Dos deseos en uno

Dos nuevos relatos de Julia en uno, dos historias, dos encuentros uno de día o otro de noche, dos amantes, dos edades dispares, dos deseos en uno. Espero que los disfrutéis.

Mientras esperaba a que aquellas filas de bolardos futuristas se iluminaran, indicándonos que podíamos cruzar, contemplaba al gigantesco hombrepez de acero inoxidable que se eleva en el centro de la Puerta del Sol, desde allí arriba vigilaba atento a que el sol siempre comenzase a iluminar la ciudad por el mismo sitio. Desde que su inauguración, me había gustado a aquella estatua, pero aún hoy tiene a la ciudad dividida y aquí, como en casi todo, no había término medio. Me gusta pensar que su autor previniendo que algún día, un alcalde tuviese la tentación se cambiar su ubicación, la hizo tan descomunalmente grande para que le saliese tan caro que ni se lo plantease. Y por ahora íbamos ganando, allí seguía.

Por fin los bolardos se iluminaron dándonos prioridad a los peatones, al cruzar la calle pude ver la mueca de queja en el rostro del conductor que por solo unos pocos segundos tuvo que detenerse, y dejar paso a la variopinta marea de gente que esperábamos pacientemente en ambas aceras. Al fondo de la pequeña plaza estaba el Arco de Quirós, uno de los tres arcos históricos de la ciudad, que, a modo de pasadizo abovedado, comunica la parte moderna de la ciudad con un laberinto de calles empedradas, que de alguna manera evocan un pasado medieval demasiado lejano. Su bóveda y sus paredes de piedra tenían el efecto de sumergirte en instante de breve de silencio, que te anuncia que estabas a punto de dejar atrás los rótulos de colores, los coches y las calles asfaltadas. Mientras atravesaba el pasadizo de piedra recordé la conversación que me había llevado hasta allí.

– Venga, anímate. Nos tomamos algo en los puestos, además necesito comprar alguna cosilla para la comida. Nunca he cocinado para ti, hoy me apetece hacerlo, no se me da mal la cocina.

– Es que habrá un montón de gente, ¿y si optamos solo por la comida?

– De eso nada, la fiesta y el buffet van en el mismo paquete no se vende por separado. ¿Vienes?

Por supuesto, dije que sí.

En los últimos años las fiestas que recrean épocas, pasajes o acontecimientos históricos se han multiplicado de forma exponencial, abarcando todas las edades de la humanidad desde la romana, pasando por la medieval e incluso existe alguna prehistórica. En mi ciudad se ha optado por el siglo XIX, concretamente, celebramos la expulsión de la ciudad de los malvados franceses para reinstaurar un rey absoluto, con tal motivo durante dos días el casco histórico se convierte en un escenario de serie de TV histórica de bajo presupuesto

Los rayos de sol primaveral iban ganando terreno a las últimas sombras de la mañana, en unas calles que ya comenzaban a llenarse con gente, muchos vestidos con ropas de la época de la Reconquista del siglo XIX, podría decirse que había tres bandos los aldeanos vigueses, los soldados franceses y, los que, como yo, que no nos caracterizábamos. A lo largo de mi vida en contadas ocasiones me había disfrazado, aun así, no podía dejar de admirar y reconocer, el trabajo en recrear aquella ropa de la época y el cuidado que ponían algunos en los detalles.

Un mensaje de Julia indicándome donde estaba hizo que regresará al siglo XXI, cualquiera de las bocacalles me valdría para llegar a mi destino, así que opté por la que me parecía que tenía menos gente y me dirigí hacía la Plaza de la Colegiata, detrás de un grupo de soldados franceses que debatían con un grupo de bravos aldeanos sobre la mejor opción para el avituallamiento en los locales de la zona.

Al llegar a la plaza principal del Casco Vello comenzaron los primeros apelotonamientos de gente, que sumado a los puestos donde se servía vino, cerveza y choripanes, la comida estrella de estas fiestas compuesto por un chorizo frito dentro de un bollo de pan, hacía que cada vez me costase más avanzar y que por un momento añorase mi terraza favorita donde suelo estar desayunando las mañanas de los domingos.

A medida que llegaba a mi destino algo iba cambiando en el ambiente, de las terrazas llenas de familias y niños correteando por la plaza a corros de gente charlando y riendo animadamente de pie, y las copas de vino y cañas dejaban paso a los botellines de cerveza sujetos por dos dedos.

La zona de la Catedral estaba ocupada por grupos de amigos formados mayoritariamente de gente joven, que iban invadiendo las esquinas y entradas de los bares dificultando el paso a los que queríamos avanzar, en una de esas esquinas había un grupo que por sus rostros estaban de reenganche de la noche anterior, y ahora estaban diluyendo su testosterona sobrante en cerveza, mientras uno de ellos, explicaba al resto lo cerca que estuvo de pillar cacho aquella noche.

Antes de meterme en la plaza intente encontrarla entre el laberinto de cuerpos y rostros que se desplegaba delante de mí, recorrí con la mirada todas las esquinas, pero no conseguía distinguirla, lamentando no haber quedado con más precisión y empezando a planear cual sería la mejor forma para convencerla de que era mejor perderse entre las sábanas que entre aquella marea de gente.

Tras unos minutos comprendí que encontrarla con la mirada era imposible, así que desistí y me dirigí hacia las escalinatas de la iglesia, a medida que me acercaba a ellas entre las voces animadas de las conversaciones de la gente, se oían los acordes de una de esas canciones populares gallegas que se escuchan en cualquier fiesta o romería gallega, me deje guiar por ella, en la explanada de la iglesia se había formado un corro amplio de gente alrededor de una improvisada mesa de sonido y unos altavoces de donde salía aquella música.

Aunque para muchos, la música popular gallega se identifica con gaitas, en los años 70 se hicieron populares ciertos ritmos y melodías, con que unos arreglos audaces y muchas letras en gallego que pronto calaron en el imaginario popular, ya que eran como un llamamiento a la alegría y al baile. Y bajo los acordes de esa melodía descubrí a Julia bailando con otra muchacha mientras a su alrededor un corro aplaudía animándolas al ritmo de la música.

Me quedé embelesado mirándola, estaba vestida de época con un corpiño que ceñía y levantaba su pecho bajo una blusa blanca, y al que cruzaba una toquilla atada por detrás a la cintura. Completaba su atuendo una falda hasta los tobillos de color rojo adornada con una banda blanca de encaje, sobre la que caía un mandilón anudado por el borde en el lado izquierdo de su cintura.

Ambas giraban a ritmo de la música mientras sostenían la falda con una de sus manos, a veces giraban juntas enlazadas por sus brazos y completando varios giros de 360 grados, mientras la gente las animaba con palmas en aquella improvisada pista de baile frente a la Catedral.

Julia estaba realmente espléndida, su negro pelo, recogido al estilo de las jóvenes de la época, a modo de dos trenzas sueltas con un lazo, volaban con cada uno de sus giros. Para alguien acostumbrado a los marcos y referentes eróticos del siglo XXI, donde finas telas se ajustan a los cuerpos femeninos en forma de vestido, falda o pantalón, parecía difícil que una gruesa falda de lana que apenas se levantaba a 20 centímetros del suelo, resultará sensual y que su tosco vuelvo me resultase erotizante, pero así era. Aquella canción hablaba sobre como un joven cortejaba a una chica “xirando” – girando – alrededor de una chica, pero en este caso era ella la que giraba cada vez más cerca de donde me encontraba.

En uno de sus giros nuestras miradas se sostuvieron apenas unos, los suficientes para sentir la complicidad que nos unía. Pero como en esos sueños en que estas a punto de besar a la chica y desaparece, Julia y su compañera de baile desaparecieron entre la gente, que al ver que el espectáculo había terminado enseguida ocuparon el espacio antes ocupado por ellas.

Otro clásico de las romerías gallegas empezó a sonar cuando la vi descender por la empinada rampla que une la parte alta del barrio con la baja, girándose me buscó entre la gente que había dejado atrás, no tardó mucho en localizarme, sonriéndome con un gesto me indicó hacia dónde se dirigía, mientras su amiga tiraba de mano obligándola a avanzar.

Dejé atrás la animada plaza repleta de soldados franceses y exaltados vigueses, justo, cuando estaban a punto de empezar una batalla de canciones populares, y me dirigí a la rampa por la que momentos antes habían descendido Julia y su amiga. Desde allí se podía ver toda la calle, en la que convivían las edificaciones de la ciudad vieja con alguna de la época en que se le comieron terrenos al mar. A ambos lados había de puestos de madera prefabricados, en los que comerciantes, ofrecían todo tipo productos desde comida, artesanía, rosquillas o licores hasta diademas de flores. En el aire los aromas de pan con chorizo, nubes de azúcar y garrapiñadas se disputaban mi olfato mientras intentaba esquivar a la gente que avanzaba sin rumbo o que se detenían frente a alguno de los puestos creando un tapón infranqueable.

La busqué de nuevo entre la aglomeración, esta vez no me costó demasiado encontrarla a pesar de la multitud, estaba a unos diez metros de mí curioseando entre los puestos ambulantes. Al verla no pude evitar acompañarla con la mirada, había algo en su forma de caminar que me seducía, su forma de hacerlo sin prisas, con pasos cortos y lentos, un rasgo que coincidía mucho con su modo de ver la vida, que era tomarse el tiempo necesario para saborearla y disfrutar de los momentos que le ofrecía. Cuando algo le gustaba, una breve sonrisa la delataba, en eso era transparente, sabias cuando estaba a gusto y cuando no, cualquiera de aquellos comerciantes con un poco de pericia sabría al instante si podría venderle algo.

Las seguí manteniendo una distancia prudencial, distancia que no impidió que nos cruzásemos de vez en cuando nuestras miradas, mientras caminábamos calle abajo hasta llegar la zona del Berbes. De nuevo dos hileras de puestos con su mercancía, pendones de las farolas con motivo de la Reconquista y más gente disfrutando de la fiesta y de un grupo de bailes autóctonos bailando una muñeira al son de las gaitas.

Aquella aglomeración de gente me empezaba a agobiar, busqué de nuevo a Julia, pero no la encontré y después de varios minutos me pareció imposible localizarla entre todas aquellas cabezas. Aunque aquel juego me gustaba, e incluso me había parecido excitante en algún momento, lo cierto era que la cada vez más masificada plaza me empezaba a resultar por momentos desesperante, por instante barajé la posibilidad de enviarle un mensaje diciéndole que la esperaba en algún bar, pero al final opté por acercarme a la zona donde la había visto por última vez.

Después de sortear decenas de animados grupos de fuerzas de ocupación francesas, libertadores y curiosos espectadores conseguí alcanzar mi destino, esta vez con premio, pero no exento de sorpresas, dentro de uno de los puestos de aquel mercado de productos gastronómicos y artesanales que ocupaban el último tramo de la calle ocupado, estaba su compañera de baile atendiendo sonriente a una pareja de señoras sobre uno de los productos expuesto, y a su lado Julia, vestida con aquel traje de época, apenas maquillada con su pelo negro recogido en dos trenzas que se perdían entre sus pechos, verla hizo que por unos instantes olvidase el asfixiante ir y venir de la gente.

Aunque dudé un instante, decidí acercarme más. Un mostrador con vasijas de barro lacado con diferentes variedades de miel artesana, me sirvieron como excusa para pararme y disimular mi presencia allí.

– Son todas mieles artesanas, ¿Quiere probar alguna?

Era la voz de Julia acercándose hacia donde estaba, solo aquella mesa a modo de expositor me separaba de ella, el corpiño hacia que la forma redondeada sus pechos resaltasen entre la blusa, aunque esta los cubría en su totalidad, no pude evitar desviar mi mirada hacia ellos cuando se reclinó para alcanzar uno de las vasijas de miel.

– Esta es miel de Queiroga, se produce en las montañas; es de tonalidad roja oscura, mire – me dijo acercando la vasija de miel – su sabor es duradero, pero ligeramente amargo. Creo a usted le gustan las cosas más dulces.

Al inclinarse su mano rozó mi brazo que sumado al olor de su perfume hizo que ese magnetismo que irremediablemente que producía en mí, casi me traicionase cuando su rostro paso cerca del mío.

– ¿Sabe?, no todas las mieles tienen la misma textura, ni por su puesto el mismo paladar, esta procede de la flor del eucalipto, se la denomina Milflores, es menos densa que otras y se diluye con facilidad al mezclarse con algún líquido.

Me explicó mientras introducía un pequeño palo de madera en el tarro de miel, al sacarlo un hilo de miel se fue formando entre el recipiente y el extremo de la madera, Julia con su pulgar fue enroscando el hilo hasta recogerlo.

– A mí me hipnotiza su color ámbar, su sabor suave y dulce, pero sobretodo la caricia de su textura en el paladar.

Sin darme cuenta y encandilado por el sonido de sus palabras, me encontré aquella cucharilla de madera al borde de mis labios y los ojos de Julia clavados en los míos, esperando mi reacción.

– Como no abra pronto la boca se me caerá toda la miel, estos probadores de madera son muy pequeños y esta miel es casi líquida.

No sé si embobado por su mirada o por su descarado desparpajo abrí mis labios y el dulce sabor de la miel inundó de inmediato mi boca, el roce de la madera sobre mis labios se hizo eterno como si el mundo que estaba me rodeaba se parase durante esos segundos.

– Lo bueno de la miel es que se puede comer tal cual. Una cuchara la mete en el bote y a degustar su dulce sabor. ¿No le parece?, además en poco tiempo la energía correrá por todos los miembros de su cuerpo.

Nunca fui un gran aficionado a la miel, pero en ese instante hubiese comprado todo el expositor. Julia sabía lo que estaba sugiriendo y manejaba los detalles conmigo, me manejaba con su actitud inocente y yo me dejaba manipular, me gustaba. Sabía que en algún momento aquello tendría que parar, pero no iba a ser hoy.

– Por su expresión veo que le ha gustado la miel de Milflores, pero si me pregunta cuál me llevaría yo, sin duda, sería la de Silveira. Es una variedad que nace entre los rosales y las silvas que las abejas que recogen mientras polinizan las flores del rosal.

Mientras paso a paso fue repitiendo el ceremonial anterior, escogió otra cucharilla de madera, la introdujo en el recipiente y con un ligero juego de su muñeca fue enroscando el hilillo de miel en la madera, en el que se fue formando una lágrima de miel. Pero esta vez el destino fueron sus labios, y no los míos, que instintivamente ya se había abierto esperando recibir aquella gota de ámbar brillante.

– Jajaja, vaya lo siento. Es que cuando veo esta miel, el instinto me lleva a metérmela en la boca. Además, ¿Sabe una cosa?, no se la voy a dar a probar, fíese de mí. Llévela y no se arrepentirá.

Sin que me diese tiempo a pronunciar una palabra, Julia ya había metido el frasco de miel en una pequeña bolsa de papel reciclado.

– ¿Se lleva el señor, Julia?

La voz de su amiga que acababa de aparecer rompió mi encantamiento.

– Si, toma cóbrale uno de Silveira. Le ha encantado y se lo lleva.

Le di un billete de 20 euros a su amiga, que se alejó con ellos hacia una improvisada caja de madera que hacía las veces de caja registradora.

– Es Laura, somos amigas desde pequeñas, su familia tiene una pequeña empresa de productos gourmet, y me gusta pasar por aquí y echarles una mano en días como este.

– Ya, si te soy sincero no me gusta mucho la miel.

– Eso depende de con que la acompañes. Te espero dentro de una hora en mi casa, aprovecha y tomate algo mientras.

En ese momento apareció Laura con mi cambio y Julia me dio la bolsa de mi adquisición.

– Ya verá como la disfruta, señor, y muchas gracias.

A medida que me alejaba, el ruido de la fiesta fue disolviendo poco a poco la burbuja que se había creado a mí alrededor mientras escuchaba la voz de Julia, el reloj del teléfono me indicaba que aún quedaba una hora para nuestro encuentro, así que me perdí entre la marea de gente mientras un ligero sabor dulzón seguía estando en mi paladar.

La puerta estaba entreabierta, al fondo del pequeño pasillo estaba Julia, sentada en el suelo con las rodillas pegadas, el paño de la tela de su falda descendía de sus muslos dejando sus piernas descubiertas y formando un semicírculo a su alrededor de su cuerpo como un abanico de color rojo abrazándola. Su cuerpo se arqueaba sobre sus brazos, los cuales mantenía firmemente apoyados en el suelo sobre las palmas de sus manos. Su melena negra y brillante, liberada de las trenzas, caía desde su hombro hasta su llegar a su pecho y contrastaba con la blusa blanca ya sin el corpiño, tras ella en la cristalera del salón contiguo se podían ver los tejados de los edificios, lo que de alguna forma le daba un toque erotismo urbano a la escena.

Me dejé caer contra la puerta y me fui deslizando hasta quedar sentado en el suelo a pocos metros de Julia, sin decir nada, me gustaba aquella electricidad que se palpaba en el ambiente. En mi mano una pequeña bolsa de papel reciclado, de ella extraje la vasija de miel que momentos antes ella misma me había vendido, al sacarla noté su doble textura, una suave en la parte superior por las diferentes capas de barniz que la adornaban, y el resto era áspero al tacto debido a la porosidad de la arcilla. Recordé la escena de cómo había acabado en mis manos y la sonrisa que se formó en el rostro de Julia, al verla, parecía indicar que ella también recordaba aquel instante.

Sin romper aquel silencio empujé el frasco de miel hacia ella, que se deslizó con suavidad por el parqué de madera brillante, a medida que se le iba acercando fue perdiendo velocidad y cuando llegó a sus piernas, las abrió, dejándole paso hasta que se frenó a pocos centímetros de su entrepierna ocultando parcialmente sus braguitas blancas. Sus muslos levemente bronceados y el rojo de su falda, formaban un marco espectacular para el blanco de la tela de su ropa interior, casi oculta por los tonos marrones rojizos del recipiente relleno del néctar de las flores convertido en miel. Julia destapó el frasco sin levantarlo del suelo, uno de sus dedos desapareció en él para volver a aparecer bañado en miel, aunque poco después se perdió entre sus labios.

Me levanté y me acerqué a ella, le ofrecí mi mano para levantarse, pero con un gesto me pidió que me sentase enfrente de ella.

– ¿Así que no te gusta la miel?, seguro que desconoces sus propiedades, por eso no te gusta.

Dijo, quitándose la blusa y arrojándola hacia el fondo del pasillo, al ver mis intenciones de lanzarme sobre sus pechos, me volvió a frenar.

– No hay que precipitarse cuando se está demasiado excitado, saboreemos el momento.

Un hilo de miel descendió desde el inicio de su pecho hasta llegar a su pezón derecho, su habitual color rosáceo se tornó en ámbar a medida que la miel se iba acumulando y formando un piercing improvisado a su alrededor.

– Ahora sí, creo que ha llegado el momento de probarla

Mi lengua siguió el reguero que había dejado en su piel hasta llegar a su pezón dulce pero duro. Con sus primeros suspiros mis manos avanzaron por sus muslos hasta llegar a su sexo, mis manos lo buscaron, ella no opuso resistencia así que comencé a masturbarla delicadamente, con movimientos lentos, podía sentir como sus labios cedían fácilmente a cada pase de mi dedo. – Sabes a miel – dijo cerrando sus ojos y mordiendo mí hombro.

No tardé en pedirle que se tumbase, noté la áspera tosquedad de la tela de su falda mientras seguía acariciándola – quítamela, me da calor –  En el aire el aroma a miel se mezclaba con el calor del mediodía, únicamente una ligera brisa que entraba por la ventana refrescaba muy de vez en cuando la estancia.

Se quedó completamente desnuda, tumbada en el parqué de madera mirándome, esperando a mi siguiente paso. Mientras cogía el frasco de nuestra miel recordé el baile, las miradas cómplices entre los puestos del mercadillo y su morbosa habilidad de jugar con el significado de las palabras que nos había llevado a esta orgía de pegajoso y dulce sexo.

Otro hilo de miel descendió esta vez sobre su monte de venus, espere a que la gravedad hiciese el resto, la miel no es líquida aun así llego a su destino, lentamente, pero llegó. Su clítoris, al igual que anteriormente su pezón, se cubrió de una fina capa de color ámbar, en un caramelo de miel que no tardé en probar. Una capa dulce y densa al principio, dio paso a otra capa de sabor salado y de superficie delicada por la que mi lengua se movía en el sentido de las agujas del reloj, continué por el pliegue de sus labios húmedos abriéndose a mi paso, de vez en cuando algún resto de miel que había superado la cordillera de su clítoris volvía a endulzarme mi boca.

Su cuerpo se arqueó ayudándose con una de sus manos en el suelo, con la otra presionaba mi cabeza a la vez que enredaba sus dedos en cabello y empujándome más hacia su sexo, que cada vez se humedecía más. Mi lengua en su interior y el calor del interior de sus muslos llenos de restos de miel abrasando mis mejillas cuando sus piernas se cerraban sobre ellas.

No sé cómo, estábamos de pie, ella con su espalda apoyada en la pared, al observar su cuerpo arqueado, su melena revuelta, sus pezones brillantes por los restos de la miel, al igual que su sexo rosado y depilado, hizo que mi grado de excitación subiese a cotas pocas veces alcanzadas. – Acércate – dijo con un tono de voz aterciopelado y con una profunda carga erótica. No la hice esperar, fui subiendo por sus muslos, le pedí que se diese la vuelta, lo que hizo al instante, seguí mi recorrido subiendo despacio hasta llegar a sus caderas, la pegué contra la pared, busqué el frasco de miel y la derramé sobre su columna, su piel se erizaba a medida el reguero dorado bajaba por su espalda, cuando llego a su cintura lo recogí con mi lengua subiendo hasta su cuello.

Notaba la tirantez pegajosa del vello en mi piel cada vez que nuestros cuerpos se separaban, un cóctel de sudor y azúcar que nos estaba embriagando y haciendo salir nuestra parte más salvaje y sucia. Deje caer mi peso sobre ella apretándome contra su cuerpo, mi miembro se pegaba a sus nalgas, mis manos buscaron sus pechos, mis dedos sus pezones y mi boca mientras mordisqueaba sus hombros.

Situé mi miembro en la entrada de su sexo, pero sin penetrarla, únicamente para que sintiese el roce sobre sus labios siempre evitando penetrarla, cuando mi capullo rozaba su clítoris su cuerpo se tensaba apretando sus nalgas contra mi bajo vientre, permanecíamos así pegados durante unos segundos hasta que su cuerpo se volvía a relajar.

El sexo es la última expresión de nuestros deseos, el buen sexo nos hipnotiza, nos libera, nos permite expresarnos sin las limitaciones que nos imponen las palabras, si el sexo es bueno quienes hablan son nuestros cuerpos, es el único momento en el que cerebro, cuerpo y alma actúan de forma coordinada.

Mis manos bajaron hasta sus piernas, Julia se dio cuenta de mis intenciones y una ligera presión llegó para que abriese sus piernas y se reclinase apoyando sus manos en la pared, el roce se convirtió en penetración, con cada embestida hacía sonar sus nalgas, con cada embestida nos costaba más respirar, con cada embestida nos volvíamos más salvajes, con cada embestida se acercaba más el momento de un clímax que queríamos prolongar, pero sobre el que ya no teníamos ningún tipo de control.

Por sus reacciones sentí que ella no podría resistir más sin llegar a correrse, así que también me deje llevar y aceleré el ritmo a la vez que su cuerpo y el mío, se iba tensando y preparándose para la llegada de un orgasmo salvaje, pero con sabor a miel. Al acabar, permanecimos unos segundos sofocados y pegajosos mientras que por la ventana se coló una brisa fresca y la letra de una vieja canción marinera, unas notas sonoras que siempre me recordaran al sabor de la miel.

“corazón que nace libre

non se pode encadear”…

Meu amor é mariñeiro

Detrás de mí, un grupo de animados abuelos del barrio se quejaban de que los jóvenes abusaban del alcohol, y que además habían perdido todo pudor y decoro, pero si nos remontamos a las raíces paganas de la Noche de San Juan, esa noche era el momento que celebraban la vida, el amor y la felicidad, y todo el mundo sabe, lo que eso significa en cualquier época y cultura. Además, viendo la velocidad con la que aquellos abuelos vaciaban sus tazas de vino, era patente que esa destreza la habían ido perfeccionando a lo largo de los años, así que sus noches de San Juan tampoco debían estar libres de pecados.

El pecado, es uno de los ejes centrales de cualquier creencia religiosa, se basa en la idea “salirse del camino”, un camino que nos marcan esos códigos de conducta que son las grandes religiones monoteístas, pero para ser purificado se tiene que haber pecado primero, o eso nos dice San Juan, el santo que da nombre al remake cristiano de la celebración.

El cielo estaba casi despejado, únicamente, algunos cirros de nubes que se desplazaban movidos por un ligero viento del norte, viento que de vez en cuando formaba una brisa marina que se agradecía, ya que la noche era sofocante y más cuando las llamas de la hoguera comenzaban a devorar los troncos, los viejos aparejos de pesca que la formaban.

Las hogueras que había disfrutado de niño habían ido desapareciendo paulatinamente por el avance de los edificios, hoy en día solo se permitían en algunos emplazamientos de la ciudad, mi barrio era uno de ellos, una pequeña playa y un largo paseo marítimo era un excelente escenario en el que cientos de personas disfruten, cada uno a su modo, de aquella noche.

Además de la hoguera principal, una decena de pequeñas hogueras iluminaban la playa con tonalidades rojas, amarillas y azules, en algunas, sus brasas rojas ardientes doraban sardina que acabarían en alguna rebanada de pan de maíz, en otras, grupos de jóvenes cumplían el ancestral ritual de saltar sobre el fuego y el contemporáneo ritual de subirlo al cielo de Instagram donde los dioses digitales esperaban ansiosos sus ofrendas.

Para quien no quisiese saltar sobre el fuego, se había inventado “la queimada” un brebaje compuesto por aguardiente, azúcar, gramos de café y frutas, que se quemada en una cazuela de barro a la vez que se entonaba un conjuro para ahuyentar los malos espíritus. El intenso color azul de las llamas de aguardiente y las gotas de fuego del azúcar convirtiéndose en almíbar cayendo del cucharon de barro ardiente, producen un efecto hechizante sobre quien la hace y sobre quienes observan cómo se elabora.

Cuando el fuego se consumió por completo, un remolino de gente rodeó el muro piedra sobre el que reposaba la cazuela de barro, todos en busca de un poco de aquel licor de aroma dulzón y embriagador. Me plateé acercarme, pero desistí de pelearme con aquella masa de jóvenes, viejos, mujeres y hombres por unos sorbos del aguardiente purificador, y decidí alejarme de la zona. Mientras buscaba con la mirada cual era el mejor sitio para alejarme de aquel bullicio de gente y del calor del fuego, noté como una mano se posaba en mi cintura utilizándola como apoyo para girar y quedar frente de mí.

– No son de barro, pero supongo que nos purificará igual.

Era Julia, ofreciéndome un pequeño vaso de plástico lleno de queimada recién hecha; como siempre aparecía en el momento en que menos me lo esperaba. Por un instante me quedé observando como el viento levantaba el vuelo circular de la caída de su falda dejando expuestos sus muslos durante unos segundos.

– Como me sigas mirando así, vas a tener que beber varios de estos para purificarte del todo.

– No esperaba verte hoy. ¿Has venido sola?

– No, con unos amigos, están allí al fondo de la playa.

– Vuelve entonces, seguro que te echarán de menos.

Julia dio un sorbo a su queimada, miró hacia donde estaba su grupo de amigos bailando y saltado alrededor de una pequeña hoguera, y tras un par de sorbos volvió a mirarme.

– Me gusta su sabor dulce y fuerte a la vez.

Me cogió de la mano y con la mirada me invitó a seguirla, dejamos atrás el bullicio de la playa y nos perdimos entre la clandestinidad de las sombras del paseo. A medida que nos alejábamos de la fiesta el silencio también iba ganado terreno y los acordes de la música sonaban cada vez más lejanos. No éramos los únicos, otras parejas intentaban perderse también entre las sombras, pero me sentí hipócritamente incómodo ya que nuestra diferencia de edad era evidente.

– La noche es hermosa, dejemos las miserias dormir y disfrutemos de su oscuridad.

La oscuridad se hizo más profunda a medida que nos adentrábamos en la senda que penetraba en las mismas aguas de la Ría. El paseo lo cubrían las ramas de los árboles que separaban la zona peatonal del pequeño acantilado de rocas. Julia apuro sus pasos, dejándome atrás, avanzando por el camino empedrado. La tela de su falda revoloteaba ayudada por la brisa marina y al darle la espalda a las luces de algunas pequeñas farolas, aquella tela se convirtió en un tapiz transparente bajo el que se dibujaba perfectamente el contorno de su cuerpo.

– Ven, sígueme. Aquí no nos ve nadie

– ¿Estás loca? Nos vamos a matar entre esas rocas

– Venga, si los jubilados se bajan por ellas para pescar ¿Tú no te atreves a bajar? ¿No soy suficiente pez para ti?

Otra vez apareció la Julia desafiante, allí estaba, oculta entre las sombras de uno de los arboles cercanos que bordeaban el paseo de aquella espiga de terreno ganada al mar, en su rostro entre zonas claras y oscuras, sus ojos negros me volvían a retar como otras veces.

– A hablar se aprende hablando, a improvisar, se aprende improvisando

Dijo a la vez que se ocultaba entre una de las rocas; la había perdido de vista y ahora solo veía su sombra reflejada sobre otra roca. Me quede observando aquel improvisado espectáculo de sombras chinescas, ella sabía que yo acabaría bajando y yo sabía que ella no subiría, así que disponía de tiempo para disfrutar del juego visual de su silueta entre la penumbra, la luz de la luna y la de una farola perdida del pequeño acantilado artificial.

La silueta de Julia se movía sobre la rugosa superficie de las piedras y las plantas de las namoreiras que crecían entre ellas. Las namoreiras son flores de costa, capaces de crecer en condiciones duras como entre aquellas rocas bañadas por la sal del mar y mecidas por constantes vientos. Pero a pesar de esa dureza, dice la tradición, que, si la coges la noche de San Juan, y eres capaz de introducirla en el bolsillo de la persona amada de manera discreta, la flor se encargará de enamorarla para toda la vida. Galicia es una tierra de hechizos y las meigas son sacerdotisas, uno de los pilares más importantes de su magia era la naturaleza, quizás pensaron, que, de alguna forma, la resistencia de aquella flor a condiciones tan duras se transmitiría a la nueva pareja de enamorados.

Los brazos de la sombra de Julia se abrieron, al hacerlo otra sombra recorrió su espalda, la de su camisa, hasta desaparecer sobre la roca. Ahora se podía ver perfectamente la silueta de uno pechos, una sensual curvada que terminaba en lo que parecía un endurecido pezón que al poco tiempo la sombra de dos dedos envolvió por completo.

Ver lo invisible empezó a excitarme, las cosas que no se ven pueden ser eternas como aquella escena de curvas femeninas de luz y penumbra sobre la superficie de una roca. Una brisa de aire movió las flores, sobre las que se proyectaba la sombra de su mano apretando la de sus pechos.

Por momentos podía oír su respiración tras la roca en la que se encontraba, mientras, al otro lado de la manga de mar, en las playas de la Ría, la luz de otras hogueras formaba un arco de llamas de colores rojos, amarillos y azules, algunas ya casi consumidas y otras aún permanecían en píe, resistiéndose a ser consumidas por el fuego de San Juan. Al igual que yo, que me resistía a bajar donde se encontraba Julia, podría decirse que otro tipo de fuego me estaba consumiendo, pero, aun así, estaba disfrutando de aquel momento de improvisación.

Una brisa trajo el aire caliente de aquellas hogueras y recorrió la costa, las flores de las namoreiras volvieron a moverse, pero sus tallos se mostraban firmes y tensos, al lado de ellas, sobre la superficie de piedra, y la misma brisa hacia que la sombra de la falda de Julia subiese por la de sus piernas dibujando sobre la roca todo tipo de sensuales figuras.

Noté que mi camisa se empezaba a pegar a mi cuerpo, el calor húmedo de la noche, ayudado por el que desprendían de las hogueras, me estaba haciendo sudar. Solo la proximidad del mar y alguna brisa perdida refrescaban de vez en cuando el ambiente.

– Empieza a hacer mucho calor.

Era la voz de Julia tras la oscuridad de las rocas

– Sí, tengo la camisa empapada.

Le respondí a su proyección sobre las rocas. Como todas las sombras, carecía de volumen, aun así, desprendía una carga brutal de erotismo, y también, como las demás sombras, convergía en punto de contacto con el cuerpo que las proyectaba, en este caso, sus pies dentro de unas sandalias de suela marrón y una tira de tela vaquera, que cruzaba y cubría parte del empeine, sobre las que al poco tiempo cayó su falda.

– Pues quítatela y ven aquí.

Descendí por la empedrada bajada llegando casi hasta el borde donde empezaba el mar, ya de frente la busqué en la penumbra hasta encontrarla en una especie de cueva formada por unas rocas que a su vez cubrían las ramas un árbol, haciendo que aquella esquina permaneciese oculta a la vista de cualquiera.

Estaba de pie, conservaba únicamente una braguita de color blanco que resaltaba entre la oscuridad de aquel rincón, en el suelo estaban la blusa y la falda que previamente habían formado parte del estriptis de sombras chinescas que había presenciado.

– Hueles a humo y a sardinas asadas.

– Es la noche de San Juan.

– Hay una canción que dice que en esta noche el noble y el villano, bailan y se dan la mano sin importarles la facha.

– …Juntos los encuentra el sol a la sombra de un farol empapados en alcohol magreando a una muchacha…

Antes de acabar la estrofa, mi camisa ya estaba en el suelo acompañando a su falda, y a los pocos segundos sentí como sus manos acariciaban mi espalda, las yemas de sus dedos bajaron desde mi hombro hasta llegar a mi cintura. El silencio no era absoluto, a lo lejos se oía la música y el bullicio gente de la hoguera, pero solo era un rumor lejano casi imperceptible que se mezclaba con el que producía el mar al chocar con la orilla.

Mis pantalones no tardaron mucho en acompañar a mi camisa, sentí la brisa del mar en mis muslos y la mano de Julia en mi miembro, sus dedos comenzaron a recorrer mi capullo acariciándolo formando de círculos a la vez que lo apretaba suavemente. Sin esperar mucho más, lo acercó a su boca y posando su lengua sobre él comenzó un lentísimo sube y baja.

La oscuridad de nuestro escondite no me permitía verla con claridad, únicamente algunos rayos de luz, que se colaban entre las ramas de los árboles, formaban un juego de claroscuros sobre su piel morena. Mi vista se perdió siguiendo la estela de color azul de un faro, que sobre la superficie del mar que parecía moverse al mismo ritmo que sus labios. Mi espalda buscó un punto de apoyo entre aquellas rocas, al hacerlo, sentí la fría e imperfecta rugosidad de aquella superficie en mi espalda, a la vez que la suavidad húmeda y caliente de su boca en mi miembro.

De vez en cuando, un ligero viento traía un fuerte olor a madera quemada que se mezclaba con el de la tierra y el salitre del mar, una extraña mezcla de aromas que hizo que me olvidase que enfrente de nosotros, al otro lado de aquella pequeña ensenada, un par de cientos de personas bailaban y se reían.

La sensación de sus labios resbalando por la zona más sensible de mi glande, hizo que presionase todavía más mi espalda contra la roca que me servía de apoyo, pequeños fragmentos de roca se clavaban en mi espalda, mientras sus manos subían por mis piernas, su boca abandonaba la parte de mi cuerpo que la había mantenido ocupada, siguió subiendo hasta que nuestras caras quedaron una frente a la otra, entre la penumbra de las sombras y algún rayo de luz que se colaba entre las ramas.

Desplazó su mano hacia mi sexo, lo agarró y muy despacio lo fue acercando al suyo, justo cuando nuestras miradas se cruzaron se lo introdujo dejando escapar un gemido. Otra vez el penetrante olor a humo, tierra y salitre, se metía en mis fosas nasales, pero esta vez mezclado con el de nuestros cuerpos cada vez más húmedos por el bochorno y la excitación.

Comencé un movimiento suave, entraba y salía de su sexo sin apenas presión. La brisa del mar comenzó a soplar suavemente, aquellas corrientes de aire llenaban nuestros pulmones de un aire fresco y nos daba fuerzas para seguir con nuestra coreografía a base de movimientos lentos y suaves, moviéndonos en la oscuridad, despacio sin prisas sobre una roca que no medía más de metro y medio.

Una ola más fuerte que la demás, posiblemente producida por algún barco de pesca que empezaba a faenar, rompió contra la orilla. Sus gotas de agua fría salpicaron mi cara y empaparon su espalda, su cuerpo reaccionó al frío del agua apretándose con fuerza contra mí, sus pechos mojados por el sudor y el agua empaparon mi piel, la humedad de ambos facilitaba que el cuerpo de Julia se deslizase sobre el mío como dos piezas recién engrasadas.

Durante unos segundos, ayudados por un fugaz haz de luz, nuestras miradas se cruzaron por un momento; sus ojos se clavaron en los míos, después su lengua recogió una a una las gotas que descendían por mi rostro hasta llegar a mis labios.

Mis labios agrietados ardieron por contacto de la sal hasta que el húmedo roce de su lengua los templó, entretanto su sexo se empezaba a contraer, notaba la presión de su vagina cerrándose sobre mi miembro cuando la penetraba y sus uñas clavándose en mis hombros buscando apoyo para tensar más su cuerpo sin que me saliese de dentro. Muy a lo lejos se podían oír los redobles de los tambores de una canción a la vez que otra ola se rompía salpicando su torso y un reguero de agua fría corría por su carne morena hasta llegar dónde nuestros sexos se unían.

El frío líquido empapó el vello de ambos sexos y mis manos sintieron como la piel de sus nalgas se erizaban por el deseo y el contraste de temperaturas, la atraje hacia mí, volví a sentir la rugosidad de la roca en mi espalda, pero me daba igual, la acerqué más, la besé y así permanecimos unos segundos.

Su aliento caliente se mezclaba con el viento, el mismo que de vez en cuando movía las sombras sobre su rostro y permitía que nuestras miradas se cruzaran, al hacerlo, vi en sus ojos que el orgasmo era inminente, ella debió ver lo mismo en los míos, de tal forma que apretó sus piernas fuertemente contra mí, yo la elevé ligeramente para facilitar mis movimientos y aumenté el ritmo de forma paulatina. Julia clavó sus uñas en mis brazos, aguanté el dolor de sin dejar de penetrarla mientras de su garganta salía un orgasmo. El ritmo de su respiración fue descendiendo hasta que de nuevo la calma de la noche se apoderó del momento, arriba a lo lejos se oía el murmullo de una conversación completamente ajena a lo que estaba sucediendo a pocos metros.

– Vamos a tener que saltar muchas hogueras para purificar nuestros pecados.

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