Dos mil setecientos diez euros
La primera acabó arreciando contra mi culo, enhiesto y algo, conmigo hundiendo la cabeza en el almohadón, sufriendo calladamente por la baja consideración y las malas trazas. Alguien debería haberle explicado que a las tías, los azotes nos pueden llegar a gustar, si nos gustan, cuando el hombre que
Dos mil setecientos diez euros
1-. Todo tiene un proceso.
Dos mil setecientos diez euros.
Eso fue todo.
Mi finiquito tras dos años, diez horas diarias y mil malos tragos; dos mil setecientos diez euros.
Y con ellos, de vuelta a casa con una niña de catorce meses, un marido depresivo y una hipoteca de seiscientos euros mensuales durante veintisiete años.
Dos mil setecientos diez euros.
Era incapaz de retirar la vista de aquella cifra.
Sentada en el sofá, sin orgullo ni resuello, con mi marido apretando los botones del mando a distancia con intención de pasar mil programas sin escoger ninguno.
- Amor mío – le retiré el aparato – Tranquilo.
Él sonrió dulcemente.
Siempre lo hacía cuando la tristeza le corría por las venas, en mayor cantidad que la hemoglobina.
- No – le acaricié el rostro.
Una faz en su mocedad salvaje y que la enfermedad, estaba convirtiendo en infantil y tierna.
A mi vera, Andrea intentaba luchar contra el sueño, al tiempo que, inútilmente, pretendía encajar dos piezas de su puzle de la Bella y la Bestia.
A los veintisiete años, el “objetivo de la consolidación presupuestaria nacional” nos colocaba a mí y a mi familia en una situación económica verdaderamente embrollada.
En una ciudad extraña, con poco ahorro y ninguna familia, con un marido depresivo desde que lo despidieron del taller mecánico al día siguiente de que los bancos quebraran, no quedaba otro remedio que mirar aquella cifra y sacar cálculo de si conseguiríamos estirarla hasta volver a ingresar una nómina.
Juan no se merecía aquello.
No se merecía haber brillado en su FP de automovilística, haber conseguido ganarse la confianza de sus jefes, sacarse su propia cartera que exigían sus manos en exclusiva para manejar sus tubos de escape para terminar así, pateado, arrojado en la calle.
A la semana murió su padre.
Un infarto inesperado.
Y Juan, persona honda, persona sensible aun entre la grasa negra de los motores, no pudo con ello.
Su autoestima, su seguridad en la vida, su saber hacer, el amor, la amistad, su habilidad para el negocio o la cama, se difuminaron.
Se difuminaron como lo hicieron nuestros ahorros.
Jóvenes y mal pagados, apenas dieron para aguantar hasta comienzos de marzo.
En Semana Santa pedimos prestado a los amigos.
Sin embargo, la mayoría cómo nosotros, con varias diplomaturas, becarios perennes con dos o tres idiomas, pagando sus Master
a la par que la hipoteca, hacían requiebros sobre la misma cuerda floja.
Veinte euros para la compra, cincuenta para el gas natural, cien para una inoportuna avería de la lavadora, treinta y cinco para completar la guardería….
Al final hasta ellos tuvieron que decirnos no.
Sin enfadarnos.
Fue una tarde, a comienzos de mayo.
Andrea llegó hambrienta y, cuando al abrir la nevera contemplé una manzana, una lata comenzada de atún en escabeche y un tetrabrik de zumo, supe que tenía merienda….pero no cena.
A las cuatro de la madrugada, sentada frente a un ordenador encendido pero sin ejercer, con dos avisos de impago y cuatro de facturas que no sabía cómo contraponer, sopesé por diez mil y última vez una solución a mi problema.
Juan, largo en la cama, pasaría la noche insomne, como pasó la jornada desde que a las ocho de la mañana se levantó para sentarse en el sofá y malgastar un día más viendo sin ver nada.
“Mujer, 27 años, magnífica, haré lo que pidas. Cincuenta euros una hora”
Lo borré de inmediato.
Sí, yo era mujer.
Sí, yo tenía veintisiete años.
Pero ni era magnífica ni estaba dispuesta a hacer lo que me pidieran cobrando semejante miseria.
Repasé anuncios parecidos para entrar en caída anímica observando cuerpos espectaculares, pechos desorbitados, traseros de escándalo, mujeres profesionales, de casta que en definitiva, que, oliendo a sexo, daban sexo por precios incluso más llevaderos.
Y frente a ello estaba yo, ligeramente rechoncha, lorcillas en la cintura, caderas de “Solo ante el Peligro”, con los pechos algo descompensados por la lactancia y aquella leve tripita que malamente se ensartaba, tras mis horteras camisas de estampado.
Volví a respirar.
Volví a pensar en la nevera.
“Tengo 27 años. Sin experiencia pero dispuesta. Rellenita pero sabrosa”.
Volví a suprimirlo.
Era revelar mis defectos.
Era caer en la posibilidad del abuso, en un “te pago 20 euros si quieres lo coges o lo dejas”.
Y una tiene su carácter, su pobreza y su puñetero orgullo.
Pasé una hora larga, incluyendo levantarme a darle un biberón a la niña, momento en que todas mis certidumbres se desequilibraron “Como puedes tan siquiera planteártelo” para luego regresar a la nevera, abrirla, reconocer que a la mañana tendría que pedirle un litro de leche a mi servicial vecina.
Realidad pura.
“Bien, vendo mi inexperiencia. No soy un cuerpo de cine pero tampoco tengo complejos.
Nunca he hecho esto así que soy natural. Nada de profesionalidad fingida. 27 años. Haz una oferta”.
Sin duda, si lo que buscaba era un anuncio diferente, capaz de llamar la atención, había encontrado la inspiración y la ortografía para conseguirlo.
Pensaba que tardaría días en recibir una respuesta, tal vez en vano.
Olvidaba que en una ciudad monstruosa y superpoblada, sobran quienes malgastan las horas nocturnas, tecleando lo que una pantalla informática puede proporcionarles.
Cuando al día siguiente mareaba la leche de prestado, tratando de actualizar un currículo cuyas copias se podrían por decenas en papeleras desconocidas, llegó aviso de que mi correo electrónico estaba a punto de reventar con 73 nuevos mensajes.
Costaba poco desestimar los soeces, los falsos, los maleducados.
¿Qué interés puede inspirar en una mujer la gramática de un hombre que escribe “E leído tu anuncio y me e puesto to contento”.
Borré las propuestas imposibles, las proposiciones de tríos lésbicos…los que ofrecían más si no ponía profiláctico entre mi apreciado pubis y su desconocido miembro….los que mencionaban la palabra coprofilia.
Al final, la criba disminuyó las posibilidades a tres.
2-. Todo tiene un camino.
“100 euros por media hora. Tengo sitio y soy educado”
“200 euros por una hora. Te adjunto una foto para que veas que no doy precisamente asco”
“1000 euros por una noche entera. Usted y yo. Soy tan serio y discreto como espero usted lo sea”
Las decisiones, por mucho que se sopesen, nunca terminan de ser definitivas.
“Media hora – pensaba – media hora y lleno la nevera”.
Treinta minutos escasos.
Un telediario manipulado.
Mi orgullo no es la honra.
Mi orgullo es mi hija creciendo con el estómago vacío y la cartera llena de libros.
Y fue que sí.
A las once en punto de la mañana del mismo día de San Isidro, pasé de arquitecta licenciada con prácticas en Frankfurt, trigésima de promoción con mención especial al proyecto de fin de carrera, a puta.
Pasé de morena a rubia, pasé de discreta a descarada, pasé de tener un nombre con sus apellidos, a llamarme Ivonne…sin historial de más y a secas.
Pasé una hora de metro, del humilde barrio obrero madrileño a la calle Santa Cruz, a dos pasos de donde alguna famosilla se operaba la nariz para dar luego exclusivas con audiencias millonarias.
Pasé de despedir a Juan, dejándolo sentado mientras contemplaba en la pantalla una de esas narices, a fingir cara interesada delante de Benjamín.
Benjamín, sin apellidos, vivía solo.
Free lance informático, lo mismo desintoxicaba el virus de una empresa modesta que generaba otro para fastidiar a otra de la competencia.
Sin escrúpulos ni forma física, su fidelidad declinaba por quien más pagara.
Cerebro brillante pero incapaz de aprobar la asignatura de agasajar hembras, finalmente fue lo suficientemente inteligente como para reconocer que su vida sexual, sería de pago y poco intensa.
- Hola – saludó al descorrer el último de la media docena de cerrojos que acosaban su puerta– Pasa por favor.
No esperaba aquella templanza con la que dejé sentir los tacones sobre un enlosado setentero.
Ni la templanza, ni la ausencia de miedo.
Ambos teníamos prisa.
Ambos nos desnudamos sin mirarnos, camino de una habitación desordenadísima pero limpia.
Cuando él se echó sobre aquel lecho, ya estaba desnudo, con aquella desafortunada anatomía, con el miembro tieso como una vela.
Yo, en braguitas, terminé de respirar internamente muy hondo, de contener las ganas de correr y esbozar con gigantesco esfuerzo, una insincera sonrisa.
A las once y diecinueve minutos (dos para abrazarnos, cuatro para terminar de endurecer su polla, tres para felarla con el condón puesto, uno para embadurnarme de lubricante, dos de torpes intentos para colocarse encima…) sentí su grito gutural, su empentón sexualmente agónico, un estertor, otro y su caída derrumbada sobre mis asfixiados pechos.
Salí de aquella casa con menos prisa de lo que creía, no sin recibir sus cincuenta euros y un consejo.
- Cobra siempre por anticipado Ivonne. En este mundo, sobran los hijos de puta.
Benjamín por suerte, no lo era.
Y aquel detalle caballeresco, ayudó a sobrellevar la humillación, las ganas de vomitar y el poco afecto que, en ese instante, sentía contra mí misma.
Es increíble lo que la mente puede en ocasiones hacer para protegerse a si misma.
Andrea no apareció en ningún instante mientras sentía las tetas de Benjamín compitiendo en tamaño con las mías.
Lo hizo eso si al llegar al Carrefour, sacar un carro e irlo llenando con los yogures que más le gustaban, el jamón que mejor se comía, la ternera gallega más tierna, patatas de piel fina y dulce de chocolate de la marca que a ella más le agradaba.
Juan permanecía en el mismo lugar que lo dejé al salir de casa.
Le di un beso.
El correspondió añadiendo una inesperada caricia.
- Te eche de menos –dijo el pobre.
Yo le abracé un segundo cargado de todos mis fantasmas…los que nunca podrían ser revelados.
Fue en la ducha cuando estos se me escaparon, llorando a moco tendido, mordiendo el puño casi hasta el sangrado.
Un dolor que encontró su analgésico, contemplando como Andrea reía mientras masticaba su carne favorita y Juan se aliviaba, viendo que en la nevera, encontraba su naranjada favorita.
Fue aquel segundo de felicidad, de orgullo por superar otro trago, lo que me ayudó a soportar a Iván y sus doscientos euros por una hora con el encima.
La calculadora es un instrumento efectivo, nada sentimental, a la hora de borrar cualquier cargo de conciencia.
Un uno es un uno…y punto.
Final de mes, factura eléctrica.
O eso o explicarme a mí misma como calentar el agua de la ducha.
Dos horas y solventado.
Dos horas e incluso podrás pagarle los cuadernos de dibujo que en la escuela demanda mi hija.
“Podrás”.
No hay duda.
El amor lo puede todo.
Incluso encarar la realidad de tener entre las piernas a un hombre superficial e inculto.
- Pa dentro princesa – vaya saludo – Vamos a divertirnos como monos.
Iván me recibió desnudo de cintura para arriba, vistiendo pantalones vaqueros ajustados y descalzo.
Pretendía intencionadamente ser galán de anuncio.
Pero sus aires sobreactuados y esa nariz de águila calva americana, lo alejaban de ser ni medianamente atractivo.
La mejor manera para definirlo era un “quiero pero no puedo”.
Pero al parecer, nadie se lo había dicho.
Fueron ciento veinte eternos minutos.
Minutos de “A que te gustan mis bíceps….esta tableta la mantengo a base de mil abdominales diarios….toca culo toca que es de verdad. Duro como dos piedras”.
Y yo….”si….por supuesto…nunca había visto algo así”.
Así de imbécil, claro.
En el apartamento era imposible encontrar un solo libro y sin embargo, había pilas con centenares de revistas sobre culturismo y alimentación sana.
En el aparador del baño, paraban más productos de belleza que en el mío.
Tropecé con dos pesas que estaban tiradas en el descansillo y luego encontré otras dos en el salón…”así las tengo siempre a mano para cuando quiero calmar a mis dos nenes”.
Y se señalaba los brazos.
La cama, un universo de aceites corporales y fotografías de él, él, solo él y una con una tía de aire tan rosa y embobado como el suyo, advertía de que paraba poca imaginación debajo de la, igualmente poca ropa.
- Es mi novia – parecía incluso presumir, a la par que se bajaba los pantalones y calzoncillos en el mismo impulso, mostrando un aparato tan gigantesco como poco atractivo tanto por la forma extraña como por la estupidez del dueño – Me encanta ponerle los cuernos – añadió.
Y yo allá, desnudándome con eficacia germánica ante alguien que me calificaba como…”me gustan gorditas porque adoran follarse tíos como yo, así de buenorros”.
“¿Qué coño hago?”
“¿Uso el spray de pimienta que tengo en el bolso? ¿Lo hago solo por el placer de verlo retorcerse en el suelo?”
Pero, en lugar reventarle químicamente las retinas, lo que hice fue dejar que me follara dos veces.
La primera acabó arreciando contra mi culo, enhiesto y algo, conmigo hundiendo la cabeza en el almohadón, sufriendo calladamente por la baja consideración y las malas trazas.
Alguien debería haberle explicado que a las tías, los azotes nos pueden llegar a gustar, si nos gustan, cuando el hombre que nos los da, antes nos ha puesto la lívido a la altura del Karakorum.
La segunda ordenó que le montara.
El apretaba mis tetas con una rudeza angustiosa.
Tuve que volver a cerrar los párpados e imaginar que era Juan, exhibiendo su maravillosa manera de besarme los pezones en el momento que más lo necesitaba.
El Juan que, hasta que su mente lo vio todo negro, me hacía sentir tan deseada como cuando comenzamos a los diecinueve años.
Incluso lubriqué.
Pero cuando comenzaba a coger ritmo y gusto, tuve que regresar a la realidad de su corrida, liberada en gritos soeces mientras clavaba sus uñas en mis nalgas.
- Doscientos euros gordita – me pagaba con la puerta abierta, desnudo aun cuando era evidente que la vecina cotilla usaba la mirilla justo en el piso de al lado - Por follarte esto – señalaba su cuerpo – Anda que tendrías que ser tu quien me pagara – añadió retirando el billete amarillo justo cuando iba a recogerlo.
A punto de que intentara recordar cómo se insertaba la punta del zapato entre los cojones de un tío, volvió a dármelo.
- Que no mujer. Que te iras de aquí corrida y bien pagada.
- Si, si – mentí.
Esta vez, el lloro se apoderó de mí en el metro.
Y lo hice sin miedo a la vergüenza.
Una vergüenza que se diluyó cuando el primero de mes, encendí la luz y funcionó, facilitando así el que Andrea pintarrajeara sobre sus cuadernos nuevos.
“Solo será un tiempo” – me repetía tratando de decidir si habría un tercero.
Un tercero que sumaría uno más, en un mes, de los que me había tirado en cinco años de carrera.
El tercero se llamaría Manuel.
Don Manuel Figueroa.
Cincuenta y seis años, viudo, padre de un hijo que no le hacía demasiado caso.
Empresario de posibles, hombre acostumbrado a brindar con cristal de bohemia y tirar luego el champán francés por encima del hombro, discreto, trabajador, agenda de solera y alérgico a la vagancia.
Respondí a su llamada el mismo cinco de junio en que, mil última remesa de quince currículos derivó en catorce silencios y un ya le llamaremos.
Una noche.
Solo una noche y, con aprietos, pasamos el mes entero.
Por eso dije si.
Por eso accedí a su ruego.
- Hola Ivonne. Es un verdadero placer saludarte.
El de presentarme en aquel bar del barrio de Salamanca sin nada llamativo sobre la piel….”Como si fueras allí a diario, a quedar con un amigo. Naturalidad. No por lo discreto. Si no porque las mujeres me gustan sin pirotecnias…tal y como os parieron. Por cierto, ¿te gusta la Tours?”
- Claro – respondí – Me encanta la pintura francesa.
Manuel era un porcentaje considerable de tiburón bursátil y un huracán de clase y soltura desde las uñas hasta las cejas.
Clase natural, nada artificiosa, surgida de sus genes, no de la inexistente prepotencia de su billetera.
Corbata Hermes parisina, grisácea con filigranas negras….cabeza rasurada para ocultar la calva benedictina….traje Fioravanti…estatura muy modesta, incluso menor a la mía…zapatos Exclarel sin cordones con toques de felpa…ligera barriguilla magníficamente camuflada tras una camisa Rafaello de algodón blanco mármol de confección milanesa.
Sentado con porte, con aire dominante pero a la par liviano, había aguardado a mi llegada para llamar a un solícito camarero, de los serios, eficaces y uniformados, sin duda acostumbrado a propinas que no bajaran de 10 euros.
- Un Negroni y un …-se quedó aguardando una respuesta.
- Ehhh…
”¿Que narices es un Negroni?”
- Pues otro por favor. Sin hielo - especifiqué.
- Por supuesto – añadió el camarero.
Manuel sonreía tímidamente mientras con una mano, acariciaba el cuero del sillón, invitándome a que lo ocupara.
- Ivonne, yo me llamo, realmente, Manuel.
- Así me lo dijiste. Yo…
- No – pidió cortésmente – No quiero que me lo digas. Tal vez con el tiempo algún dia llegue a saberlo. Si nos gustamos claro.
“No pienso dedicarme esto más de lo que pase esta noche” pensé “Al fin y al cabo, con suerte, en julio empiezo otro trabajo”.
Bebimos mansamente, con comodidad, degustando sin prisas cada trago dejando que el gaznate se achispara y la conversación fluyera con una facilidad asombrosa.
Incluso llegué a olvidarme del oficio, pensando que quien charlaba conmigo era compañero de trabajo o amigo, no quien pagaba para bajarme las bragas delante de sus morros.
“Ya saldrá la parte mala” – intentaba recordar para que estábamos – “No bajes la guardia”.
Manuel usaba la gramática con impoluta perfección.
Su vocabulario era propio de académico y el encaje del mismo sobre el tema, conseguía que me sintiera verdaderamente involucrada en lo que estábamos tratando.
Me consideraba digna de ser tomada por culta.
Pero Manuel, se consideraba igual, tal vez superior aunque incapaz de cometer la grosería de demostrarlo.
Siempre me gustaron aquellos seres que imparten gratuitamente sus propias lecciones.
Y Manuel la repartía incluso regalando una abierta sonrisa.
- ¿Vamos a ver a De la Tours?
Miré el reloj.
- No tendremos tiempo. El museo cerrará en media hora – hice gesto de andar calculando.
- Oh no te preocupes. Para un patrocinador, se abren todas las puertas.
Figueroa Abogados era una de tantas firmas que solo se usan y conocen cuando una necesita de sus especiales servicios.
Y aunque alguna vez los precisara, me sería difícil abonar los doscientos euros la hora del peor de sus empleados.
Solo los potentados, los encorbatados, los que inventan los delitos de ofensa cuando los han pillado, conseguían entrar en ese tipo de despachos, cargando en su moralina, asuntos oscuros, fiscales, dilatorios y siempre rancios.
Tal vez Manuel tuviera por ello, por sus jugosos beneficios defendiendo lo injusto, el cargo de conciencia suficiente que le llevaba a patrocinar pincel y letra, acercándola a los menos afortunados en forma de exposiciones tales como, las que en solitario, estábamos visitando.
Nuestros pasos resonaban huecos entre los pasillos del pequeño museo, entre los saludos, casi reverencias, de los pocos empleados.
- Muy buenas señor Manuel – acompañaban la palabra con una mirada pícara directa hacia mi fisonomía.
Pícara por supuesto, pero que en nada me hacía sentir lo que, supuestamente era.
Disfruté muchísimo.
Cada cuadro merecía su explicación y cada explicación, un debate.
Una escapatoria del número durante mis años universitarios, era degustar libros de arte por lo que aquella parte de mi inusual trabajo, resultó enormemente placenteros.
Recordé a Courbet, Delacroix al cual detesto, a Monet, a Miret o a mi adorado, genial y minusválido Tolousse.
Y lo hice con alguien cuyo intelecto, aparte de para trapicheos legales, daba para analizar la pincelada de un genio.
- ¿Cenamos? –con la propuesta, me cogió la mano, entrelazando mis gordezuelos dedos con los suyos.
Ensimismada con los “Jugadores de Cartas” acepté el gesto con un sosiego natural, pensando que, como aquel cuadro, en esos momentos, fingía conocer las reglas del juego y aceptar que aquel cortejo, aunque subyugante, no dejaba de ser insincero.
- Por supuesto – sonreí.
- ¿Alguna alergia? – sonreímos con la broma.
- ¿Algún local con música?
Y sacó el teléfono.
Treinta minutos después, disfrutaba de una jugosa lubina cantábrica, empapada en salsa Menier, escoltada por un Albariño blanco del noventa y cuatro, al lado de la voz melosa, quebrada pero aun tierna, de Sati, una deliciosa cantante de jazz que, presidiendo la sala, nos daba un postre anticipado versionando a Miles.
- Adoro el jazz…adoro a Bach…adoro a Edith Piaf….pero no a Perales o eso del regetón.
- Ja, ja, ja – tuve que recomponer los labios para que no se escabullera alguna briza de pescado.
- Eres deliciosa – su mano se posó sobre la mía, solo que esta vez, sin alarde ni esfuerzo, como algo que surgía desde dentro, sin esperarlo, mi dedo pulgar acarició el suyo y mi sonrisa lo envolvió a modo de agradecimiento.
Tal vez por eso, por aquella compenetración sin Oscar de la academia, que temí el momento en que, al entrar en aquella gigantesca suite del Hotel San Miguel, con una cama tan grande como todo mi piso, se perdiera el encanto en cuanto nos pusiéramos en pelotas para entrar al trapo.
Sobre todo porque intuía que, aun con su caballerosidad, tras los cinco mil euros de traje, no paraba un Manuel carnalmente cinematográfico.
- Me gusta este sitio – añadió – Manejo el 25% de este negocio. Por eso, puedo pedirle que en el canal cinco de la radio pongan esto – lo enchufó y el altavoz del cabecero, liberó la sorprendente garganta de Nina Simone.
- Manuel, que detalle – tuve que reconocerlo. Entre mis confesiones veras durante la velada, estaba mi gusto por aquella dama negra tan inimitable como majestuosa.
- Ven – me invitó a acercarme, estando ambos aun de pie.
Obedecí, acercándome, haciendo ademán de descalzarme para entregarle lo que en definitiva había pagado.
- No por favor . – hizo gesto de invitarme a bailar.
Y bailamos.
Su perfume Joy a ciento ochenta los 45 mililitros me abrazo como él lo hizo con su mano diestra, colocándola magistralmente a la altura justa, allí donde termina la espalda, sin timidez pero sin ofensa.
Ahora sé que no fue allí donde comenzó todo.
Ahora sé que, cuando tras diez minutos de danza suave el alzó su cuello para mirarme, apretándome suavemente hasta besarnos, yo, estaba ya entregada a lo que Manuel quisiera….y curiosa por averiguarlo.
- Ivonne – susurró.
Su beso fue extraordinariamente etéreo.
Como si no quisiera hacerlo.
Y sin embargo, desde las terminaciones nerviosas del labio, fue expandiéndose por cada fibra de mi cuerpo, por cada capilar o neurona, una corriente eléctrica que me incitó a devolverle el gesto, con mayor intensidad.
Un beso, otro, otro más y luego otro con un cuarto de boca abierta hasta llegar al octavo, ya suspirando y un décimo quinto introduciendo yo, no el sino yo, la puntita de la lengua.
Volé.
Me sentí elevada aun a pesar de pasarle un palmo largo en estatura atrapada en el beso de aquel ser maduro pero vibrante, avanzado pero enérgico, que transformaba sus canas en atractiva experiencia.
Cuando, tras diez minutos de hipnótico besuqueo el dio dos pasos atrás….
- Eres magnífica.
….descubría asombrada que estaba prácticamente desnuda, ofreciendo la vergonzante imagen de mis braguitas negras clavadas entre mis chichas.
¿Cómo lo hizo?
Casi no lo vi venir.
Allí clavada, con mi ropa interior y aquellos calcetines horteras blancos de a cinco euros los tres pares, con las tetas al aire y aquella tez blanca, alejada de esa especie de piel artificialmente bronceada que Manuel exhibía.
Un Manuel que apenas se había desprendido de la chaqueta.
- Ven – volvió a invitarme con la mano – Échate larga sobre la cama por favor.
“Bueno, ahora surgirá la rareza” – asumí con estoicismo, amedrentada porque le gustara el sexo anal algo que, para mi terror, no había dejado suficientemente claro, no practicaba.
Tumbada, con la cabeza apoyada boca abajo sobre la almohada y los ojos cerrados, falsamente tranquila, fui escuchándole hacer a mis espaldas.
Por los sonidos intuí que Manuel se desnudaba para sacar de algún sitio una bolsa.
Bolsa que depositó sobre la mesilla justo cuando abrí nuevamente los ojos y sorprenderlo, extrayendo un pequeño bote de cristal claro con ortografía árabe inserta en su etiqueta.
- Aceite de Argán – aclaraba sin que pudiera ver más que su mano extrayendo aquel desconocido invento – Es una variedad exclusiva, no apta para aliñar ensaladas, sino para penetrar profundamente en la piel, endulzar el nervio, hacer que te sientas, ausente, lejos de tus problemas.
Mientras lo explicaba, sentí el contacto templado del líquido derramándose sobre la espalda, derramado con tremenda generosidad para lo que, intuía, costaría bastante más que el aceite refinado de girasol con el que freía los huevos.
El aceite hubiera rebosado hacia los laterales, hacia las sábanas, de no ser porque sus manos, expandidas, lo extendieron con enorme rapidez primero para facilitar que fuera absorbida y luego, con una prodigiosa habilidad digital, ralentizar sus movimientos aplicando una maravillosa sapiencia en el conocimiento del cuerpo de una fémina.
Yo respiré, primero intrigada por la novedad, luego relajada, finalmente, preguntándome si Manuel sentía más placer viendo a una mujer dormida que follándosela.
Mi mente fue evadiéndose de todas esas cosas que me llevaron a estar allí en un hotel caro, sobre una cama inmensa con un hombre desconocido que generosamente me pagaba.
Olvidé.
Y fui, por un instante feliz, descentrado, sin caer en la cuenta que, sin percibirlo, Manuel había liberado mis carnes de aquellas braguitas opresivas.
Pero, irónicamente, aun profundamente relajada, era incapaz de quedarme dormida.
Algo maravillosamente perturbador estaba germinando dentro de mí.
Desconocido sí, pero perfectamente localizado.
Mientras sus dedos se entrelazaban entre los músculos, sobre los riñones, en la rabadilla, entre el costillar, en el cuello, mis caderas comenzaron un casi imperceptible e instintivo movimiento de balanceo, desde los dedos que masajeaban hacia la tela raso natural del colchón, buscando el roce sutil de esta sobre mi clítoris.
El masaje ganaba atrevimiento, permitiendo que mi capa adiposa cediera, recibiéndolo de primeras externamente, para luego, en la cara interna, subir más y más la temperatura hasta que, cuando Manuel quedó convencido de que el juego serio había comenzado, derrapar sus dedos hasta mis nalgas para, desde allí, ascender en una carrera sin prisas, nuevamente hasta el cuello.
Fue también involuntaria la apertura de mis labios, la contracción de las cejas, los pies estirados y eso de abrir levemente las piernas, sincronizando aquel leve pero percibido movimiento, con una respiración cada vez más enérgica.
Y Manuel sabía.
Sabía porque no era la primera vez que había hecho aquello.
- Si te hago daño – esta vez sí, sus dedos encontraron mayor ofensa en el avance – Avísame por favor.
Y justo en ese segundo, cuando acabó de decirlo, uno de sus dedos comenzó a zigzaguear entre mis labios vaginales provocando, ahora si insolentemente, que mis caderas retrasaran su posición para facilitar mi placer…y su trabajo.
Para equilibrar la situación, eché la mano izquierda atrás, buscando a ciegas entre su muslo velludo lo que fuera que tuviera entre las piernas.
- No cielo – declinó el intento – Eres tu quien va a disfrutar esta noche.
- Pero….
Entonces lo hizo.
- Ogggg –hundí mi gemido en la almohada.
Su índice se introdujo lenta pero todo lo profundamente que pudo al tiempo que pronunciaba otro “No cielo” con forma de sutil susurro pegado al oído, besando luego la base del cuello mientras repetía una y otra vez la introducción, moviendo la yema desde dentro, encontrando varias letras, desconocidas en el alfabeto de mi anatomía.
- Aaaaa – esta vez grité.
Su dedo volvió a ver la luz, reptando por mis vértebras con evidente travesura, hasta depositarse en mis labios.
No me molestó el sabor de mi propio coño.
Lejos de ello, lo chupe con avidez sorprendida por la excitación, por la novedad, por el tiempo que aquel hombre invertía en generarme aquella oleada de deseo.
Con ingenio, asió mi trasero para girarme.
Al reabrir los ojos, no le vi a él, sino al techo.
Al descender la mirada hacia el ombligo contemple su rostro, aguardando entre mis piernas abiertas, sin depositarse aun en el tesoro, mirando retador a una yo levemente incorporada sobre los codos.
Olía mi coño.
Se deleitaba con su aroma observado como el rostro de su dueña pasaba de la sorpresa…a la súplica.
- Cómelo.
En realidad, no necesitaba mi permiso.
No retiramos nuestras mutuas miradas.
No.
Ni cuando sacó su lengua, ni cuando la sentí desde abajo, deslizándose hacia arriba, ni cuando aquel calambre subyugante ascendió hasta inflamar cada célula del cuerpo, ni cuando escuché el chapoteo entre mis jugos.
Profesional o no, no deseaba dejarme dominar de aquella manera tan facilona y quedar como lo que era…una novata.
Pero mis caderas volvieron a traicionarme y, tras dos minutos de duelo, su bamboleo animó las lamidas y con ello, mi clítoris comenzó a explotar todos sus recursos.
- Manuel, Manuel para, para para….
- Si disfrutas… – entrecortó la punta de su lengua justo en el punto que deseaba – …hazlo.
Apretando los muslos sobre los hombros de quien pagaba y encima me derretía en aquel placer de dioses, gire cuello, mordí la sábana y me vine, reprimiendo los gemidos al tiempo que apretaba con una mano la tela y con la otra, así la calva de mi amante oral.
- Grrrr – gruñí. Si, las mujeres también podemos gruñir cuando nos corremos.
Gruñí, alcé el cuerpo y volví a caer, desplomada, dejando que el colchón se tragara mi cuerpo.
- Ufff Manuel, Manuel que lengua tienes…-trataba de recuperar el resuello.
El, escalando hacia mis pechos, comenzó a lamerlos mientras se introducía entre mis piernas.
- Eres una diosa, un brillo, una alegría – alababa mientras sentía como aferraba su polla tratando de abrirse hueco.
“Bueno, ahora finjamos”
No era multiorgásmica.
Con mis anteriores parejas, necesitaba hasta una hora para recuperarme, incluso en los años juvenales, para conseguir echar el segundo.
“Aguanta cielo” me repetía intuyendo que, si Manuel no culminaba pronto, terminaría con mi secreto dolorido.
Pero no fue así.
Sentí que a la entrada, llamaba un capullo de tamaño anormalmente grueso que entró con eficacia.
Y a partir de allí, abrí crecientemente los ojos a medida que su polla entraba, milímetro a milímetro.
No fue su tamaño pues alcanzó el tope profundizándome unos normalitos dieciséis centímetros.
Fue su grosor impropio, descomunalmente ancho y, sobre todo, la irreprensible habilidad de Manuel para moverse dentro.
No impuso un metesaca enérgico, casi violento.
Fue su dulzura y el conocimiento de la anatomía vaginal de una fémina lo que terminó por convencerme sobre porque, aun calvo y gordo, resultaba sexualmente irresistible.
Una coordinación que derivaba en sus movimientos pélvicos.
No un adelante detrás no.
Sacaba lo justo para, al volver a penetrar, hacerlo elevando ligeramente su cadera justo en el momento final, lo cual, ayudado por el grosor, conseguía acariciar la cara interna de mi clítoris justo cuando la externa, era rozada con infinitesimal delicadeza por su barriga.
Para mi asombro, lejos del disgusto, lejos de fingir, mis manos buscaron su espalda para
imprimir una potencia de menos a más mientras mis piernas se alzaban para entrelazarse dejando los tobillos justo uno en cada glúteo…el tobillo derecho en su glúteo derecho, el izquierdo en el izquierdo, clavándolos en ocasiones en busca, nunca imaginé llegar a esta situación, de que el ritmo se incrementara más, más, más, tensando mis dedos entre sus omoplatos, agradeciendo, gimiendo, finalmente gritando cada vez que el me penetraba hasta, finalmente, descubrir que, efectivamente, era prodigiosamente multiorgásmica.
Mientras jadeaba, tratando de recuperarme, mansamente, sentí como sus labios besaban mi cuello hasta librarle de todas sus tensiones.
- Solo es cuestión de tocar el punto exacto – susurró.
- Acaba por favor, acaba. Quiero sentirte, quiero sentirlo.
- No. Así no.
Estaba molida.
No me apetecía nada, nada montarlo.
Pero pagaba 1000 euros y con eso, yo solventaba todo junio.
Saliendo de mí, dispuse mis piernas para ponerme a horcajadas sobre su barriga.
- No Ivonne. Estas cansada. Túmbate de lado por favor.
Lo hice.
- Cierra otra vez los ojos.
Lo hice.
Disponiéndose detrás, asió mi pierna derecha y, sin causar retorcijón alguno, la alzó, echándola hacia detrás hasta que bordeó su propia cintura, dejando vía libre.
Luego volvió a penetrarme, nuevamente con placentera facilidad.
Continuaba, inesperadamente húmeda.
“Dios no me he recuperado y esto sigue”
Esto, era el cosquilleo, el agradecimiento porque Manuel tuviera ese aguante, a que fuera el hornillo que hervía mi sangre.
- Ábrelos.
Volvimos a mirarnos a través de un espejo gigantesco que copaba toda la pared lateral del dormitorio y tras el cual se parapetaba el armario empotrado.
Mi rechoncho cuerpo, fosforescente entre la leve oscuridad, me pareció, por primera vez en mucho, una carne divina, poderosa, deseable mientras observaba claramente mis labios vaginales, abiertos para recibir el pene engomado de Manuel quien, con una mano asiendo mi pierna y la otra tras mi cuello, acariciaba mi pezón izquierdo, devolviendo la mirada con expresión de “Mira como me estás haciendo disfrutar Ivonne”.
Torcí el cuello.
Lo besé, gemí nuevamente, le pedí sinceramente, que no parara, que penetrara cada vez con mayor fuerza.
La posición, sintiendo las nalgas contra su tripa parecía excitarle de más, hasta el punto de que su hasta entonces hierático dominio, se hizo añicos.
Sus ojos se cerraron, su rostro se encrespó, sus cejas se enarcaron, sus manos apretaron más mi pecho y mi muslo.
- Yvonne, aquí viene, aquí viene tesoro.
- Dale, dale…daaaaaaaleeeeeee
No supe de donde surgió.
Pensaba estar alejada de un tercer advenimiento.
Pero la visión de ambos follando tan descarados, sin miras, por dinero, sin sentimientos….la mirada de mis pies enarcándose y sobre todo los bufidos vacunos de mi amante hicieron que de un placer contenible, reventara en un orgasmo mutuo, perfectamente acompasados, apretando mi trasero al máximo de toda posibilidad, para ayuntarnos más extremadamente.
- Ivonne – fue lo último que escuché, antes de caer completamente exhausta.
Cuando desperté lo hice asustada.
- Me he quedado dormida.
- Tranquila. Solo ha sido una hora. Estabas agotada.
Manuel, desnudo, se había pasado toda mi somnolencia contemplando mi desnudez desde el sofá, mareando un vaso de whisky añejo escoces de quince años, sin hielo.
- Estabas preciosa. Tan calmada, tan salvaje hace una hora.
- Perdona – hice disculpa, algo descolocada, estirándome cinematográficamente.
- ¿Por el placer que me has dado?
- Ha sido mutuo – no mentí a pesar de que la media sonrisa de Manuel, probaba que no terminaba de creérselo.
- ¿Tienes que marcharte verdad?
- No es tan tarde como creía.
- Mejor – confesó – Así nos duchamos, nos vestimos y te llevo.
- No hace falta.
- Tranquila. Te dejo a la distancia que me ordenes. No hay que mezclar nunca familia y negocios – añadió confesando que ya intuía como, tras mi nombre paraba otro, con otra historia muy diferente a la que él había disfrutado penetrándome desde atrás.
Una hora más tarde, Manuel me dejó a una parada de metro, donde calculaba que no había vecinos que luego señalaran con el dedo.
- Gracias Ivonne.
- A ti Manuel.
- Solo una cosa.
- Tú dirás.
- El Negroni, jamás se sirve con hielo.
Al entrar en casa, Juan dormía y Andrea, sintiendo que había llegado, pidió agua.
Mientras se la daba palpaba los mil euros en billetes de cien, disfrutando de la tranquilidad de que, durante los próximos quince días, no tendría que preocuparme sobre como alimentarla.
Luego, ya vería.
Porque daba por sentado que, tal alejada del estereotipo de escort pibón culto y sofisticado, Manuel no volvería a ofrecerme mil euros.
- Mil quinientos, por la misma dedicación y tiempo.
Esa fue su oferta cuando, dos semanas más tarde, casi olvidando lo que consideraba un breve escarceo en el mundo de la prostitución, volví a escucharlo al otro lado del aparato.
- ¿Y qué puedo ofrecerte Manuel? Porque soy lo poco que ves.
- Eres un todo. Solo pondré una condición.
No cuesta inventar excusas ante un ser bueno, confiado y depresivo como lo era Juan.
La depresión causa distracción de la realidad junto a la desesperanza de agarrarse a quien sabes te quiere, aunque te esté traicionando.
Porque aunque no lo sentía así, pues era cuestión de supervivencia, resultaba que al entrar en aquella cocktelería de la calle Serrano, lo estaba haciendo.
- Un “Fresh Summer” por favor – rogué al estirado camarero – Y no se olvide del Cardamomo – guiñé el ojo a Manuel quien, sonriente, comprobó como su escort exclusiva, se había puesto las pilas.
- Lo mismo por favor – pidió – ¡Y Olé!
Manuel enviudó poco después de casarse.
Su boda fue por compromiso.
Por un lado sus dos familias, ambas de postín, conseguían ampliar mercado.
Por el otro su difunta, resultó preñada a las primeras que, de solteros, se bajaron braga y bragueta así que en la ultracatólica realidad que lo rodeaba, resultaron obligados.
- El mundo entonces era así.
- ¿Nunca la amaste?
- Y tampoco nunca le fui infiel. Tras su muerte, irónicamente, tarde casi dos años en volver a acostarme con una mujer.
- Vaya – sorbí levemente – No sé si suena extraño o hermoso.
- Suena a desastre. La señora en cuestión estaba tan obsesionada por llevarme nuevamente al altar y yo tan poco dispuesto, que desde entonces recurro a este tipo de servicios.
- A putas – me acerqué para no hablar alto y revelar los límites de lo nuestro, lanzando al tiempo una sonrisa calurosa, para advertir que no me sentía ofendida.
- A experiencias – aclaró.
- Ummmm
- Y… ¿qué experiencia me aguarda ahora?
Cuando Manuel me penetró, en aquella sauna ciclópea y asfixiante, con mi culo sentado sobre la madera de teca y mis pies entrecruzados de gusto sobre sus hombros, acogiendo esas bestiales embestidas, llevaba al menos cuarenta minutos suplicándole, a gritos animales y encorajinados, que lo hiciera.
El SPA abría solo con nocturnidad justificada en la discreción que buscaban sus clientes.
Llegar, pagar con anticipo y gozar de la amplitud de instalaciones y ausencia de empleados.
Solos, sin bañadores, abandonados a una penumbra apenas iluminada por velas y el omnipresente sonido del agua.
Fue en el jacuzzi donde comenzamos a besarnos.
Fue en el jacuzzi donde descubrí que un chorro de agua, bien dirigido, es sexo oral acuático.
Fue en el jacuzzi donde recordé que hacía mucho no buceaba en la playa y que siempre tuve una resistencia prodigiosa a permanecer bajo el agua sin oxígeno.
Algo meritorio cuando se tiene una polla en la boca.
Al salir, con la piel resbaladiza y la melena pegada al cuerpo, Manuel asió mis mofletes para acercarme y besarme casi sin que aun hubiera aun respirado.
- Me estás haciendo ver el paraíso Ivonne.
Y me dio la vuelta para permitirme que observara el vaho del acristalado, disponiendo una mano sobre él y deslizándola a medida que su polla, desde atrás, cautivadora, lenta, me iba poco a poco penetrando.
Pero era entonces, en la sauna, con el trasero acalorado, chorreando sudor en cantidades industriales, sintiendo su polla no en lo más profundo pero alcanzando lo que es importante alcanzar, cuando más desee que diera fuerte, cuando más anhelaba que mis tetas se mecieran alocadamente en un arriba y abajo, cuando más afanosa me aferré al éxtasis sexual y natural por el cual, encima, me estaban pagando.
- Me estoy corriendo - avisó.
- Lo sé….y yo – el segundo de la tanda.
- Aggg, agggg, dilo, dilo por favor.
- Si, sigue, sigue, sigueeee – Dios mio como una petición tan aparentemente intrascendente me estaba regalando el orgasmo más animoso que recordaba en los últimos cinco años.
- Diloooo que me vengoooo aggggg.
- Luisaaaaaaa…..siiii me llamo Luisaaaaaa.
Me corrí pronunciando mi propio nombre, definitivamente en pelotas.
3-. Todo tiene un final
- Con esas manos y esa billetera, podrías acostarte con quien quisieras Manuel.
Ahora sí, tumbados, abrazándole desde la espalda, disfrutando mansamente de la sauna,
comentábamos más allá de lo que hubiéramos debido.
- Me gustas tú.
- Las he visto en Internet esculturales. De infarto – recalqué elevando las cejas – Seguro que las has disfrutado pilluelo.
- Me sigues gustando tú.
- Estoy rellenita y he tenido que aprenderme diez tipos diferentes de cocktail para no avergonzarte esta tarde.
- Ummmm pues aún me sigues gustando tú. Por eso, quiero hacerte una oferta.
- Vamos hombre, que esto empieza a ser novelesco – le besé. No sé por qué lo hice pero le besé – Ahora dirás que vas a retirarme – casi carcajeo – Manuel, que esto lo hago por algo mucho más serio que nosotros.
- Lo que pretendo es no malgastar tu talento. Lo que quiero, es ofrecerte un trabajo. En lo tuyo. Sin nada más. Sin que nunca más me debas nada. Sin que tengas que acostarte con este barrilete – continuó insistiendo, palpándose su peluda barriga.
- Retirarme.
- Eso sería intentar casarme contigo. Y eso no se me pasa por la cabeza.
- Oye, eso que dices, no sale gratis. Lo que me ofreces digo. Si eres tan generoso, será porque esperas pago.
- Ya me has regalado algo que hacía mucho no tenía.
- No lo comprendo.
- Después de nuestra primera noche, al día siguiente, fue la primera vez en treinta años que no conseguía concentrarme en el trabajo. Tu cuerpo, el sabor de tu coño. Déjame ayudarte. Acepta ese trabajo – acarició mi cara.
- Manuel, hay en casa un marido que es mi verdadero amor.
- El amor no es lo que busco en una mujer como tú. Tú paras en un entremedio. Si lo nuestro fuera a diario, si compartiéramos la hipoteca, los niños, el hartazgo, dejaría de ser placentero. No quiero amor. Solo ayudarte. Sin contrapartidas. Punto.
- Déjame pensarlo - se me habían quitado las ganas de una segunda acometida - Déjame pensarlo.
4-. Todo final, supone una decisión.
Juan comenzó a trabajar en un taller para coches de lujo, con un sueldo exagerado y, sin el saberlo, con el respaldo de quien llevaba los asuntos legales y no legales de los dueños de aquel negocio.
Lo pensé sí.
Durante todo lo que quedaba de junio.
Durante la mitad de julio.
Yo lo pensé si, y llegué a un cálculo.
Calculé en lo que costaría levantarse durante cuarenta años más, once meses al año, seis días por semana, diez horas diarias a las seis y media en punto.
Pensé en apenas ver a mi hija, en suplicar el mes de agosto, en mil cien euros mensuales a los que quitar IRPF o IVAS.
Pensé en nunca prosperar, en nunca llegar alcanzar los sueños, en resetearme constantemente para no llegar a los cuarenta y cinco y verme en la calle, en un país donde, aun con una esperanza de noventa años viviendo, a esa edad, te llaman laboralmente puta vieja.
Y llegué a un pacto.
Manuel y yo compartiríamos dos noches al mes.
Muchas veces dormimos desnudos, muchas veces llevamos pijama.
Muchas veces hablamos del Renacimiento, muchas otras follamos mientras el chorro de una ducha veneciana nos hidrata la piel desde todos los ángulos.
Muchas veces confesamos lo de un hijo consentido y una hija mimosa, lo de un socio caradura y un marido internamente enfermo.
Y otras muchas le pido que se quede dentro de mí mientras me relamo, sintiendo como su semen se escurre, lubricando todavía más, lo nada que para entre nosotros.
Un sexo inconexo e incoherente, pero intensamente apetecible pues, aunque la desnudez de Manuel no era de Adonis griego, se rodeaba de un aura enloquecedora, desplegada en toda su intensidad ante una mujer rellenita, multiorgásmica y con las bragas insertas entre las chichas.
- Dos citas mensuales – le ofrecí – Siempre que no me necesite mi familia.
- Dime cuánto.
- Dos mil setecientos diez euros. Por las dos – especifiqué.
- Sin problemas. Solo que…. ¿por qué esa cantidad tan exacta?
- ¡Bah! – encogí los hombros, fingiendo que no tenía importancia…aunque para mí la tenía toda - Simple cuestión de autoestima.
Aclaratoria: Tenía muchas dudas sobre el tema elegido. Soy un acérrimo enemigo de la explotación sexual de la mujer y un defensor, igualmente acérrimo, de la legalización de la prostitución (masculina y femenina) como forma de acabar con las mafias que hacen y tristemente harán tanto daño. Cada letra de este relato, como de todos los que he escrito, ha sido ideada con el más absoluto respeto hacia las mujeres…sobre todo si, para sobrevivir, se ven obligadas a ofrecer su cuerpo.