Rosa pazguata no dejaba de ser hembra y exhibir ante quien la complaciera, sus armas.

“Mírame el trasero Ahmed” – le decía meciéndolo en mi caminar, de izquierda a derecha.

Esa noche, de nuevo, aproveché la ignorancia onírica del marido, para bajar al salón, tumbarme en el sofá, meter la mano entre las bragas y darme un placer compulsivo pero, en esta ocasión sostenido, finito en un orgasmo poderoso, incrementado ante el morboso placer que me generaba el tocarme delante del bochornoso retrato de nuestra boda, siempre presidiendo aquel salón ingrato.

Al venirme, no pude liberar un “Dios, joder” y quedarme, relajada, dormida sobre el sofá hasta que escuché como, a eso de las ocho, Rafael apagaba el despertador para darse la vuelta, tirarse un pedo y resistirle cinco minutos más a la obligación del trabajo.

El tejado de Fulgencio avanzaba a buen ritmo.

Pero se trataba de un chalet grande, enorme para una sola persona.

Aquella mañana, con Rafa cazando sin que se le esperara hasta bien anochecido, pude escuchar la bronca desde mi tradicional emplazamiento creativo.

En realidad no era una bronca.

Una bronca es cosa de dos.

Lo cierto es que se trataba de un monólogo de gritos donde el jefe del magrebí, arrinconaba a un Ahmed de rostro altivo si, visiblemente indignado por un desaire que no merecía pero callado, muy callado, pues sabía bien la fina línea que separa una nómina mensual de la cola del paro.

Hay que acabar esto en tres días máximo. Te necesito en Ruiseñores.

Sí señor.

Ni si señor ni ostias. Apura.

El desaire era inmerecido.

Ahmed trabajaba muy duro y aquel desgraciado lo sabía, tanto como sabía de su difícil situación en España.

Las personas acomplejadas como aquel albañil, suplen el desequilibrio pisando de más, al más débil.

Estaba segura que si su empleado en lugar de Ahmed, se llamara José, lo hubiera tratado con otras diplomacias.

Lo lamenté.

Por eso, cuando de atardecidas vi que había hecho la tarea de dos días en una mañana, acudí con los acostumbrados refrescos.

Ahmed lo lamento.

El muchacho, por respuesta, volvió a sonreír, avanzó su brazo derecho y, en lugar de la naranjada, cogió la lata, cogió la mano y la asió con dulce firmeza.

Estoy acostumbrado a que me muerdan – contestó – No a que me refresquen cuando hace calor – y me acarició la muñeca con la punta de sus dedos.

Aquí no – aunque mis ojos fisgoneaban a izquierda y derecha la posibilidad de un delator, lo cierto es que correspondí al gesto dejando caer la lata y asiendo su lánguida muñeca – Vamos a mi casa.

Cruzamos juntos, conmigo tirando del muchacho que se dejaba llevar como un perrito dócil.

Puede que ahora, pensándolo mejor, a toro pasado, me convenciera que aquello fue una auténtica locura que a mí, me hubiera costado tal vez el divorcio, tal vez fama de puta.

Pero para Ahmed habría significado el terminar en una cuneta con la cabeza abierta de un cantalazo.

Pero nos dio igual a ambos.

Cruzamos la verja, cruzamos el jardín, abrí con torpeza la puerta, lo metí dentro, cerré con cerrojo interno para no poder ser sorprendidos por todos aquellos que, de memoria lo sabía, tenían copia de la llave de mi propia casa.

Lo sentí detrás.

Respiraba fuerte.

Como yo.

Una yo que miraba el barnizado de la puerta, sabiendo que cuando me girara, por fin, iba a abrir los portones de esa casa interna que conducía a la verdadera alma de Rosa.

¿Qué puedo darte Rosa? Pídeme lo que quieras.

Quiero….- cerré los ojos. Puse una mano en uno de mis pechos. Al apretar con fuerza sobre el pezón, sentí crecer la humedad de mi entrepierna - …quiero que me folles. Quiero que me hagas tuya o que tú te hagas mío.

Uno para el otro.

Y, avanzando, me abrazó desde atrás, sustituyó mi mano por la suya, acarició mi pecho, luego el otro y así, girando mi cuello, nos besamos.

Con suavidad, deslizó su mano izquierda desde mi lóbulo por el cuello, por el omoplato, las caderas, rebañó mi falda, susurró con las yemas por la piel de mi glúteo, volvió a dejar caer la tela y…me dio la vuelta.

Ahmed deshizo el beso y me miro.

Miró como él sabía hacerlo; atravesándome con ese brillante iris negro, sin decir una sola palabra.

Y sin embargo, sentía que me estaba chillando.

Nuestro siguiente beso llegó, perdiendo lo tierno en favor de lo apasionado.

Con rapidez de bisoños que llevan meses deseándolo, abrimos nuestras bocas, entregamos nuestras lenguas, comprobamos, el mi poco arte, yo que desde luego, no era la primera.

El juego adquirió movimiento camino de la escalera.

Entre medio le desabotoné el mono azul sin dejarlo caer más que a la cintura y el me dejó el vestido en los tobillos, obligándome a librarme de el para poder seguir avanzando.

Me descalcé.

Se descalzó.

Salvamos a la carrerilla, sonriendo traviesamente, uno, dos, tres, ocho peldaños.

Y llegamos al pasillo.

Allí el permaneció, en una oscuridad lánguida, matizada por los haces de luz que entraban desde el ventanuco que daba al final del pasillo. Yo di tres o cuatro pasos atrás.

Lo miré.

Sí.

Ahora.

Con rapidez, con habilidad, me quité el sostén, arrojé de las braguitas y quedé, para él, desnuda.

Suspiré.

“Bueno aquí estoy. Puedes correr en dirección contraria si te asusto”

Ahmed no bajó sus ojos de los míos.

Era algo que no esperaba.

Imaginaba que me miraría o con deseo o repelús pero que me miraría de arriba abajo, como un pastor catando a la yegua que piensa comprar en el mercado.

Te he deseado tanto Rosa.

¿Deseado?

¿A mí?

Un muchacho de veinte años deseando al declive en carne que yo era.

Y, apenas lo dijo, correspondió mi gesto con otro suyo.

Dijo adiós a su mono, dijo adiós a sus bóxer, dijo hola a sí mismo.

Yo, al contrario, si me di el gusto.

Lo miré.

Lo caté con los ojos.

De arriba abajo.

Eres – miré su abdomen sin triple cinto grasiento…miré sus caderas fibrosas, miré sus piernas largas, musculosas pero no exageradas, mire su miembro, con ese leve y llamativo vello pelirrojo, a medio camino entre la flacidez y el “acércate a mí con eso”.

Era la primera vez que veía a un hombre desnudo.

Porque en ese instante, descubrí, que nunca, ni para eso, mi marido podía contarse como uno de ellos.

Caminamos ya descalzos y volvimos a besarnos.

Ven – fui a abrir la puerta del cuarto de invitados – No, no, mejor aquí.

Pero la sola idea de hacerlo en la cama que cada noche compartía con Rafa, esa sola idea, hacía que cualquier otro preliminar, por bueno que este fuera, me humedeciera menos.

Apabullando espacio, con movimientos excitados, entramos en un cuarto presidido por aquella cama King size sin pie ni cabecero, de edredón nordico siempre oscuro y plagado de almohadones que cada día, debía de quitar y meticulosamente poner en su sitio para gusto del señorito.

Espera Ahmed.

Me giré, me acerqué a la cama y aventé a la mierda cada uno de los diez almohadones que tanto detestaba.

Al hacerlo, al tratar de acercarme al más alejado, estiré el cuerpo dando la espalda a mi amigo, exhibiendo sin darme cuenta un trasero que, creía era grueso pero que Ahmed, por el contrario, encontró tan irresistible como para acercarse y, provocándome una hipido a causa del susto, besármelo justo en medio.

Uy…uy…- primero lo dije en dos breves grititos. Pero cuando el beso se transformó en suspiro, cuando sentí la punta de una lengua, mis ojos, de desorbitados pasaron a cerrarse- uyyyyy….uyyyyy – y el gritito se transformó en gemido - …¿Qué me haces Ahmedddd uuuuuu?

Sentir sus suspiros entre mis nalgas mientras su lengua, suavemente, recorría de arriba abajo todo el espacio entre mi coñito y la entrada de aquello que toda sotana prohíbe su uso.

Oggg Ahmed ¿Quién te enseñó a hacer esto Ahmed?

Por respuesta, Ahmed me abrazó desde atrás, obligándome a alzarme, de rodillas ambos en el lecho, para volver a besarme, parar, sonreír mirándome directamente a los ojos, volver a besarme, acariciarme mis pechos, volver a mirarme, sonreír, divino, besarme con los ojos abiertos, bajar su mano derecha y así, mirándonos muy fijamente, tocármelo.

Intenté, lo juró, sostener los parpados abiertos.

Pero el chaval sabía bien cómo manejar los dedos.

Sin meter nada, si asaltar nada, sin entrar ni al principio ni al fondo, solo utilizando sus yemas, acarició casi como si no quisiera, arriba, abajo, tan lento que me obligaba a buscarlo yo para conseguir que, a la altura del clítoris, hiciera algo más de la presión que, instintivamente, suplicaba.

Mi trasero buscaba pegándose hacia detrás.

Cuando el suspiró volvió a transformarse en gemido, cuando lance dos o tres grititos, dejó de hacerlo.

Me giré, me abalancé, lo besé con fruición, lo hice caer sobre el colchón quedando justo a la altura que deseaba.

Aquí te quería yo ver.

Oh Rosa mi cielo, házmelo por favor.

Y yo, convencida de que no le gustaría la boca de alguien con tan poca experiencia, decidí que, sin pensar, por puro instinto en favor del sexo, sacar la lengua y lamer, de abajo a arriba, desde los testículos hacia un capullo ya goteando liquido presiminal, volviendo a bajar, volviendo a subir.

Tras dos minutos con este jugueteo, la vi, palpitando, moviéndose, bamboleándose sola por efecto de la excitación que acumulaba en ella casi toda la sangre del cuerpo.

Ante semejante visión, como una vampira de Copola, abrí la boca y succionés a despecho.

Polla – dije antes de hacerlo.

Ahmed se retorcía.

Ahmed se aferraba a mis cabellos.

Pero callaba su placer, tal vez por ese decoro que algunos hombres, en este caso muchacho, tienen por soslayar la cama del igual al que están colocando unos soberanos cuernos.

Pero Ahmed no era igual.

Ahmed era infinitivamente superior.

Porque Ahmed gustaba de hacer disfrutar tanto como de dejarse hacer para su disfrute.

Mientras paladeaba su miembro, el, acariciando mi espalda, consiguió hacerlo con mi culo, con mis muslos y, desde atrás, corresponder a lo que hacía, devolviéndolo todo con ayuda de un insignificante dedo.

Oggg joder…pero ¿qué tienes tú en las manos chico?

Con suma sensibilidad, asió mi rostro, lo elevó como me elevaba toda entre sus brazos, volvió a besarme.

Cielo.

Volvió a hacerme sentir especial.

Cuanto te deseo.

Volvió a alzarme por encima de todas, a singularizarme, a entronizarme como ninguno lo había hecho.

Ven.

Y me llevó al borde del lecho.

Me dejó larga sobre la cama, con las piernas flexionadas justo en el borde.

Él se puso de pie.

Casi me sentía avergonzada por su manera placentera de contemplar mi desnudez sobre la cama…mis pechos algo caídos de pezones nubios, mis pistoleras, la leve piel de naranja, la flacidez descontrolada y esa tripilla que tapaba parte de mi descuidado vello público.

Siéntete cómoda – me dijo, esta vez, como si intuyera que aquello era parte del juego, sin ocultar su acento magrebí. Como si fuera la sal que ponía sabor final a aquel cocido – Yo haré para ti todo lo que me pidas.

De pie, asió mis pies, los besó, los alzó, besó mis tobillos, los puso uno a cada lado de sus hombros y, mientras los acariciaba, asía su miembro para colocarlo a la entrada de un sitio que nunca hasta ese preciso instante, había conocido el verdadero significado de estar húmedo.

Fue así.

Así como encontré el sexo.

Con aquel arreón lento pero seguro, respetuoso pero dominante, delicado pero varonil que me insertó el miembro de Ahmed hasta lo más profundo de mi misma, en lo emocional, en lo físico.

Sentí un comienzo de jugueteo…su miembro junto el mío, como si se reconocieran, como si se gustaran y desearan fundirse.

Sentí como con firmeza, era penetrada, abriéndose mi vagina al paso de un ser que había sido diseñado para llegar a mi vida y hacer precisamente lo que en ese preciso instante hacía.

Mi vagina no tardó más que dos, tres empentones a lo sumo en sentirse liberada.

Liberada para el goce, liberada para quebrar cadenas morales, liberada por, sencillamente, copular con quien se quiera y al gusto, exprimiendo todas sus posibilidades sin que curas, padre, marido o Abadesas, pudieran hacer, decir, maniobrar al respecto.

Ahmed no tuvo prisa.

Ahmed nunca tuvo prisa.

Sus primeras embestidas eran lentas y tensas, mirándome directamente a los ojos, preocupado por no ser torpe, brusco o causarme daño.

Cuando tras veinte de ellas se dio cuenta que mi rostro era de estar gozando lo suyo, entonces fue incrementando el ritmo.

También él tenía su derecho a deleitarse y yo, desde luego, quería dárselo.

Incentivé el promiscuo movimiento de mis caderas para dejar bien claro, que me estaba abriendo las llaves del cielo.

La sensación de tener otra polla, una polla novedosa con su novedosa manera de moverse…la sensación de ser amada físicamente sobre el lecho donde nunca lo había sido, irrealmente gozosa, embestida, con mis pies retorciendo su cuello, mis dedos largos y gordezuelos pintadas sus uñas con rojo barriobajero enmarcando el moreno de su rostro de moro.

Ver como Ahmed se movía arriba y abajo con creciente intensidad, como apretaba los ojos, mordía sus labios suspirando “Rosa me muero”, abriéndome entera.

Rosa que placer, Rosa, Rosa….me matas, Rosa.

¿Cómo podía un muchacho casi imberbe saber coordinar tanto sus palabras casi versos con aquella manera de hacer palpitar su polla dentro de mí, rozando con su bajo vientre mi clítoris al ritmo de sus “cielo, amor, delicia”?

Yo retorciéndome, yo girando la cabeza, hundiendo la boca en un puño que a la par aferraba las sabanas, escuchando el golpeteo de mis glúteos contra su cadera, el creciente bufido mutuo, los gritos, el sudor de dos entrepiernas fusionadas, sus avisos, sus gritos de que no podía más, de que se corría.

Ahmed se hundió dentro de mis entrañas, desparramándose como ninguno.

Dámelo, dámelo Ahmed.

Y yo, creyéndome alejada todavía del éxtasis, observaba asombrada como este se presentaba animado, convocado por el de mi amante.

Y lo hacía de una manera salvaje, como huno asolando Roma, inesperada y bravamente, al ritmo de los chorros de semen que me inundaban….un chorro…un corrida...dos chorros…corrida que se acrecienta…tres chorros…corrida que se expande…cuarta, quinta, sexta….desfallezco de puro gusto.

Abro los ojos, saturada de placer, abrazando la caída de Ahmed sobre mí y, por fin, despertando.

¿Qué te pasó gorda? ¿Te has gozado bien esta verdad?

Porque aquella manera, soez de llamarme gorda, me devolvió a la realidad.

Entre mis piernas no paraba el fibroso cuerpo de un magrebí veinteañero, sino la redondez insultante y peluda que mi marido, sin rubor, exhibía.

En mi coño no se acogía el miembro viril, largo y dispuesto del chico, sino un pene vulgar, egoísta y velludo, alejado incluso de un mínimo sentido de la higiene con el que Rafael orinaba.

Mi marido, nuevamente, me había penetrado y llenado en sus tres habituales minutos.

Y Rosa, la pusilánime, para soportarlo, había cerrado los ojos y recurrido, nuevamente a su imaginación.

Ahmed paraba en el piso de abajo, parapetado entre los folios sepia, de gran gramaje, sin líneas de escritura donde yo lo había creado.

Ahmed jamás se subió a un andamio antes mis ojos, ni cogió de mi mano un refresco.

Ahmed nunca me folló adorando cada uno de mis defectos anatómicos.

Si es que te tengo conocidita – alardeaba – En cuanto ves esto – señalaba su miembro obscenamente feo – pierdes la cabeza jajajajajajaja


Cuando lo vi marchar, a la mañana siguiente, por fin sola, no me cupo ninguna duda, de que tardaría un Ave María en alardear de su supuesta proeza entre sus compañeros de andamio.

Su carácter fanfarrón y el gremio, eran terreno abonado para ello.

Lo contrario, el que hubiera respetado nuestra privacidad, habría sido toda una sorpresa.

Lo que si me sorprendía, era mi visible indiferencia.

Eso y la total ausencia de tristeza.

Regresar de mi orgasmo con Ahmed a mi arcada con Rafael, lejos de suponer un retorno al hastío, había resultado todo un revulsivo.

Ahmed era solo eso, un personaje surgido de mi cerebro.

Un cerebro que, aun tras tantos años casada, continuaba tan dispuesto y activo como cuando, de joven, pensé que estaba defectuoso.

Pero dentro de el, Ahmed existía.

Allí lo contemplaba joven, como si lo tuviera delante, dispuesto a ganarse la vida y los placeres de mi coño con idéntico respeto, furor y ahínco.

Lo veía a él y me veía a mí, reinventada, renacida, completamente decidida.

Porque ya no había regreso posible a la Rosa cobarde y sometida.

La Rosa cobarde nunca lo hubiera decidido.

La Rosa cobarde no se habría levantado, acercado a la cocina y abierto la nevera.

La Rosa cobarde nunca habría tomado la decisión de que, desde ese mismo instante y hasta los restos, siempre guardaría en el frigorífico, dos latas de refresco.