Dos profesoras magníficas y sexys

Un hombre encuentra a dos mujeres en la playa, quienes entre charla, buen vino y buen jazz, le enseñaran cómo se satisface a una mujer.

Las mujeres son así, especiales, sexys, únicas, sobre todo a la hora de divertirse. Si algo debemos aprender los hombres de ellas, es precisamente eso, pasarla bien sin que nos importe nada.

Liliana, una mujer de 30 años y Florencia, de 44, me lo enseñaron un fin de semana cuando las conocí en el mar. No voy a caer en el simple juego de decir que eran hermosas (aunque lo fuesen) eran, como dije antes, especiales. La clase de mujer que brilla más allá de su cuerpo, que le da verdad a su belleza por su actitud. Liliana y Florencia no eran modelos publicitarias, y qué suerte que así fuera: eran mujeres de verdad, reales, graciosas, libres, en fin, no eran un tapa de revista, ni una imagen porno.

Y ahí estaban una mañana cuando bajé a la playa para disfrutar del sol, riéndose de algo, mojándose los pies en la espuma del mar, indiferentes a mí, por supuesto. Eran las reinas del mar, ajenas al mundo, felices, radiantes, mostrando sus cuerpos reales, relajados, llenos de vida.

Traté de parecer indiferente y me acosté cerca de ellas. Cuando cerré los ojos me propuse olvidarme de esas mujeres y hacer lo que había ido a hacer: descansar, olvidar el mundo, poner la mente en blanco, abstraerme hasta del sexo para, como dicen los músicos, "afinar" mi alma. Pero las horas subsiguientes me demostrarían que los planes deben hacerse teniendo en cuenta el factor de la imprevisibilidad.

Minutos más tarde, había logrado que sus risas, el murmullo que me llegaba de sus voces y el sonido del mar, se convirtieran en un suave arrullo para dormir, pero el abrupto silencio que sentí cuando ellas se callaron me despertó de golpe. Abrí los ojos y descubrí que ya no estaban.

"Bueno", me dije, "al diablo con ellas. He venido al mar para despejarme de todo y es lo que haré". Así, me metí en el mar, nadé un poco y, con los músculos relajados de tanta agua salada", volví a tirarme al sol para dormitar.

Estaba soñando con algo que no recuerdo cuando un trapo me cayó en la cara. Me asusté y me desperté sobresaltado. Allí estaban Liliana y Florencia con carita de ángeles, buscando las mejores palabras para pedirme perdón porque habían dejado caer una toalla sobre mí mientras pasaban a mi lado.

Al abrir los ojos, lo primero que vi fue sus piernas y mis ojos fueron subiendo como si fueran mis manos poniéndoles unas pantymedias hasta que llegué a sus vientres: redondos, jóvenes, vivos, tentadores.

Pasé mi vista por sus pechos, y al fin los tres nos miramos cara a cara. Ellas, riéndose, me pidieron perdón y, para compensarme por el contratiempo, me invitaron a cenar en la cabaña en la que estaban. Por supuesto, acepté, aunque más tarde me culpé de ser tan débil y no respetar los verdaderos motivos de mi viaje. Sin embargo, horas más tarde descubriría, asombrado y feliz, que la vida tiene caminos insólitos cuando uno se deja llevar, y que las enseñanzas, como me sucede desde esa noche, siempre vienen de las mujeres, sobre todo, de las mayores de 30 años. Ellas, me están enseñando a vivir plenamente.

Llegué a la cabaña cerca de las ocho de la noche, cuando el sol, como aletargado, caía sobre el mar y pintaba sus aguas de un rojizo esfumado. Soplaba una brisa cálida y la noche parecía mágica. Desde el interior de la cabaña, llegaba el sonido agradable de un hermoso tema de jazz (creo que era John Coltrane) y subí los escalones de madera despacio, tal vez, como disfrutando de algo a lo que Michael Focault denominó "lo mejor del sexo", que no es más que el momento en que "la pareja está llegando a nuestra casa".

Me recibió Liliana. Iba vestida con un vestido amarillo, bastante transparente y llevaba un pañuelo en la cabeza, toda ella olía a coco y vainillas. Enseguida la desee.

Me invitó a pasar y me convidó con una copa de un vino blanco espumante bien frapé. Charlamos un rato, y luego se nos sumó Florencia que iba vestida un poco más atrevida que Liliana porque llevaba una remera de jersey azul muy ajustada y una minifalda de jean muy corta, por cierto, y también tenía ese mismo aroma hechicero de Lili: coco y vainillas.

Los tres charlamos, nos contamos nuestras vidas, nos reímos de esas anécdotas de ocasión que uno recuerda para romper el hielo (no muy arriesgadas, claro) y trajo la comida: Camarones acompañados con una ensalada Waldorf y una riquísima salsa de crema y nuez moscada (y algo más que no me revelaron porque según me dijeron era el ingrediente secreto).

Comimos, seguimos charlando y después de un buen rato y de tres botellas de vino, los tres estábamos bastante alegres y relajados.

Liliana propuso poner un poco de música más movida, con el volumen más alto, y salimos afuera a bailar. A pesar de mi repentino mareo por el alcohol, no pude evitar mirar cómo sus pechos iban y venían al ritmo de la bossa nova que pusieron para divertirnos.

Los tres reíamos, bailábamos y seguíamos tomando ese rico vino blando espumante que no dejaba de subirnos a la cabeza. Hasta que no abrazamos porque de otra forma corríamos el riego de caermos por la borrachera.

Fue cuando sentí, cuando me invadió todo el cuerpo, ese aroma increíble de coco y vainillas de ambas y me olvidé de todo para besarles los hombros a las dos que no dejaron de reírse.

Enseguida me separé de ellas y me disculpé por lo que había hecho. Ellas se miraron entre sí, sonrieron, se acercaron a mí y empezaron a mover sus hombros al rito de la música brasileña. Me di cuenta que no hacía falta más explicación para la invitación que me estaban enviando, por lo que me volví a acercar a ellas y traté, nuevamente, de besar sus hombros, pero ni Lili, ni Flor, dejaron que fuera tan fácil, y jugaron a no dejarse besar.

Al fin, fueron ellas las que me abrazaron por la cintura y me desabrocharon la camisa para besarme los hombros y la espalda. De pronto, sin darme cuenta, tenía una mujer por delante bajando con sus labios y sus dedos por mi pecho hasta mi vientre, y otra mujer haciendo lo mismo, pero por mi espalda.

Realmente, no sabía qué hacer, si quedarme quieto, o proponer otra cosa, pero tampoco quería pasar por tonto. Me pareció que lo mejor era ser honesto, ciento por ciento honesto, y me quedé quieto, cerrando los ojos y disfrutando esas caricias sabias y sensuales que dos mujeres maravillosas me estaban obsequiando, y cuando una mujer obsequia algo así a un hombre, es porque uno ha sido elegido por la reina, y eso hay que aceptarlo sí o sí, gozarlo y agradecerlo sintiendo ese obsequio en todo el cuerpo y en toda el alma.

Me desnudaron por completo y, de repente, se apartaron de mí para mirarme. Otra vez, como cómplices expertas se miraron, sonrieron y empezaron a besarse lentamente, a jugar con sus lenguas y a acariciarse con una delicadeza digna del contacto de la mano con una porcelana china. Sin duda, la belleza de un cuerpo real, caliente y vivo, se debe tratar, al principio, con la dedicación de un artesano. Enseguida comprendí que no estaban amándose para mostrarme obscenamente una barata escena de sexo lésbico, sino que me estaba enseñando a tratar a una mujer de verdad. Y agradecí ese gesto.

Me sumé a ellas y traté de imitar sus movimientos en todo, hasta que ellas dos también quedaron completamente desnudas, y pude sentir en cada centímetro de mi cuerpo, sus pieles suaves, sus sexos húmedos en mis piernas y sus pechos orgullosos y despiertos pegados a mí.

Luego, las dos, se dedicaron a acariciarme la pija con una suavidad increíble, como si trataran de mostrarme que el placer es una obra de arte, y no una tonta costumbre.

Pasaron unos minutos y fuimos a la cama, allí, me acostaron y se dedicaron a mí. Fueron como dos ángeles, delicados, livianos, eruditos y calientes sobre mi piel. Sus bocas en mi pija parecían querer comerla, sus dedos, como arañas, recorrían mi piel como si pintaran sobre una tela, una imagen subrealista y caótica, pero llena de verdad.

Luego, me dejaron tomar la iniciativa a mí y tuve que dar lo mejor de mí para complacer a tan maravillosas damas.

Primero la besé suavemente a Lili y la invité a Flor a sumarse, mientras mis manos buscaban su sexo. Flor tomó mi mano y la llevó hasta el sexo mojado de Lili y guió mi mano para que hiciera movimientos suaves y circulares sobre el clítoris, mientras acariciaba mi pija para después chuparla.

Cuando Lili estuvo lista me pidió que la penetrara. Mientras lo hacía, Flor me sorprendió poniéndome la lengua en el culo, chupándome lentamente.

Por primera vez en mi vida sentí como mi cuerpo cobraba una nueva energía al estar dentro de una mujer, pero eso no fue nada.

Luego, Flor me apartó de Lili y se puso en cuatro para que la penetrara por atrás, mientras que Lili volvía con su lengua a mi culo y, antes de que me diera cuenta, me introducía un dedo jugando en mi punto G, lentamente, sin apresurarse.

Pero antes de que yo, egoísta, machista, ignorante, acabara, me apartaron, se acostaron y me pidieron que chupara sus sexos como me habían mostrado.

Así lo hice durante varios minutos mientras ellas, a su vez, se prodigaban caricias y besos, ahora calientes y desenfrenados, hasta que sentí un grito a la vez que me tiraban fuertemente del cabello: Lili estaba acabando, abrazada con fuerza a Flor y metiéndole la lengua a su amiga en la boca como si quisiera ahogar el grito que al final quebró ese silencio que, minutos antes era apenas poblado por gemidos. Flor quiso lo mismo, y entre Lili y yo se lo dimos.

Luego, se dedicaron nuevamente a mí, pero ya no como profesoras, sino como amigas cómplices, y me chuparon la pija como nunca antes otra mujer lo había hecho, y cuando estaba por explotar (cuando ellas sintieron cómo mis músulos se tensaban) dejaron de chuparme y Lili me pidió al oído que espera.

Como pude lo hice, mientras nos tocábamos y nos besábamos, y cuando me relajé, volvieron sobre mí y sobre mi pija. Como si se tratara de un ritual, volvieron a repetir la escena anterior, e hice un enorme esfuerzo para contenerme. Al fin, en la tercera vez, me chuparon y me metieron los dedos en culo hasta que, como jamás, como nunca, grité y grité enloquecido, tanto placer contenido y obligado a salir en forma de leche caliente, blanca y espesa, como si se me rompiera el cuerpo al explotar.

Nunca, realmente nunca, una mujer (o mejor dicho, dos mujeres) me habían enseñado que el sexo es un arte, el más maravilloso y complejo arte de hacer feliz a dos damas reales y verdaderas.