Dos intrusos 1/2

Primera parte del final de la saga de Toño y Roberto. Más descabellado todavía.

Nota:

La relación entre Roberto y Toño comenzó en el relato Al final del verano.

Esta es la primera parte del último relato sobre ellos.

DOS INTRUSOS (I)

El fin de semana ―los días diez y once de diciembre―, nos sentimos raros. Doña Julia ya estaba con su hermano y no pensaba volver a casa, definitivamente, hasta después de Reyes. Un poco preocupado por el último vistazo que le eché a la contabilidad con tío Marcos, me senté el domingo en el despacho acompañado por mi grandullón y volví a repasarlo todo:

―¡No sé, la verdad! ―exclamé en cierto momento de angustia―. Veía esto de otra forma hace tan solo unos días…

―¿Qué quieres decir? ―preguntó Toño intrigado desde el PC, volviendo la cabeza para mirarme.

―Quiero decir, mi vida, que ahora no me veo capaz de supervisar todo esto. Es un entramado que me queda grande. Las cosas no van a funcionar solas aunque tío Marcos nos eche una mano. ¿Piensas que tu padre se sentaba aquí a esperar a que le viniera el dinero?

―En algo de eso he pensado, cari ―farfulló levantándose para acercarse a mí―. Y… la verdad, vivir aquí solo, contigo, creo que me va a resultar bastante difícil.

―¡Pues ya me dirás! Si tú empiezas a notarte extraño en tu propia casa… ¡Cuatro personas de servicio para atender a dos papafritas !

―Ya te lo he dicho, Roberto. Nunca he querido apartarte de tu vida y tu trabajo y… echo de menos esa ilusión por ser un buen cocinero.

―¡Verás! ―exclamé sujetando unas risas―. ¿A que al final nos rendimos los primeros días?

―No creo que pensar esto sea rendirse, mi vida ―susurró acariciando mis rizos―. No pienses eso. Yo solo he querido continuar lo que me dejó mi abuelo, pero yo no sirvo para esto. Si lo voy a estropear…

―Yo no soy más que un administrador al que no se le puede sacar de un hotel. A mí háblame de gastos e ingresos, no de estadísticas y esas cosas. ¡Y si me hablas de vinos o de tipos de pimentón… menos! Me parece que deberíamos reunirnos otra vez con tío Marcos y preguntarle qué podemos hacer, ¿no crees?

―Hmm ―pensó antes de hablar―. ¡De acuerdo! Como estas fiestas ya están encima, mejor dejarlo para el año que viene, ¿no?

―¡Gracias, Toño! ―proferí más tranquilo―. ¡No sabes cuánto me ha costado decirte esto! Estaba tan ilusionado como tú y… no me siento capaz. Habrá por ahí grandes genios que lo hagan, pero yo, con veinticuatro años, no me veo llevando este barco.

―Pues… ¡no sé! ―dudó―. ¿Y yo, con veintidós? Mi padre empezó con esto a tu edad, creo. Será que tenía mucho morro. Para todo hay que servir, ¿no?

―Supongo que sí. Aparquemos este tema hasta después de las fiestas. La gestoría sabrá lo que hacer.

―¡No te preocupes, cari! ―cuchicheó con dulzura acercándose mucho a mí―. Verás cómo hay forma de seguir juntos y vivir nuestra vida. No quiero hacerte responsable de nada que no sepas hacer. En la cama no me fallas…

―¡Tampoco tú te quedas manco y mudo! ¿Ya vas a empezar a seducirme? ¿También en el despacho?

―¡Ah, pues mira! Ya que lo dices… Aquí no lo hemos hecho nunca, ¿no?

―No pensarás follar aquí, ¿verdad? ¡No, no, no, que entra el servicio y me da algo!

―¡Anda! ¡Venga! Si aquí no entra nadie sin llamar y si no es algo urgente…

Lo miré de reojos. Tenía su boca tan pegada a mi mejilla izquierda que en cuanto moví un poco la cabeza, me robó un buen beso; o, mejor dicho, nos dimos un besazo de campeonato.

―¿Pero tú te crees? ―protesté abriendo las piernas para que me viera bien―. ¡Ya me tienes empalmado! Este sitio me espanta para follar, cari. Me siento como observado por todos esos retratos de las paredes y como si se fuera a abrir la puerta de repente.

―¡De eso nada! ―dijo sensualmente dejando caer su mano hasta cogérmela y apretarla―. Los retratos no ven y los del servicio no van a entrar; si no quieren que los despida. Si tú no quieres que me vaya con otro…

―¿Pero qué dices? ―aguanté unas risas―. ¿Vas a dejarme por esto?

―¡No! ¡Fóllame y ya está!

Me sentí indeciso. Por un lado, me aterraba, tal como estaba diciendo, hacerlo en aquel enorme despacho frío y lujosísimo y, por otro, sentía un tremendo morbo al pensar en ver a mi grandullón, despelotado, revolcándose conmigo en aquellas alfombras.

―¡Está bien! ―me rendí―. Decirte que no a esto es un suicidio. Sabes que, si se pudiera, te metería mano en cualquier lugar de la casa. ―Moví mi mano para tirar de su cuello y llevar su cabeza hasta mis piernas―. ¿Quieres empezar con tu chupadita , o cambiamos?

―¡No! ―espetó―. Mejor no cambiar nada esta vez. Tú no te muevas y déjame empezar, ¿vale?

Me sentí entonces como un extraño que se cuela en una oficina ajena y se pone a hacer guarrerías, lo cual me estaba poniendo a mil por hora.

Abrió mi pantalón todo cuanto pudo sin moverse de mi lado y tiró luego de mis calzoncillos para dejarla salir. Cuando la vio mecerse empalmada y dura, tiró del brazo del sillón y este giró dando la vuelta para encontrármelo enfrente. Me miró con lujuria, se dejó caer lentamente y la metió sin esperas en su boca abriéndome las piernas. No pude aguantar unos gemidos mientras apretaba sus sienes entre mis manos:

―¡Ay, ay! Esto no se hace, cari. Me vas a matar cualquier día con esos labios. ¡Uf! Si sigues así, esto no va a durar nada…

―No va a durar ―farfulló con la boca llena―, así que no te quejes.

En menos tiempo del que esperaba ―y quizá por el morbo del lugar y la situación―, me corrí en varios chorros seguidos que parecían no acabar. Cuando fui levantando el culo del asiento para terminar, apartó la cabeza, me empujó al sillón y se acercó a besarme. Entre nuestras bocas estuvimos intercambiando fluidos hasta que, poco a poco, fueron desapareciendo.

―¡Qué guarrería! ―protesté.

―¡Qué guarrería más rica! ―respondió―. No protestes, que me lo he tragado todo yo. ¡Me encanta tu sabor salvaje!

―¿Qué? ¿Salvaje yo? ¡Si soy más tímido que tú!

―Eso te pasa porque no te sientes en tu casa, cari. Cuando estábamos en Madrid, eras un salvaje descarado. Te estás volviendo blando.

―¿Cómo que blando? Ya has visto cómo te he dado leña. ¿Qué más quieres?

―¿Qué va a ser? ―preguntó disgustado―. Te toca follarme; y quiero que esta vez me sorprendas todavía más.

―¡Vale, vale! ―dije con paciencia haciéndole gestos con las manos―. Yo te sorprendo, pero déjame reponer fuerzas, ¿no?

―¿Y si esta vez no esperamos?

―¡Joder! Me estás llevando al límite, grandullón. ¡Acabo de correrme!

―¡Tú verás! ―refutó comenzando a abrirse los pantalones―. Espero que no me hagas esperar, cari.

Se arrancó las zapatillas y tiró de los vaqueros con dificultad ―la falta de costumbre de llevarlos―. Se quitó el jersey y empujó sus calzoncillos para dejarme ver, muy de cerca, su magnífica polla reluciente. El corazón me dio un vuelco cuando se movió para que oscilara hacia los lados.

Cuando iba a moverme para acariciársela se dio la vuelta y, dando unos pasos, se recostó bocarriba, como pudo, sobre el escritorio.

―¡Toño, por Dios! ―exclamé asustado mirando a la puerta un instante―. ¿Tiene que ser aquí?

―Empiezo a aburrirme ―profirió levantando las piernas y dejándome a la vista sus huevos colgando, tapándole el culo.

―¡Voy! ―balbuceé poniéndome de pie y quitándome la ropa deprisa―. Tú tranquilo ahí que voy a darte lo que me pides. Nunca te he dicho que no, así que no voy a hacerlo ahora. Prepárate y agárrate a la mesa; parece fuerte.

Di un par de pasos para llegar hasta él y comprobé que no me quedaba alto. Me la cogí ―aún empalmada con tanta provocación― y me preparé a encularlo habiéndome corrido hacía unos instantes. En cuanto levanté sus huevos y vi que él mismo tiraba de sus carnes, puse la punta en su agujero sedoso y no esperé para empujar.

Con un poco de trabajo y otro poco de esfuerzo, entró la punta y tuve que parar. Me miró por un lado para ver qué pasaba y le hice señas soplando. No estaba dispuesto a dejar a mi niño sin lo que me pedía, así que me agarré a sus muslos y empujé sin descanso hasta llegar al tope.

Empecé a follar cada vez más fuerte, como a él le gustaba, a pesar de que no sentía tanto placer como desazón, hasta que lo vi cogérsela para masturbarse. Aparté su mano y se la cogí yo. Ese fue el gatillo que disparó mi libido. Tenerla en mi mano y movérsela era mi delirio.

De pronto, comenzó a echar chorros de semen en todas direcciones, para variar, y noté enseguida que iba a correrme otra vez. ¡Dos veces seguidas! Lo que no consiguiera conmigo…

La saqué con dolor y me dejé caer al sillón mientras él se incorporaba riendo y sacudiéndose, como si así fuera a deshacerse de su reguero interminable. Dando unos pasos hacia mí con las piernas casi abiertas, me la colocó en la boca.

―¡Chupa! ―dijo―. Todavía queda algo ahí para ti.

Fui lamiendo y saboreando todo lo que quedaba y noté lo que nunca: me entraron ganas de correrme otra vez. No lo pensé. Sin dejar de mamársela, me la fui meneando. La tercera vez no fue nada fácil. Él volvió a descargar unos buenos chorros en mi boca y yo sentí algo parecido al dolor mezclado con placer.

Cayó sobre mí aplastándome en el asiento y, volviéndose lentamente para mirarme, habló con picardía:

―¿Más?

―¡Espera, grandullón! ―me quejé―. Si te digo la verdad, me parece que nos hemos pasado. Me duele el capullo y todo.

Antes de que contestara, se oyeron unos golpes en la puerta y, no sabiendo qué hacer, tiró de mí para escondernos bajo la mesa tapados por el frente de madera.

―¿Sí? ―preguntó con un grito―. ¡Estamos trabajando!

―¡Perdone el señor! ―gritó Carmelo desde afuera―. ¿No ha oído el teléfono? Le llama un tal Paul.

―¡Ah, gracias! ―contestó a voces―. Ya lo cojo.

―¡Paul! ―exclamó cuando salíamos de allí debajo―. ¿Tú le has dado este número?

―¡No que yo sepa! ―recapacité―. ¡O sí! Lo llamé el otro día desde aquí… ¡Joder! ¡Nos hemos dejado los teléfonos arriba!

Me senté rápidamente, descolgué y activé el altavoz:

―¿Sí? ¡Dime, Paul!

―¡Maricón! ―exclamó como asustado―. ¿A quién tenéis en casa con esa voz tan masculina? ¡Uno que se me adelanta!

―¡Que no, Paul! ―gritó Toño entre risas―. Cuando vengas lo verás. Es un… sirviente.

―¡Anda, coño! ¡Los dos al aparato! Y eso del «sirviente», Hércules, a ver quién se lo traga. Hm, ya sabía yo que os iba la marcha… Pues espera, bonito, que mañana me tenéis a mí de… «sirviente». ¿Robespierre?

―Sí, estamos los dos ―hablé―. Dime.

―Esto ya sí que no, ¿eh? Por lo menos, ya que se comparte algo de tanto valor, hay que tener en cuenta… ciertas prioridades; ¿o no? Tan cerrados para una y mira qué abiertos para «otros» ―alargó la ese final.

―Es un sirviente, Paul ―le dije―. En serio. Estamos en el despacho y nos hemos dejado los teléfonos arriba, en el dormitorio.

―¡Anda, coño! ―habló remedándonos―. «Estamos en el despacho…», «arriba en el dormitorio, con el servicio»… ¿De verdad es tan grande esa casa para que os lo coja un sirviente…? ¡El teléfono, digo! Como yo tengo una casa pequeña para pitufos…

―La mía es muy grande, Paul ―explicó Toño―. Cuando vengas la verás. No hay sorpresas ni nadie se te ha adelantado.

―¡Oj! ―exclamó como escandalizado―. ¿De verdad la tienes muy grande y me la vas a enseñar? ¡Mira, bonito! ―discutió en broma como siempre―. Por lo menos me da la sensación de que vamos… de que voy a catar algo. Sorpresas… no sé si habrá. ¡Ay, Antonio de mis entretelas! «Que no te digo trigo por no llamarte Rodrigo»; y ya me entiendes. Si lo habéis probado con vete a saber quién, os vais a llevar una sorpresa, majos. Os puedo dar lecciones de «urbanidad»; ¡y muchas!

―No te preocupes ―le dijo mi rey con paciencia―. Yo solo lo he hecho y lo hago con mi novio… Soy así de raro.

―¡Am! ―respondió no muy convencido―. Bueno, pues nada. Era nada más que para deciros que mañana os llamo por la tarde cuando esté llegando; por si se os había olvidado. Idle diciendo al «sirviente» que prepare la… «habitación para invitados». ¡ Oj, que lujazo pa este cuerpo, niña !

―¡No, no se nos ha olvidado que vienes! ―intervine―. Además, estamos deseando que vengas―. ¿A que sí Toño?

―¡Que sí, de verdad, Paul! ―le dijo seguro―. No te preocupes que, si algún día dejo que alguien se me acerque, serás tú. Somos buenos amigos, ¿no?

Lo miré asustado por lo que acababa de decir. Tenía al lado a un Toño desinhibido que me parecía no conocer. Una vez terminada la conversación ―que no fue mucho más larga― me miró confuso:

―¿Te encuentras bien, cari? ―me preguntó―. Te veo mala cara.

―¡No, no! Es que… cuando me he dado cuenta, mira cómo hemos estado hablando por teléfono. ¡Vístete! Esto hay que recogerlo.

―¡Uf! ―masculló llevándose la mano a la boca―. Le diré a Nati que lo recoja y lo limpie ella personalmente.

―Pero ¿qué dices? Deja que yo lo recoja. Me muero de vergüenza si ven la que hemos armado aquí; ¡trabajando!

―¿Y por eso se te ha puesto esa cara?

No quise contestarle en ese momento. No es que me molestara lo que le había dicho a Paul, es que no me lo imaginaba con él.

Después de aquella paliza ejecutiva, de una ducha relajante y de una cena un tanto aburrida por estar solos, volvimos al dormitorio más dormidos que despiertos. Aun así, aquella noche siguió pidiéndome guerra ―que se la di―. Posiblemente, al verse sin madre en casa y teniendo en cuenta que el servicio cobraba, entre otras cosas, por ver y callar, se le habían despertado aún más sus ganas de sexo.

El domingo por la mañana repetimos; también por la tarde mientras dibujaba en el estudio, después de una larga charla en la salita ―con la tele apagada, desde luego― y por la noche, tras preparar la ropa para el trabajo.

―No sé, cari ―comentó dudoso―. He pensado que, a lo mejor, habrá que hacerle un regalo a los empleados. ¿Quién nos puede decir eso?

―El servicio quizás ―opiné―. Tienes más que confianza con Nati como para preguntárselo.

―Preferiría no hablarlo con ella. Quiero que este año tengan un regalo mejor que otros.

―¿Ah, sí? ―pregunté extrañado―. ¿Y eso, por qué?

―Porque me gustaría que fuese para todos ellos una Navidad distinta. También así podrían pensar que el joven don Antonio Jesús no es como su padre…

―Pregúntale a Carmelo entonces. Ese es con el que menos trato tenemos; como siempre está ordenando la casa y se deja ver tan poco…

Asintió seguro. Se propuso, a primeras horas de la mañana, preguntarle a Carmelo qué regalo solían hacer las empresas de su padre a los empleados.

Ya bien vestidos y acicalados la mañana del lunes, fue lo primero que hizo y, volviendo al comedor con una lista en la mano, se sentó y me habló confuso:

―¡Vaya! ―farfulló―. Yo pensaba que había un regalo para cada uno. Aquí tengo una lista que me ha dado Carmelo del tipo de regalo que debería recibir cada uno… dependiendo de su puesto. ¡Es un lío!

―Alguien se encargará de eso ―apunté―. Creo que lo lógico sería que se diera la orden, a quien corresponda, de que se compren los regalos.

―Debe ser así. Falta saber a quién le corresponde…

A punto de salir para visitar a tío Marcos y conocer una de las fincas, se recibió una llamada y oímos hablar a Sofi:

―Residencia de don Antonio Jesús Fajardo, ¿dígame?

Esperamos unos instantes y vimos que nos miraba mostrándonos el teléfono:

―Señor, es ese proveedor que llama otras veces para surtirnos de ultramarinos.

―Ultra… ―contestó Toño indeciso―. ¡Ah, ya! A ver qué quiere…

En cuanto oí lo primero que decía supe de qué se trataba. No era ni más ni menos que el que le vendía los regalos y cestas a las empresas. Toño se limitó a decirle que… «Igual que todos los años». Siguió oyendo atentamente y me miró entonces asustado:

―Espere un momento, por favor ―dijo muy serio para dirigirse a mí:―. Que dice que qué hacemos con la cena de Navidad.

―¡Buf! ―respondí en blanco―. Lo mismo de todos los años, ¿no?

―¿Y si es esta noche, por ejemplo?

―¡No, no! Puedes preguntarle que si tienes que asistir tú. A lo mejor es cosa de los jefes, ¿no? Si tienes que ir… ¡ponle una excusa! Ahora tienes muchas.

Fue bastante fácil. Su ignorancia ―y la mía― sobre ese tipo de reuniones le sirvió de mucho en esos momentos. Como ya no estaba don Rodrigo Sánchez, debería decírselo a la gestoría. Quizá fue una buena idea. Aquella noche, desde luego, teníamos que estar libres.

Le expusimos a tío Marcos y doña Julia nuestra preocupación por no poder seguir llevando ese tipo de vida ni administrando tal cantidad de empresas. Los dos se miraron con algo de sorna:

―Lo sabía, Toño ―dijo la madre―. Nunca te he visto cómodo moviéndote en esa casa, en este pueblo o entre cuentas contables. Lo tuyo son los fogones. En su momento hice lo que creí oportuno, estudiaste en la Escuela de Cocina Municipal y tu tío te dio los conocimientos definitivos; en contra de lo que quería tu padre.

―¡Ya! ―contestó como arrepentido bajo la mirada interesada de su tío―. Me gusta la cocina… Solo pensaba que no podía abandonar todo lo que me dejó el abuelo.

―Eres el propietario de todo eso ―aclaró don Marcos entonces―, pero eso no significa que tengas que gestionarlo tú. Déjame que lo estudie con tu madre.

A la hora del almuerzo, cansados de caminar campo a través con uno de los empleados, con los trajes y a ciegas por la densa niebla que se había formado en una de las fincas que pensábamos ver ―y no vimos―, nos sentamos en el gabinete mirándonos hipnotizados.

―¡Sirve el vino, anda! ―le dije―. Vamos a ir abriendo boca, almorzamos y nos vamos a descansar un rato. ¡A descansar he dicho! ¡Mira que esta tarde tenemos visita!

―¡Oh, no! ―se quejó mientras escanciaba un par de copas―. Si te soy sincero, cari, hoy ya no tengo ganas de nada más… ¡Bueno, bueno! De eso sí…

―¡De eso no, grandullón! ―musité―. Estamos rendidos de tanto «eso». Ahora vamos a meterle mano a esto. ¡Hasta empieza a gustarme la cecina! Luego tendremos que descansar un poco en la salita hasta que llame Paul. Habrá que salir a indicarle por dónde entrar al garaje, ¿no?

―¿Nosotros? ―prorrumpió extrañado―. Eso no es así. Carmelo lo esperará para abrirle y nosotros lo recibiremos en el salón… ¡Son las normas!

―¡Pero es un amigo, Toño! ―me quejé―. Esto no es la Casa de las argollas … creo.

―No lo es, pero se le parece. Esta casa también tiene ciertos privilegios y derechos concedidos. No estás en una cabaña.

―Perdona ―respondí pensando que estaba equivocado en algo―. Hay cosas que no sé y, como no me las cuentas…

―No puedo cambiar esto ―musitó―. No quiero que nadie del servicio nos vea salir a la calle a recibir a nadie. Yo me encargaré de explicárselo a Paul, no te preocupes.

―¡Bueno! Tendré que preguntarle qué modelo de coche trae y de qué color es. A ver si vamos a meter en el garaje a cualquiera que pase. Como en estas calles hay tanto tráfico... ―ironicé.

No hubo nada nuevo tampoco en el almuerzo. Me senté a su derecha, como era su gusto, aclarando, eso sí, que me sentaría a su izquierda cuando estuviera el invitado… sin saber que iban a ser dos. Me faltaba comprobar si aquella sorpresa iba a ser o no de su agrado. Llegué a dudarlo.

En la salita, cerca de las cinco, cuando se había hecho la oscuridad casi completa en la calle, sonó mi teléfono:

―¡Maricón! ―oí unos gritos―. ¿A dónde me has traído, leñe? Ya le he dado dos vueltas a las murallas y no sé por dónde entrar en el castillo.

―¡Ah, pues espera un momento! ―le dije―. Necesito saber el modelo de tu coche y el color… Es para no confundirnos.

―Tienes razón, hermoso ―dijo un tanto acalorado―. Con esta niebla y estas murallas, cualquiera distingue al enemigo. Mi coche no es confundible, bonito. Es un Citroen C4, blanco, con parches negros en los costados, para que no haya roces indeseados… ya sabes. No creo que pasen muchos como este por vuestra calle a todas horas.

―¡No, no creo! ¡Tienes un buen coche! Ahora se pone Toño y te explica cómo llegar aquí.

Pero Toño, al oírme, me hizo señas para que pusiera el altavoz. Le recé a todos los santos que desconocía por que no hablara Agustín:

―¡Hola, Paul! Soy Toño. ¿Sabes dónde estás?

―¡Pues sí, bonito! En Plasencia, que yo sepa, y si no me he vuelto ya loca; en una calle cuesta arriba o cuesta abajo, depende de cómo te pierdas y te equivoques.

―¡Dime qué ves desde donde estás! ―contestó Toño aguantando unas risas.

―¿Pero cómo coño quieres que te diga dónde estoy si no veo a dos metros, «Herculín»? Hasta el GPS se ha puesto blanco cuando ha visto tanta niebla y tanta piedra. ―Oí unas risas en el coche y no dije nada.

―Supongo que puedes aparcar un momento y preguntar dónde estás, ¿no?

―¡Ay, coño! ¡Cuánto protocolo y cuánto impedimento! Voy a bajarme a preguntar… ¡Y tú no hables, maricón! ―añadió en voz baja dirigiéndose, seguramente, a Agustín.

―¡No, no! Yo no digo nada ―contestó Toño en su ignorancia.

―¡Ya estoy aquí, bonito! ―dijo en poco tiempo―. Este pueblo está lleno de todo menos de gente; o yo no la veo porque me he vuelto «presbítero», o como se llame. Acabo de subir la cuesta con el castillo a la izquierda y estoy junto a los contenedores de basura, a ver si me recogen pronto. Hay una señal que dice… «Espacio para la Creación Joven». ¿Me he perdido mucho o todavía tengo que perderme un poco más?

Entre risas, Toño me dijo que sería mejor que fuera a buscarlo y, viéndome en una situación extraña, le insinué que si no había otra forma…

―¡Paul! ―le dijo―. Ya que estás ahí, sigue adelante y te iré indicando. ¡No vayas muy aprisa!

―¿Aprisa? ―exclamó con la voz destemplada―. ¡Si ya no sé si voy o vengo, bonito! Aquí estoy con la cabeza pegada al parabrisas, a ver si llego a los quince por hora. ¡Vamos a ver… que no veremos! ―pasó un corto espacio de tiempo y volvió a gritar―. ¡Ay, coño, que en este pueblo también hay semáforos! Aquí hay unos cuantos carteles…

―Hay una indicación a la izquierda que pone «Plaza Mayor», ¿no? Entra por esa calle aunque ponga que solo es para vehículos autorizados, ¿vale?

Toño conocía muy bien la ciudad, que no es muy grande pero sí liosa, y le fue indicando con dificultad hasta que llegó a nuestra bocacalle.

―¡Sigue ahora por ahí! Estás en nuestra calle. Cuando veas a un hombre que te hace señas, entra en ese garaje. Ahí estamos.

―¡Virgen bendita de la callejuela estrecha! En mala hora decidí venirme el lunes por la tarde. ¿También tienes en casa a un guardia de tráfico?

En poco tiempo, de pie en el salón, muy puestos, oímos una señal y pasaron las dos chicas al pasillo para ir al garaje a recoger el equipaje. Había llegado el momento de la sorpresa.

Subiendo la corta escalera que los traía, detrás de las chicas con las bolsas, aparecieron Paul y Agustín; muy serios y pálidos.

―¡Hola! ―exclamó Toño muy contento―. ¡Qué alegría, que venís los dos! ¡Paul! ¡Agustín!

―Hola, buenas tardes ―dijo Paul con seriedad como un ejecutivo―. ¿Os hemos hecho esperar mucho?

―¡No, no! ―les dijo ilusionado tendiéndoles la mano―. ¡Pasad! ¡Qué alegría y qué sorpresa, Agustín! ¡Bienvenidos! Vamos por aquí.

Cuando caminábamos hacia la salita, con Toño y Agustín delante, Paul se me acercó con disimulo para hablarme:

―¡Esto se avisa, maricón! ―susurró―. Creí que venía a una casa grande, moderna y de lujo, y me parece que estoy en el salón del castillo de Juego de Tronos .

―Mira y calla de momento, Paul. Ahora hablaremos…

No se le escapó un detalle hasta que entramos por aquella puerta que parecía introducirnos en uno de aquellos salones antiguos de castillo que, conservando su aspecto centenario, incluía el enorme panel de TV.

―¡Qué calladito te lo tenías, bonito! ―le dijo Paul a Toño al sentarse junto a Agustín―. Tu novio tiene más razón que un santo; como no se te pregunte…

―Me gustaría que disfrutarais de mi casa ―contestó―. Ya sé que os parecerá antigua y misteriosa, pero os aseguro que es muy cómoda.

―Bueno, si es así… ¡pase por esta vez!

―¿Os apetece tomar algo? ―les pregunté―. ¿Café, té… un whisky…?

―¡No, no os preocupéis de momento! ―dijo muy comedido―. Si me decís dónde está la cocina, voy a beber un poco de agua, que vengo atacado del viaje.

―¿La cocina? ―preguntó Toño mirándome discretamente―. Verás, Paul. Antes que nada, quiero aclararos que esta casa es… como un palacio. ¡Eso! Es cierto que hay servicio y… normalmente, no entramos en esas zonas. ¡Lo sé, es raro! No os preocupéis, ¿vale?

―Os lo explico yo… ―intervine―. Os podéis hacer a la idea de que estáis en un hotel. Sois nuestros invitados de honor y, por lo tanto, con total confianza, tenéis que decirnos qué necesitáis o si deseáis algo. Os aseguro que vais a disfrutar mucho.

―¡A mí me gusta! ―exclamó Agustín―. Es como pasar unos días en una mansión de Castilla; todo incluido.

―Más o menos será así, amigo ―le dijo Toño―. En poco tiempo os encontraréis muy a gusto y siempre vamos a estar con vosotros… Y no estamos en Castilla, sino en Extremadura.

―¡Es verdad, miarma ! ―le contestó el sevillano―. Desde el sur vemos todo esto como Castilla.

―Esto, desde luego, parece un castillo… ―apuntó Paul―, y no de cartón piedra. Creí que ya no existían estas casas ni esos recintos amurallados… Entonces, como decía, ¿puedo beber aunque sea un poco de agua?

Les preguntamos qué deseaban tomar antes de subir a ponerse cómodos ―incluyendo el vaso de agua― y se decidieron por un café bien caliente. Toño, para no hacer el recibimiento demasiado solemne, se levantó y fue hasta la puerta para llamar a Sofi.

―Sirve café bien caliente, por favor ―le dijo el dueño de la casa y mío―. Trae agua fresca y algunos dulces.

―¡Qué lujazo! ―susurró Paul haciéndose a la idea de lo que iba a vivir―. Yo, por si acaso, os digo lo que nos haga falta, que este Agustín es más tímido que el Hércules. No sé ni cómo dirigirme al servicio… No preocuparos por nada, en serio. No voy a ser un escándalo en un lugar como este…

―No creo que a estas alturas nadie se asuste de nada ―aclaró mi rey―. De todas formas, cuando estemos a solas podemos hablar de lo que queramos y como queramos. ¡No me acostumbro a oírte hablar en serio!

―Algo se me escapará, bonito ―se le escapó―. ¡Ay! Una, de reina en palacio con su novio, afuera a oscuras y con niebla y cuatro maricones esperando a que llegue la hora de planchar las sábanas… ¡Perdón!

―Así no vas a cambiar nunca, Paul ―le reprimió Agustín algo preocupado―. Ya no tienes que soltar plumas para atraer a nadie, ¿no? Vamos a respetar a los dueños de la casa y a nosotros mismos. Creo que quedó claro cuando lo hablamos.

Hubo un corto silencio y muchas miradas. Paul, más astuto que todos nosotros juntos, supo que debía unas explicaciones y esperó a que sirvieran el café.

Cuando vio lo que había encima de la camarera y Sofi abandonó la estancia, volvió a hablarnos con total formalidad:

―¡Increíble! ―comentó―. En esta casa no falta el perejil. El agua en jarra de vidrio tallado, que lo distingo, los cubiertos de plata, cafetera, lechera, tazas, dulces… ¡Qué catetos somos!

―¡Vamos! ―dijo Toño acercándose para servir―. Aquí no hay nadie cateto. Como dice Roberto, «todo hay que hacerlo una primera vez».

―Como siempre, Paul… ―comenté extasiado―, mi niño es… es… ¡Joder, que nunca encuentro la palabra para describirlo!

―¡Dulce! ―exclamó Agustín tomando un pastelillo.

―¡Eso es! ―me dijo entonces Paul―. Antonio es sencillamente «dulce». En cualquier aspecto; en cualquier sentido. ¿Te parece poco?

―Me vais a sacar los colores ―protestó el grandullón―. Ahora te toca a ti contarnos esas novedades que decías…

―Mejor cuando descansemos, ¿no? ―farfulló Paul evitando hablar de él―. Vamos a tomar este café, que se enfría.

Un buen rato después, sin esconder ya nada, Toño hizo sonar la campanilla. En pocos segundos entró Sofi a preguntar qué deseábamos y, poniéndonos de pie, le dijimos que acompañara a los invitados a su habitación.

―Tienen todo preparado los señores ―les iba diciendo―. Si faltara alguna cosa, pueden avisar. Ahora les mostraré cómo…

Subimos tras ellos que, todo hay que decirlo, fueron muy amables y muy serios. Nos miraron estupefactos al ver su dormitorio ―a las camas de invitados no les habían quitado los doseles― y, una vez que nos quedamos a solas, los dos comentaron algo.

―¡Es increíble! ―exclamó Paul―. Recuerdo a un Hércules tan sencillo, que no sé si esto es cierto.

―Y… ¿queda muy lejos vuestra habitación? ―preguntó Agustín tímidamente.

―¡No, no! ―les dije enseguida―. La puerta de enfrente. Si necesitáis algo, cualquier cosa, podéis cruzar el pasillo.

―¡Ancha es Castilla! ―soltó Paul―. Si lo sé, me traigo la bicicleta, maricón. ¿Hay muchos kilómetros al baño?

―Es esa puerta ―dijo Toño haciéndoles señas para que pasasen―. Os lo voy a enseñar y preguntáis cualquier cosa que no sepáis. ¡Todo es muy fácil y está a la vista!

Asombrados al ver un cuarto de baño como aquel para ellos solos, decidimos dejarles unos minutos para ducharse y vestirse. Habíamos pensado ponernos cómodos. Hasta la hora de la cena, según quise entender, les íbamos a mostrar las partes principales de la casa. A Agustín le gustó mucho la idea.

Nosotros nos entretuvimos bastante más de la cuenta. Nos costó trabajo rehacer mi cama para que no se notara que habíamos estado allí echados y «entretenidos». Viendo que era bastante tarde, me duché antes y, envuelto en la toalla de cintura para abajo, me puse a decidir qué ropa ponerme.

En cuanto Toño entró en la ducha, oí unos golpes en la puerta y, en vez de preguntar a voces, di unos pasos para abrirla:

―¿Qué pasa? ―pregunté al ver a Paul muy nervioso―. ¿Ya habéis terminado?

―¡No, no, espera! ¿Dónde está el baño? ¡Que me meo!

Le mostré la puerta y corrió hacia allí. Ni siquiera me dio tiempo a advertirle de que estaba ocupado. Poco después, en cuestión de segundos, salió pálido y dando pasos muy cortos:

―Esto se avisa, maricón ―farfulló―. Tienes a Hércules en la ducha. Me estaba meando y, por no esperar a que terminara de cagar Agustín… Como se lee todos los prospectos que encuentre…

―Sí, Toño se está duchando ―contesté sin darle importancia―. No pienses que se va a molestar por eso…

―¡No, ya veo que no! Cuando me vio ahí meando abrió más la mampara para hablarme… Y uno no es de piedra, ¿sabes?

―¡Bueno! Aunque es un poco más grande que nosotros… somos todos iguales, ¿no?

―¡Puede que seamos iguales! ―bromeó―. Unos más iguales que otros, claro. Y mi Hércules desnudo es… ¡Oj! Me va a poner verde cuando salga.

―Te he dicho que no se molesta, Paul. Hubiera cerrado para que no lo vieras desnudo.

―¡ Lo he visto, lo he visto y me ha mirado ! ―declamó―. ¡Ay, ángeles del cielo! ¡Cuánto os queda por aprender!

En un minuto, cuando ya nos habíamos sentado en el sofá y Paul recorría mi pecho y mis piernas con la vista, sin disimulo, apareció Toño con la toalla puesta alrededor. Paul, al vernos a los dos semidesnudos, no pudo evitar levantarse asustado:

―Me he acordado de que he dejado a mi novio solo ―balbuceó―. Vestíos, que ahora venimos.

―¿Te da vergüenza de vernos así? ―le preguntó Toño con cierta sorna―. ¿Prefieres verme como estaba antes?

―¡Tranquilos, tranquilos! ―dijo aspirando sonoramente―. Cada uno en su dormitorio y Dios en el de todos…

Lo sabía. Toño me hizo una señal inconfundible y, al mover la cabeza, los dos dejamos caer las toallas.

―¡Aj, maricón! ―gritó como histérico pero sin dejar de mirarnos―. ¡Esto no se me hace!

No dio tiempo a nada más. Al instante se abrió la puerta ―que no había quedado totalmente cerrada― y entró Agustín quedándose al punto petrificado.

―No pasa nada, Agustín ―le expliqué con calma mientras recogíamos las toallas para taparnos―. Acabamos de ducharnos. ¡Pasa, pasa y cierra!

―¿No molesto? ¿En serio? ¿Tenemos que ponernos todos así?

Los invitamos a sentarse mientras nos vestíamos y, aunque estuvieron coqueteando, nos miraron con atención de vez en cuando.

Ya vestidos con nuestra ropa nueva dimos una vuelta por las partes de la casa que yo ya conocía y, quedándonos un rato en la biblioteca, cada uno se abrazó a su novio para charlar.

―Os lo dije ―comentó Paul por sorpresa―. Necesitaba cambiar mi vida totalmente. Antonio me dio la clave aunque, los dos me habéis dado un ejemplo claro de la diferencia que hay entre desear y amar…

―Eso es nuevo ―inquirió Toño―. Cuenta detalles, ¿no?

―No voy a ocultaros nada, lo sabes ―continuó diciéndole―. Me estaba enamorando de mi Hércules… ¡De ti, sí! ―Hubo extrañas miradas durante un instante―. Me estaba equivocando, claro. Todavía estaba enamorado de mi rey sevillano. ―Besó a Agustín brevemente―. Ya me equivoqué hace tiempo; ¡años! ¡Haced los cálculos! Yo tenía los veinticinco cuando esta preciosidad se encaprichó de mí.

―¿Hace cinco años de eso? ―preguntó Toño incrédulo.

―¡Cinco años! ―recordó―. Pensé que él era demasiado joven; ¡calcula, calcula…! Me asusté y me metí en el ambiente a beber y a olvidar. Cuando me di cuenta de que no podía, decidí irme a Madrid. Sé que no tengo perdón; y Agustín me ha perdonado. No volveré a hacer una cosa así. Cuando os veo tan unidos... ¡Ya está bien! Esa es la historia. Aquí estamos de visita mi novio y yo; y nos volvemos a Sevilla dentro de un par de días.

―No lo sé, Paul ―intervine perplejo―. Hemos pensado que, si no tenéis nada mejor que hacer, os quedéis aquí hasta después de las fiestas. Nosotros… nosotros vamos a estar solos y tenemos que resolver también nuestros errores. Quizás tú veas lo que no vemos. Después de la cena, si no se os ocurre nada mejor, podemos reunirnos y hablar. Esta situación ya no es la misma.

―No, no es la misma ―dijo muy serio―. Me voy a vivir a Sevilla. Como puedo, he quitado a Agustín de estar toda la noche asando hamburguesas en un «24 horas». Quiero que se dedique a sus estudios en serio. Y yo, si todo sale como lo tengo previsto, abriré mi Modas Torre en pleno centro: en la calle Tetuán. ¡Todo un lujo!

―¡Vaya! ―exclamó Toño cabizbajo y preocupado―. Tú sí que sabes de negocios. A mí me gustaría irme a la ciudad… ¡A Madrid no! No sirvo para esta vida y, encima, he estropeado todos los planes que hizo Roberto para nosotros.

―¡Eh, grandullón! ―le hablé con ternura―. No has estropeado los planes de nadie. Ya lo hemos hablado y está por ver lo que hacemos, ¿no? ¡Verás cómo todo sale como siempre lo hemos pensado!

―¡Uy, uy, uy! ―masculló Paul―, que me da que este castillo va a estar en venta… Ya lo leo: Castillo, se vende. Buena situación, bien protegido por murallas y niebla, todo exterior, hasta los ascensores, no sé cuántos dormitorios, baños de Carrara, piscina gótica, yacusi medieval y biblioteca de dos plantas.

―¡No, en venta no! ―aclaró Toño preocupado―. Me gustaría que todo se conservara como lo pidió mi abuelo, pero no podemos vivir así.

―No me extraña ―apuntó nuestro experto amigo―. Ya os lo he dicho, creo que varias veces; que sois muy jóvenes. No veo esta mansión ni este plan de vida para vosotros. Lo que habíais planteado de iros a Sevilla y trabajar allí me pareció lo mejor. ―Miró alrededor observando las paredes, los libros y los techos―. Esto es muy bonito para pasar unos días, no para siempre. Si puedo ayudaros…

―¿Crees que habrá forma de que alguien cuide de esto y llevar nosotros nuestra vida? ―le preguntó Toño con curiosidad.

―¡Pues claro que la hay, bonito! ―le contestó Paul muy seguro―. Esto puede mantenerse contratando a alguien, ¿no? Imagino que tendrás dinero para eso y para más… Si los negocios rinden, además, tendrás una renta fija para sumar a tu sueldo de cocinero, masterchef . Me huele que eso sí lo harías más que bien.

―No voy a dejar que os vayáis hasta el año que viene ―dije muy en serio―. Agustín estará de vacaciones y tú tienes que echarnos una mano, Paul.

―¿Lo dudáis?

Continúa…