Dos dedos de frente
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Dos dedos de frente
A Sin dos dedos de frente
Era fin de semana y tocaba ir a mi club gay favorito. Estaba abarrotado, como siempre. Me acerqué a la barra y me pedí un ron con cola. Al apartarme de la barra le di con la mano en el culo a un chico. Estaba buenísimo. Me miró sensualmente y se volvió para cogerme la mano. Tiró de mí y me llevó a la calle.
Seguimos andando sin hablar hasta su casa. Vivía muy cerca. En cuanto entramos vi que se quitaba la ropa y me puse desnudo, pero nos dejamos los calzoncillos. Vi su bulto atrayente, me acerqué a él y se la cogí haciéndole un masaje. Él me la cogió a mí. Nos quitamos los calzoncillos y nos echamos en el sofá. Se dio la vuelta y vi su redondo culo esperándome.
Le abrí las nalgas y metí allí mi polla caliente y comencé a bombear con fuerzas. Me corrí como un loco, pero me di cuenta de que se había quedado dormido. Me vestí mirándolo y pensando en follármelo otra vez, pero abrí la puerta y me fui otra vez al club. Estaba seguro de que allí encontraría a otro tío morenazo y echaría otro polvo. Me esperaba una noche loca.
B Con dos dedos de frente
Mamá había salido como todos los viernes a cuidar a mi anciana abuela. Desde que papá nos dejó para siempre, no podía estar en casa solo. Los techos me parecían más bajos; por muchas luces que encendiese, todo lo veía negro. Miré a la pantalla de la tele apagada «¡Es como mejor se disfruta de ella!», me dije.
Sobre la mesilla había una revista de modelos. Mamá era muy aficionada a la costura, así que comencé a ojearla. No sólo había cuerpos perfectos de mujeres, sino también cuerpos perfectos de hombres. Los observé indeciso. Pensaba que si algún día no me hacía modelo, iba a tener que encontrar a alguien así que estuviese a mi lado, que me acariciase, que me dijese cosas al oído. Pero no. Estaba solo. No tenía a quien decirle «esta boca es mía».
En la parte de debajo de una página, vi un anuncio de colores chillones y de mal gusto. Hablaba de un lugar de ambiente gay. Lo primero que se me ocurrió fue cerrar la revista y tirarla con desprecio sobre la mesa pero, echado hacia atrás en el sofá, la miré intrigado ¿Qué sería aquel sitio?
Busqué la página y no me costó trabajo de encontrarla. Los colores del anuncio estropeaban toda una bellísima composición de fotografías de modelos masculinos. «No voy a encontrar a uno como estos en ningún club de esos».
Me levanté sin pensarlo demasiado, me duché, me perfumé y arranqué aquel horroroso anuncio de la revista; allí estaba la dirección.
Tuve que tomar un taxi, pero le dije que me dejase unas cuantas calles antes. Todo estaba muy oscuro y silencioso. No llovía, pero la niebla era tan densa que mojaba. Me abrigué bien y me pegué a la pared hasta dar la vuelta a una esquina. Allí estaba el club; escondido en una calle intransitable y fundido en la niebla. No había luminosos de neón; no estaba anunciado. Me acerqué a la puerta de metal. Me dio la sensación de estar esperando para entrar en una cárcel, no en un club. Alguien miró por una portezuela con rejilla y abrió rápidamente. Lo más seguro es que le gustó mi aspecto. Posiblemente, si hubiese sido un tío feo o de mal aspecto, no hubiera abierto y me hubiese quedado allí, mojándome, toda la noche. «Igualdad de oportunidades, que se llama».
Las luces del interior eran muy tenues. El vigilante se acercó a mí sonriéndome desagradablemente sensual. Me ayudó a quitarme el chaquetón húmedo, lo colgó en un perchero de diseño y me entregó una ficha con un número ¡a cambio de 5 euros, claro!
Entré por varios pasillos no muy anchos. Los chicos estaban echados en la pared y me miraban descaradamente al pasar «¿Te vienes?». Corrí atemorizado hasta la sala principal; una mezcla de bar y pista de disco. El DJ estaba subido en algo parecido a un altar traslúcido y, por detrás de él, salían penachos blancos de humo que se arrastraban por los suelos llenando la pista. Casi no se podían ver los pies de los que bailaban como zombis.
Crucé como pude entre aquellos muertos danzantes y uno de ellos me dio un golpe en el culo. Se volvió a mirarme inexpresivo y sus ojos recorrieron mi cuerpo hasta donde el humo le dejó ver. Se volvió indiferente y siguió bailando. Me acerqué a la barra. Me dio la sensación de que allí regalaban la bebida porque tuve que hacer cola hasta llegar al mostrador.
- ¡Un ron con cola! grité al camarero - ¡Hielo no!
Hizo un gesto de no oírme acercándose más a mí.
- ¡Ron! hice una pausa - ¡Con cola!
Me pareció que había entendido lo que le gritaba; y me había entendido más o menos. Trajo un vaso lleno de hielo hasta arriba, vertió menos de una copa de ron, que con el hielo, casi llenó el vaso. Abrió una botella de cola, echó un chorrito y la soltó en el mostrador dando un golpe. Levantó las manos sin expresión mostrándome los diez dedos; en sus labios me pareció leer «¡diez!». ¡No está mal!, pensé, ¡diez euros por un puñado de hielo!
Empujando hacia atrás pude salir de allí, pero una de mis manos, al abrirme paso, se posó sobre algo que me pareció claramente una nalga. Miré atrás asustado: «¡Perdón, lo siento!»
El chico al que golpeé se volvió, quizá, por saber si alguien lo llamaba, pero al verme hablarle se sorprendió y se volvió del todo: «¡No pasa nada! ¡No te preocupes!».
¡Perdona, chico! volví a gritarle -; ¡no puede uno moverse aquí!
¿Qué? acercó su rostro al mío - ¿Me llamabas?
¡Joder, tío! me iba a quedar afónico -; ¡con esta música escandalosa a todo volumen no se puede hablar!
No podía creer lo que pasó. Su mano, se agarró a la mía y tiró de mí sonriente. Parecía un chico muy agradable. Me llevó a los pasillos y cruzamos entre los «espectadores» mientras me miraba y apretaba mi mano haciéndome un gesto para que no hiciese caso de aquellos que estaban allí. Por fin, llegamos a la entrada.
¡Hola, tío! me dijo - ¡Por lo menos aquí no hay que gritar tanto! ¿Me buscabas?
¡No, no, chico! le grité - ¡Lo siento! ¡No quería golpearte; es que había mucha gente!
Me miró un poco sorprendido, llevó su mano hasta mi vaso y lo puso junto al suyo sobre una mesilla. Luego le habló al vigilante.
- ¡Vamos a salir un momento! gritó - ¡No nos vayas a dejar fuera, cabrón, que no hemos probado la bebida!
No se podían sacar los vasos de cristal a la calle y ninguno de los dos habíamos probado el hielo. Se cerró la puerta.
¡Ay, chaval! exclamó -; si no salimos aquí no me entero de nada. Me encanta esa música, pero reconozco que no se puede hablar.
¡Es cierto! le sonreí - ¡Me gusta más oírte que verte!
Puso una cara extraña, echó su cuerpo hacia atrás y volvió a acercarse.
¿Cómo te llamas?
¡Agustín! ¿Y tú?
Moisés puso la mano en mi hombro -; cuéntame algo.
¡No, nada! le dije -; entré a pedir la copa y al salir te di sin querer ¡Lo siento!
Permaneció en silencio mirándome sonriendo.
¡Háblame otra vez, por favor!
¿Qué? exclamé - ¿No me oyes?
¡Claro que te oigo! rió -; por eso quiero que me hables más ¡Tu voz! ¡Nunca he oído una voz como la tuya!
¡Me alegro de que te guste! miré abajo - ¿Pero qué quieres que te diga?
¡Mira allí! señaló cerca - ¡Hay unas sillas de plástico! ¿Nos sentamos?
Verás - no quería que me malinterpretara - ¡Está lloviendo! ¡Nos vamos a poner empapados!
¡No, espera, Agustín! se ilusionó - ¡Dame tu ficha! Voy a entrar a por nuestros abrigos ¿Traes paraguas?
¡No! me eché el pelo para atrás - ¡La verdad es que no llueve, pero cae una humedad que moja!
Le di la ficha, se puso frente a la puerta y, sin llegar a entrar, le dio el vigilante nuestras ropas.
¡Toma, Agustín! me dio la mía - ¡Me gusta ese chaquetón! El mío ¡ya ves!
Nos vamos a mojar, Moisés me preocupaba -, no podemos sentarnos ahí y la noche no está para dar paseos.
¡Ven! me tomó de la mano - ¡Vamos a tomar un taxi y buscamos un bar tranquilo y normal ¡Háblame mucho! ¡No pares de hablar! Tu voz no se oye ahí dentro.
¡De acuerdo! ¡Te acompaño!
El taxi paró en un sitio muy extraño. No sabía dónde estaba, pero había un bar de luz tenue y grandes cristaleras. Entramos allí y salió un camarero a preguntarnos si queríamos algún sitio en especial.
¡Tú, Agustín! me dijo Moisés - ¡Elíjelo tú!
¿Te gusta aquella mesa con la vela junto a los cristales?
¡Claro! ¡Vamos!
Nos sentamos uno frente al otro y no dejábamos de mirarnos. Moisés no pestañeaba, pero seguía diciendo entre dientes: «¡Háblame, háblame!».
- ¡Me cortas, Moisés! esperábamos las copas - ¡Sé que si nos quedamos en silencio la situación se puede hacer muy tensa! ¡Pero ponte en mi lugar! ¿De qué quieres que te hable?
Apoyó sus codos en la mesa y su barbilla en sus puños.
¡Háblame, aunque me digas que me odias!
¿Qué? reí - ¿Cómo voy a odiarte? ¡No te conozco!
¡Quiero oír tu voz! Esa melodía que sale de esos labios de esa cara tan bella me fascina ¡Sé que no te gusto! ¡Quizá pienses que te voy a amargar la noche!
Nos sirvieron las copas y puse mis codos también el la mesa apoyando mi cara y mirándolo a los ojos; a aquellos ojos sinceros, chispeantes, ilusionados únicamente por oír mi voz
- Érase una vez un chico cualquiera, de una ciudad cualquiera
Aspiró sorprendido. Sabía que iba a inventarme una historia sólo por hablar ¡Por hablarle! Levantó la cabeza y sus manos se acercaron a mi rostro. Tomó mis mejillas como si no quisiera ni siquiera rozarlas y su boca se fue acercando a la mía. El camarero que atendía las mesas nos miraba un poco a disgusto.
¡Moisés! le susurré -; lo que haces me fascina, pero aquel camarero nos mira con malos ojos. Esto no es un club gay.
¿Y qué hago? lo vi disgustado - ¡Si te digo que te vengas a mi casa vas a pensar que !
¡Shhhhh! ¡Calla! ¡Déjame hablar a mí! Te gusta, ¿no?
No hubo contestación.
Vives solo y te da vergüenza de decirme que me vaya a tu casa y que te hable ¿Sabes una cosa? Si a ti te gusta mi voz, a mí me fascinan tus gestos ¡No puedo dejar de mirar esos ojos! ¡Llévame a tu casa! Te juro que te hablaré al oído todo lo que me pidas ¡Todo!
¿Me vas a decir que me deseas?
¡No es más que una frase! ¡Palabras! Pero si quieres que te diga la verdad ¡Te deseo!
¡Oh, no! ¿Por qué no nací sordo?