Dos en uno

Una relación absolutamente atípica de dos muchachos, totalmente diferentes, uno homosexual y otro no, unidos por un vínculo psicológico y social muy complejo. Yo fui testigo de ello. El marco social: la alta burguesía industrial catalana. Tiempo: principio de los años setenta.

DOS EN UNO.

Beno Gutt

Una relación absolutamente atípica de dos muchachos, totalmente diferentes, uno homosexual y otro no, unidos por un vínculo psicológico y social muy complejo. Yo fui testigo de ello. El marco social: la alta burguesía industrial catalana. Tiempo: principio de los años setenta.

¡Hola amigos de Todorelatos! Aquí va mi segundo, pues continuo malito y no me acabo de poner bien, por lo que mato el tiempo leyendo vuestra página y riéndome de cómo va la gente de caliente. Espero que éste sea también mi último, porque cuando me ponga bien del todo, difícilmente tendré tiempo para escribir estas cosas, que me evocan recuerdos muy vivos y que hasta me divierten. Mi anterior relato sobre Antonio Galvache estaba basado en hechos reales, pero estilizados y recompuestos. Éste también es un poco largo y quizás con menos acción, pero es más profundo y también muy humano. El otro era como un film, este es más bien una reflexión a tipo de ensayo, pero basado también en tipos reales de carne y hueso, que he conocido y querido. Absténganse, pues, de leer este relato los que sólo buscan la sal gorda para empalmarse y acompáñenme en este trayecto en el mundo sexo-afectivo los que gustan de penetrar las cavernas aun inexploradas del complejo corazón humano. De entrada debo agradecer los casi dos mil lectores que se tragaron de un golpe mi anterior relato, que duraba 47 minutos, y los diez comentarios todos altamente elogiosos que me hicieron. A todos, gracias, sobre todo a los que me lo valoraron tanto.

  1. EL COLEGIO

Antes de enseñar en la universidad, fui durante varios años profesor de Historia del Arte de un colegio privado, no de curas pero de orientación católica. Era un centro muy elitista y me pagaban muy bien. Prescindiendo de la religión,

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había un par de sacerdotes que se dedicaban a ello

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el colegio privilegiaba la cultura humanística y la cultura francesa, cuando ya se preveía que el inglés se convertiría pronto en la lengua extranjera predominante. La clase de Historia de la Música, dada por María Teresa Martorell, una excelente profesora que era la mejor crítica musical de la ciudad, y mi asignatura de Historia del Arte, ambas divididas en dos cursos, eran platos fuertes en la formación de los chicos. El colegio por fundación había sido exclusivamente masculino, pero precisamente en aquellos años se convirtió en mixto. Estamos en la zona alta de Barcelona, donde vive la alta burguesía industrial catalana, en un ambiente claramente nacionalista y catalanista, casi dogmático, y de orientación fuertemente europeísta y moderadamente progresista.

Nos encontramos en los primeros años setenta, cuando entre los estudiantes hacía furor Mao Tse Tung y los profesores nos encontrábamos desconcertados por el éxito que provocaba entre los alumnos de los últimos cursos un entonces famoso "Libro rojo del estudiante", del que ahora no queda ni memoria. Yo entonces era recién salido de la universidad, con mi flamante tesis publicada, y mi encuentro con la juventud pseudo-revolucionaria de la alta burguesía catalana no me venía de nuevo, porque en la universidad de los últimos años del franquismo había respirado aquel ambiente y lo tenía ya bastante "desmitificado", era simplemente un sarampión cultural, de poca incidencia en el pretendido cambio de estructuras económicas. Quienes sí estaban desconcertados, asustados y temblorosos eran los altos directivos del colegio y sobre todo los padres de los alumnos, que contemplaban impotentes cómo sus vástagos, futuros herederos de su fortuna, se les hacían rojos, incrédulos y revolucionarios, es decir lo más odiado y temido por un sensato capitalista y hombre de empresa.

En el claustro de profesores tenía muy buenas amistades y tenía fama de competente en la materia y ameno a la hora de enseñarla, por eso me sentía fuerte, a pesar de mi juventud, y me permitía algunas licencias didácticas, que podían no encajar demasiado en el ideario de la casa. Por ejemplo, después de hablar con gran entusiasmo de Cezanne y su pintura impresionista y constructivista, explicaba, como aquel que no dice nada, el arte o anti-arte, Dadá y los espectáculos que Tristán Tzara organizaba en el cabaret Voltaire de Zurich, en los primeros años 20, en los que unas niñas vestidas de primera comunión bailaban lascivamente y enseñaban el culito y se lo frotaban con una azucena. Siempre me han gustado las anécdotas un poco verdes, no sólo porque los alumnos se me ponían a cien, sino porque reflejan de una manera "vivaz" e inolvidable los principios generales de la evolución del arte y de la historia, como es el de la necesidad de romper moldes, para que el arte, por acción o reacción, continúe vivo.

Pero el protagonista de mi historia no soy yo, sino el joven Arturo Puigdollers Göhren y su llamémosle sirviente Paco, nunca supe ni me interesó para nada cuál era su apellido. Arturo era un chico majo, pero no guapo, de facciones muy afiladas, nariz aguileña prominente, delgado, por no decir seco, dentadura irregular y picuda, pero tenía una mirada muy dulce, una sonrisa un poco triste y enigmática que cautivaba, pelo muy corto, cuando la moda de entonces era llevarlo más bien largo, a lo Che Guevara; no sé cómo debía ser de alto, porque yo siempre lo vi postrado en una camilla, boca abajo, apoyándose en dos almohadas. Arturo era paralítico de brazos y piernas y no podía escribir ni tomar apuntes en clase y la columna vertebral no le aguantaba. Tenía dieciséis años y cursaba el penúltimo año del bachillerato de entonces, que es el mejor que he conocido. Como Arturo estaba absolutamente incapacitado de todo movimiento, su sirviente Paco, un joven guapo y fuertote de veintidós o veintitrés años, se cuidaba de él para todo, para llevarlo al lavabo, para trasladarlo de un lugar a otro y hasta para darle la comida en la boca, en el comedor junto a los compañeros y compañeras de curso.

Arturo llegó al colegio cuando el curso hacía más de tres meses que había comenzado. Su incapacidad física y sobre todo la falta de ascensores donde cupiera su camilla había sido la causa de que no encontrara plaza en otros colegios hasta que casualmente dio con el nuestro, que cumplía estos requisitos. Su admisión no fue fácil y tuvo que ser debatida en el claustro de profesores, pues era un caso muy singular. Yo fui uno de los que más defendió la aceptación de Arturo, aunque nos halláramos a mitad de curso; un colega que me conocía bien, porque algunas veces habíamos salido de copas, sonrió irónicamente bajo su bigotillo cuando yo apelé acaloradamente a los ideales cristianos del colegio, al ejercicio de la caridad que quería decir el derecho de la no discriminación.

La voz había corrido, y el primer día que Arturo asistió a clase todo el mundo se deshizo en atenciones hacia él, los compañeros de curso en vez de estrecharle la mano idearon la manera de expresarle su bienvenida despeinando su cabello y acariciando su nuca; al final, la cinco chicas que había en el curso, un poco tímidas y acomplejadas, hicieron lo mismo. Siempre iban juntas, y cuando una se separaba de las otras para mezclarse con los demás chicos, las otras la miraban con recelo y la consideraban una fresca. Así eran los tiempos.

Todas estas escenas de compañerismo y camaradería que se vivía espontáneamente en el colegio eran contempladas desde lejos, ojo avizor, por Paco, que ni por un momento distraía su atención de lo que hacía o le hacían a Arturo.

Ya el primer día de clase –recuerdo que hablábamos del expresionismo alemán, Munch, Nolde, Kokoschka, Ensor, etc.

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mientras pasaba una sesión de diapositivas, Arturo asistía con la boca un poco abierta y ponía unos ojos como naranjas. Llevaba un pequeño magnetófono donde grababa la clase. Me miraba sorprendido y no se perdía una palabra de lo que explicaba. Al final de la clase me llamó: "Tss, Tss, Tss, Doctor Gutt, ¿esto que ha dicho dónde se puede leer y dónde se pueden ver los cuadros que nos ha enseñado?" Afortunadamente en mis apuntes tenía algunas notas bibliográficas y un compañero se ocupó de hacerle una fotocopia. Enseguida vi que entre Arturo y yo se creaba una corriente de simpatía y que todo lo que yo dijera a ese chico, le iba a dejar una profunda huella. Me sentí contento y temeroso al mismo tiempo de aquella nueva responsabilidad.

  1. LOS PUIGDOLLERS GÖHREN

Después de las vacaciones de Pascua, un buen día un bedel me llevó a la sala de profesores una carta que había llegado a mi nombre a la dirección del colegio. Era raro, pues yo siempre doy la mía particular. Con gran sorpresa vi que era del Sr. Ramón Puigdollers en la que me invitaba a cenar a su casa el jueves de la semana siguiente. Estaba escrita en catalán con máquina eléctrica de gran calidad gráfica (entonces era algo raro) y añadía escrito a mano "le agradecería enormemente que aceptara, pues le estamos muy agradecidos por el interés que demuestra por Arturo, que no para de hablar de usted". Se me advertía que la cena sería puntualmente a las ocho de la tarde – algo muy europeo, pues en España se acostumbra a cenar a las diez

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ya que Arturo debía acostarse a las nueve, y que no se prolongaría más tarde de las diez y media, ya que el día siguiente era laboral. Inmediatamente di mi respuesta positiva con papel timbrado del Colegio.

Antes del día prescrito solicité en Secretaría leer la ficha y el expediente académico de Arturo. El Sr. Puigdollers tenía 46 años, de profesión fabricante. Todo el mundo de Barcelona sabía que los Puigdollers tenían toda una cadena de empresas dedicadas a la fabricación de materiales de construcción desde hacía al menos tres generaciones. La esposa se llamaba Helke Göhren, natural de Berlín, de 42 años y de religión luterana. Tenían una hija de diecinueve años llamada Laia, bautizada como luterana y Arturo, el heredero, bautizado como católico. Una nota indicaba: "Religiosamente son indiferentes, ni los católicos ni los protestantes practican. En los diversos colegios en que ha estudiado el alumno, sus padres no acostumbran a asistir a las reuniones y actos organizados ni colaboran de manera activa y positiva en la formación de su hijo. En el archivo particular del Director se guarda un informe confidencial sobre este alumno". Nunca me atreví a pedirlo, pero me imagino que eran las opiniones de los anteriores centros escolares ¿o quizás contenían algo más? Nunca lo supe, solo me di cuenta que desde el principio el Director nunca sintió ninguna simpatía hacia este chico, a pesar de la posición económica y social privilegiada de que gozaba aquella familia.

La tarde del día concordado había pasado tres horas investigando en la hemeroteca municipal, y quise llegar pronto a casa de los Puigdollers a fin de tener algún tiempo para hablar con Arturo, así que tomé un taxis y me presenté a la Avenida Pearson 36, encima mismo de Pedralbes, hacia las siete menos cuarto. Era un palacete de estilo francés todo de piedra, muy elegante, pero sin la personalidad de la arquitectura modernista catalana. Tenía a su alrededor un gran jardín con árboles casi centenarios. Llamé al portal del jardín superprotegido y salió a abrirme el jardinero, un señor de más de cincuenta años, con fuerte acento andaluz, que me acompañó a la entrada de la mansión. Allí una señorita uniformada me hizo pasar toda sorprendida de que llegara tan pronto, pues no se me esperaba hasta las ocho en punto y los señores no habían llegado todavía. "¡Beno Gutt, la has cagado!", me dije para mí mismo. Pero al mismo tiempo vi cómo bajaba Paco con una gran sonrisa, por la gran escalera de mármol y balaustrada dorada.

Paco era el hijo único del jardinero que me había abierto la puerta y de una de las cocineras, que vivían como conserjes en una casita en el mismo jardín de la casa. Paco ya había nacido allí. Era bastante alto y bien fornido y al verlo bajar por aquella lujosa escalera, en la que se movía como si se hallara en su propio elemento, con una sonrisa que le permitía enseñar su perfecta dentadura y unos ojos vivos y un pelo castaño bastante largo, me di cuenta por primera vez de que se trataba de un joven muy guapo, capaz de hacer bailar la cabeza a cualquiera. Me dijo en castellano: "El señorito Arturo está muy contento de que haya venido usted tan pronto, sígame, por favor, que le espera en su recámara". Me ofreció subir por la escalera o por el ascensor, pues el departamento de Arturo se hallaba en el ático, bajo las mansardas. Inmediatamente me di cuenta de que tenían la casa llena de cuadros originales de los mejores artistas catalanes de finales del XIX y principios del XX. Era algo inesperado y sorprendente. Quise subir por la escalera para apreciar mejor la casa y su mobiliario.

Paco me dejó solo en el estudio de Arturo y me dijo que éste se acabaría de cambiar y que saldría enseguida. Curioseé. Las paredes estaban cubiertas con carteles de óperas del Liceo de Barcelona, especialmente las de Wagner. Los anaqueles estaban llenos de libros de todas clases, pero principalmente de literatura y poesía en alemán, castellano y catalán; recuerdo Rilke, García Lorca, Machado, Panero, Gil de Biedma, a quien yo conocía personalmente, Màrius Torres, Espriu, Martí Pol, en fin los grandes y muchos más. Nunca pensé que un chico de dieciséis años pudiera tener una biblioteca privada tan bien seleccionada. Abundaban también los programas de ópera del Liceo, con el libreto y el reparto de actores. Tenía un equipo musical completo y de gran calidad y una cantidad de discos de música clásica, con predominio de óperas. También me fijé que tenía varios retratos de grandes cantantes de ópera dedicados, especialmente uno muy cariñoso de Montserrat Caballé.

Más allá vi todo un anaquel de libros de arte editados por Skira de Ginebra, sobre pintura del siglo XIX. Precisamente entonces se abrió la puerta y entraron Arturo y Paco; Arturo iba acostado como siempre en su camilla, pero vestido de traje oscuro y zapatos nuevos, como si fuera a salir o a levantarse en cualquier momento. Me dijo en catalán, que era nuestra lengua habitual: "Estos libros de arte son el regalo de papá por mi último cumpleaños. He cumplido ya los diecisiete. Doctor Gutt, ¡no sabe usted lo que le debo! Como habrá visto mi casa tiene una valiosa colección de pintura del siglo XIX a la que no prestaba ningún caso, y usted me está enseñando a disfrutarla. Hasta ahora era un tesoro cerrado para mí". "Pero por lo que veo tu pasión es la ópera", le dije yo. "No me pierdo sesión. Estamos abonados y tenemos palco en el Liceo. ¿Querrá acompañarme alguna vez?, pues a menudo papá o mamá no pueden venir y tengo que ir solo con Paco o con mi hermana y él".

En aquel momento apareció Paco, también con traje oscuro y corbata granate. Estaba radiante. Ni su indumentaria ni su actitud indicaban que fuera un criado. Arturo le dijo, dirigiéndose a él en castellano: "Paco, enséñale al profesor nuestra habitación". Quedé sorprendido por aquel "nuestra habitación" y más aún al ver que había solamente una sola cama muy grande y casi cuadrada. Estaba hecha ex professo a la misma altura que la camilla y se hacía evidente que Arturo y Paco dormían juntos con el beneplácito de sus respectivos padres. Vi también el baño, adaptado a la situación, donde Paco bañaba a Arturo cada día; era también amplio y grande para ser compartido por dos personas simultáneamente. Entonces me cercioré de algo que ya había barruntado desde los primeros días que conocí a Arturo. En aquella habitación vi con sorpresa una bellísima Madona de Joan Llimona, con el título "Mater Amabilis", que había visto reproducida infinidad de veces en las revistas ilustradas de principios del siglo XX. Se lo comenté a Arturo y me dijo que su abuela paterna ya la tenía en su habitación, pero que su madre, al ser luterana, no quería ni ver aquel cuadro, por lo que se lo había colgado en el dormitorio. "Es una pintura de una gran ternura – me comentó

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y en todo momento, sobre todo en los más difíciles, siempre me ha hecho una gran compañía.

Hablamos relajadamente en el estudio y noté que la mirada de Paco hacia mí no era en absoluto de recelo, como lo había sido anteriormente, sino de amistad y de servicio. Aprecié un facistol provisto de un artilugio que se accionaba con la boca para pasar las páginas de un libro; de este modo, cuando Arturo leía,

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continuaba siendo un devorador de libros

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, dejaba respirar unas horas al fiel Paco. Al cabo de un rato una sirvienta anunció que había llegado la señora y que me esperaba abajo en el salón. Dejé a los chicos y seguí inmediatamente a la sirvienta.

La Sra. Helke era una típica alemana, bastante alta, fuerte, rubia como un trigal maduro y ojos azules. Nada que ver con Arturo. Vestía también de etiqueta: un bonito vestido azul cobalto oscuro, muy escotado, con collar de perlas de doble vuelta a juego con los pendientes. Entonces me di cuenta de la situación, y me encontré ridículo: me habían organizado una cena de gala en mi honor y yo iba vestido de trabajo. "¡Tierra trágame!" Pedí disculpas y la señora quitó al asunto toda importancia. Le estaba hablando en alemán, el alemán dialectal que aprendí de niño en Basilea en casa de mis abuelos; nunca he aprendido el alemán normativo ya que mi cultura es francesa. La señora por educación me respondió también en su alemán prusiano y me sugirió continuar nuestra conversación en castellano, que es la lengua franca de la casa cuando están todos. Ella con sus hijos habla siempre alemán, pero su marido a los niños siempre les habló catalán, que es la lengua de los negocios de la construcción.

Al comentarle mi sorpresa al ver allí aquella importantísima colección de cuadros, ella me explicó que se trataba de la mitad de la antigua colección Oriol Bosch, una de las más prestigiosas de Barcelona, que Don Ramón Puigdollers heredó de su madre. Había cuadros de Vayreda, Rusiñol, Casas, Nonell, Gimeno, etc. Me fijé sobre todo en los retratos al carbón que Ramón Casas y después Vidal Quadras habían pintado a dos generaciones consecutivas de la familia Puigdollers. Todos ellos tenían gran carácter.

A las ocho, con puntualidad germánica, llegó el cabeza de familia que venía ya vestido de etiqueta, puesto que antes había estado en la presentación oficial de unos nuevos productos de una de sus empresas. Al instante bajó Laia por la gran escalinata. Llevaba un bellísimo y escotado vestido de seda gris rosado con un collar del que colgaba un espléndido pendentif modernista, Masriera auténtico. Quedé boquiabierto y no sabía qué admirar más si la joya o el bello pecho de la joven. Laia tenía los trazos germánicos de su madre, era rubia, con el pelo recogido en un moño caído junto a la nuca, y de ojos azules, pero no era ni tan alta ni tan corpulenta; tenía una mandíbula prominente, como los Bosch que había visto en los retratos, que indicaba la voluntad y el coraje característicos de la gente nacida para mandar.

Don Ramón Puigdollers presidía la mesa, teniendo a su esposa a su izquierda y a mí a su derecha como huésped de honor. Yo tenía a mi lado a Arturo, acostado en su "triclinio" como un antiguo romano, que a su vez tenía al lado a Paco, que ya había cenado antes, pero vestido también de etiqueta, daba la comida a la boca a Arturo con un patente cariño más que fraternal, cosa que a nadie llamaba la atención. Yo tenía delante de mí a Laia, a la que no podía dejar de mirar. Ella advirtió mi interés y enseguida avanzó que después de la cena tenía que salir con su novio – un Simó Muntaner, jefe de un prestigioso bufete de abogados mercantiles – a una pequeña fiesta familiar de su pareja, que comenzaría a las diez.

La cena era exquisita, cubertería de plata auténtica, loza de Copenhague, copas de cristal de Bohemia, vinos franceses, repostería de la mejor calidad. E l Sr. Puigdollers me dio las gracias por la educación y amistad que prestaba a su hijo Arturo, que un día habría de ser su heredero, y la conversación transcurrió sobre la congenialidad e incompatibilidad que se originaba en la convivencia familiar entre germánicos y catalanes, un tema que nos afectaba a los dos. Helke replicó inmediatamente que el dilema estaba mal planteado, en realidad se trata de protestantes del Norte y de católicos mediterráneos. "Vosotros continuáis paganos – nos decía

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, no creéis en las Ideas sino sólo en la Naturaleza y en la vida que transcurre inexorablemente". Don Ramón replicó: "Aquí está nuestra sabiduría; sabemos vivir, sabemos pecar, arrepentirnos y continuar viviendo sin hacer tragedias". Arturo y Laia aplaudían a su padre; ésta dijo: "Mamá, nosotros somos de aquí. Allá arriba hace mucho frío y nuestra vida está aquí". "¿Ve, doctor Gutt, cómo tengo razón?- dijo Helke

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; usted que es filósofo, ¿se da cuenta de que no tienen ningún interés por la verdad objetiva?". "Señora Puigdollers,

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respondí queriendo dar la razón a todos – mis abuelos paternos son suizo-alemanes de Basilea, pero son católicos, así que no puedo ser neutral, pero puedo decirle que la Verdad y la Vida no son nociones antitéticas, como usted supone, sino caras de la misma moneda. Lo dicen el Evangelio y también los clásicos griegos; todo es cuestión de encontrar un camino de salida a cada situación", y añadí no sin un toque de ironía: "Yo creo que en esta casa son verdaderos maestros en solucionar los problemas reales, sin olvidar ni una cosa ni la otra". Don Ramón me entendió enseguida y sonrió. Arturo callaba, pero no cabía en sí de gozo al verme a su lado y de su lado.

A las nueve en punto Paco se llevó a Arturo para acostarlo; poco después se fue Laia y cuando nos quedamos solos, la Señora Puigdollers tras un breve silencio me dijo: "Doctor Gutt, supongo que usted debe saber la situación real de nuestro hijo". Respondí que nunca había querido husmear en la vida de nadie y que de su hijo sólo sabía lo que me había explicado él personalmente. Me replicó: "Pues entonces no sabe nada". Don Ramón tomó la palabra: "Desde siempre Arturo ha sido un niño especial, tímido, sin amigos, sin ganas de jugar, siempre encerrado en un mundo de fantasía. Ya de niño le llevamos a los mejores pedíatras y psicólogos. Cuando tenía doce años nos avisaron ya del riesgo de que nuestro hijo se convirtiera en un homosexual. Intentamos incitarlo al deporte y a juegos competitivos para que un día pudiera ser un buen empresario, pero todo fue en vano. Su mundo era la literatura, no paraba de comprar libros, y después la ópera y la música. Ahora es el amor a la pintura que usted le inculca". Me sentí agredido y repliqué: "Yo no sé si Arturo con sus actuales diecisiete años es homosexual o no, ni me interesa saberlo. Esta es una cuestión que no me incumbe en absoluto. Mi único objetivo en mi trato con Arturo es el propio de un maestro, abrir horizontes al alumno en el mundo del saber, y creo que con Arturo lo estoy consiguiendo con éxito". "Doctor Gutt, precisamente por eso lo celebramos y ahora estamos aquí", contestó.

La señora Puigdollers entró de nuevo en la palestra: "Quizás usted no sabe que la situación de Arturo es muy grave, casi desesperada. Arturo es como es, y así le queremos y aceptamos, como usted habrá podido advertir. Sólo queremos pedir que la influencia que usted ejerce sobre él le sea benéfica y no le cree mayores perturbaciones". "Les juro, señores,

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les respondí

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que mi amistad e interés por Arturo no tiene nada que ver con la homosexualidad, y que nada ha estado más lejos de mi mente que abusar de un joven con las características físicas y psíquicas de Arturo". "Doctor Gutt, le tenemos total confianza, no haga ni deje que hagan sufrir al niño, porque le quedan muy pocos años de vida y queremos a toda costa que éstos sean felices. Hace dos años fue operado de una serie de tumores cancerosos en la espina dorsal que le afectaban la médula, fue sometido a un fuerte proceso de quimioterapia y ha quedado como usted le ha conocido, pero el mal seguramente sigue avanzando, por eso queremos que su tutela no moleste a la que Paco ejerce sobre él, ni permita que Arturo sea objeto de burla de sus otros compañeros de colegio". Finalmente respiré a fondo y me di cuenta por dónde iban los tiros. "Señores Puigdollers, – les contesté aliviado – no tengan ninguna pena; les aseguro que por mi parte colaboraré con ustedes a la felicidad de Arturo y que ejerceré toda mi influencia en el colegio para que su estancia sea lo más grata posible".

Helke, ya a modo de despedida, me dijo: "Sepa, Doctor Gutt, que su visita a esta casa será siempre grata y agradecida". Y Don Ramón: "A propósito, el miércoles de la semana que viene tenemos que ir al estreno de Manon al Liceo. ¿Sería usted tan gentil de acompañar a mi esposa y a mis hijos a la sesión de gala, pues que yo no podré ir?". Sonreí y asentí con la cabeza: "Será un honor". Eran exactamente las diez y veinticinco cuando salí de la mansión de los Puigdollers. Me acompañó una señora, que podría ser la madre de Paco, hasta la puerta del jardín. En el trayecto, no pude resistir la tentación de girarme y mirar a las mansardas donde dormía Arturo. ¿Qué estarían haciendo Paco y Arturo a estas horas? Las persianas estaban herméticamente cerradas y no se veía si había luz. "¡Pobre Arturo!"

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pensé

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"¡pero a la vez qué pillo es para salirse con la suya!".

  1. PACO SE CONFIESA

La noche del estreno fue grandiosa. El Liceo lucía sus mejores galas, con iluminación completa, profusión floral por todas partes y los empleados vestían sus uniformes de lujo. Cuando llegaron al hall los Puigdollers todo el personal se puso en movimiento. De nuevo tuve que hacer el papel de patito feo, pues aunque vestía mi mejor traje oscuro y brillante y pajarita negra, no llevaba el chaqué preceptivo para una inauguración de gran gala. A Doña Helke, a la que daba el brazo no le importó. Detrás seguían Laia y Paco empujando la camilla de Arturo. Ellas llevaban traje largo de seda y tul blanco y juego de orfebrería de pedrería fina. Las dos estaban preciosas y más parecían hermanas que madre e hija. Pero quien llamaba poderosamente la atención era Paco, con chaqué, fajín blanco, camisa con chorreras de blonda y pajarita negra. Algunos creyeron que Laia había cambiado de pareja por uno más joven y apuesto. Al llegar, los empleados saludaron a Arturo con grandes muestras de afecto, ya que era asiduo y popular en la casa, e inmediatamente se lo llevaron al montacargas en su camilla para dejarlo a la antesala del palco de los Puigdollers. Cuando llegamos las dos parejas, después de saludar a medio mundo, que preguntaba por Don Ramón, nos colocamos en el palco y comenzamos a departir con otras familias liceístas que venían a saludar y besar a Arturo, que gozaba de enormes simpatías en aquel ambiente.

Durante la sesión me di cuenta que muchas personas enfocaban sus prismáticos a nuestro palco para mirar a Laia y a Paco; este último llamaba la atención por su belleza y elegancia; aunque yo me lo miraba de tanto en tanto y me daba cuenta de que se aburría soberanamente. Arturo me hacía frecuentes comentarios sobre la interpretación y la comparaba con otras actuaciones, como un gran entendido. Disfruté de lo lindo y nunca en la vida había tenido una ocasión como aquella de asistir a una ópera desde un lugar tan privilegiado y de relacionarme con los máximos personajes de las finanzas y de la industria barcelonesa. Fue una experiencia inolvidable. En un entreacto, se me acercó Paco para decirme al oído que deseaba hablar conmigo un día largamente. Iba de parte de Arturo, pero él también tenía que explicarme algunas cosas particulares. Quedamos vernos en el Colegio, en algún lugar reservado.

Un día, era ya casi al final de curso, le pedí al páter que mientras daba su clase de religión al curso de Arturo, me permitiera utilizar su pequeño despacho para recibir allí una entrevista confidencial. "Beno Gutt,

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me dijo

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ya sabes que no me fío un pelo de ti, aunque me caes muy bien. Sólo te pido que lo que hagas allá no haga daño a nadie". "¡Hecho! ¡Gracias!". En el momento oportuno fui al pasillo, cogí a Paco por el brazo y lo llevé al despacho del sacerdote diciéndole: "Tenemos tres cuartos de hora, así que desembucha todo lo que tengas que decirme". "Es largo y no hay tiempo para nada", dijo. Nos sentamos uno junto a otro frente a la ventana; no quise utilizar ni la silla ni la mesa del sacerdote.

Paco empezó: "Usted ya debe saber lo que hay entre Arturo y yo". "Sólo lo deduzco y me lo imagino", respondí. "Cuando usted llegó antes de hora a la cena de los Puigdollers, Arturo se hizo muy contento y fue él quien ideó hacerle subir para que viera nuestra habitación y así ahorrarnos explicaciones. Arturo es muy joven y tímido y no se atreve a hablar de estas cosas, por eso me ha mandado a mí, que soy más mayor". "¿Cuándo dices "de esas cosas" a qué te refieres?", pregunté. "Al sexo por supuesto – respondió

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. Pues bien, todo es mucho más enmarañado de lo que usted se imagina, y muchas de las cosas que quisiera explicarle no las sabe ni Arturo". Mi intriga iba en aumento. Paco se expresaba con torpeza, pero no era tan corto mentalmente como yo creía y tal vez como creía el mismo Arturo.

Paco empezó su explicación por el final, poniendo la conclusión como premisa: "Ante todo quiero que sepa que yo no soy maricón. A mí me gustan las mujeres, pero lo que más quiero en este mundo es a Arturo, por eso hago con él lo que no haría con nadie y lo hago con gusto". Dudé. A la mayoría de jóvenes homosexuales les cuesta muchos años aceptar su realidad a pesar de la evidencia. Continuó Paco: "Quiero que sepa que a causa de su enfermedad y de la medicación que recibió, Arturo se ha quedado sexualmente impotente, incapaz de la mínima erección. Tengo que manejarlo como a un muñeco, ya que no puede hacer ningún movimiento excepto con la cabeza y, a pesar de todo, tenemos sexo y somos felices. Arturo siempre me dice que somos "dos en uno". Yo le doy mi cuerpo y mi fuerza y él me da su inteligencia y su corazón. Aunque no entiendo la música que él escucha, ni los libros que lee, ni las conversaciones sobre cultura que él sostiene, yo sé que eso forma parte de lo más importante de la vida y gozo enormemente sólo viendo la mirada radiante y el semblante luminoso de Arturo cuando está con estas cosas. Pero yo sé que todo ese mundo que está muy por encima de mi lo hago mío, cuando manejo a Arturo de aquí para allá, y sobre todo cuando me lo follo cada noche.

No sin un trasfondo de morbosidad, me atreví a preguntar a Paco: "Si Arturo está anulado sexualmente, cómo os lo hacéis y que gusto saca él de eso?". Paco se ruborizó y respondió: "Le seré sincero; yo tampoco lo entiendo y tampoco me entiendo a mí mismo. Es algo superior a nosotros, pero lo cierto es que él disfruta y que yo me siento feliz dándole placer. Si quiere saber más detalles, le diré que le gusta que le bese y que nuestras lenguas estén en contacto, que le encanta que le acaricie todo el cuerpo, aunque su pija esté muerta, disfruta cuando le pongo la mía en su boca, el único lugar que él puede mover y controlar hasta cierto punto, y sobre todo cuando le penetro por detrás, con mi instrumento que es bastante grande. Allí también tiene sensibilidad y creo que es el último reducto sexual que le queda, cuando se le estimula la próstata desde dentro, según él mismo me ha explicado".

Oímos ruido en los pasillos y era señal de que se acababa la clase. Tuvimos que interrumpir nuestra conversación casi de golpe. "Por favor, Paco, no le digas a Arturo que me has chivado estas intimidades de las que no hay que hablar con nadie". Paco respondió: "Todavía no nos ha comprendido. Doctor Gutt, es Arturo quien me ha mandado que se las cuente, porque él no se atreve, pero quiere que usted esté al caso de todo esto. Tendremos que volver a hablar otra vez".

Me quedé alucinado. Suponía algo, pero allí había más manteca de lo que pensaba. Mi concepto de Paco subió varios puntos. Concertamos otra entrevista, para la semana siguiente, cuando volviera a haber clase de religión. Por el pasillo encontré al páter que se dirigía al despacho. "¿Qué tal Beno Gutt? –me dijo

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¿Ya has confesado a tu neófito?". "Más y mejor de lo que usted se piensa", respondí. "Lo que yo pienso –me replicó

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es que a ti más que los neófitos te gustan los energúmenos". "¿Cómo, cómo?" dije. "¡Ay joven, no sabes de la misa la mitad! ¡Te gusta jugar con fuego! Las palabras que te he dicho, si no las entiendes, míralas al diccionario". Para mí un energúmeno era un hombre vociferante y descontrolado, pero este apelativo no se adecuaba ni a Paco ni a Arturo. ¿Qué me había querido sugerir el páter? Al llegar a la sala de profesores lo primero que hice fue buscar el diccionario. "Energúmeno: persona poseída por el demonio o que actúa bajo impulso diabólico". ¿Era un chiste malo o una declaración de guerra?, pensé que debía ser lo primero, pero quizá reflejaba algo de lo segundo.

El lunes de la semana siguiente, volví a pedir al páter que me prestara su despacho para continuar "la confesión". "Con mucho gusto, Beno Gutt, pero bajo tu responsabilidad", y poniéndome la mano al hombro me susurró: "Tanto que te aprecio y tan poco caso que haces de lo que yo digo y represento en esta casa". Le respondí: "Se equivoca. Es mucho más de lo que usted se piensa".

Era ya finales de Mayo y Paco iba con tejanos y un niqui azul oscuro que le marcaba los pectorales y dejaba ver sus fuertes brazos. "¿Cómo está Arturo? ¿Qué comentarios hizo de la conversación que sostuvimos el día pasado?", pregunté. "Arturo está feliz, pero quiere más. Desea que usted se ocupe de él con más frecuencia e intensidad". Respondí tajantemente: "Dile que no es posible. Yo soy un profesor que abre ventanas, pero son los alumnos quienes deben asomarse, contemplar el paisaje y hacerlo suyo. No está bien utilizar al profesor como un bien de propia pertenencia".

"Doctor Gutt, de eso precisamente quería hablarle. Hoy no vengo de parte de Arturo ni aleccionado por él, sino que quiero hablarle de mí y de mi rara relación con este muchacho. El otro día, cuando le dije que yo no era maricón, usted me miró con desconfianza. Si Arturo quiere que usted sepa lo nuestro, usted debe saber también lo mío y ayudarme a aclarar el lío en que estoy metido". Yo callaba y era todo oídos, respiraba lentamente y me daba cuenta de la injusticia que había cometido al no prestar ninguna atención a Paco, al que yo consideraba como un simple perro guardián de Arturo, hermoso, eficaz, pero perro.

"Como usted sabe, en nuestra casa somos andaluces y nunca hemos hablado el catalán, ni nos hemos esforzado en ello. Tampoco nos lo han exigido ni lo hemos considerado necesario. Tenemos bien asumido que somos sirvientes, pero también tenemos nuestro pequeño orgullo, nuestro afán de libertad y nuestro corazón. Los Puigdollers, todos ellos, son tan señores, tan amables, tan atentos y buenos, que nuestro trabajo, nuestra independencia familiar, nuestros sentimientos se han fundido con los de ellos. Les pertenecemos y no sabríamos vivir sin ellos".

"Cuando nació Arturo, yo tenía seis años, pero recuerdo la gran fiesta, en la que Don Ramón disparaba cohetes en el jardín y todos gritábamos en catalán, sin saber lo que significaba: " Ha nascut l’hereu!" (ha nacido el heredero). Hemos visto crecer a Arturo y lo considerábamos como el futuro que debía garantizar nuestra pervivencia en aquella casa y con aquella familia, a cuya sombra se vive bien y en paz. Todos lo hemos querido, no como a un amo, sino como a un dios, con un gran respeto y con un inmenso cariño, porque a diferencia de su hermana Laia, Arturo siempre ha sido muy de casa y ha sabido hacerse querer".

"Yo fui mal estudiante porque ni vida estaba asegurada sirviendo fielmente a los Puigdollers. Cuando supe leer, escribir y hacer algunas cuentas, me desinteresé de todo, menos en ayudar a mi padre en el mantenimiento del jardín y en vigilar al pequeño Arturo, para que no le pasara nada malo y jugar con él. El tendría nueve años y yo unos quince. Un día, mientras orinaba junto a un árbol en el jardín, de improviso apareció Arturo y me vio la pija. Yo me encontraba en plena faena y no podía parar de orinar. El me estuvo mirando hasta que acabé y me la sacudí. Cuando estaba a punto de cerrarme la bragueta, Arturo vino corriendo y se me echó encima diciéndome: "No. Nunca he visto una que no fuera la mía y quiero verla de cerca". Me la volví a sacar y él, con la curiosidad de un científico más que de un niño impúdico, la tocó toda, desde los testículos, la descapulló varias veces con sumo cuidado, mirándola atentamente, mientras yo me empalmaba, y al final me dijo: "¿Puedo darle un besito?" Yo asentí con la cabeza, lo hizo muy suavemente y se marchó tranquilo, sin ninguna culpabilidad. Yo en cambio me sentí avergonzado de lo que había pasado, pero la relación de Arturo conmigo no cambió. Había sido un simple juego de niños o un simple capricho, pensé en aquel momento. Ahora lo veo diferente; a sus nueve años Arturo había tomado posesión de mi polla, con mi consentimiento, porque al señorito no le puedo negar nada".

"Compensaba mi fracaso escolar con el ejercicio del deporte. Cerca de casa había un centro del Opus Dei con toda clase de equipamientos para hacer deporte: fútbol, básquet, handball, todo me gustaba. Asistía también a unas conferencias en las que no entendía nada, pero sabía que eso les gustaba y siempre he cumplido los deseos de los que me quieren bien. Allí encontré a un señor muy amable que me ofreció trabajo de aprendiz mecánico en su taller de reparación de coches. Los señores Puigdollers se pusieron muy contentos de mi nuevo trabajo, y a los pocos meses recibí de ellos el encargo del mantenimiento de sus tres coches, y un pequeño salario. En el taller de reparación se hablaba continuamente de mujeres y quise probar. Tenía dieciocho años y era casi tan alto como ahora. Salí una noche con un compañero y no me fue nada difícil ligarme a una morena, que estaba muy bien, pero a los pocos minutos yo ya había acabado y no sabía qué hacer ni cómo. Mi amigo me llamó patoso y se rió, él estuvo con su compañera más de media hora. No me di por vencido y me lo hice explicar y hasta conseguí revistas pornográficas que llegaban del extranjero, para ver lo que hacían las putas y cómo se hacía. Logré ser un experto y en poco tiempo tenía todo un harén de tías que se morían de ganas de acostarse conmigo. Me lo pasaba en grande".

"Arturo también crecía y noté que también le llamaba el sexo, pero lo suyo era muy diferente de lo mío. Un día lo sorprendí en el jardín haciéndose una paja mientras miraba un libro muy grande de esculturas de hombres desnudos. "¡Mala cosa!", me dije; me escabullí y no me vio. Pero a los trece años, Arturo se había orientado ya hacia la homosexualidad, cuando yo estaba en el pleno frenesí de follar chicas. Un día, mientras yo estaba en el garaje revisando el Mercedes Benz, llegó Arturo campechano y sonriente como siempre. El tendría ya catorce o quince años. Después de estar un rato sin decir ni una palabra, levanté la cabeza y vi que me estaba mirando a los ojos. "¿Pasa algo?", le pregunté. "Sí. Cuando era pequeño pude verte y tocarte la pija. Ahora sólo quiero que te quites la camisa para verte y tocarte desde la cara al ombligo. Te juro que no pasaré de ahí". "Señorito, esto no es costumbre, y sus padres si lo supieran seguramente se enfadarían con usted y conmigo". "Mis padres nunca sabrán nada. Por favor, Paco, lo necesito porque si no me volveré loco. Por las noches no puedo dormir porque necesito saber cómo es un cuerpo humano, cómo sabe, que calor tiene, cómo huele. Hazme este favor, por lo que más quieras". Cerré la puerta del garaje, eché el seguro por dentro, entré en el despachito, cerré la ventana, di la luz y me saqué el mono de trabajo quedándome sólo con unos eslips azules oscuros, que era la ropa interior que yo llevaba siempre para trabajar. "Mire el señorito, toque y haga cuanto quiera", le dije resignado. "Gracias, Paco, es mucho más de lo que yo te pedía. No dudes de que sabré agradecértelo".

"Me senté en una silla, casi desnudo, y Arturo se puso detrás acariciándome el pelo, la nuca, los hombros, el pecho, con mayor delicadeza aún de lo que me lo hacían las mujeres. Sentía con extraordinario gusto el tacto fino de sus dedos suaves y largos. La polla se me empezaba a endurecer. Se puso delante y se arrodilló a mis pies y empezó a jugar con mis tetillas, que al instante se pusieron duras. Una ola de placer me subía ya desde la punta del dedo gordo del pie hasta el cerebro. Se entretuvo especialmente en mi vientre y en mi ombligo. Me pidió permiso para lamer y besar. Se lo di sin objetar y sacándome yo mismo los eslips, le dije, si quieres puedes continuar hasta el final. Mi polla estaba que ardía. Solamente la acarició, la besó y siguió bajando acariciando y besando los muslos por la cara interior. Yo estaba a punto de correrme sin habérmela tocado. Pasó por alto las rodillas, y se entretuvo acariciándome las pantorrillas un buen rato. Me descalzó y se puso a oler mis pies y a besar los dedos, poniéndoselos en la boca. De tanto en tanto, levantaba la vista, me miraba y sonreía dando la impresión de estar disfrutando de lo lindo".

"Por favor, Paco, levántate". Yo pensé: Ahora me mamará la polla, pero no, solamente me acarició las nalgas permaneciendo frente a mí, reclinó su mejilla sobre mi pecho al que se apretó fuertemente, hundió toda su cara entre mi tetilla y sobaco derechos, me besó en la boca por primera vez y luego me dijo suavemente, no dando ninguna importancia a lo que había sucedido: "Gracias, Paco, gracias por todo. Ahora vístete". No me pude contener y salté como una fiera: "¡Ostia, maricón, malparido! Después de ponerme al rojo vivo, me dejas tirado como si fuera un clínex. ¿Quién te has creído que eres? Mira, cabrón, mira lo que hago ante tus propias narices". Le hice sentar de un golpe en la silla donde antes había estado yo y empecé a masturbarme frenéticamente a pocos centímetros de su cara. Arturo, con su cara de crío, me miraba aterrorizado. Le grité: "Si eres hombre, ábrete la bragueta y haz lo mismo que hago yo, mala puta". Unas gruesas lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Arturo y al poco rato cinco lechazos me saltaron a toda furia contra su cara y su impoluta camisa blanca.

"Paco,

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me dijo el muchacho y me dejó desarmado

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yo siempre te he querido mucho y tu me acabas de humillar mucho. ¿Cómo vamos a recomponer lo que hemos roto? Yo no quiero renunciar a tu amistad y a tu cariño y creo que tu tampoco quieres abandonar esta casa donde has nacido y esta familia de la que en cierto modo formas parte". "Ahora quien lloraba era yo. "Perdóneme, señorito Arturo, perdóneme". Ahora era yo quien le abrazaba fuertemente. "He sido un animal y sé que le he hecho mucho daño por dentro. Le juro que esto último no volverá a pasar nunca más". En ese momento comprendí que mi vida, también la sexual, estaba entregada (¿hipotecada?) al hereu de la familia Puigdollers. Como si me fulminara un rayo, por una parte sentí que no podía llegar más bajo, y al mismo tiempo que era lo máximo a lo que podía aspirar en esta vida: siempre sería el sirviente, pero me hacía dueño del corazón y del cuerpo del señorito y entraba, como por derecho de conquista, en lo más íntimo y sagrado de aquella poderosa familia a la que quería con toda mi alma".

En aquel momento acabó la clase y entró el páter. "Bueno, Doctor Gutt, veo que tiene el don de dirigir almas. Hágamelo bien, que Dios le pedirá cuentas". "Descuide, páter, casi me limito a escuchar y a hacer de pañuelo de lágrimas", respondí. "Oiga, veo que sabe usted mucho, ¿dónde lo ha aprendido?" preguntó y contesté: "En algunos de ustedes y sobre todo en el Evangelio".

  1. ARTURO SE ME ABRE.

El curso estaba ya a punto de terminar. Habíamos podido seguir el programa todo entero y hablábamos de "La pintura de la Materia", de Tàpies, Canogar, Tharrats, de "La pintura de la Acción" de Pollock, de "La pintura espacial" de Fontana, de Saura, del Pop-Art de Warhol. Algunos de mis alumnos se habían convertido en asiduos visitantes de las galerías de arte de Barcelona y había conseguido inocularles el gusto y el buen olfato para oler el buen arte contemporáneo. Me lo agradecían y me sentía orgulloso de la mayoría de ellos.

A los pocos días recibí al colegio otra carta con el membrete de Don Ramón Puigdollers. Me quedé extrañado, pues no la esperaba. Al abrirla vi que era una simple hoja de bloc, escrita con letra muy infantil, que podía ser perfectamente de Paco, pero que se encontraba firmada por unas letras mayúsculas deformes que decían ARTURO. Me citaba a su casa el sábado por la tarde, a partir de las cuatro, para hablar largamente sobre "nuestras cosas", puesto que los señores Puigdollers y Laia estarían fuera y teníamos todo el tiempo para "nosotros". Era miércoles y al salir al pasillo encontré a Paco haciendo guardia y leyendo un cómic, como era frecuente en él, y le mostré la hoja de bloc. Por su cara comprendí al instante que mis suposiciones eran ciertas y le dije que iría sin faltar, a las cuatro en punto de la tarde.

El día y la hora exacta fijada – no olviden mis genes germánicos – me presenté a casa de los Puigdollers. Salió a abrirme la puerta blindada del jardín el padre de Paco, que me sonrió ampliamente y me dijo: "Gracias, profesor, por el cuidado que se toma con nuestro hijo Paco. Quizá alguna vez sea un poco bruto, pero créame, profesor, que es un buen chico; nunca nos ha dado un disgusto". "Lo sé – respondí

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. Pueden estar orgullosos de él".

Paco, con pantalones tejanos de pata de elefante, como se llevaban entonces, y una camisa de cuadros de manga corta, a la moda country estaba esperándome ya en la puerta de la casa. Se me lanzó al cuello y me dio un fuerte abrazo diciéndome: "El señorito le espera arriba. Corra, vamos".

Yo siempre he sido rancio en el vestir; a pesar del calor de Junio, llevaba mi raído traje gris de siempre y mi corbata de rayas blanca, gris y negra. Arturo se encontraba en el estudio tumbado boca abajo en su camilla, vestido también con tejanos y de manera informal. Fui a saludarle y levantó todo lo que pudo la cara para que le besara. Lo hice sin ningún reparo.

Me ofreció wisky escocés, que acepté con gusto, y me sugirió que mirara los últimos libros de arte contemporáneo que había adquirido. No había ninguna equivocación y todos tenían buenas ilustraciones y eran de los autores más solventes. Me dijo en catalán: "Doctor Gutt, quiero que sepa que Paco y yo estamos muy contentos de que pase una parte de la tarde con nosotros y en nuestra casa. Paco me ha dicho que le ha contado algo que yo no le había explicado sobre "lo nuestro", no lo lamento, pero quisiera que con calma escuchara también mi versión y delante de Paco. Los dos hemos notado que hablar en presencia de usted nos ayuda a aclarar nuestros pensamientos y sentimientos. Nos escuchará ¿verdad?". "He venido para eso –respondí

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y ya sabéis lo que os aprecio a los dos".

Enseguida me di cuenta de que, ante Arturo, Paco callaba espontáneamente y adoptaba una actitud sumisa y de segundo plano, que no había tenido ninguna de las dos veces que había hablado a solas conmigo en el despacho del páter. "Hoy es cuestión de escuchar a Arturo –me dije para mí mismo

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que aprovechará la ocasión para decir a Paco lo que quizás nunca antes le había dicho. La situación se pone interesante".

"Doctor, todo lo que le ha explicado Paco es verdad. Cuando yo era un niño, me pasaba el día expiando a Paco en el jardín mirándole sin cansarme. El era lo que yo quería ser, un chico fuerte, trabajador, sin problemas intelectuales, como me quería mi padre. Le admiraba y hasta creo que me enamoré de él sin que él se diera cuenta de nada, pero mi realidad era muy diferente de la suya. La información sexual que me daban en el colegio donde iba y la que me daban mis padres no servía más que para excitar mi curiosidad y vivía agitado y continuamente angustiado por aquellos "malos pensamientos", en contraposición de Paco, que vivía como un animal sano, feliz y contento. Yo me hallaba en plena adolescencia. Un día me armé de valor y pregunté a Paco "cómo se hacía" y sin ningún complejo me enseñó a masturbarme y a hallar alivio a mis pulsiones sexuales, sobre todo nocturnas. Me lo hacía casi cada noche pensando en él, que se había convertido en mi ideal de belleza".

Yo miraba a Paco de reojo y le veía serio, ruborizado, pero su mirada me decía que lo que contaba Arturo era la pura verdad. Proseguía Arturo: "Luego supimos que Paco salía mucho por las noches y que se estaba convirtiendo en un putero. Mamá, siempre con su espíritu puritano protestante, estaba indignada y quería llamarle la atención y hasta despedirlo. Pero los Puigdollers somos liberales, y papá decía que era normal, que estaba en la edad y que pronto se calmaría. Lo que decían de Paco todavía aumentaba más mi atracción hacia él, de modo que cuando sabía que estaba solo en el garaje, me iba con él a que me explicara sus aventuras y él lo hacía con pelos y señales hasta ponerme bien caliente, de modo que tenía que salir corriendo a pajearme a mi habitación. Paco se daba cuenta y disfrutaba viéndome excitado y dependiendo de él".

"Doctor Gutt,

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replicó Paco

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eso es verdad pero no es exacto. Nunca llegué a pensar que se hallaba enamorado de mí ni que se masturbara pensando en un pobre criado, como era yo. Todos veíamos que Arturo no era un niño como los demás y que Don Ramón estaba preocupado por eso. Esta es la razón por la que yo le explicaba mis aventuras con chicas, y el placer que dan, para que él se animara y cambiara su inclinación. Lo hacía con la mejor intención, por su bien y por el de la familia, pero todo fue en vano; su instinto estaba demasiado arraigado en él".

Continuó Arturo: "Me dijo Paco que usted no se creía que él no era homosexual. Profesor, puedo asegurarle que Paco dice la verdad. Nunca lo ha sido. Más aún, hasta hace muy poco yo mismo era quien le incitaba a que fuera a desahogarse con alguna chica que le gustara, pues lo que él hace conmigo no lo hace por vicio ni por gusto, sino sólo por complacerme y por el aprecio que me tiene". Yo quedé boquiabierto. En aquella familia de la alta burguesía catalana, el instinto de lealtad entre amos y criados era superior al mismo instinto sexual. El instinto de supervivencia de la "especie empresarial" predominaba sobre el más básico de los instintos que mueven al género humano.

"Tampoco es del todo cierto lo que dice Arturo – replicó Paco

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. Ya la primera vez que tuve sexo con él noté que no sólo no me repugnaba, sino que sentía un gusto especial que no sentía con las chicas y sobre todo un gusto en el alma que valía mucho más que todo el que ellas podían darme. Arturo, además de ser un joven delicado y ardiente sexualmente, tenía todo lo que a mi me faltaba y admiraba: clase, distinción, refinamiento, cultura, era toda su persona y todo lo que el significaba para mí lo que me atraía más de él. Por eso nuestros encuentros sexuales se hicieron cada vez más frecuentes y nuestra relación cada vez más estrecha".

Prosiguió Arturo: "Yo entonces no sabía nada de sexo, y menos de sexo entre hombres. No conocía a ningún chico homosexual, en nuestra casa no entraban libros de esa clase y menos pornografía. Tuvo que ser Paco quien se informara por ahí de manera subrepticia "sobre cosas de maricones", y después interpretábamos a nuestra manera lo que nos gustaba. A pesar de que él era el mayor y el más experimentado, siempre me hacía dirigir a mi la operación, que él mejoraba. Necesitábamos un lugar y un pretexto para nuestros encuentros. Lo hallé enseguida. Apenas tenía quince años y mi desarrollo muscular dejaba mucho que desear, por lo que fui al médico y me prescribió todo un complejo vitamínico, pero además sesiones diarias de gimnasia. No me costó nada conseguir que me habilitaran una habitación junto a mi cuarto para hacerla servir de gimnasio, con anillas y paralelas, potros y otros instrumentos y que Paco se convirtiera en mi monitor, pues además de ser un gran deportista y había practicado todas las tablas de gimnasia en el centro del Opus Dei que frecuentaba y podía cumplir perfectamente su cometido. La mayoría de las veces, la sesión de gimnasia acaba en la cama de mi habitación".

"Nuestra relación no pasó inadvertida a los que nos rodeaban. Cuando Paco llegaba del trabajo, yo le estaba esperando y pasábamos todo el tiempo juntos. Se habló de nosotros en familia como si fuera un problema de empresa. Mamá estaba furiosa y propuso cosas tan tajantes como despachar a Paco e internarme a mí en un centro de rehabilitación psicológica en Alemania. ¡Suerte de papá y de mis tíos! Consideraron mi caso como un hecho irreparable y mi relación sexual con Paco como un mal menor. Así todo quedaba en casa. Papá sólo temía que mi conducta diera que hablar y se convirtiera en un descrédito para la familia, pero sabía con certeza que por encima de todo yo me sentía un Puigdollers y que no era mi estilo armar escándalos. Todo se llevaría con la máxima discreción y aquí no pasaría nada. Por otra parte, tener en la familia un chiflado por las artes no estaba mal visto, sino que aun daba prestigio a la firma comercial. El abuelo Bosch había preferido comprar e invertir en cuadros a especular con el suelo en la falda del Tibidabo. El arte quizás no dé tanto dinero inmediatamente, pero da fama y crédito financiero, y resiste todas las devaluaciones monetarias".

"Mi relación con Paco era, pues, un hecho aceptado por nuestras dos familias y todo transcurría tranquilamente cuando me sobrevino la terrible enfermedad que ha cambiado mi vida para siempre. Paco dejó su trabajo de mecánico para cuidarse de mí a tiempo fijo, en la clínica y después, hasta convertirse en mi propia sombra. Antes le quería y admiraba sobre todo por su físico y su lealtad. Ahora le quiero como una prolongación de mí mismo, lo necesito para todo y sin él no podría vivir. El lo sabe y sabe también que ésta es su vida, mientras yo viva".

Yo estaba perplejo por la lucidez de aquel joven de diecisiete años, probado cruelmente por una enfermedad mortal, y también por la sabiduría añeja acumulada en aquella familia de industriales. Miré a Paco, y tras un silencio éste se sintió invitado a intervenir: "Créame, profesor, que no deseo otro género de vida. Servir a Arturo y darle el cariño que necesita representa para mí una fuente de felicidad. Tratar con ustedes y vivir en el círculo familiar más íntimo de los señores es un privilegio impensable para un chico como yo. Le ruego que no me compadezca ni me admire; hago sencillamente lo que se me pide, me siento plenamente satisfecho".

Habían transcurrido más de dos horas y media y llegó la hora de despedirnos. Arturo levantó la cabeza pidiéndome un beso y Paco me estrechó fuertemente en sus brazos. Mi cabeza le llegaba solo un poco más arriba de sus hombros musculosos y varoniles.

Llegó el final de curso. Arturo tuvo exámenes orales extraordinarios, pues no podía escribir y salió airoso de todo y con notas excelentes en literatura, música y arte, que eran sus temas favoritos. Después todo el mundo marchó de vacaciones. Yo pasé el verano muriéndome de calor húmedo en Venecia; me dedicaba a revisar y tomar notas de los catálogos y fotografías viejas de las famosas Bienales de Arte. Allí vi por primera vez la película de Visconti "Muerte en Venecia", con la espléndida actuación de una bellísima Silvana Mangano y del inolvidable Tadzio, Björn Andresen. Aquella película para mí tenía algo de premonitorio, siempre que la he vuelto a ver he pensado indefectiblemente en la muerte prematura e inesperada de Arturo Puigdollers Göhren.

  1. CRISIS Y DESENLACE

Al comenzar el curso me enteré. A final de Agosto Arturo tuvo una fuerte recaída. El tumor se había vuelto a reproducir y habían tenido que repetir la operación, que comportaba alto riesgo. Lo internaron en un hospital especializado de Harvard y lo pusieron en manos de los mejores especialistas mundiales. Le acompañó toda la familia, pero después de la operación se quedaron con él en Harvard la señora Helke, que hablaba perfectamente el inglés, y Arturo quiso tener también a Paco a su lado, así la señora podía descansar. Nuevamente le sometieron al proceso de quimio y de radioterapia en el que perdió el pelo de la cabeza y de las cejas, y poco a poco se fue recuperando, hasta que a mediados de Octubre llegó a Barcelona.

En el colegio supe que su familia le había matriculado para aquel curso y que pagaría las debidas mensualidades, aunque no asistiera a clase por motivos obvios. Telefoneé varias veces y finalmente me dieron visita a una hora compatible con mi trabajo. Arturo causaba impresión; estaba esquelético y el pelo a penas le empezaba a crecer, pero sus ojos brillaban con más fulgor que nunca. Paco, a su lado, se mantenía vigilante y silencioso como era su costumbre. Besé a Arturo y abracé a Paco. Nuestras tres sonrisas se fundieron en una mezcla de alegría por volvernos a encontrar y de dolor por la situación. Arturo me dijo en catalán, como hablábamos habitualmente: "No me compadezca, Doctor Gutt, he hecho grandes progresos". "Ya lo veo", le contesté. "No, no los ve – me respondió

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. Estos progresos son interiores. He descubierto mundos inexplorados, cavernas llenas de tesoros escondidos en el fondo de mi alma". "Cuando estés mejor me las explicarás", le dije. "Algunas sí y con mucho gusto, pero otras son totalmente intransferibles", respondió. "¿Tienes ganas de volver al colegio?, pregunté. "Sólo en parte". "Si te pones bien debes volver, te falta mucho todavía por aprender", le advertí. "Hay muchas maneras de aprender y la Vida enseña tanto como los libros y los "profes", replicó. "Ten presente que los "profes" también formamos parte de la Vida", respondí y me cortó rápido: "Y sobre todo tu de la mía, no tienes que recordármelo". Me quedé lívido. Por primera vez me trataba de tu y me hacía una especie de declaración de amor y delante de Paco. No entendía nada o no quería entender lo que sucedía o podía suceder. Creí conveniente irme y me despedí con el consabido beso en la mejilla, que Arturo recibió con los ojos cerrados, como soñando otra cosa.

Al quedar a solas con Paco, no pude menos que preguntarle de manera expeditiva y ansiosa: "Paco ¿cómo van tus relaciones con Arturo? Me refiero a las más íntimas". Respondió: "Lo comprendo, profesor, Arturo está más mimoso que nunca, cuando estamos solos todo el día quiere que le acaricie todo el cuerpo, por delante y por detrás". Inquirí: "¿Pero tenéis relaciones más profundas?" "De momento no; no puede – respondió –. Quizás tengamos que esperar o quizás haya que darlas definitivamente por perdidas". "¿Y tu cómo estás, cómo te lo haces?" me atreví a preguntarle. "No tengo ganas de nada; sólo deseo estar a su lado y hacerle feliz los meses que viva". Y a punto de bajar ya las escaleras me susurró: "Por favor, Doctor Gutt, no desaire a Arturo y dele todo lo que él le pida". Me quedé paralizado. ¡Vaya lío en que me había metido!

En el salón me esperaba Doña Helke, que salió a mi encuentro mientras bajaba la gran escalera: "Perdone, profesor, que no le haya atendido antes personalmente. Pero en Harvard Arturo y Paco no paraban de hablar de usted como si fuera su tutor y confidente. Por eso preferí dejarles solos, para que hablasen con más libertad". "Señora Puigdollers, respondí, aunque nos parezca raro y fuera del curso ordinario, Arturo y Paco forman una pareja excepcional. Le ruego que no lo mire usted desde el punto de vista sexual, que esto tiene una importancia sólo relativa, sino desde la complejidad humana. Son dos piezas que encajan y lo antinatural sería separarlas. Paco ayudará a Arturo hasta el final, y Arturo tendrá un final feliz. Recuerde el juramento que les hice de no interferirme; lo mantendré hasta el final". Me levanté para irme. "Doctor Gutt, me dijo, me gusta usted porque aunque hiera dice lo que piensa". Contesté ya casi en la puerta: "Doña Helke, esta es mi pequeña virtud y mi gran defecto".

Tenía miedo de volver a casa de los Puigdollers. Aquello podía ser un polvorín, pero tenía que hacerlo. Arturo mejoraba a ojos vista y le llevé un listado de bibliografía de las principales materias para que se pusiera al día y pudiera volver al colegio. Volvió a repetirme alguna insinuación de carácter sentimental, que yo lograba evitar como podía, de modo que ya no se atrevió más a tratarme de tu. Aquel año me tocaba explicar en el Colegio la primera parte de la materia, desde las civilizaciones mesopotámicas y egipcias hasta el Renacimiento. Dediqué diez clases, que embelesaron a mis alumnos, a la escultura griega y romana, fundamento de nuestra mejor cultura europea: el hombre en todo su esplendor. Las vacaciones de Navidad partieron la serie, pero en la segunda parte, en Enero, después de Reyes, ya asistió Arturo en su camilla de siempre, que desde primera fila me miraba como si yo y lo que decía le perteneciese. La enfermedad había acentuado su enfermizo afán de apropiarse, al precio que fuese, de todo aquello que valoraba altamente fuesen libros, discos, pero también personas y situaciones, sin saber compartir la libertad de todos en un nivel de igualdad. Fagocitaba todo lo que le gustaba, y lo que no, lo escupía. Yo que le apreciaba tanto era el primero a detectar este defecto, que era preciso corregir con sumo tacto.

Dejó de estudiar las materias que no le eran especialmente gratas y ponía ostentosamente cara de aburrimiento. Sus compañeros de clase dejaron de ser deferentes con él y empezaron a tratarle como a un bicho raro; solo las chicas, compasivas, pasaban ratos con él entre clase y clase. Pero la presencia de Arturo en el colegio empezó a hacerse excesivamente pesada antes de acabar el segundo trimestre. La gota que colmó el vaso fue un incidente de nula importancia, que fue desorbitado precisamente porque lo provocó Paco, que como tenía costumbre mataba el tiempo leyendo cómics en el pasillo, delante de la clase donde se hallaba Arturo.

Lo cuento porque es sintomático de un tiempo y de una mentalidad que se hallaba ya a punto de cambiar. Una profesora dijo que había visto que el cómic que leía Paco en el pasillo era de carácter pornográfico. Poco después otro profesor mayor llegó escandalizado porque en uno de los váteres había encontrado restos de semen pegados a la pared. La conclusión del silogismo parecía patente: el joven que leía pornografía se había empalmado y había entrado en el váter a pajearse olvidando de limpiar cuidadosamente los restos de su proeza. Inmediatamente una profesora fue a denunciar los hechos al director, con la acusación formal de que el responsable del desaguisado era Paco, que ni siquiera era un alumno.

Cuando lo supe, salí corriendo a encontrar a Paco al que sacudí y le quité del bolsillo de detrás de los vaqueros los cómics que había leído, y efectivamente los dos eran pornográficos; se los había comprado en Harvard. Le pregunté que si se había hecho una paja en el váter; y me respondió inocentemente: "Sí, hace una media hora". "¡Pues la has cagado, joven!", le respondí marchando como una furia a la sala de profesores, donde ya se hallaba el Director, con una lupa, una espátula y un metro. Yo no sabía si reír o llorar. Al entrar todo el mundo me miró en silencio, como si fuera yo el culpable. Se habían juntado casi todos, como si fueran un Sanedrín. "Sí, ha sido él – dije desafiante

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y ¿qué pasa? Es un joven de veinticuatro años, iba caliente y se ha masturbado en un reservado. ¿Quieren publicarlo mañana en La Vanguardia, a ver si es noticia, a ver si provoca escándalo?" "Usted es un cínico" – me espetó un señor mayor profesor de latín

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. "Y usted un fariseo hipócrita. Usted ha tenido hijos y su esposa sabe muy bien los mensajes inenarrables que los adolescentes y los jóvenes dejan en los pantalones del pijama o en las sábanas una o varias veces a la semana. Las familias sensatas y discretas ponen las sábanas a la lavadora con agua y jabón y de ese asunto no se habla, ni se hace problema. Esto es lo que pido yo para este caso, un poco de sensatez y de salud mental. Ya me dirán ustedes a qué Inquisición invocarán el día que en esta escuela se cometa un estupro". El páter que me prestaba el despacho me miraba fijamente y sonreía. El conocía bien el percal, porque ha pasado muchas horas tratando jóvenes y todos ellos tienen un común denominador sexual muy semejante. Después de un elocuente silencio, el sacerdote dijo: "Evidentemente es un tema pastoral complejo, pero atendiendo que no ha habido escándalo de los alumnos, yo también soy partidario de limpiar simplemente el lavabo con agua y jabón y no hablemos más de ello".

Ante estas palabras el Director no dijo ni "mu", sólo ordenó: "Ya lo han oído, vuelvan cada uno a su trabajo". Algunos de los profesores más jóvenes que sintonizaban conmigo me felicitaron, pero yo estaba cierto de que los Sumos Sacerdotes de aquel Sanedrín habían sentenciado a muerte a Arturo y a Paco, porque la sospecha que yo ya tuve desde el principio sobre aquella rara relación, la tenían ya otros muchos no tan perspicaces y mucho menos permisivos que yo.

Al salir de la sala, fui directo a encontrar a Paco; enfadado, le sacudí agarrándole fuertemente por la camisa y le dije: "La pornografía, la lees en casa, a puerta cerrada y con el pestillo pasado. No vuelvas a traer cómics al Colegio. Si te aburres, cuenta ovejitas. Pero ya sería hora de que empezaras a leer algún libro de provecho. No creas de que porque te acuestes con Arturo se te contagia su cultura. Eso se aprende leyendo, no follando". Paco se quedó pasmado, pues nunca me había visto salido de mis casillas.

Las evaluaciones de Marzo fueron terribles. Todos los profesores, salvo Maria Teresa Martorell y yo, manifestaron su queja por la actitud pasiva y casi despectiva de Arturo. Sin consideración a su estado de salud, tuvo una lluvia de suspensos y hasta se pidió públicamente que le aconsejaran que dejara el Colegio, pues significaba un lastre y una rémora para el resto de la clase. Esta vez no le defendí, callé porque me di perfecta cuenta de que había un fondo de razón. La tutora, que siempre había tratado a Arturo con amabilidad, me agradeció con una mirada mi silencio. Ella se encargó de enviar a la familia Puigdollers el informe y la cita para una entrevista en el Colegio. A los pocos día, Don Ramón contestó que por motivos de trabajo no podía asistir, pero que me delegaba a mí como interlocutor de la familia. El Director estaba que trinaba y todo hacía suponer una expulsión fulminante, no sólo por la actitud de autosuficiencia y de superioridad de que alardeaba Arturo, sino sobre todo por el desapego de los Puigdollers de la tarea educativa del Colegio, que se consideraba prolongación de la familia.

Vistas las cosas solicité una entrevista con Don Ramón y Doña Helke para hablar del caso. Me invitaron a cenar, como siempre a las ocho en punto, pero decliné la invitación. Yo iría a las siete para hablar con Arturo y con Paco, y de ocho a ocho y cuarto hablaría con los padres. Por primera vez, imponía mis condiciones jugando en terreno ajeno. Me temía que me mandaran a freír espárragos, pero no fue así. Aceptaron sin rechistar mis propuestas.

Arturo estaba bastante mejorado, le había vuelto a crecer el pelo y había engordado algo de modo que presentaba mucho mejor aspecto. "Os vengo a regañar" – les dije en catalán ya al entrar en el estudio de Arturo. "Ya lo esperábamos" – dijo éste con una sonrisa amigable que daba lugar a la confianza y a la confidencia. "Dejarás el Colegio definitivamente. Hoy he venido a solicitar a tu padre de que te dé de baja por evidentes motivos de salud, así evitarás ser expulsado y que esto conste en tu expediente académico", le dije y me cortó al instante: "Ni el Colegio ni el expediente académico me importan un bledo. Más aún, tengo ganas de perderlos de vista a todos ellos. Sólo quisiera mantener el contacto con usted y con la señora María Teresa. ¿Serían tan buenos de venir a visitarme regularmente, por ejemplo dos veces por semana, para ocuparse de mi formación de manera personalizada? Lo he hablado ya con mis padres y están dispuestos a remunerarles generosamente". El muy zorro se me había avanzado."Por supuesto – respondí

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. Como sabes, mi economía es muy discreta, y mi relación contigo siempre ha sido grata". "Gracias, doctor, ahora regáñenos todo lo que quiera", respondió.

Paco había adoptado su habitual actitud de perro guardián y eso me enervaba. "Arturo, mírame a los ojos, porque te voy a herir en lo más profundo de tu mente. Tu teoría de "Dos en uno" no solamente es falsa, es perversa. Cada persona es una persona hecha y derecha, no un bien fungible por el que tiene mayor nivel económico y cultural. ¿Me entiendes por dónde voy? No te reprocho tu relación sexual con Paco ni el afecto que os tenéis, sólo quiero que os deis cuenta de que ahí hay algo que puede llegar a ser monstruoso. Arturo, por la clase de literatura griega tu sabes lo que es un hybris , un despropósito que rompe los límites de lo racional, que subvierte a la misma Naturaleza y que finalmente acaba destruyendo a los infractores. Es la vértebra de la tragedia griega. Lo vuestro tiene mucho de hybris y creo que Paco es mucho más de lo que tu y él os creéis y que tu, pese a tu saber y superioridad, eres más un diletante de exquisiteces, que un joven que se abre harmónicamente a la vida y a la cultura. Perdóname lo que te voy a decir, pero es el meollo de lo que pienso de ti: ya sabes aquel aforismo clásico Mens sana in corpore sano (una mente sana en un cuerpo sano), lo tuyo es al revés: Mens insana in corpore insano (una mente enferma en un cuerpo enfermo). Arturo, ¿continuarás queriéndome después de lo que te he dicho?". "Más que nunca", me respondió y guardó y largo y tenso silencio.

"Doctor Gutt, efectivamente me ha herido en lo más profundo de mi ser y creo que ha sido cruel conmigo, cosa que nunca me había esperado de usted". Compungido, me levanté y fui a besarle, diciéndole: "Perdóname, Arturo, ya te advertí que te haría algo de daño, quizás he sido demasiado bruto y poco delicado en la expresión". Con gran sorpresa de mi parte, vi que al intentar besarle la mejilla, el me presentó la boca, que besé suavemente.

Sonrió y continuó: "Ya sé, doctor Gutt, que frecuentemente la verdad hace daño. Pero esa es su verdad, no la mía. Usted no ha asimilado a Rilke, ni mucho menos a los antiguos románticos panteístas alemanes. Durante mi enfermedad en Harvard hablé mucho con mamá, a la que nunca había prestado demasiado caso intelectual. Al llegar a Barcelona le dije a usted que había descubierto mundos inexplorados. Su refutación de mi tesis "Dos en uno" ya no es válida, esta tesis era simplista y hasta excesivamente material; usted funda su refutación en argumentos sociológicos y psicológicos que para mí tienen escasa entidad. Actualmente mi tesis es "Todo en Uno". Este Uno soy Yo, mi vida y mi experiencia inmediata, y este Todo es el Espíritu, que anima toda la Naturaleza. El arte, la música, Paco y hasta usted, doctor, no son para mí sino una manifestación concreta y experimentable del Espíritu anónimo y desconocido que está detrás de todo. La manera más eminente de experimentar el Espíitu es el Amor, en lo sensible, en lo sensual y en lo sexual. ¿Me explico?".

Me quedé sorprendido. En poco tiempo nos habíamos convertido en dos mundos totalmente diferentes y hasta contrarios, difíciles de complementarse. "Retiro totalmente lo que te he dicho de "diletante", tenemos que seguir hablando", le dije. "No,

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replicó

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usted me ha herido profundamente y ahora tiene que escuchar mi autodefensa. Cuando mi madre le dijo que usted era un pagano mediterráneo vestido de católico, le decía la verdad y se quedaba corta. El hybris de los clásicos griegos no es sino la versión del pecado de los cristianos. Yo no creo en ello, yo estoy más allá. En mi "espiritualidad" germánica, que es la de mi madre, la relación profunda y espiritual de una realidad con otra no puede ser sino "incestuosa", pecaminosa, un hybris , porque todos somos hijos de un Todo, la Madre Naturaleza. Mi relación con Paco, con usted, con el arte, con la vida, no puede ser sino lo que usted bautiza como "morboso", porque para usted lo sano es sólo lo corpóreo, usted define el mundo y el arte por la epidermis, por la línea y el volumen. Mi mundo es el Espíritu, la luz y la fuerza anímica que dimana de las cosas y de las personas, por eso mi cuerpo enfermo seguramente es más luminoso y espiritualmente más fuerte que el suyo. Esta es mi apología". En aquel momento, una criada nos anunció que eran las ocho y que la señora me estaba esperando en el salón.

Al salir, en la escalera, Paco me paró y me dijo: "Doctor, tengo que darle una buena noticia. Arturo vuelve a funcionar, sexualmente me refiero. No es como antes, pero podemos hacer mucho más de lo que yo esperaba. No le puedo meter toda la pija por detrás ni estimularle la próstata como hacíamos antes, porque yo la tengo bastante grande y desde la última operación no resiste la penetración, pero puedo estimularle el ano con los dedos y con la lengua, que le gusta mucho, y sobretodo es feliz cuando me la chupa y le lleno la boca de leche. Antes estaba como un muerto, pero ahora ya me acompaña con sus movimientos de cabeza". "¿Y cada cuándo lo hacéis?", inquirí con curiosidad algo morbosa. "Cada día una o dos veces", respondió. "Ten cuidado, Paco, que es un enfermo grave", le dije y contestó: "No se preocupe, doctor, Arturo disfruta como un enano, y el que lleva el desgaste soy yo, que estoy fuerte como un toro".

Bajé sorprendido por esta mezcla indiscriminada entre lo más espiritual y lo más material del ser humano. No había equilibrio, pero la tensión entre los dos polos era seguro una fuerza generatriz de vida, a pesar del precario estado de salud de Arturo.

"Perdone, doctor, pero mi marido acaba de telefonear de que le es imposible asistir a nuestro encuentro", me dijo dándome la mano muy gentilmente. "He hablado ya con Arturo y acabaremos enseguida", le dije sentándome en el sillón que me ofrecía. "Lamento la situación que se ha creado en el Colegio a causa de la actitud de nuestro hijo, pero tanto mi marido como yo hemos creído que sería mejor..." La interrumpí: "Sí, ya lo sé, no se preocupe, yo mismo mañana me ocuparé de dar de baja a Arturo y no es necesario de que vuelva ya al Colegio". "Sin embargo, no queremos perderle a usted y deseamos tenerle en nuestra casa regularmente, para que se cuide de completar la formación de Arturo". "También lo sé. ¿Qué le parece dos sesiones semanales de hora y media a mi salida del colegio, de seis y media a ocho?". "Perfecto, así nos dará tema de conversación para el resto de la cena y de la velada, porque a estas clases también quisiera asistir yo. ¿Supongo que no tendrá ninguna dificultad?" "Al contrario, señora, será un verdadero placer". Me ofreció unos emolumentos que estaban francamente bien, y en siete minutos habíamos dejado el tema resuelto.

Ya casi en la puerta, Doña Helke me dijo: " A propósito, Doctor Gutt, el próximo miércoles tenemos sesión de gala en el Liceo por la inauguración de Cosi fan tutte , ni mi marido ni el novio de Laia podrán asistir, ¿sería tan gentil de acompañarnos? Arturo volverá al Liceo después de su operación junto con Paco. Yo me sentiría muy feliz si pudiera ir del brazo de usted como aquella noche inolvidable de Manon". La propuesta me cogió de improviso, pero comenzaba a estar harto de los Puigdollers. Son como una boa con un pajarito, que te hechizan y se te engullen, como habían hecho con Paco. Me excusé. La señora insistió: "Si es por el chaqué no se preocupe, usted saldrá de esta casa con uno espléndido". "No señora, no es este mi problema. Mi condición de investigador me obliga a quedarme a trabajar por las noches y por la mañana debo madrugar para llegar pronto al Colegio y dar mis clases. No puedo ser liceísta, soy un trabajador, intelectual, pero trabajador". "Créame que lo siento", respondió.

En la sala de profesores del Colegio corrió como la pólvora que el hereu Puigdollers había abandonado definitivamente el curso. Los más reaccionarios me miraban como si finalmente hubiesen obtenido una gran victoria. Los otros compañeros más amigos míos lamentaban lo que consideraban mi derrota, pero yo me hallaba francamente aliviado. Estudiábamos el arte medieval y anuncié en el tablón de anuncios dos seminarios de seis clases cada uno titulados: "Hombre y mujer los creó", que consistía en la serie iconográfica de la historia de Adán y Eva en el románico y en el gótico, que me permitía mostrar la representación del cuerpo desnudo del hombre y de la mujer durante cuatro siglos, y el otro: "Signos fálicos y de fecundidad en los claustros de las catedrales y monasterios medievales". El Director me miró de arriba a bajo y me espetó: "Es usted incombustible". El páter me puso la mano al hombro y me susurró: "Beno Gutt ¿otra vez jugando con fuego? Después me toca a mí apagar los incendios que tu provocas". "Pater, no lo mire así; estos incendios a los que usted se refiere son irremediables, los lleva la edad. Enfóquelo, por favor, de otra manera; procuro y consigo que los chicos comprendan el esplendor del cuerpo humano, el masculino y el femenino, desde la Biblia y que conozcan las leyes básicas de la fecundidad que mueven la naturaleza desde el seno secular de la Iglesia". "Verdaderamente eres un pillo que tienes respuestas para todo; no eres de mi órbita, pero sabes que me caes bien", me dijo. "Lo mismo le digo, páter", le respondí dándole un golpecito a la espalda.

Mis clases estaban a tope y alumnos de literatura y de preuniversitario se escapaban de sus horas de recreo para escucharme y ver mis diapositivas. En casa de los Puigdollers me limitaba a repetir las clases del colegio, aunque en tono más coloquial y a veces más filosófico y elucubrativo, sobre todo cuando asistía Doña Helke, que no faltaba casi nunca.

Todo seguía su curso normal, pero un día en que no estaba la señora, debía ser ya el mes de Mayo, Arturo decretó por su cuenta: "Hoy no hay clase". Bastante amoscado dije el conocido refrán catalán: " Qui paga mana " (quien paga manda). "No es esto, profesor. Necesito hablar con usted a solas y usted me rehuye. En mi vida usted significa más de lo que se piensa y necesito mostrarle una faceta mía que usted desconoce: mis escritos, mis poemas, mi pensamiento, mi corazón. Paco, trae los folios y enséñaselos al profesor". "Pero si tu no puedes escribir", le repliqué inmediatamente. "Desde hace dos años, y también en Harvard, por la noche o cuando puedo compongo sonetos. Unos se los he dictado a Laia, otros, los más atrevidos los he retenido en la memoria. Ahora que no tengo gran cosa que hacer, he logrado que mi padre me ponga una mecanógrafa que viene por las mañanas y escribe lo que yo le dicto. Tengo treinta y dos sonetos escritos en catalán y espero llegar a los cincuenta para publicarlos bajo pseudónimo. Le ruego que los mire durante el tiempo que tiene asignado para la clase y que me dé sinceramente su opinión".

No pertenezco al mundo de la literatura, sino al de las artes visuales, pero tengo olfato. Empecé a leer en silencio y a tomar alguna nota. Un soneto bien hecho es siempre un diamante auténtico, por lo difícil de la métrica y por la necesidad de ajustarla al contenido.

No encontré ningún verso cojo, todo estaba medido al milímetro, había conceptos ingeniosos y adjetivos atrevidos. No era una obra maestra, naturalmente, pero tampoco era la de un aficionado principiante, sino la de un proficiente, un joven poeta bien dotado pero todavía inmaduro y algo petulante. Todos, todos los sonetos eran amorosos y algunos francamente eróticos. Todos, todos los sonetos eran ambiguos y el amante podía tratarse indiferentemente de un hombre o de una mujer. En general eran francamente buenos. "Se los dedicarás a Paco, supongo", le dije al finalizar la lectura. "¿Y porqué no a ti?", me espetó. Me enfadé: "Arturo, te lo prohibo tajantemente, exclúyeme de estos morbosos pensamientos tuyos. Soy tu profesor, y no te atrevas a llamarme de tu. Soy como tu padre, pero en el ámbito de la mente. De tu cuerpo y de tus afectos se encarga Paco, yo sólo me ocupo de tu inteligencia. Y esto debe quedar claro". Me respondió entristecido: "Profesor, no olvide que mi concepto del Amor tiene algo de incestuoso, y esto no lo puedo evitar, es mi Weltanschaung (visión del mundo)". Paco estaba tenso, de pie, intentando seguir a pie juntillas el altercado que manteníamos en catalán Arturo y yo y le acariciaba el pelo recién salido. Contesté: "Puedes tener la Weltanschaung que te dé la gana, pero en el mundo civilizado uno no puede follarse a quien le dé la gana, sino al que puede y si el otro consiente. Sácate de una vez de la cabeza el "Dos en uno" y aún más el "Todo en Uno". Nuestro mundo – el de la polis griega que es el único democrático – está formado por personas libres, que determinan su sexualidad y su destino sin manipulaciones torticeras".

Las lágrimas discurrían lentamente por sus mejillas durante un largo silencio de muerte. Paco continuaba acariciando a su amigo y me miraba como si yo fuera el culpable de provocar un fuerte dolor a un joven que ya estaba adolorido y sentenciado a muerte injustamente por su enfermedad. Yo mismo me sentía culpable de mi dureza. Arturo, haciendo un esfuerzo, me sonrió dulcemente y me dijo con una mansuetud que me dejó desarmado: "Ya que usted me ha dicho que era como mi padre, puedo asegurarle que mi padre me besa paternalmente. Sus besos, Doctor Gutt, no han sido nunca paternales, sino compasivos o de simple cumplimiento. Quisiera solicitarle un favor, quizás es el último que le pido. ¿Tendría usted la caridad cristiana de tocar las cicatrices de mis dos operaciones de la médula dorsal? Sé que San Francisco de Asís, un católico del Mediterráneo, tocaba las heridas de los leprosos ¿podría entrar en su concepto cultural de la deontología tocar las heridas de su discípulo que le admira y le quiere por encima de todo?"

No fui capaz de contestar. Me temblaban la voz, las piernas y las manos. Me acerqué en total silencio. Paco desabrochó y sacó la camisa a Arturo y le bajó un poco los pantalones. Le besé y le acaricié la nuca, con toda la ternura de que fui capaz, y con mano trémula empecé a recorrer toda su espina dorsal con un respeto casi religioso, lentamente, acariciando cada una de las vértebras, pero sin retroceder y llegué, no hasta el final de la cicatrices, sino de las coxígeas. Allí me paré en seco". Arturo respiraba lentamente como si saboreara el mayor placer del mundo. Al finalizar me dijo: "Gracias, Doctor Gutt, ha sido usted muy bueno y muy amable, siempre recordaré este momento. Supongo que podemos dar la clase por acabada". Le besé en la mejilla como siempre, abracé a Paco y me fui sin decir una palabra. Estaba francamente confuso.

Las clases continuaron con la inexorabilidad del calendario en el Colegio y en casa de Arturo. No ocurrió ningún incidente y pude terminar el programa previsto. En Julio me fui a Munich a trabajar en la biblioteca de la Alte Pinakothek, revisando, como siempre, catálogos de exposiciones de arte, sobre todo las internacionales, del final del XIX y primeros decenios del XX. Mi larga estancia en Baviera hizo revivir en mí mis raíces germánicas y se me reanimó y normalizó el alemán coloquial que sabía desde niño. Frecuentemente pensaba en Arturo, y me daba cuenta de que si permaneciera mucho tiempo en tierras germánicas acabaría pensando como Doña Helke y como él.

A mediados de Septiembre llegué a Barcelona y la primera noticia que tuve fue la muerte, casi repentina, de Arturo. Había ocurrido el 15 de agosto. Llamé varias veces a casa de los Puigdollers, pero me fue difícil encontrar a Don Ramón o Doña Helke para darles personalmente el pésame. Al fin pude hablar con Don Ramón y le solicité visitarles y hablar, si podía ser a solas con Paco. Don Ramón no opuso ninguna objeción y me dio la impresión de que se hallaba totalmente sereno, como si nada hubiera ocurrido.

Me presenté con la puntualidad habitual de aquella casa y al llamar a la puerta del jardín, salió a abrirme Paco, en vez de su padre. Me abrazó mucho más fuerte que de costumbre y lloró sobre mi cabeza, sobre mi nuca notaba su copiosas lágrimas. "Fue todo muy rápido. Sencillamente al despertarme un día le toqué y vi que roncaba de una manera extraña y que respiraba con dificultad. Avisé inmediatamente a los señores; llegaron rápidamente los médicos y se lo llevaron en ambulancia al Hospital de San Pablo. Estaba inconsciente, le mantuvieron tres días sedado en estado de coma y murió. No me dejaron ir a verle y sólo le volví a ver ya cadáver. El mismo día que le ingresaron al Hospital recibí la orden de que recogiera todas mis cosas de la habitación que compartía con Arturo y que me volviera a instalar en casa de mis padres. Era lo natural. Tengo el consuelo de haber sido el último que habló con él, aquella misma noche habíamos hecho el amor como siempre, aunque le notaba algo más fatigado".

Después de un elocuente silencio, Paco prosiguió en tono de lamento: "¿Doctor Gutt, por qué fue tan duro con él últimamente? Todos sabíamos que no podía durar mucho y queríamos darle gusto; sólo usted se mantuvo inflexible en sus principios. Arturo murió con el deseo de que un día usted se lo follara, cuando yo le llenaba la boca de mi leche él fantaseaba que era la de usted. Quizás estaba un poco loco, pero era muy listo y muy bueno. ¿No habría valido la pena de que usted se hubiera sacrificado un poco por él, como lo he hecho yo durante tantos años?"

"Paco, tu fuiste poco a la escuela y no has tenido la educación que tuvo Arturo, por eso te será un poco difícil comprenderme. Arturo no era un poco loco, era de natural bastante más listo que yo y perfectamente dotado para cualquier carrera humanística. Tenía su sexualidad especial y sus fantasías sexuales como las tiene todo el mundo, cada uno las suyas. Pero Arturo por su posición privilegiada y después por su enfermedad corría el riesgo de convertirse en un tirano y manipular como títeres a quienes tenía a su lado. Un profesor es por encima de todo un educador, transmite un saber, pero sobre todo enseña a vivir en libertad respetando la libertad soberana de los demás, y esto para mí es irrenunciable. De otro modo hubiera dejado de ser lo que soy para convertirme en un compinche de travesuras. Lo que tu y Arturo llamasteis dureza era en realidad respeto; te juro, Paco, que además de mi amistad y de mi afecto sincero, os di lo más básico que ha de hacer todo educador: os tomé a los dos en serio". No sé si Paco me entendió, pero quedó callado y conformado.

"¿Qué será ahora de tu vida?", le pregunté . "No he vuelto a poner los pies en casa de los señores, he vuelto a trabajar en el garaje y en el mantenimiento de los coches. Pero el señor es muy bueno y le ha dicho a mi padre que en Octubre empezaré a trabajar como mecánico en un importante garaje de reparaciones, por enchufe del señor, y mi madre, hablando con la señora, ésta le dijo que tenían un pisito desalquilado y que yo lo podía ocupar y que cuando me casara lo pondrían a mi nombre en agradecimiento de lo que he hecho por Arturo. Ya le digo que todos son muy buenos".

Don Ramón estaba esperándome en la puerta y tuve que pedirle disculpas. Me impresionó su frialdad. Era como si quisiera perderme de vista y enterrarme, como había enterrado a su hijo. Me quedé de piedra cuando ante mis lamentos, el Sr. Puigdollers me soltó: "Hemos sentido mucho la muerte de nuestro hijo, pero Doctor Gutt, por encima de todo la Naturaleza es sabia, puede ser cruel, pero hace lo que debe. Arturo no servía para la misión que la historia familiar le confiaba. Él vivía en otro mundo fuera de la realidad, buscaba la perfección y la Belleza absoluta y todas esas cosas, y si existen, todo eso sólo se halla más allá de la muerte. Su hermana Laia y su futuro marido tirarán adelante nuestra razón social mejor de lo que lo hubiera podido hacer Arturo. De él guardaremos siempre un cariñoso recuerdo, pero la vida sigue".

Me atreví a pedir a Don Ramón, apelando a la confianza que habían depositado en mí y al afecto que había cobrado por su hijo, un recuerdo personal de él. Se quedó perplejo cuando le sugerí que deseaba los folios con las poesías inéditas de su hijo que él guardaba en su estudio en tal carpeta. "¿Cómo sabe usted eso?", me contestó casi airado. "Arturo me las dejó leer y me pidió un comentario", le respondí. "Son una verdadera porquería obscena – me dijo-. Aunque quisiera no podría entregárselas porque las he hecho quemar. No quiero que nadie se entere que un Puigdoller haya sido capaz de escribir esas cochinadas y me extraña mucho de que usted las valore de otro modo". Callé y me atreví a solicitar otro recuerdo de Arturo: "Sería al menos posible obtener una buena fotografía de él?". "Eso sí, hemos hecho una larga tirada para repartirlas entre nuestra amplia familia y no hay ningún obstáculo de que usted tenga una. A cambio le pido, que mantenga el secreto profesional y no cacaree por ahí ciertos aspectos poco edificantes y varoniles de Arturo. Le exijo esta promesa". "Mi relación con Arturo entra absolutamente en mi ámbito profesional de profesor y le prometo no desacreditar para nada su memoria, que para mí es valiosísima". Me dio una buena fotografía en color 18 x 24 en la que aparece la cara sonriente, aunque algo inexpresiva y triste, de Arturo cuando le conocí, antes de su última operación. Me fui y no recibí ninguna invitación a visitar de nuevo la casa, de modo que el capítulo de mi relación con los Puigdollers quedaba definitivamente cerrado.

Pasé por una tienda de objetos de regalo y compré un portafotos de plata, sencillo pero elegante. Al llegar a casa tuve prisa por hacer el montaje y cuando mi hermana entró en mi despacho inmediatamente se fijó en la foto: "¿Qué? ¿Una nueva conquista?, pues parece mentira para ti, porque es un crío y no es nada guapo". "¡Mary, qué mala eres!. No es ninguna conquista, es un hijo de mi alma, muy especial, que se me ha muerto".