Dos polvos y un funeral
Me daba un poco de reparo hacer lo que me pedía el coño y negaba el buen sentido, pero un buen polvo con don Narciso quizá me quitara el mal sabor de boca. Ver morir a la madre de tu marido mientras él te está follando es, sino traumático, desconcertante.
Dos polvos y un funeral
Corrían malos tiempos y tanto mi marido Blas como yo perdimos nuestros puestos de trabajo. Sin otra perspectiva inmediata, apostamos por regresar a su pueblo y allí dedicarnos al turismo rural.
Encontramos una vieja casona a muy buen precio, estaba junto al río y las frondosas plantaciones de perales y manzanos disimulaban el secarral circundante. Destinamos el finiquito a su compra y rehabilitación y contamos desde el primer momento, aparte de con nuestra ciega ilusión, con la inestimable colaboración de sus familiares, en especial de mi suegra, una mujer diminuta, brava y con muy mala leche.
—
¡Mamá, no te asomes a la hormigonera*! —le había gritado una y mil veces Blas.
Pero mi suegra, había asumido el papel de capataz y no estaba dispuesta a dejar pasar ni una a los profesionales de la obra sometiéndolos a estricta vigilancia. No le importaba rayar la encimera convencida de que el mármol era alabastro y tenía la obsesión de que echaban más arena de la cuenta al hormigón.
Se rumoreó que el accidente no fue tal sino que hubo una mano negra: alguien harto de sus agobios. Puedo dar fe de que no fue así por ser yo testigo de los hechos. Me encontraba a horcajadas sobre la cama ofreciendo un trasero que Blas arponeaba con furia. Con la mirada perdida en el exterior observaba, en el centro del patio, la figura negra y siniestra de su madre. Tras poner un cubo bocabajo, lo había arrimado a la hormigonera y si había subido a él. De puntillas, metía una y otra vez el dedo en el interior del artilugio para hacer su peculiar análisis. En un momento dado, el cubo volcó y mamá perdió pie.
Durante unos instantes que me parecieron eternos, su pequeño cuerpo osciló en el brocal. No oí alarido alguno, puede que el rotar de la máquina o mis propios gemidos me privaran de oírlo. Pateó desesperadamente pero terminó por volcar dentro, sus piernas volteando al aire cual espantajo agitado por el viento.
Habíamos adquirido la costumbre de follar tras la siesta con desesperado furor. Pese al agotamiento, no había tarde en que nuestros gemidos no compitieran con el canto estridente de las cigarras. Aquel día no fue diferente y yo aullé:
—
Aaaaaaaaayyyyyyyyyy... tuuuuuuuu... madreeeeee... por favor... aaaaayyyy sííííííí... aaaayyyyy... por favoooooooooooorrrr... tuuuuuuuuum... madreeeeeeeeee... síííííííí... qué síííííííí...
—
Cabronaaaaaaaaaaaaggg —sollozó Blas ajeno a lo que ocurría y babeando sobre mi hombro—. No nombres a mi madre cuando te rompo ese coñito de zorra que tienes... aaaggg... aaaggg... —prosiguió con esa voz ronca que me ponía a cien.
Era difícil compaginar la alarma con el placer que estaba sintiendo, pero me mantuve impertérrita nombrando a su santa madre mientras su lechita caliente me llenaba con chorritos espasmódicos:
—
¡¡¡AAAAAAAYYYYYY... TU MADREEEEEEEEEEEE... QUE SE CAYÓ EN LA HORMIGONERAAAAAA... !!!
Tras el postcoito más breve conocido por mi coño, saltamos cardíacos de la cama y cubrimos nuestros cuerpos mancillados por el reciente trajín en menos de tres segundos. Bajamos a toda prisa y, cuando llegamos, los operarios ya habían conseguido sacar a mamá y tumbarla en el suelo.
—
¡Hacedle un torniquete que ahora vuelvo! —gritó resolutivamente el herrero que esa tarde se encontraba allí forjando balcones.
En su previsible corta ausencia, nos miramos unos a otros a la espera de quien tomaba la iniciativa. Viendo que estaban más pasmados que yo, me bajé las bragas y las anudé al cuello de mamá. Los albañiles tiraban de un lado, Blas y yo del otro y, cuando el herrero regresó, las yugulares coagulaban y las carótidas eran simples burbujeos.
En un intento de frenar definitivamente la hemorragia, el herrero le aplicó soldadura para cauterizar las graves heridas, y pronto se formó un compacto morcillón negro alrededor de su cuello. Un humo grasiento con olor a barbacoa se esparció por la zona provocando estridentes gruñidos entre los cerdos por anticiparles —supuse— el cruel día de matanza cuando les churruscan el pelo en la llama. También llamamos al Ayuntamiento y pronto se personaron el padre Anselmo y el médico junto a la patrulla de la Guardia Civil.
Decir que quedaron trastornados es poco. Al lado de la yaciente estaban sus gafas sorprendentemente intactas, la dentadura y el pañuelo negro con que cubría su cabeza, aunque de cuello para arriba ya no quedara nada humano que pudiera sustentar tales objetos. Ahí no pude contenerme y estallé en llanto, llanto que no merecía la vieja por lo mal que me había tratado.
Pero siempre hay un listillo que ha visto muchas series o documentales del tipo “Casos Forenses” y pretende ser Grissom o Colombo:
—
¿Por qué movieron el cuerpo? —preguntó un miembro de la Benemérita rechoncho y con cara de trepa rompiendo el respetuoso silencio.
—
Pues mire, comandante o lo que sea —contestó Martín, el capataz—. No íbamos a dejar que fraguara el hormigón con la señora dentro. Ya nadie quiere gárgolas en los tejados y la hormigonera me costó mis buenos dineros.
—
Y no les pareció impropio ultrajarla con el soldador de ese modo tan bárbaro? —inquirió el padre Anselmo.
—
¿Impropio? —replicó el herrero. Más impropio era dejarla correr como esos gansos que, tras cortarles la cabeza, escapan y dan vueltas por el pueblo salpicando sangre aquí y allá.
Parecían razonables su respuestas e introdujimos a mamá en el interior de la casa pues las impertinentes moscas ya olían el manjar suculento. La tumbamos sobre la mesa de la cocina pues el médico, en el ejercicio de forense, debía hacer el reconocimiento de rigor. Le tomó el pulso con delicadeza y anotó cero pulsaciones y tensión bajo mínimos. También martilleó las artrósicas rodillas y advirtió nulo reflejo. Aprovechando que el padre Anselmo le daba la extremaunción, me acerqué al doctor que estaba en un rincón guardando el instrumental. Había que tomar al toro por los cuernos:
—
¿Supongo que no habrá problema para cobrar el seguro, verdad, doctor?
—
¿De qué me habla, señora? —contestó estupefacto observándome de arriba abajo y poniéndome en evidencia por mi falta de tacto—. En ese pueblo nadie asegura nada y menos una hormigonera. ¿Acaso cree que es un coche de carreras?
—
Pero eso fue un accidente, daño a terceros para ser más concreta y...
—
¿Accidente? Que se cree usted eso. La auténtica causa de la muerte fue la osteoporosis. Y eso es lo que extenderé en el certificado de defunción.
—
¿Osteoporosis? Pero qué me está usted diciendo, doctor —intervine sin dar crédito a sus palabras.
—
Osteoporosis. Ciertamente. Imposible que una cabeza se deshaga de ese modo por muy duro que le dieran las palas de la máquina. Igual que una cáscara de huevo. Nunca había visto nada igual. Puede que las privaciones de la posguerra junto a los embarazos la descalcificaran gravemente.
Estallé en llanto de nuevo. Sentí una repentina pena acordándome de esas gallinas que en los corrales picotean la cal de las paredes para hacer más duros sus huevos. Quizá no fuera avaricia sino su instintiva avidez de cal lo que la llevara a tan riguroso control de calidad, y en lugar de ponerse a picotear las paredes como debiera haber hecho, les pidiera a los materiales de la obra lo que ella no conseguía con sus huesos: alta concentración de cal. Me resigné al diagnóstico y entonces se acercó el Guardia Civil trepa para llevarme a un aparte:
—
¿Se la veía deprimida últimamente? —preguntó en voz baja con complicidad chismosa.
Entonces me convencí que era tonto o no era de la zona, pues hasta los gusanos terreros en un radio de cien kilómetros sabían que mamá era hija de puta maquiavélica, trastorno incompatible con la depresión suicida.
Mamá vivía en el pueblo con el hermano de Blas y nos preparamos para llevarla a su casa en el camión de los gorrinos, el único medio de transporte del que disponíamos por aquel entonces.
Cuando llegamos, los niños se arracimaban en el portal pues la noticia de la decapitación había corrido como la pólvora. En su ingenuidad, ignoraban que eso sería usado en nuestra contra por el pueblo vecino, San Cucufate de Cinca, coloquialmente llamado por el vecindario como “Vergachata de los Capones” a raíz de que uno de sus viejos se pillara la verga con la muela de la almazara. Probablemente ahora se vengarían apodándonos con el gentilicio de “Sacapuntas”, “Quebrantahuesos” o algo peor.
Dejamos a mamá en el lugar más fresco de la casa, la bodega. Los consternados vecinos empezaron a llegar para darnos el pésame. También se personó el alcalde, don Narciso, para dar reconfortantes apretones de mano y castos besos según fuéramos machos o hembras. Cuando llegó mi turno aprovechó el beso para susurrarme desvergonzadamente a un oído:
—
«T'esperoenelayuntamiento...», tan breve y confuso que podía haber sonado a oídos malintencionados como: « t'acompañoenelsentimiento»
A mí me subieron los colores y le hubiera cacheteado allí mismo por lo inoportuno que se mostraba, de no ser porque un picorcillo despertó en mi trasegado coño. La verdad es que Blas me había tenido algo abandonada al principio de nuestra aventura ecológica y yo había caído en los brazos del alcalde, un hombre maduro, atractivo e influyente que pensaba que el derecho de pernada aún no había prescrito y toda hembra de la circunscripción debía pasar por su entrepierna. También es verdad que sin ese complemento administrativo, probablemente el permiso de obras se hubiera encallado eternamente en los cajones del Ayuntamiento. Cuando nos tuvo convenientemente sobados y besados nos llevó a un aparte para decirnos:
—
Todos lamentamos la muerte de tan excelente hija, madre, hermana, tía, suegra, abuela, conciudadana y feligresa, pero debemos asumir la realidad y enfrentarnos al correoso asunto del funeral para darle así merecida despedida.
Lo miramos con arrobo agradecidos por su ingenio y espíritu resolutivo, pues el susto nos impedía pensar en cosas tan básicas como que el verano estaba muy avanzado y el calor no permitía demoras.
—
Había pensado en un funeral de primera —prosiguió—. Encargar el ataúd en la capital junto a un servicio funerario completo, con sus acolchados de satén morado, crisantemos, coronas y un coche de caballos con pompones negros para pasear a la finada por todo el callejero municipal. Ah..., y una reconstrucción craneo-facial con cera, por supuesto.
Tras prodigarse con las prestaciones del funeral, carraspeó y nos dio una cifra que fue contestada por la familia con otro sonoro carraspeo.
—
¿Tanto? —preguntó mi cuñada Antonia tras aclararse la garganta.
—
Es mamá. No quiero menos —contestó mi cuñado.
—
¿Pero de verdad que no hay nada más ajustado que eso, don Narciso? Es que con la que está cayendo..., y aún sin cobrar la cosecha...
Era de nuevo Antonia que nunca daba un tema por cerrado y menos tratándose de dinero.
—
Dada la corta estatura de la finada —resolvió eficaz don Narciso tras un breve cavilar—, característica acentuada tras el accidente, cabría otra solución. Disponemos de una remesa de ataúdes en el granero del Ayuntamiento. Se compraron en 1956 cuando las epidemias de polio y tos ferina diezmaron la población infantil de la zona. Revendimos unos cuantos a Remigio para cultivar champiñones, pero aún quedan algunos, el problema es que son de color blanco y no sé si eso se ajustaría a su condición de mujer vivida. No habría que encargar el coche ni el féretro. La operación supondría un ahorro del 50%, eso sí, contando con que unos cuantos voluntarios la lleven en hombros.
—
Yo no veo a mamá enterrada en una caja de zapatos como si fuera un canario —replicó mi cuñado.
—
Pero qué dices... Ya la veo en esa caja blanca inmaculada con el vestido de la primera comunión de la niña, total, está en el granero criando polillas —insistió Antonia entusiasmada.
—
A ver, se supone que el funeral será a tapa cerrada. ¿El velo y la corona dónde se lo pondríamos? ¡De faja?
Mi cuñado tenía razón. La imagen me parecía esperpéntica, pero no quería meter más leña al fuego.
—
Tú no te preocupes por eso. Déjame a mí —replicó exultante Antonia.
—
A mí me parece bien —oí a mi lado.
No podía creerlo. Era Blas poniéndose de su parte.
—
Eso sí, siempre y cuando vosotros carguéis con el importe —prosiguió.
—
¿Quééééé? —contestaron al unísono Antonia y su marido.
—
Pues eso.
—
Encima que la hemos cuidado hasta el último momento, ¿ahora nos vienes con esas? —soltó mi cuñada.
—
¿Cuidada? Fue autónoma hasta esa misma tarde. Es más, bien que tirabais de su pensión de viuda. Pero para que veáis que soy generoso, pongo el 20%.
—
Qué te crees tú eso. Será la mitad como mínimo —retó mi cuñada.
—
Ya está bien, tú no te metas que no es tu madre —prosiguió Blas. —Pujo al 30%.
—
No era mi madre, pero como si lo fuera..., snifff... —se puso a lloriquear Antonia.
—
Basta ya. Del 60% no paso —cortó por lo sano su marido—. El resto lo pagas tú —dijo dirigiéndose a Blas que a esas alturas me parecía el hombre más mezquino de la tierra.
El alcalde se mantenía en un aparte y el vecindario también, aunque con la oreja puesta.
—
De acuerdo —cedió finalmente Blas.
Hubo un suspiro de alivio general y Blas y su hermano encajaron la mano como en subasta de cochinos.
—
Me alegro que os hayáis puesto de acuerdo —rubricó el alcalde, aliviado.
Tanta tensión dejaba mella y yo solo tenía ganas de largarme. Me daba un poco de reparo hacer lo que me pedía el coño y negaba el buen sentido, pero un buen polvo con don Narciso quizá me quitara el mal sabor de boca. Ver morir a la madre de tu marido mientras él te está follando es sino traumático, desconcertante; y quería probar si era verdad aquello que la sabiduría popular afirma de que un clavo saca a otro clavo. Busqué un pretexto para salir y le dije a mi cuñada:
—
Antonia, si quieres te echo una mano. Puedo ir a la tienda a comprar algo para la cena.
—
Aaaaay..., gracias, querida. Es que con ese trajín parece que pierdo la cabeza por momentos... Vaya, perdona, no quería decir eso...
—
Tranquila, Antonia. Te comprendo —le dije estrechando sus manos entre las mías—. Sólo es una frase hecha. No te preocupes.
Y me dijo entre lágrimas que enjuagaba con un pringoso pañuelo:
—
Las roscas de vino que mamá hizo esta tarde aún están calientes. Me parece una digna cena. ¡Qué manos tenía mamá...! Cómprame cien gramos de mortadela de olivas, ... ah..., y un par de ratoneras, por favor. Velas no traigas que no habrá velatorio, no estamos para gastos de cera.
Y me largué a por el encargo. El camino hasta el Ayuntamiento estaba sembrado de vecinos con buenas intenciones que querían darme el pésame. Tuve que hacerles los honores hasta llegar a la calleja anexa. Allí don Narciso había dejado la puerta abierta ya que el portal principal permanecía cerrado por la tarde. Cautelosa, me dirigí a su despacho.
—
¡Aaaaaaaaayyyyyyy..., pero qué cosa tan grande...! Por favor... ¿No va a meterme eso verdad? —grité mientras abría la puerta—. ¡No lo haga por favor! ¡Soy virgen!
Ese ritual le ponía a cien aunque fuera a costa de mentir sobre mi condición y la suya pues había visto entre las lechugas del huerto babosas más grandes que su ciruelo.
Don Narciso rodeó la mesa para alcanzarme. La cara lujuriosa y un hilo de baba colgando de la comisura de su boca indicaban que las palabras mágicas habían surtido efecto.
—
¡Arrodíllate! —mandó imperioso.
Le obedecí y situé mi boca frente a su verga. Como en los anteriores encuentros yo debía decir:
—
¡Ay qué bastón de mando tiene el alcalde...! ¡Qué regio es y que respeto impone! Se nota que es de fina madera. Dan ganas de hacerle reverencias y darle cera como a las buenas empuñaduras de caoba.
Pero algo se revolvió dentro de mí y solté casi sin pensar:
—
Pues a partir de ahora no te saldrá gratis enterrarla
Don Narciso se pasmó aunque no le vi la expresión. No hacía falta. Capté el bajón emocional ante mi cara.
—
¿Pero qué estás diciendo? Ya sabes que no me gusta salirme del guión e improvisar.
—
Yo no diría eso. Bien que has improvisado ese entierro de tercera con el ataúd podrido. Calculando la parte proporcional al peso y siendo generosa, digamos que te costará dos de los verdes cada vez que quieras enterrarla en el hoyo.
—
Pero... ¿estás loca? ¿Y cómo justifico ese gasto en el pleno?
—
¿Acaso seré funcionaria por mamártela en el Ayuntamiento? Si no puedes pagarme con dinero público lo sacas de tu propia cosecha, de la cooperativa o de esos chanchullos que te montas.
—
De acuerdo —dijo de mala gana pillado en momento tan delicado.
Su verga se resentía del cambio de planes. En mi boca, la babosa se transformaba en mísera cucaracha. Chupé, repiqueteé y le hice el molinillo, pero sin resultados. No era la primera vez que ocurría y para ello disponíamos del plan B. Me alcé y fui hasta los cuadros que colgaban de la pared. Uno de ellos mostraba el poder constitucional en funciones, y el otro, el inconstitucional disfuncional; este último aún velaba el despacho para tener contentos a los poderes retrofácticos de la zona.
Para contentar al poder eclesiástico había un par de cuadros más. Uno de ellos mostraba a la beata Sabina Bueso, una jovencita que se había volado la cabeza con un trabuco antes de dejarse tomar por las tropas de Napoleón. Era mona y de aspecto seráfico a pesar de mostrarse desafiante, sosteniendo el arma suicida con la mano mientras un reguerón de sangre manaba a borbotones por la recién trabucada sesera. La composición no aguantaba el más básico análisis forense, pero eso era arte sacro y no un CSI.
La otra obra pictórica era de formas muy confusas y daba muestras de haber sido repintado más de una vez. Claramente padecía el popular síndrome “Ecce homo” y don Narciso me había presentado al difuso personaje como Santa Quiteria del Borrajón. A esa tampoco le veía yo nada erótico, pero allá tú, pensaba yo. Quizá la hubiera conocido en tiempos mejores y viviera de su recuerdo.
Aparté resolutiva los papeles de la mesa y me tumbé boca arriba sobre ella. Me subí el vestido y me saqué las tetas contra las que apreté sendos cuadros. No llevaba bragas por haberlas usado de torniquete con la finada. Me abrí bien de piernas para enseñarle su lugar. Don Narciso sucumbió a la erótica santera con una furia que no era nueva, pues el plan B siempre había dado resultados excelentes aunque no queríamos abusar de ese recurso para no quemarlo. Me embistió y, tras unos furiosos coletazos se corrió entre sollozos lastimeros. Fuera por el trasiego luctuoso o por la tensa negociación, me corrí sudorosa pateando en el aire caliente de la tarde; el cristal de los cuadros haciendo “flop - flop” entre mis manos. Me largué con la rapidez de los amantes furtivos y me pasé por la tienda para dar buena cuenta del erario público gastándolo en ratoneras y mortadela de olivas.
Al día siguiente, Blas y yo nos fuimos temprano a casa de mi difunta suegra para ayudar en los preparativos. Antonia gritaba como loca. Mi cuñado había olvidado poner tocino en las ratoneras y los dedos de los pies de mamá estaban roídos hasta el hueso.
—
¿Acaso llevará sandalias...? —replicaba él—. En cuanto a eso de mostrar a mamá con el vestido de comunión, supongo que no hablarías en serio...
Llegaron los mozos del Ayuntamiento con el féretro blanco y lo depositaron en el zaguán. Mamá había menguado como la mojama a causa de la sequedad estival y las muestras de la decapitación se hacían más evidentes e incómodas.
Antonia era de las que se crece en los malos momentos y se fue rauda al piso de arriba. Bajó en breve con un jarrón, una revista y las ropas de la primera comunión de mi sobrina que por aquel entonces estaba de au pair en Amsterdam y aún no había llegado (ni llegaría por pillarle el acontecimiento tan caro y lejos, y aún no existir el low-cost ). Tras ella, mi sobrino de trece años gemía con desesperación:
—
¡Mamá, esa revista no! ¡Devuélvemela, por favor!
—
Pero... ¿has visto? —sonreía Antonia mostrándole a su marido la revista—. Qué callado se lo tenía el niño. A ver si se nos mete a cura... Anda que no me parece mala idea. Tendría el plato asegurado de por vida.
Su padre no parecía tan contento contemplando aquella devota portada donde se mostraba la cara de una santa transida de dolor con la siguiente tipografía: VIDAS EJEMPLARES, Nº 227, SANTA DOROTEA DE LA CONSUNCIÓN.
—
Pues a mí no me parece tan buena idea —replicó—. A ver quien llevará las viñas y la huerta cuando a mi me fallen las fuerzas.
La vestimos y, aunque tenía una vaga idea de lo que quería hacer Antonia con la revista, no podía dar crédito a sus maniobras. Se puso a horcajadas sobre la finada y le encasquetó el jarrón al cuello. Entonces enrolló la revista al jarrón de forma que la cara de la santa quedara boca arriba y la sujetó con dos gomas de pollero. Remató la obra con el velo y la corona dejándonos a todos en un profundo y confuso silencio. Antonia lucía sonrisa triunfante, la que supongo mostrarían los investigadores de genética al ver su obra: la oveja Dolly retozar a sus pies. Había que aceptarlo: Antonia era un genio y aún le dio tiempo de ir a por flores al huerto.
Poco a poco fueron llegando los vecinos. La mayoría mostró extrañeza y pasmo, pero en el fondo agradecían el apaño con alivio pues a nadie le gusta despedirse de una vieja sin cabeza.
—
Qué bien ha quedado. Mejor que en vida —desafortunado comentario que se oye en todos los funerales.
—
Igualita que cuando hicimos la primera comunión —confirmó entre sollozos una prima suya.
Se sirvieron roscos de vino, los que mamá había hecho el día antes, y la mayoría estuvo de acuerdo en que gozó de mejores manos que cabeza.
Cuatro mozos tomaron a la finada y la llevaron en hombros hasta la iglesia. Ni el traqueteo ni el sol que caía a plomo afectaron en gran manera al PH de la muerta, pero si debieron hacerlo sobre las gomas de pollero que sujetaban la revista enrollada al jarrón.
Los mozos estaban más acostumbrados a trasegar barricas que fiambres y el ataúd fue depositado torpemente sobre dos temblones taburetes. Respiramos más tranquilos tras el último crujido y uno de los monaguillos conectó el ventilador. Era un aparato de pie que barría el aire que la fallecida ya no precisaba. Los familiares, en primera fila, si lo precisábamos con urgencia y anhelábamos ese aire con un sofoco que rayaba la envidia, pero disimulamos mostrándonos atentos al padre Anelmo que se esforzaba en lo que creo más meritorio de su oficio: convertir las mezquindades de los finados en cualidades excelsas.
El chasquido de una goma rota y la portada de la revista empezó a aletear furiosa a cada barrida del ventilador. El movimiento daba vida a la cara de la santa que nos miraba como acostumbran a hacer los personajes de las portadas, fijamente y, en este caso, con siniestra desesperación. Al poco, la otra goma se rompió y tres páginas pasaron de golpe. Se ofreció ante nuestros ojos un curioso catálogo que no era de relicarios, crucifijos, rosarios ni agua bendita, sino, sorprendentemente, de látigos, collares con púas, cadenas y variados útiles de cuero y tachuelas que me recordaron los que se usaban para mantener a raya a las caballerías y a los perros más fieros. Quizá se hubiera traspapelado allí el catálogo de la cooperativa agraria, pensé.
Miré de refilón a mi cuñada, me impresionó su pasmo y me extrañó que no hubiera resuelto el problema con la presteza y habilidad que se esperaba de ella.
Otra pasada de ventilador y otra vuelta de página mostrando las facetas más cruentas de su martirio, donde se la veía entregada a un cruel verdugo que le aplicaba sin reparos todos los útiles del catálogo anterior.
Las ráfagas, incansables, nos llevaron a la doble página tamaño póster de camionero donde la virtuosa, sujeta a una cruz con los útiles de arriero, mostraba sus partes púdicas vestidas de cueros y tachuelas; y las impúdicas, desnudas completamente.
Arremetió de nuevo el aire mecánico para mostrarnos cual era la resistencia al infiel de tan virtuosa santa, ya que allí no era uno, sino tres, los herejes que pretendían renegara de su fe, aplicándose en sus partes más sensibles con instrumental propio y ajeno, y dejando muy claro que si la santa murió mártir no lo hizo virgen. Una lágrima tintineaba en mi ojo derecho, impresionada con la cara de éxtasis que mostraba la bendita, crecida en su fe cuanta más tortura recibía.
Os pareceré algo lerda, pero hasta que no oí el estruendo de mi cuñada desplomarse, no reaccioné y todo cobró sentido para mí. Comprendedlo, el virtuoso contexto no ayudaba y yo nunca había visto ese tipo de publicaciones pues la censura era implacable hasta con las cosas más ingenuas.
Mi sobrino saltó al ruedo y tiró de la revista para salir corriendo con ella y desaparecer. Su abuela tuvo que ser enterrada sin mostrar más rasgo antropomórfico sobre sus hombros que las dos asas del jarrón por orejas.
Durante mucho tiempo no hubo más tema de conversación que ese entierro, tanto en el pueblo como en el vecino Vergachata de los Capones que se vengó de nuestras infamias con creces.
Pero todo se diluye en el tiempo. Mi sobrino no se hizo cura para desdicha de mi cuñada, sino diseñador gráfico. Ya mostró tales habilidades tuneando la revista sadomasoquista con la portada de VIDAS EJEMPLARES. También descubrimos de dónde había salido la publicación. Las traía su hermana, la au pair , de un lugar tan perverso como Holanda, país de drogas de diseño, coffee shops y putas de escaparate.
Pasaron los años y superamos esa crisis igual que haremos con la presente y las que vengan, pues sólo hay una crisis insuperable en ese mundo: la que padeció mi suegra amorrada al hormigón.
- Hormigonera: Llamada concretera en Hispanoamérica.