Dos por uno

Cuando las clases acaban y el verano comienza, los jóvenes respiran la libertad y destruyen sus ataduras. Una época de calor y de disfrute que les otorga tiempo para conocer nuevas experiencias y para conocer nueva gente, en especial si son vecinos que se acaban de mudar al pueblo...

El timbre de la campana de clase marcando el final de las clases reverberó por todo el instituto. Como un embalse al que han abierto las compuertas, un torrente de niños empezó a inundar los pasillos y las puertas, creando un río revuelto que empezó a fluir hacia la salida. Todos estaban impacientes por salir y respirar por fin la libertad, pues esa campana no solo marcaba el fin de las clases; también representaba el comienzo de las vacaciones de verano.

Para Ángel, aquello también representaba el fin del instituto. Acabado cuarto, ese era el último día que cruzaba las puertas del instituto. Cuando comenzasen las clases de nuevo al año siguiente, tendría que comenzar el bachillerato en un centro distinto, teniendo que desplazarse a un pueblo cercano para cursar los nuevos estudios. Pero, de momento, no tendría que preocuparse de ello durante, por lo menos, un par de meses. Ahora mismo su preocupación era exprimir al máximo estas vacaciones de verano.

Cuando por fin estuvo en el exterior, Ángel desenganchó su bicicleta y se puso a pedalear hasta casa. Su pueblo no era muy pequeño, pero tampoco muy grande. Era más bien un conjunto de casas que se acumulaban en el fondo de un valle, protegido entre montañas escarpadas y de gran altitud que empezaban a ver las primeras nieves en otoño. La mayoría de las viviendas se agolpaban en un espacio amplio, formando una especie de casco antiguo y abrazando el río que bajaba desde lo alto, más unas cuantas edificaciones dispersas a lo largo del valle. El conjunto formaba un municipio más alargado que ancho, pero que se podía fácilmente recorrer en bicicleta de punta a punta en una media hora, minuto arriba, minuto abajo. Los coches tampoco abundaban, haciendo de este medio de transporte ecológico de dos ruedas el más habitual y más popular para desplazarse.

Ángel vivía a unos diez minutos de pedaleo del instituto. Su casa entraba dentro de los límites del casco histórico, formando y no formando parte de él al mismo tiempo, de manera que su pequeño barrio se permitía el lujo de tener espacio suficiente para separar las viviendas y tener zonas ajardinadas particulares, por pequeñas que estas fuesen. Tenía más que conocida su calle, en la cual vivía desde que tenía uso de razón, y apenas se solía fijar en unos pocos detalles que le eran harto familiares. Pero ese día del comienzo de las vacaciones, según llegaba a su casa, un pequeño elemento captó su atención. Este pertenecía a la casa que había justo frente a la suya, al otro lado de la calle, la cual llevaba varios años deshabitada y con un llamativo cartel de “Se vende” a la entrada. El cual, advirtió Ángel, había desaparecido. Una novedad que comentó con su madre según se la encontró dentro.

-Buenas tardes, mamá.

-Buenas tardes, hijo. ¿Ha ido bien el día?

-Mejor que bien. ¡Por fin verano!

-Me alegro por ti-respondió ella, con el habitual sarcasmo de madre.

-¿Sabes qué? Ya no está el cartel de venta de la casa de enfrente.

-Sí, me he fijado esta mañana. ¿Vendrás a conocer a los nuevos vecinos?

-Supongo… Hay tantas cosas que quiero hacer…

-Sí, ya me imagino yo todas las cosas que quieres hacer-alegó ella, exagerándolo con el volumen de su voz.

Ángel ignoró el sarcasmo de su madre, más que nada porque no se le ocurría una buena réplica. Su verano iba a consistir principalmente en salidas en bicicleta, visitas a la piscina municipal y algún que otro rato al ordenador, una herramienta sorprendente pero poco útil en un valle cerrado al que llegaba la suficiente conexión a Internet como para efectuar algunas tareas básicas. Aunque lo primero que haría nada más terminar de comer sería echarse una buena siesta.

En cuanto a la casa de enfrente, pasaron tres días hasta que pudieron conocer a sus nuevos vecinos. Fue cerca del mediodía, cuando Ángel volvía de una excursión matutina en bicicleta. A un lado de la calle había estacionado un camión que, con letras llamativas, se publicitaba como una empresa de mudanzas, justo detrás de un monovolumen negro. Frente a su casa, Ángel descubrió a su madre conversando animadamente con una cara nueva. Ella le hizo señas a su hijo cuando le vio para que se acercase.

-Mira, este es mi hijo, Ángel. Ángel, te presento a Adrián. Va a ser nuestro nuevo vecino.

-¡Hola, Ángel! Encantado de conocerte-exclamó el recién llegado con un fuerte apretón de manos.

Adrián era un hombre que rondaría los treinta o cuarenta y pico. Vestido con camisa y pantalones vaqueros, gafas gruesas y mirada atenta, tenía el aspecto prototipo de una persona de oficina, a falta de corbata y traje. Incluso sorprendía que pudiese soportar el calor de la jornada que, aunque no era sofocante, podía llegar a picar si te quedabas mucho rato al sol.

-Pues, como le iba diciendo-prosiguió-, me he tenido que mudar con mi familia aquí por motivos de trabajo. Es un fastidio para mi mujer y los chicos. De vivir en la costa a enclaustrarse entre montañas… Es un gran cambio.

-Ah, ¿tiene hijos?

-Por supuesto. Mire, allí están.

Justo en ese instante, un par de chavales salían de la casa para acercarse al camión de la mudanza a coger cajas. De constitución alta y complexión delgada, era como estar mirando en un espejo que flotaba entre ese par de gemelos idénticos. Su pelo corto y espinoso, su piel ligeramente bronceada, su ropa idéntica… Ambos dedicaron un saludo con la mano a su padre antes de seguir con la tarea de acomodarse en su nuevo hogar.

-Son Alberto y Roberto. Mi mujer, Laura, supongo que estará todavía dentro, diseñando y colocando todo a su gusto.

-Espero que se acomoden bien.

-Bueno, ahora que han acabado el instituto, tendrán bastante tiempo para acostumbrarse.

-¡Anda, qué casualidad!  ¡Mi hijo también ha terminado el instituto!-dijo. Luego se dirigió a su hijo-. Podrías hacerte amigos de ellos y enseñarles el pueblo un día de estos.

-No sé, mamá…-respondió él, indolente y ligeramente molesto.

Ángel no era muy de salir con otras personas a aprovechar del día. Aunque tenía un grupillo con el que quedaba para salir de vez en cuando, él solía disfrutar más cuando iba por su cuenta.

-Bueno, no pasa nada-respondió Adrián-. No hay prisa. Primero tenemos que establecernos. Y, ahora que lo pienso, yo también debería ir a echar una mano.

-¡Por supuesto! Pasaos por casa si necesitáis ayuda.

-Gracias, sois muy amables. ¡Nos vemos!

Con una última despedida de la mano, hombre y mujer, vecinos neonatos, partieron caminos, cada cual a su casa. Ángel, por su parte, tenía ganas de descansar un rato y se dirigió a su habitación.

Los trabajos de mudanza se alargaron hasta bien entrada la tarde. El camión se marchó poco después del mediodía, una vez todas las cajas y los muebles habían sido descargados, pero por las ventanas todavía se podía ver a la familia de un lado, desembalando cajas y colocando pertenencias. Por la noche, los vecinos más cotillas pudieron ver a los recién llegados salir de casa en dirección a un restaurante en el que festejaron su llegada a su nuevo hogar. Ángel permaneció ajeno a todo ello, viviendo su día como cualquier otro. Por la noche, después de la cena, subió a su cuarto para ver una película en su ordenador, después de lo cual se acostaría y se dormiría. El frescor de la noche entraba por la ventana abierta situada justo al lado de su escritorio, soplándole en la cara con un ligero efecto anestésico que le tumbaría en cuanto apareciesen los créditos finales.

Recostado sobre su silla y con los pies descansando sobre la mesa, los acontecimientos del largometraje se iban sucediendo y Ángel se perdía en ese mundo ficticio que resultaba más apasionante que el mundo real. En la calle, las farolas eran testigos mudos del mundo silencioso que alumbraban levemente. Sin embargo, con la película llegando a su tercer acto, una luz en concreto, observada a través del rabillo del ojo, captó la atención de Ángel hacia el exterior. En algún momento reciente, los vecinos de enfrente habían llegado a casa y, en una ventana superior, Ángel captó a ver la nítida silueta de los gemelos. Su habitación se encontraba en el piso superior, justo debajo del tejado, un cuarto similar al del propio Ángel, fruto de las casas que habían sido construidas siguiendo el mismo diseño. Toda aquella escena podría haber sido un nuevo capítulo irrelevante en su vida, nada que supusiese un antes o un después en la vida de ninguno de los dos o que tan siquiera mereciese su atención. Si no hubiese sido por lo que Ángel vio a continuación.

Observó a los gemelos, quitándose las camisetas nada más entrar a su habitación, y empezar a besarse. No era un beso fraternal, el típico que darías a un familiar, sino que era un beso apasionado. Juntaban sus labios, se intentaban imponer el uno al otro para llevar las riendas de la situación, se abrazaban, se tocaban… No podía asegurar si lo único que se habían quitado eran las camisetas, ya que las limitaciones visuales de la ventana sólo le permitían contemplar la parte superior de sus cuerpos unidos. Ángel contempló ese baile incestuoso y carnal, que pendulaba de un lado a otro, hasta que desapareció de su vista por completo. Se quedó mirando esa ventana vacía durante unos instantes, intentando buscar una confirmación de lo que estaba sucediendo allí, aunque la parte más oscura de su mente hacía ese trabajo por él. Eventualmente, la luz se apagó, fundiéndose la ventana con los trozos de penumbra que dejaban las farolas en la calle, y nada más. Había sido como ver una película con el final cortado. En el mundo real, la pantalla del ordenador seguía reproduciendo, y ya se acercaba a su gran batalla final. Ángel tardó unos instantes en asimilar lo sucedido, incapaz de creer lo que su subconsciente sabía que había acaecido, y ajeno a la erección que había decidido crecer por su propia voluntad. Ángel no era tan inexperto en lo que a sexualidad se refiere, ya que había visto algún que otro video porno con anterioridad, pero el que había visto enmarcado en la ventana de la casa de enfrente, tantos años deshabitada, se percibía mucho más real. Y, precisamente por eso, era más pasmoso.

A la mañana siguiente, Ángel salió con su bicicleta a dar un nuevo paseo por la ciudad, queriendo despejar su mente de acontecimientos recientes y pasados. Su madre, que ya conocía a su hijo de sobra desde hace muchos años, captó ese movimiento furtivo tan típico de él.

-¿Te vas a dar un paseo en bicicleta?-preguntó.

Pregunta completamente retórica. Obviamente. Si se dirigía al garaje, no era precisamente para coger el coche.

-Sí, mamá.

-Podrías invitar a los chicos de los vecinos nuevos. Les enseñas el pueblo y te haces amigo de ellos.

-¿Es necesario?-replicó él con pesadumbre.

Le hubiera encantado decir “Tú no has visto lo que yo, mamá”, pero no era lo más apropiado para decirle a una madre. Menos aún en un día de verano soleado y apacible que invitaba a llevarse bien con todo el mundo.

-Va, venga, será divertido.

-Está bien…-claudicó.

Puro teatro. Una excusa barata que no pensaba cumplir en absoluto. Se tomó mucho más tiempo del habitual en coger su bicicleta y salir del garaje, a la espera de una señal que le indicase que su madre no se encontraba en la parte anterior de la casa. Los pasos de esta se lo confirmaron y salió de la vivienda sin nadie en las ventanas que daban a la calle que pudiese probar si había hecho caso o no a su madre. Con el terreno despejado, montó en su bicicleta y se dispuso a alejarse hacia sus caminos de excursión preferidos.

Sin embargo, el destino es en ocasiones caprichoso, y ese día parecía haberse compinchado con su madre. Apenas le había dado tiempo a dar un par de pedaladas cuando, de la casa de enfrente, los gemelos salieron, bicis en mano.

-¡Ey, espera!-gritó uno de ellos.

Ángel se detuvo. Su madre le había criado demasiado bien y hubiera sido muy irrespetuoso ignorarles y pasar de largo.

-Tú eres el chico de la casa de enfrente, ¿no es cierto?

-Te vimos hablar con nuestro padre.

-Sí, ese soy yo-respondió él, ocultando las ganas que tenía de seguir su camino sin interrupciones.

-Yo me llamo Alberto. ¡Encantado!

-Yo soy Roberto.

-Yo soy Ángel, un placer.

Un apretón de manos turnado selló la presentación. Ángel había captado los nombres de ambos, pero no estaba tan seguro de quién era quién. Eran completamente idénticos, cada uno un clon perfecto del otro. Vestidos además con un vestuario a la par, una camiseta de tirantes con rayas de colores y unos pantalones pirata de color verde caqui, era una tarea ardua buscar tan sólo un minúsculo detalle que los diferenciase.

-Oye, estábamos pensando-dijo uno de ellos-que si podías enseñarnos un poco el pueblo.

-Sí-dijo el otro-, para conocer algunos sitios interesantes.

Ángel les miraba a los ojos, pero también veía mover sus bocas según hablaba. Unas bocas que ayer habían estado unidas, y quién sabe dónde más. Podría haberles echado en cara lo que vio ayer, amenazarles con denunciarlo a sus padres y marcharse de allí sin ningún miramiento. Pero, como se ha dicho antes, su madre le había educado demasiado bien.

-Está bien. Seguidme.

Ángel dio la vuelta y, en vez de encaminarse hacia las afueras, se encaminó hacia el interior del pueblo, con los gemelos siguiéndole a poca distancia. Así, fue mostrándoles lugares clave: el ayuntamiento, la ermita, el centro médico, el colegio y el instituto en los que había estudiado, los restos de una antigua torre que atestiguaban el pasado del pueblo, la iglesia, las piscinas todavía cerradas, el puente más antiguo que cruzaba el río… A veces, un rostro conocido le detenía y le preguntaba quiénes eran esos chicos con los que estaba pedaleando, y Ángel tenía que presentar a los gemelos a esa persona, aunque no siempre acertaba cuál de los dos era Alberto y cuál era Roberto, creando un pequeño malentendido que ellos resolvían rápidamente. Después de la presentación y un breve comentario, la ruta turística proseguía

El camino siguió su curso en una línea recta y eventualmente dejaron atrás las últimas casas mientras Ángel se adentraba por un sendero que seguía el curso del río hacia su nacimiento. Había cogido ese camino más que nada por seguir derecho y no tener que dar media vuelta, y se adentraron entre los árboles hasta que llegaron a una zona algo más abierta. Allí, la tierra del camino daba paso a una amplia zona de rocas aplanadas por los años de erosión de la lluvia y el viento. Entre esas enormes losas se había formado un remanso del río, alimentado por una pequeña catarata de un par de metros de altura que más bien era como un chorro que resbalaba desde la montaña.

-Y aquí-explicó Ángel-es donde nace el río del pueblo.

-¡Me gusta este sitio! Parece un buen sitio. ¿Se puede bañar uno aquí?

-Mi madre me contó que la gente se solía bañar aquí hace muchos años. Pero ahora, con la piscina municipal construida, ya nadie viene aquí.

-Pero nos podemos bañar, ¿no?

Si Ángel hubiera sabido lo que iba a suceder, hubiera dado otra respuesta. O hubiera cogido otro camino. Pero el paseo en bicicleta, como era de suponer, le había despejado la mente, y no pensó mucho en la respuesta.

-Eh… Sí, técnicamente sí.

-¡Genial! Vamos a darnos un baño, Alberto.

-¡Vamos! ¿Vienes, Ángel?

Los gemelos ya habían desmontado, dejando sus bicis a un lado, y se habían acercado a la orilla.

-No he traído bañador…-respondió, dubitativo.

-¿Qué importa? Todos somos chicos, no hay ningún problema, ¿no?

Antes de que pudiese reaccionar, Alberto y Roberto ya se habían desnudado y su ropa yacía desperdigada por el suelo. Ángel los contempló asombrado. Realmente eran un clon perfecto del otro, en todos los sentidos. Mostraban sus cuerpos lustrosos, sin nada de vello, delgados y estilizados. Su piel estaba ligeramente bronceada y se podía notar, aunque con poca nitidez, la línea del bañador en la cintura. No tenían una musculatura muy marcada, pero podían servir perfectamente de modelo anatómico para una clase de biología.

-No, gracias, no he traído bañador… Yo…

-¡Venga, no seas tímido! ¡Será divertido!

Él intentaba apartar la mirada, lo justo para disimular su alborozo. Primero les había visto todo por detrás y, luego que se dieron la vuelta hacia él, todo por delante ¿Acaso lo estaban haciendo aposta?

-¡Va, Roberto, ayúdame!

No hubo suficiente tiempo para la reacción. Con una agilidad sorprendente, los gemelos se acercaron a él y le atraparon, asiendo cada uno un brazo. Él intentó resistirse a sus captores, pero era la fuerza de dos contra la de uno solo y le consiguieron arrastrar hasta la orilla del agua. Sin ninguna compasión, le desnudaron por completo, revelando su piel pálida y sus genitales peludos que enseguida se cubrió con las manos en un ataque de vergüenza y pudor.

Vulnerable como estaba, los gemelos le pegaron un buen empujón hacia el agua. Con un gesto instintivo, él dio un salto cuando sus pies estaban a punto de perder el equilibrio y aterrizó en el agua casi en el centro de la poza, donde más cubría y apenas se llegaba a hacer pie. Los gemelos se unieron justo después, en un salto coordinado digno de los más expertos saltadores de trampolín, aterrizando a ambos lados de Ángel y agitando aún más el agua, que salpicó en todas direcciones.

-¡El agua está fresquísima!-gritó uno de ellos al emerger.

-¡Está buenísima!-gritó el otro.

Alberto y Roberto se pusieron a nadar por el espacio disponible, disfrutando del agua como un niño pequeño que la conoce por primera vez. Ángel, todavía cohibido, se mantuvo en el mismo sitio. Tan sólo pataleaba para mantener su cabeza a flote mientras observaba a los gemelos disfrutar de la pureza propia y de la del agua. Cuando nadaban boca abajo, podía ver sus nalgas reflotar, blancas y redondeadas, mientras que cuando lo hacían boca arriba eran sus genitales los que asomaban ligeramente por la superficie.

Tras unas cuantas vueltas, los gemelos se acercaron al chorro del que nacía el río. Se ponían debajo, como si se estuviesen duchando, encaramados a unas piedras justo debajo que levantaban su cuerpo por encima de la superficie hasta las rodillas. Entonces Ángel los veía al completo, las gotas de agua chorreando por sus pechos y sus piernas, algunas goteando por los prepucios, mientras el sol se reflejaba en la humedad, como si fuesen ángeles en un cuadro renacentista. Y el cuerpo de Ángel respondía a ese estímulo visual, llenándole de más vergüenza y temiendo que alguien, en cualquier momento, llegase por el camino y los viese en tan inusual escena.

-¡Esto es genial!-exclamó uno de los gemelos-. ¡Es como en el parque acuático! ¿Te acuerdas?

-¡Sí, pero esto es mucho mejor! ¡Ángel, tienes que probar esto!

Él no respondió. La timidez le impedía moverse y lo único que deseaba era salir de agua, ponerse otra vez la ropa y largarse de allí. Pero todavía no podía salir, no con ese… ese…

-Ey, ven, tienes que probar esto.

Sin que se diese cuenta, uno de los gemelos se había acercado a él. Le agarró de un brazo y tiró de él hacia la cascada, mientras Ángel todavía se tapaba con el otro, aunque más difícilmente que antes. Lo arrastraron hasta las piedras del fondo, poniéndole bajo la cascada y entre ellos. Su entrepierna malamente cubierta emergió, y precisamente el hecho de que se estuviese cubriendo fue lo primero que les llamó la atención. La intriga les pudo y, sin mucho esfuerzo, le retiraron este otro brazo. Y entonces su erección salió a relucir.

-¡Vaya! Te está gustando el baño, ¿eh?-preguntó uno de ellos.

-No me miréis-respondió Ágel, cerrando los ojos con fuerza para escapar a su mirada-. Por favor, vámonos.

-¡No pasa nada! ¡No tienes por qué avergonzarte! Le puede pasar a cualquiera.

-¿A lo mejor es que te gustamos?-inquirió el otro gemelo.

-No es eso…-dijo Ángel, casi un susurro apocado.

-¿Seguro?-preguntó uno de los gemelos.

-Tal vez sea disfunción eréctil-respondió el otro.

-¡Qué bruto eres, Roberto! Es demasiado joven para eso.

-¿Y tú qué sabrás? ¿Acaso eres médico?

-No hace falta ser médico para…

-¡Os vi ayer besándoos por la noche!-gritó Ángel de manera impulsiva.

El silencio se hizo al instante entre los tres. Tan sólo se oía la caída de agua y el trino de algún pájaro entre los árboles. No sabía por qué había gritado eso; se sentía tenso e incómodo, pero la tensión no se cortó sólo por gritar. En cambio, uno de ellos le asió el pene erecto y le susurró al oído.

-¿Y te gustó?-le susurró uno al oído.

Ángel notó el contacto de su nariz en la oreja y el de su mano en el miembro. Estaba atrapado entre ellos, ahora ya no había escapatoria posible. Sólo podía balbucear y defenderse inútilmente.

-No… No me… No podéis… Sois hermanos… No…

-¿Y qué importa que seamos hermanos?-preguntó el otro, acercándose de igual manera por el otro lado.

-Los hermanos no pueden… No…

-Entonces, si quieres, dejamos de hacerlo entre nosotros. Podrías compartirnos…

Sus voces se estaban tornando cada vez más sugerentes. Ángel se sentía sucio.

-Yo no… Yo nunca…

-¿Nunca has estado con nadie? ¿Has oído eso, Alberto?

-Entonces tendremos que ir despacio, ¿verdad, Roberto?

-Cierto. Y así será mejor.

-No te preocupes. Estás en buenas manos.

El que todavía le estaba agarrando el pene bajó hasta el agua y, sin soltarle, se introdujo el miembro de Ángel en la boca. Este sintió el contacto húmedo y cálido de su lengua y soltó un resoplido de asombro. Quiso zafarse de él, pero el otro le detuvo.

-Relájate, Ángel. Es mejor estar calmado durante la primera vez.

-¡No quiero primera vez! ¡No…!

-¿Por qué no? ¿no te gusta disfrutar de tu cuerpo?

No supo qué responder a esa pregunta. Había disfrutado de su cuerpo antes, por supuesto, pero en soledad. Eso era tan intempestivo, tan inusual, tan repentino, tan… placentero…

La boca que mamaba de su pene tenía experiencia y pequeñas corrientes eléctricas recorrían su cuerpo, como las ondas que el agua crea al tirar una piedra. Empezó a sentir un calor agradable que le iba invadiendo. Notaba la mano del otro gemelo que le frotaba el cuerpo con parsimonia con una mano. Acariciaba su pecho, su barriga, su cadera… Pellizcaba los pezones con gentileza, ateridos de frío… Daba vueltas alrededor del ombligo, explorando el perímetro con una mano, y le hacía cosquillas. La otra mano de ese gemelo había cogido a Ángel por la muñeca y la había guiado hacia su propio pene tieso. Ángel lo atrapó entre sus dedos de manera mecánica, como un animal trepador que agarra una rama para no caerse. Y no lo soltó; era la primera vez que sentía el tacto de un pene ajeno. Era como una salchicha, recién salida de la parrilla, pero con otros relieves que lo diferenciaban de un simple trozo de carne hecho para comer. Se dejaba hacer mientras respiraba con fuerza por la boca y no se atrevía a moverse de esa posición, atrapado entre los gemelos y las rocas y con un chorro de agua lloviendo constantemente sobre los tres, el pelo húmedo y la piel perlada.

-Dime, Ángel. ¿Qué prefieres? ¿Delante o detrás?

-No… No lo sé… Nunca he estado…

-¿Y si prueba ambos?-preguntó el otro cortando la felación-. Así podrá decantarse.

-Buena idea. ¿Quieres eso?

No respondió. No sabía qué responder. No tenía voluntad sobre su cuerpo o sus acciones; ellos se habían adueñado de ellas. La falta de respuesta se convirtió en un acuerdo tácito y los gemelos se llevaron a Ángel lejos de la cascada y hacia la orilla, ellos flanqueándole a él. Del cuerpo emergieron sus cuerpos desnudos, agarrados de la mano, un contraste nítido del que el sol matutino era testigo: chocolate, vainilla y chocolate; lampiño, vello y lampiño. Ahí abajo, tres espadas en ristre, marcando la vanguardia y el ritmo de los pasos con sus balanceos verticales y desacompasados. Ombligos y pezones, tres rostros asombrados y boquiabiertos por aquella escena por efecto de la pareidolia.

El agua resbalaba por cada centímetro de la piel de los tres chicos, goteando por las puntas de los dedos y de los genitales. Cada paso dejaba una huella húmeda en las rocas que se evaporaba unos segundos después. Al igual que no había habido bañadores, tampoco había toallas, así que dejarían que el viento y el calor se encargasen de secarlos. Se acercaron al mismo lugar donde todavía yacía la ropa de los tres, desperdigada sobre la tierra como si sus propietarios hubieran sido abducidos por un rayo alienígena. Un árbol ofrecía una sombra agradable en una zona sobre la piedra lisa, de manera que no tendrían que yacer sobre la tierra y mancharse al contacto con el agua. Cuando el sitio estuvo decidido, ya sólo quedaba el orden.

-¿A quién de los dos quieres penetrar? ¿A Alberto o a mí?

-Me da igual…musitó Ángel.

¿Y qué importaba a quién de los dos fuese? Los dos eran idénticos, los dos eran el mismo. Y él seguía sin tener voluntad propia. Los gemelos lo echaron a suertes: piedra, papel o tijera. La piedra de Alberto perdió contra el papel de Roberto tras tres empates, y el perdedor se puso a cuatro patas en el suelo, mostrando su retaguardia limpia y pulcra mientras la lubricaba con algo de saliva. ¿Acaso podría caber por ese hueco tan estrecho?

-Ven, que te enseño-dijo Roberto mientras se arrodillaba y arrodillaba a Ángel-. Hay que entrar poco a poco.

Tantos vídeos porno, tantas fantasías sexuales, tanta imaginación corrompida… y Ángel era como una marioneta que los gemelos manejaban a su antojo, como si a una marioneta se le pudiese enseñar a moverse por sí sola. Roberto guió el pene de Ángel hacia el ano en forma de estrella de Alberto. El glande se hundió y desapareció allí dentro, para luego reaparecer tras unos pocos centímetros y, a continuación, hundirse de nuevo un poco más. Cuando estuvo completamente dentro de aquel culo cálido, se quedó parado, los brazos caídos, la mirada perdida y el cerebro desconectado ante lo surrealista de la situación. Sabía que tenía que mover la cadera, pero su cuerpo se negaba a responder.

Aprovechando su falta de movimiento y dispuesto a enseñarle ambas maravillas al mismo tiempo, Roberto se situó detrás de Ángel. Lubricándose a sí mismo, realizó por su cuenta la misma ceremonia con el culo peludo de Ángel. Este dejó escapar un pequeño grito de dolor al sentir el primer contacto del duro miembro de Roberto en su interior, que se retiraba para luego volver a entrar unos pocos centímetros más, así hasta que Ángel notó la totalidad de esa extensión en su interior. El puzle estaba formado, las piezas encajaban a la perfección, tres cuerpos en carnal contacto que sentían el calor de la piel adyacente y de la humedad que poco a poco se iba evaporando para dejar paso al sudor causado por el aumento de temperatura interno que hacía palidecer al calor externo.

-Ahora viene la parte en que nos movemos-susurró Roberto al oído de Ángel.

Roberto asió las caderas de Ángel y empezó a moverlas en una cadencia rítmica. Cada vez que Ángel salía un poco de Alberto, Roberto se le clavaba un poco más en su interior. Y cada vez que se sacaba a Roberto, se introducía en Alberto. Una trampa perfecta, sin posibilidad de huida, sin ningún mecanismo para zafarse. Pero una trampa que enviaba oleadas de placer a los tres chicos, que a veces soltaban ruiditos que así lo atestiguaban. Y sus cuerpos ansiaban más, en especial el de Ángel, experimentando una sensación tan excitante y tan nueva, pero tan necesaria para la condición humana que el cuerpo le exigía más. Y Roberto no tuvo que guiar más sus caderas, ya que él mismo iba moviéndose por sí solo, reclamando más de ese zumo carnal. Y aumentaba la cadencia, embistiendo a lo que tenía delante y detrás de manera alterna. Y su pene iba acumulando toda la tensión de las embestidas hasta que no pudo aguantar más y su fuente explotó dentro de Alberto con un gruñido largo y gutural.

Los gemelos estaban satisfechos con el despertar que habían creado. Ellos, más acostumbrados a resistir, dejaron a Ángel exhausto y feliz, recuperando el aliento descansando en las rocas mientras ellos se terminaban la faena a sí mismos en la orilla, dejando que su simiente se la llevase el agua. Cuando hubieron terminado, se acercaron de nuevo a Ángel y se sentaron junto a él para permitir que su respiración recuperase la normalidad.

-¿Te ha gustado?-le preguntaron.

-Sí…-respondió él, con una sonrisa de satisfacción y plenitud.

-¿Qué te ha gustado más? ¿Delante o detrás?

-Todo…

-¿Te gustaría repetir otro día?

-Sí…

Los gemelos se sonrieron entre sí. Ellos también querían repetir; no era lo mismo practicar entre ellos mismos que incorporar a alguien nuevo que les complementase.

-Podríamos volver mañana. ¿Qué te parece?

-Me parece estupendo…

Acordado. Ahora que los planes estaban establecidos, los tres se vistieron de nuevo, ya secos, y tomaron sus bicicletas de vuelta al pueblo. Nadie que les hubiese visto de vuelta hubiera sospechado lo que había sucedido en aquella poza, rememorando cada segundo que habían saboreado sin que sus rostros diesen la más mínima pista. Y los tres partieron caminos una vez llegaron a sus respectivas casas enfrentadas. Cuando Ángel entró en casa, su madre estaba en la cocina, preparando la comida.

-Hola, cariño. ¿Has estado de paseo con los chicos de enfrente?

-Sí, mamá. Les he estado enseñando el pueblo.

-¡Ah, qué bien! ¿Y habéis disfrutado?

-Mucho, mamá.

-Me alegro.

Ángel sonrió para sus adentros. La pregunta y la respuesta no significaban lo mismo para los dos. Ella no sabía nada de lo que su hijo había disfrutado. Había conocido su cuerpo como si nunca hubiese sido suyo. Él podría habérselo contado, pero no es lo más apropiado para decirle a una madre. Y era mejor guardar el secreto.

Al día siguiente, los tres volvieron a quedar en la calle, bicicletas en mano, y se dirigieron de nuevo a la poza, su pequeño lugar secreto. Esta vez Ángel no tuvo ningún reparo para quitarse la ropa, desparramarla por el suelo y quedar completamente desnudo ante sus dos gemelos, amantes y profesores de la carne.

-¡Anda, mira, Alberto! ¡Ángel se ha afeitado!

-¡Genial!

Chocolate, vainilla y chocolate; lampiño, lampiño y lampiño… Los tres, agarrados de la mano, saltaron al unísono a la piscina natural, formando una explosión de agua que agitó el agua formando ondas, la primera vez de muchas veces que se repetirían a lo largo de los tres meses de verano. Chapotearon, nadaron y retozaron, puros en su naturaleza como la propia naturaleza que les rodeaba y ocultaba su pureza. Ángel todavía era inexperto, pero disfrutó del tacto y del contacto, húmedo o seco, de los gemelos Alberto y Roberto, que le enseñarían a besar, a “felar” y a amar.