Dos hermanitas en un tren

Un tren nocturno y dos hermanitas terriblemente perversas. Un cóctel muy peligroso, pero excitante y morboso...

Hola, amigas y amigos. Mi nombre es Lex. Soy español y tengo 33 años. Estoy felizmente casado con una mujer estupenda, de bandera, desde hace tres años. Hace tiempo que quiero publicar alguna de mis vivencias aquí, en todorelatos.com, pero, hasta ahora, no he tenido oportunidad. Vaya por delante que soy terriblemente morboso. Mido 1,82, peso 80 kilogramos y soy periodista.. Por mi ocupación viajomucho y conozco a muchas personas. Espero que esta experiencia –real, os lo garantizo- os guste. Si es así, decídmelo por e-mail. Me hará mucha ilusión y me animaré a escribir más recuerdos.

La historia que os voy a contar me sucedió hace cinco años, en el invierno del 99. Las carreteras estaban muy mal como consecuencia del hielo y la nieve y, como no tenía seguridad de que el avión pudiera aterrizar en el destino, tomé la decisión de viajer en tren. El viaje era bastante largo. El tren partía a las nueve de la noche y tenía prevista la llegada doce horas más tarde. Cuando intenté comprar un billete de coche-cama me dijeron que estaba completo y me hube de conformar con una litera.

En mi compartimento podían viajar seis personas. Durante el día, las literas superiores estaban recogidas y las dos inferiores, una frente a la otra, servían de butacas. Me acomodé en mi asiento, al lado de la ventanilla, y observé a mis compañeros de viaje. Frente a mi estaban sentados dos jovencitas y un señor mayor, seguramente su abuelo. La más pequeña de ambas, rubita, con el pelo recogido en una coleta, llevaba gafas y tendría –soy muy malo calculando edades- unos quince años. A su lado estaba sentada una chica algo mayor que ella, pero no mucho. Unos diecisiete, pense. Tambien era rubia y como la menor tenía los ojos verdes aunque no llevaba gafas. Ambas leían con atención una revista. Su abuelo –deduje- tenía cara de cansado y buscaba la manera de buscar el punto exacto de comodidad que le permitiera dormir un rato. A mi derecha, en el compartimento, no se sentaba nadie.

La primera hora de viaje fue monótona. Intenté conciliar el sueño a la espera de que se prepararan las literas, cosa que sucedería sobre las once. Con los ojos entornados, no lo lograba. Había demasiada luz a mi alrededor. En una de esas, obervé un espectáculo mucho mejor que el ir y venir de la oscuridad por el ventanal. La pequeña que tenía enfrente –que vestía una falda de cuadros y unos pantis espantosos, de esos de colegiala- buscando una posición más cómoda, había colocado su pie derecho sobre el cenicero que sobresalía de la pared. Su faldita se le había subido unos centímetros apenas, pero lo suficiente para ver la cara interior de su muslo, tapado por el horrible panti. Estaba seguro de que si se movía otro poco iba a brindarme una visión espléndida de sus braguitas ahora perdidas entre un pliegue del tejido. Seguía leyendo, distraida, ajena a todo lo que la rodeaba. Su hermana había cerrado los ojos y el señor mayor se había quedado dormido.

Noté como me latía el corazón. Seguramente por el aburrimiento, no tenía nada mejor que hacer que espiar a esa cria. Ciertamente era muy bonita. La mire con detenimiento a través de mis párpados entrecerrados. En un par de años sería una verdadera belleza. Ella movió un poquito el trasero y la falda cedió otro par de centímetros. En mi entrepierna –yo llevaba un pantalón vaquero- algo comenzó a despertarse. Me horroricé al comprobar que era imposible parar mi erección. Disimulando coloqué mi mano sobre el paquete, pero la cosa ya era imparable y más cuando ella, sin levantar la vista de su revista, se movió otro poco dejándome ver el inicio de su ingle. La verdad es que no le veía nada, todo estaba tapado por el maldito panti, pero la imaginación me estaba jugando una mala pasada. Miré a su hermana, que seguía, aparentemente, durmiendo.

No sabía que hacer. Imposible levantarme para cubrirme con mi abrigo, situado metro y medio por encima de mi cabeza, imposible taparme con las manos ya que mi vaquero era muy ceñido. Suspiré, agobiado sin saber adonde mirar. Y justo en ese momento… comenzó todo.

La jovencita me observaba, detrás de sus gafas. Sin pestañear siquiera miraba… a mi paquete. Se había dado cuenta de mi gran erección. ¿Qué hacer? Ahora despertará a su abuelo y se armará un escándalo, pensé. Pero no dijo nada. Me miró al rostro y después, otra vez, al pene. Se había dado cuenta de que su postura era la que me había excitado. Y entonces, suavemente, muy lentamente, sin dejar de mirarme, separó su pierna izquierda, la que tenía en el suelo. El resultado fue una visión de sus braguitas, blancas, bajo la tela del panti. Mi corazón iba a estallar. Con su mirada parecía invitarme a darle algo más.

Miré, nervioso a su hermana y al señor mayor. Ambos estaban dormidos y decidí arriesgarme. Suavemente, con la yema de mi dedo índice, recorrí mi polla., desde arriba hacía los testículos. Ella se mordió levemente el labio inferior y abrió otro poco las piernas mientras sacaba su culito un poco del asiento. Ahora tenía una visión perfecta. Ella se quitó las gafas y paseó por su sexo la varilla. Mis ojos se salían de las órbitas. No se que hubiera pasado –seguramente un escándalo mayúsculo- si un ruido procedente del pasillo del vagón no nos hubiera roto el hechizo. Apresuradamente, la rubita se arregló la falda mientras la puerta del departamento se abría dando paso al revisor que indicaba que se iban a instalar las literas. Decepcionado, noté, con alivio, que el bulto de mis pantalones había bajado lo suficiente como para permitirme alcanzar el abrigo y ponérmelo. De reojo miré a mi insólita partenaire. De nuevo, modositamente sentada, estaba enfrascada en su revista. Ni me miró cuando salí del compartimento. Con paso vacilante me encaminé a la cafetería para tomar un refresco. Me hacía falta.

Cuando regresé, apenas media hora más tarde, el compartimento estaba en la penumbra. Tan sólo una insuficiente lucecita azul brillaba en el techo. No me iba a poner pijama. En los coches de literas no me gusta. Es más cómodo acostarse con la ropa puesta. Podía elegir entre cualquiera de las tres literas y opté por la intermedia. Me descalcé y subí a ella. El señor mayor ocupaba la superior, frente a mi, y ya había comenzado a respirar fuerte. Estaba dormido. En la de abajo se veía un bulto, pero no sabía si era la manor o la mayor de las dos hermanas. La litera que, justamente estaba frente a la mia, a un metro apenas de distancia, estaba vacía. Me solté el cinturón y los botones del vaquero, me quité la camisa y me quedé con una camiseta.

Al poco rato se abrió la puerta y vi entrar a mi rubita. Llevaba puesto un chándal deportivo y se había soltado el pelo. Se sentó, de un salto, en su litera y se descalzó metiéndose entre las sábanas. Yo me quedé mirando a ninguna parte. El recuerdo de la experiencia pasada –breve pero intensa- me tenía nervioso y excitado. Mi pene volvía a cobrar vida. Si no me masturbaba no iba a poder dormir en toda la noche. Bajo la ropa de cama palpé mi polla. Estaba caliente y dura. Apenas me rocé los testículos pero bastó para dar un respingo. Mientras me acariciaba, con suavidad, las ingles, mire hacia la litera de enfrente. Y lo que vi me paró el corazón. En la penumbra me pareció distinguir que la pequeña se estaba acariciando también. ¿Sería posible…?

Resuelto a no dejar el tema ahí, aparté las sábanas. Tenía el pantalón a la altura de las rodillas y mi pene pugnaba por salir de mi boxer. Ella, a un metro, y sin dejar de mirarme, apartó sus sábanas tambien. Su mano izquierda estaba ahí, justo en su coñito, por dentro del elástico del pantalón del chandal. Mientras mi mano subía y bajaba sobre mi ropa interior, la rubita se bajó el pantaloncito y quedó en braquitas. Tal y como ya había adivinado, eran blancas. En ese momento, sacó su mano izquierda y se la llevó a la nariz, oliendo sus propios jugos, mientras la derecha penetraba, bajo la ropa, buscando sus pechitos.

Miré hacia abajo. La hermana seguía de espaldas, mirando a la pared y no se movía. Arriba, el señor mayor ya roncaba con firmeza. Me bajé el pantalón y los boxer, liberando mi herramienta, en ese momento más grande que nunca. Ella tironeó de sus braguitas y las arrojó, de una patada, a los pies de su litera. Las posturas eran incómodas y yo me puse de lado para que ella pudiera ver perfectamente mi paja. A este gesto ella respondió –su pequeño tamaño se lo permitía- apoyando la espalda en la pared y dejando colgar las piernas en el vacio. Ahora le podía ver –y eso que no había mucha luz- su sexo. Tenía pocos, muy pocos pelos. O tal vez eran tan rubios que no se le veían. Una línea más oscura delimitaba su vagina, y, justo allí, sus deditos, con una estudiada suavidad, alternaban sus caricias entre el clítoris y los labios mayores. Mi mano ya subía y bajaba, sin ningún miramiento, por un pene a punto de estallar. Me iba a venir demasiado rápido y por eso me paré.

Al ver que me detenía, ella tambien lo hizo. Interpretó que quería algo más de ella y se subió el cabezal del chandal mostrándome sus pequeños pechos. A la escasa luz puede ver que eran redonditos, con el pezón algo protuberante y de tamaño medio. Sus ojos me invitaron a seguir y yo la complací. Nada más recomenzar la faena, ella hizo lo propio: mano izquierda en el coñito y derecha pellizcándose los pezones. De nuevo hube de detenerme. Me iba a correr y había caído en la cuenta de que ni siquiera llevaba un pañuelo o un papel para limpiarme… Además no quería que ese momento finalizara.

La rubita se detuvo a su vez. Doblando las rodillas y colocando los pies en el borde de la litera, me regaló una visión perfecta de su sexo. Sus dedos, brillantes de flujo aún en la oscuridad, abrieron los labios mayores… No se que me ocurrió. Ignoro como pude ser tan loco, pero, tras comprobar que la hermana mayor seguía de espaldas y que los ronquidos no cesaban, bajé de mi litera y me acerqué a la de mi pequeña. Ella no se sobresaltó y se quedó inmovil, esperando.

Desnudo de cintura para abajo, con la polla tiesa, mirando al techo del vagón, rocé con mis manos sus rodillas. Estaba de pie, frente a ella y su coño quedaba, casi , a la altura de mi boca. Le besé los pies, chupándole los deditos. Ella se mordió el dorso de la mano y apretó fuerte la almohada. Tras unos minutos en sus piececitos, comencé a escalar sus piernas. No tienía ni un solo pelito. Apenas un vello suave, muy suave. Cuando le mordí con suavidad las rodillas soltó un gemidito, muy quedo, muy apagado. Sus muslos eran duros y cálidos, especialmente en su cara interior. Y hacía allí me dirigí, demorándome en la tarea, disfrutando como un salvaje al ver como su cuerpecito se convulsionaba con mis caricias. La primera parte de mi rostro que llegó a su sexo fue mi nariz. Aspiré su perfume. ¡Dios mio, cómo olía aquel coñito…! Era un aroma fresco y húmedo a la vez, salado, limpio… Muchos coños había comido hsta entonces pero nunca había encontrado uno que oliera tan maravillosamente. Sus pelos púbicos, tal y como yo ya había adivinado desde la distancia, eran rubitos y muy suaves, casi una pelusita, que acariciaban mis mejillas, mi nariz y mis labios haciendo que mi erección fuera dolorosa.

Cuando mi lengua penetró en su interior, la rubita gimió más fuerte. Era fácil que alguien nos oyera pero estaba lanzado y nada me iba a privar de ese momento mágico. Lamía sus labios, primero con suavidad, alternando chupaditas con mordisquitos suaves. Su clítoris, durito y acalorado, me volvía loco. La penetré con la lengua y esta vez dejó escapar un gritito. Se tapó la cara con la almohada para ahogar el ruido. Uno de mis dedos comenzó a jugar con su ano. Se lo lamí aprovechando su postura y le encantó. El pequeño agujerito parecía tener vida. Latía, apretándose y relajándose alternativamente. En una de esas, le introduje apenas la uña de mi dedo índice. El culito se apretó sobre mi dedo. Era espléndido.

Me apliqué con más energía sobre su clítoris. Comprobé que le encantaba que le chupara justo a los lados del capuchón. Noté que estaba próxima al orgasmo… Y entonces, ¡el gran susto!. Sentí que una mano me aferraba la polla. ¡Era la hermana que se había despertado!. Quise retroceder pero una voz susurrante me ordenó que me estuviera quieto. "Vas a despertar al abuelo" me dijo la voz. "Sigue con lo que estás haciendo, mamón". Me quedé paralizado, pero pronto mi estupor dió paso a una sorpresa mayor. Esa lagarta se introdujo el pene en su boca y comenzó a chupármelo con maestría. Mientras tanto, mi rubita, que durante la interrupción había seguido masturbándose ella solita, me tomó del pelo y me condujo hacia su coño. Apenas tres lametones más tarde, se corría con un amortiguado aullido. Sus piernas temblaban, temblaba su vientre. Encogió aún más las piernas para sentir con más fuerza mientras con sus manos apretaba mi rostro contra su sexo.

Por abajo, la hermana pronto acabó conmigo. Con una pericia notable me llevó al borde del orgasmo. Un placer que yo notaba crecer en mi espalda y que iba a estallar de un momento a otro. Abrí la boca, para coger aire y me enterré en aquella maravilla de coñito rubio para que ahogara mi alarido. Mi polla comenzó a escupir semen en la boca de la hermana mayor, que no hizo ascos al asunto. Mis piernas querían ceder y no me sostenían. La vecina de abajo me limpió bien, con lengua experta, mi dolorido miembro. "Vete a tu cama" me ordenó cuando acabó.

La obedecí. No podía articular palabra Estaba deshecho. Me dejé caer en las sábanas cubriendo mi pene ahora poco airoso. La mayor llamó a su hermana -"Ven, Lucía"- y le dejó un hueco en su litera. La pequeña, desnuda de cintura para abajo, se coló junto a ella y se acurrucó en su hombro. Noté como su manita buscaba el otro sexo bajo las ropas y comenzaba a acariciarla. Esto era increible. Mi pene volvió a crecer con rapidez. Mi ángulo de visión era perfecto, ya que ambas estaban por debajo de mi. La mayor tenía el camisón sobre los pechos y, en la penumbra, destacaba su sexo, entreabierto, en el que jugueteaban los deditos de su traviesa hermanita.

Esta vez me corri en su segundo, manchándolo todo. Cerré los ojos y me quedé dormido, agotado. Cuando los abrí, estaba tapado, pero sin pantalones ni boxer. La voz del revisor me anunciaba que, en veinte minutos, llegaría a mi destino. De mis compañeros de compartimento, ni rastro. Estaba claro que se habían apeado en otra estación anterior. A tientas busqué mi ropa, pero sólo encontré los pantalones. Sobresaliendo de un bolsillo, había algo blanco. Eran las braguitas de mi rubia. De mi ropa interior, ni asomo. Sólo tras ponerme los vaqueros reparé en una nota en el bolsillo trasero. Una letra infantil había escrito: "Te las cambio, de recuerdo…". Se había llevado mi boxer como un trofeo, pero me había dejado un verdadero tesoro. Con el neceser en una mano, me fui al servicio, para afeitarme y lavarme. En la soledad del excusado estudié aquella joya. Tenían bordadas unas florecitas azules. Acerqué mi nariz a la felpa y aspiré el inequívoco aroma. Cuando el tren paró en el andén de destino, mi mano derecha subía y bajaba, fieramente, por mi pene.

Espero que os haya gustado. Os juro que todo lo que pone aquí es rigurosamente cierto. Nunca las volví a ver pero, de vez en cuando, me acuerdo de las dos hermanas y del aroma de aquel coñito virginal.