Dos de corazones

¿Te apostarías a la mujer de tu vida al póquer?

La maldita ficha roja rodaba entre mis dedos. El resto, todo lo que tenía, todo lo que me quedaba, todo lo que yo era, aguardaba en el centro de la mesa inconscientemente transmutado en fichas de otros colores. Verdes, azules, negras, naranjas, amarillas… ninguna más era roja. Ninguna podía serlo. En el sobrecogedor montón de fichas del bote había todo un arcoiris en el que solamente faltaba el rojo que mantenía en mi mano.

Castelar esperaba paciente con aquella sonrisa cínica en la boca que me llenaba de ganas de partirle la cara.

–

¿Ves o no ves? –me espetó el gordo hijo de puta que ya me lo había quitado todo y que quería que apostase lo único que me quedaba.

Volví la vista a la ficha con la que mis dedos trasteaban y mi mirada resbaló hacia el hueco que habían dejado sus hermanas de otro color en mi lado de la mesa. Hueco que ahora solo ocupaban mis dos cartas. Las ojeé de nuevo, como si esperase que hubieran cambiado en los últimos diez segundos y me diesen una mano vencedora. No era así. El as y el cuatro de corazones seguían allí, como implorándome que no lo hiciera.

Miré las cartas de mesa. El as de tréboles me hubiera dado una buena opción si mi kicker no fuera un cuatro. Mis ilusiones, por lo tanto, debían haber descansado en los proyectos que me abrían el tres y el cinco de corazones que habían acompañado al trébol en el flop . El river había doblado al cinco, y estaba seguro de que, por un lado u otro, Castelar me iba dominando. As de tréboles, tres de corazones, cinco de corazones, cinco de picas… Un dos me daba escalera, un corazón me daba color. En cualquier otro momento me hubieran quedado trece cartas posibles en el mazo donde descansaban las cuarenta y dos restantes. Un treinta por ciento de posibilidades, pero sabía que la posibilidad era mucho menor

Castelar me había metido en la partida, fingiendo un farol, cuando los corazones me abrían un gran abanico y el as me daba la pareja más alta de la mesa. Resubió mi resubida para evitar que yo fuera de vacío y... Ahora lo entendía todo. Mierda. Había jugado demasiado agresivo en esta mano. El cinco de picas seguro que le daba trío o el as le daba una pareja con un acompañante mucho más alto que el mío. Incluso… Miré a los ojos a Castelar. Su rostro era impenetrable, pero, de alguna manera, supe que me la había vuelto a jugar y leí las cartas que llevaba. As-cinco. El gordo cabrón llevaba un full y esperaba que me lo jugase todo a los proyectos cuando era prácticamente imposible que le venciera.

Miré a “El Polaco”. Su nombre era impronunciable y todos, incluido Castelar, para el que llevaba trabajando más de cuatro años, le llamaban directamente “Polaco”. Él también esperaba pacientemente a recibir la orden de repartir la última carta.

Ahora que lo sabía, tenía que reconocer que era un tahúr acojonante. Llevaba toda la tarde intentando averiguar cómo seleccionaba las cartas, pero no lo había logrado. Seguro que ya tenía preparado algún corazón que me diera color y, con ello, una sensación de victoria para que Castelar me quitara mi última ficha. La ficha roja.

Giré la cabeza a mi izquierda para verla. Ella seguía allí, de pie, sin perder de vista a mi rival. Carol conocía lo que significaba la ficha roja. La única ficha sin cifra porque lo que representaba era de un valor incalculable. La ficha que la representaba a ella.

Castelar sabía que era lo único que me quedaba y sonreía. Yo sabía que era lo único que realmente él quería de mí y no sonreía. Mi negocio, mi coche, mi casa… todo eso era un granito de arena para Castelar y sus millones. Mi chica, sin embargo, era la única causa de que me hubiera dado una segunda oportunidad para recuperar todo lo que había perdido.

Aquel cabrón lo había calculado todo para ganarme a Carol de la misma forma que yo la gané tres años antes: en una partida de póquer. “Lo que el póquer te da, el póquer te lo quita”. Veinte años antes, cuando me enseñaba a jugar a las cartas, mi tío Mario me dio varios de los consejos que más me han ayudado en mi vida. Ahora, a pesar de sus consejos, estaba a un solo paso de perder lo más importante que el póquer me había dado.

Pero no iba a ser hoy.

Castelar, con su full en mano, había cometido un error. Me había dejado una salida. Una sola carta que me podía dar la victoria.

Esa carta era el dos de corazones.

Sonreí y lancé la ficha roja encima del montón.

–

Veo –dije-… con una sola condición.


TRES AÑOS ANTES

Cuando Mauricio entró por la puerta, con las copas que le habíamos pedido, la estridente música del local inundó el despacho por unos instantes. El garito iba viento en popa desde que había contratado a aquel DJ lituano.

La música desapareció en el mismo momento en que la puerta se cerró.

–

Joder, Jaime, se nota que el despacho está insonorizado.

–

Lo sé –reí-. Me costó un dineral insonorizarlo hasta este punto, pero merece la pena. No soporto esa mierda de música.

Carolina repartió dos cartas a cada uno de los jugadores.

–

No voy –dijo Miklos con su difícil castellano, deslizando sus dos cartas boca abajo por la mesa–¿No jodas que el dueño del local no elige la música?

–

Subo –musitó Camilo-. Sigue dándome cartas de estas y luego en casa te lo agradezco, cariño.

Camilo. “El Cami” como lo llamaban, había traído a su novia para que repartiera por él cuando le tocase, ya que con la mano rota como tenía no podía hacerlo por él mismo. Tras un par de vueltas, habíamos decidido por unanimidad que Carolina repartiese todas las manos y así librarnos del engorro.

–

No voy –dijo Pedro, imitando el gesto de Miklos.

–

Yo no elijo la música –dije, respondiendo al húngaro mientras los otros dos jugadores también se retiraban de la mano-. La música la eligen las modas. Desde que contraté al lituano hemos doblado la caja. Así que se acabó poner a Calamaro.

–

¿Te gusta Calamaro? –preguntó Carol, sonriendo por primera vez en toda la tarde.

Sus ojos, grandes de por sí, se abrieron aún más y casi parecieron que iban a engullir el resto de su cara. Era una crupier muy eficiente, pero su rostro serio durante toda la partida creaba un clima tenso que me incomodaba.

–

Resubo –dije, para evitar que el “Cami” se llevara mi ciega grande con un farol. Mi pareja de doses era una mano suficientemente fuerte para competir-. Soy argentino… Me encanta Calamaro, si no te gusta, te retiran el saludo en casa. –reí.

–

Veo. –dijo rápidamente mi contrincante.

–

¿Argentino? No tienes acento. –comentó Carolina con evidente asombro, dejando de lado por primera vez la partida.

–

Reparte cartas, hostia. –se quejó impacientemente su novio.

–

Tranquilito, Cami, la niña y yo estamos hablando de buena música… Como te decía –continué hablándole a la chica e ignorando vilmente a su novio-. Llevo 15 años aquí en Madrid, y he perdido hasta el acento ehte pero si querés te puedo chamushar como cuando andaba por Baires . Si vas a sonreírme me vuelvo más argentino que el 'corralito', ¿V ihte ? –dije, recuperando y hasta forzando el acento que últimamente ya solamente me salía cuando hablaba con mi madre o con mi tío por teléfono.

Carol rio. Su risa cascabeleó suavemente por la estancia, rebotó por todos los rincones y hasta pareció iluminarla. En ese momento supe que me acababa de enamorar de ella. No era la mujer más hermosa del mundo, a su cara le faltaba finura y simetría, pero tenía una risa preciosa, alegre y sincera capaz de hacer estremecerse a cualquier corazón. No sé qué hacía con un camellito de poca monta como el “Cami”, cuya tristeza se contagiaba a todo aquello que alcanzaba a tocar aunque, mirando las marcas en los brazos de la morenita, podía entender el poder que sobre ella tenía mi rival de juego.

–

Saca las cartas de una puta vez –ordenó Camilo de malos modos.

–

Si vuelves a levantarle la voz a tu chica me levanto y te parto la boca. Gilipollas –dije rápida y tajantemente serio.

Llevaba muchos años tratando con gentuza como Camilo. Si les hablas como a un amigo, acababan tomándose demasiadas confianzas y siempre se acaban convirtiendo en un problema. Si les gritas violentamente, parecen pensar que los tomas como un rival digno y se crecen. El mejor resultado siempre lo daba hablarles como la mierda que realmente eran.

La estrategia funcionó y Camilo se quedó petrificado en su silla, más blanco que su propia escayola.

–

Reparte las cartas, por favor, Carol, a ver si se calla este subnormal –dije suavemente, mientras me inclinaba sobre Mauricio para decirle algo al oído.

Las tres primeras cartas cayeron sobre la mesa. As de picas, rey de tréboles y dos de picas aparecieron a nuestra vista. Camilo ni siquiera las había visto. Se había quedado mirando fijamente a Mauricio, que tras recibir mi orden se había dirigido al fondo de la sala. El camellito pegó un respingo cuando mi 'segurata' pasó a su lado. Aunque no era un hombre extremadamente alto, la simple presencia de Mauri era intimidante. El traje de chaqueta parecía en problemas para contener la anchura de sus hombros y brazos, y su rictus imperturbable lo hacía parecer más duro aún.

–

Tranquilo, Cami, solo le dije que pusiera algo de música.

Los primeros acordes del “Estadio Azteca” de Andrés Calamaro comenzaron a sonar suavemente. Carolina cerró los ojos y se dejó mecer por la música mientras, por primera vez, la mirada de Camilo entraba en contacto con el flop .

Siempre he sido bueno en leer los ojos de mis rivales. Las caras se pueden esconder bajo una máscara impenetrable y artificiosa, pero la mayoría de la gente contra la que había jugado no podía esconder la leve dilatación de sus pupilas con cartas que les ligasen, un imperceptible temblor de párpado si la mano se les torcía o, como en este caso, el brillo en los ojos que surgió en Camilo al encontrarse de frente con el as y el rey. Mi contrincante miró de soslayo a Carol, como dándole las gracias por las cartas, mientras yo sonreía por dentro.

“

Dobles parejas” gritaba a los cuatro vientos su mirada. Desgraciadamente para él, yo acababa de ligar un trío de doses que lo dejaba absolutamente dominado.

Pasé para dar la oportunidad de hablar al camello.

–

Subo.

–

Resubo.

–

Resubo.

–

Veo.

Camilo no era un gran jugador de póquer. Estaba teniendo mucha suerte y por eso era el segundo con más fichas después de mí. Pero no controlaba la cuantía del bote. Subía sin importarle lo que había en la mesa, solamente preocupándose por su propio s tack . Acababa de dejar en el centro de la mesa más de dos terceras partes de sus fichas y con lo que le quedaba de margen no podría jugar más que un all-in en la siguiente carta.

Miré a Carol, que se preparaba para sacar una carta del mazo mientras, de fondo, Calamaro cantaba con su peculiar voz: “dicen que hay un mundo de tentaciones, también hay caramelos con forma de corazones”. Nuestra particular crupier empezó a cantar, siguiendo la letra de la canción, mientras yo la imitaba en voz baja. Tenía una voz dulce y suave que embellecía la letra de mi compatriota.

–

Calla y reparte, Carol, por favor, sabes que los temas ese tipo me dan dolor de cabeza –Camilo se cuidó mucho de no levantar la voz, incluso de añadir una sonrisa que hacía parecer que bromeaba, pero su novia, a merced de la mirada con la que le respondió, no se lo tomó a bien.

Sin dejar de fulminar con sus ojos a Camilo, Carolina sacó la carta superior del mazo, la 'quemó', y colocó la siguiente boca arriba en la mesa.

Agradecí que Camilo estuviera mirando a su novia y no a mí en ese momento. Seguro que mis pupilas habían tomado al asalto la totalidad de mis ojos. Dos de corazones. Acababa de ligar un póquer de doses y mi rival estaba bien jodido.

–

Paso –dije.

Esperaba pacientemente a que Camilo hiciera lo único que le quedaba, echar su resto, pero eso lo hubiera hecho cualquier jugador experto, no el 'media-mierda' de Camilo.

–

Subo.

El camellito metió en el bote una apuesta casi ínfima, de quizás dos o tres veces la ciega. Con la mano ganada, yo ya no podía dejar de mirar a Carol que, a cada rato, bajo la fenomenal música de Andrés Calamaro, parecía más atractiva. “Prendido… a tu botella vacía…” sonaba desde el equipo de música.

–

Camilo -interpelé a mi contrincante.

–

¿Qué?

–

Veo que te quedan pocas fichas. Te ofrezco una ampliación –dije, sonriendo con malicia.

–

¿Cómo?

El resto de jugadores dejaron sus anodinas conversaciones y se centraron en Camilo y en mí. Era la primera vez en mi vida que ofrecía una ampliación de fichas en una partida de póquer. Pero el premio bien valdría la pena.

La canción acabó dando paso a unos segundos de absoluto silencio llenos de sorpresa y curiosidad en medio del despacho.

–

¿Has visto “Una proposición indecente”? ¿Qué valor le pondrías a pasar una noche con Carol?

Miklos rio, y junto con él Beto y Pedro. Mauricio y Santi, el sexto jugador, simplemente miraban la escena sin siquiera moverse. Eran dos hombres serios, pero estaba seguro de que se estaban divirtiendo con todo aquello.

–

¿Qué me estás contando, huevón?

–

Fácil. Te ofrezco un stack más de fichas. Si me ganas, son tuyas, te lo pagaré de mi propio bolsillo. Si gano yo, además del dinero que te jugabas, me llevo esta noche a Carolina.

–

No me vas a echar atrás con tus faroles. ¿Tanto miedo tienes? –La voz le tembló al camellito. Pésimo jugador de póquer. Se le veía incapaz de sobreponerse a la sorpresa.

–

¿Qué valor le pones a tu novia?

–

¿Cuánto tienes? –dijo de manera bravucona.

Sonreí. Lo cierto es que mis fichas superaban no por mucho a las de Camilo. La diferencia no era tan grande como para el premio que me quería llevar.

–

Quinientos –dije, echando mano al bolsillo-. Y esto.

Las llaves de mi 'Mercedes' cayeron sobre la mesa arrancando exclamaciones de sorpresa entre los jugadores. El coche me había costado más que el valor conjunto de todas las fichas que había en la mesa.

A Camilo se le cortó la respiración. Quizás pensaba en jubilar su viejo 'Renault' y conducir algo que, realmente, pudiera llamarse “coche” con todas sus letras.

–

¿Tú qué dices, Carol? ¿Te apetece tener un 'Mercedes' ?

La chica no contestaba. Simplemente nos miraba a uno y a otro sin articular palabra.

–

Yo no soy una bolsa de droga que vender, gilipollas. –le espetó finalmente a Camilo.

–

Tú te callas, no te he preguntado eso –respondió él-. Además, sabes que yo no pierdo las manos grandes.

Hice un gesto con la mano y Mauricio colocó unas treinta fichas más ante mi contrincante.

–

Veo –dije, igualando solamente la pequeña apuesta previa de Camilo y dejando que se lo jugara todo en el r iver .

Otra canción de Calamaro comenzó pero esta vez Carolina ya no cantaba. La joven crupier me observaba con una mezcla de odio y temor, aunque sus iras parecían centrarse en su novio, y por primera vez vi cómo le temblaban las manos. La primera muestra de nerviosismo de la muchacha en toda la tarde. Para ello únicamente había tenido que convertirse en el premio de una partida de póquer entre hombres de muy baja catadura moral. Si aquello no la ponía nerviosa es que no era humana.

–

Saca carta, Carol –ordenó el “Cami”.

La primera carta de Carol se le resbaló de las manos y cayó sobre la mesa bocarriba. Un tres de tréboles. Camilo la miró sorprendido. Yo también me asombré. Era la primera vez que tenía algún problema con sus cartas.

–

Esta es la que se quemaba. P-perdón –dijo la joven. Colocó el tres sobre las otras dos cartas 'quemadas' y sacó una nueva carta. As de corazones. Camilo tenía su full . Nada para luchar contra mi póker

de doses. Pero eso él no lo sabía.

–

Paso –dije automáticamente, dándole el poder a Camilo, haciendo entender que me atemorizaba la pareja de ases en mesa.

–

Envido.

Empujó sus fichas al centro de la mesa. Ese movimiento, decir yo “veo”, empujar mis fichas y mostrar mis cartas fue todo uno.

La cara de Camilo mudó de la confianza en la victoria a un rojo ira en cuestión de segundos cuando vio mi par de doses haciendo equipo con los otros dos de la mesa.

–

¿Pero…? ¡TU PUTA MADRE!

Creí que su furia se iba a dirigir a mí, pero al levantarse se giró hacia Carolina y levantó la mano en la que no tenía escayola presto a darle un guantazo a la muchacha. No llegó a descargar el golpe. Había puesto a Mauricio sobre aviso y en cuanto ese imbécil hizo el primer movimiento hacia su novia, mi ‘segurata’ le propinó un rápido y potente puñetazo en la sien.

Camilo cayó al suelo al momento, inconsciente, tirando unas pocas fichas en su caída. Nunca he visto a nadie pegar tan fuerte y tan rápido como a Mauricio. La lesión en la pierna que le impidió llegar a competir a nivel internacional en boxeo me había facilitado al mejor escolta que nunca había conocido.

–

Disculpen, caballeros, fin de la partida –dije, viendo como, de la cabeza de Camilo, empezaba a manar sangre.

Mientras todos recogían a la carrera sus fichas, que canjearían mañana por sus respectivas ganancias, y Mauricio se agachaba para cargar al inconsciente camello a la salida por la puerta trasera, yo únicamente agarré las llaves del coche y la mano de Carol y la saqué de allí a través del club.


–

¿Qué quieres que te haga?

Estábamos los dos en el interior de mi coche. Carolina había salido lentamente del estado de shock en que la había sacado del local y, poco a poco, iba cobrando consciencia del papel que le había tocado jugar.

La tenía a mi merced. Podía decirle que me mamase la polla mientras conducía, llevarla al asiento de atrás y follármela hasta gritar “basta”, podría incluso mearme en su boca y estaba seguro de que no se quejaría. Porque conocía las reglas del juego. Porque si yo no quedaba satisfecho de mi noche, ella no sabía de lo que yo era capaz.

Pero nunca he sido uno de esos.

Su mano esquivó el cambio de marchas y se posó sobre mi muslo, yendo rápidamente al contacto con mi polla sobre la tela de los pantalones. Mi verga respondió al instante, dando una cabezada como un potrillo nervioso ansioso por cabalgar.

–

Estate quieta. –respondí secamente.

Aparté su mano de mi entrepierna y arranqué el coche. El cuerpo de Carolina era demasiado hermoso y sus ojos demasiado atractivos como para poder contenerme si me seguía acariciando la polla un solo segundo más.

–

¿Por qué estás con Camilo? –pregunté mientras enfilábamos por una de las arterias principales de la ciudad.

–

¿Eh? No sé -respondió. Lo cierto es que para nada se esperaba encontrarse con una charla trivial en lugar de con una polla directamente avasallando su boca-… Me quiere… Me trata bien. Está enamorado de mí y hace que no me falte de nada.

Reí lacónicamente.

–

¿Qué pasa? –dijo.

–

Que me lo temía.

–

¿El qué?

–

Que tú no le quieres. Estás con él porque te consigue ‘caballo’.

El movimiento automático de Carolina fue cruzar los brazos, tapando así las marcas en las que yo ya me había fijado antes.

–

Sí… Bueno… ¿y qué? Él me da algo y yo le doy otra cosa.

Carolina se esforzaba en hablar como una puta. Apostaría un brazo a que hubiera preferido estar follándome a tener que mantener esa conversación y seguro que aún tenía esperanza de acabar así el diálogo.

–

Que entonces la pregunta es otra… ¿Por qué te drogas?

Frené en un semáforo y la miré directamente a los ojos esperando su respuesta.

–

¿Qué más te da a ti?

–

Esta noche eres mía, no lo olvides. Así que debes hacer lo que yo te diga. Ahora respóndeme ¿Por qué te drogas?

–

Pues supongo que por lo mismo que los demás, para evadirte empiezas con los porros, la coca, y luego pasas al caballo. Los amigos que te influencian, la sociedad… ya sabes. Mierdas de esas.

–

Y una mierda –Un taxista tras mi coche pitó, instándome a arrancar. El semáforo se había puesto en verde y retomé la marcha hacia mi piso-. Eres una mujer inteligente, Carolina. Lo leo en tus ojos. Tienes la mirada más inteligente que he visto nunca. En la puta vida te has metido coca, porque no es tu estilo. Ni tampoco tu estilo es seguir lo que te dicen los demás.

–

¿Y tú qué sabes de mí?

–

Me he pasado la vida leyendo las caras de la gente, sabiendo las cartas que llevan por la forma en que miran. Así que… si no te importa que te lo diga… puedo ver que te has quedado sin ases en la baraja... Por así decirlo.

Carolina rio a carcajadas. Debí haberlo adivinado.

–

Tío… es la primera vez que intentan ligar conmigo con versos de una canción de Kenny Rogers.

Reímos los dos.

–

Ahí lo tienes. Me acabas de dar la razón. Nadie que escuche a Kenny Rogers es un 'yonqui' de mierda que necesita de gentuza como el Camilo.

La sonrisa se le quebró a Carol. Al fin estaba a punto de romper el duro caparazón para lograr entenderla.

–

¿Por qué te drogas, Carol? -insistí.

La muchacha se quedó callada el resto del viaje y no volvió a hablar hasta que nos encontramos ante mi casa, un chalet adosado de tamaño mediano en una urbanización a las afueras de la ciudad.

–

¿Vives aquí? Joder con el garito, la pasta que debe dar

Reí por única contestación y pasamos a mi hogar. Una vez sentados en el sofá del salón, serví unas copas y me dispuse a indagar más en el alma de la muchacha. En sus ojos veía un enorme océano en el que sumergirme. Un océano lleno de vivencias y contradicciones que me recordaron a los de mi primera novia, si es que a los siete años se puede llamar novia.

–

Aún no me has respondido.

–

¿Qué? –preguntó extrañada, con su 'bourbon' en la mano.

–

¿Por qué te drogas?

La miré a los ojos fijamente, intentando que sus pupilas me dijeran la verdad que su boca negaba. Estaba seguro de que iba a intentar salirse por la tangente, o contarme alguna milonga, pero ella me devolvió la mirada, y aunque su cuerpo mantuvo la compostura, en el fondo de sus ojos vi cómo sus murallas se derrumbaban. No se esperaba bajo ninguna circunstancia lo que estaba ocurriendo. Carolina pensaba que la obligaría a desnudarse, que solo me interesaría su cuerpo, usarla, correrme en su interior y, si tenía suerte, dejarla marcharse para que regresara a su cochambroso piso a compartir cama con Camilo si este ya hubiera salido del hospital.

Pero mi amabilidad, mi paciencia, y mi forma de hacerla pensar que realmente estaba más interesado en conocer su alma que su cuerpo, al final habían surgido efecto.

–

Tú eres un tío listo.

–

Bué no tanto –reí.

–

Dije listo, no inteligente. No eres inteligente. No es inteligente “comprar” una mujer y querer que te cuente su vida. Yo sí soy inteligente. Demasiado. Pero no sabes la presión que es tener una mente por encima de las otras. Sabes que los que te conocen siempre van a esperar lo máximo de ti, pero eso no es lo peor. Lo peor eres tú misma. No poder dejar tu mente quieta, no tener un minuto de respiro porque no paras de pensar en todo lo que te rodea y eres incapaz de hacer que tu cerebro se relaje.

Me removí en mi asiento. Encontraba el discurso de Carolina sumamente interesante. Había reconocido desde un primer momento su inteligencia. La veía decir en voz baja la suma del bote cada vez que se hacía una apuesta. Solamente con la canción de Calamaro la había notado relajarse.

–

No creo que sea para tanto –expuse, no porque realmente no me lo creyese, sino porque mi mente científica precisaba una demostración.

–

Tienes cincuenta y dos botellas en el mueble bar de la derecha. El de la puerta de cristal. -dijo sin mirar.

–

Ese mueble es más ancho de lo que se ve, tiene como treinta centímetros a cada lado cubiertos por el marco. No c

–

Lo sé –me interrumpió-. Es simplemente por la acumulación de botellas. He contado ese espacio.

No necesitaba levantarme a contar las botellas porque estaba seguro de que habría acertado.

–

Esta noche has ganado tres mil cuarenta euros –continuó-, Pedro ha perdido seiscientos ochenta y nueve, Miklos ha ganado seiscientos sesenta y tres, Santiago ha perdido trescientos ocho y Beto ha perdido doscientos seis. Camilo ha perdido los dos mil quinientos con los que entró.

Reí y asentí complacido.

–

Y a ti. También te ha perdido a ti –añadí.

–

Solo por esta noche. Ese era el trato ¿No?

–

Eres muy inteligente. No vas a volver con un capullo que es capaz de apostarte en una partida de póquer. Ni aunque hubiera ganado.

Carolina rio.

–

Es más –añadí-, me atrevo a pensar que ya tenías pensado mandarle a la mierda cuando sacaste la última carta. Y que si has accedido a venir aquí es, por lo menos, para dormir caliente esta noche y mañana buscar otro sitio.

–

Retiro lo de que no eras inteligente. Bravo.

–

Pero no me has respondido. ¿Por qué te drogas?

–

Ya te lo he dicho, si has sabido escucharme.

–

A ver –hice como si pensara, pero sabía muy bien la respuesta-. Te odias por ser tan inteligente, porque eso no te permite disfrutar de algunos placeres, así que piensas que, por ese camino, tarde o temprano lograrás que la materia gris te cortocircuite y acabarás siendo una persona normal… No… no es eso, o no del todo al menos. Es mucho más sencillo. Cuando estás colocada no piensas. Y eso es un triunfo para ti. Te permite descansar. Si tu cerebro trabaja a la verdadera velocidad a la que crees, es la forma de hacerlo descansar a la fuerza, ya que, imagino, sufres de insomnio a menos que estés colgada. Por eso en la puta vida has probado la coca, porque es un estimulante y quieres justo lo contrario. Empezaste con los porros y cuando la 'maría' dejó de hacerte tanto efecto empezaste con los chicotazos.

Carolina se arrellanó en el sofá y me miró sorprendida.

–

Todo correcto, excepto en lo de que me odio por ser inteligente. Yo no me odio.

–

Vas camino de la puta auto-destrucción. Claro que te odias. No sé si por ser inteligente, pero imagino que sí.

Carolina me miró con algo de resentimiento y se acabó lo poco que le quedaba en la copa.

–

Entonces… ¿Vamos a la cama? –dijo finalmente, sin siquiera mirarme, esperando que la conversación terminase.

–

Claro.

Pareció relajarse.

–

Yo a la mía y tú a la tuya. No voy a follarme a una puta 'yonqui'.

Mis palabras le azotaron igual que lo hubiera hecho un derechazo de Mauricio. Me miró sin entender.

–

En este piso tienes una habitación, ahí, al fondo a la izquierda. Hay mantas en el armario si tienes frío, yo me voy arriba.

Me levanté y me dispuse a subir las escaleras.

–

¿Cómo? –me increpó–¿Me vas a dejar sola en tu casa? ¿No tienes miedo de que te desvalije? Total, no soy más que una 'yonqui' de mierda.

Había pinchado, y muy duro, en su orgullo.

–

Nada de lo que hay en esta casa vale gran cosa. Si te llevas el televisor tal vez te den cuatrocientos euros y gastártelos en

'jaco'

. Me la pela. Puedes irte a tu casa a esperar que tu camello vuelva del hospital, si es que sigue vivo, y seguir jodiéndote viva metiéndote mierda. Si te quedas, yo te ayudaré a salir de la droga.

–

Pfff

–

Crees que es fácil para alguien como tú. Pero me apuesto mi coche a que ya lo has intentado tú sola y no has podido. Si no, no habrías admitido tan fácil que eres una 'yonqui'. El 'jaco' te controla y te jode mucho… pero en el fondo te gusta que te controlen y siempre vuelves.

–

No sabes nada de mí.

–

Si mañana sigues aquí, te ayudaré. Pero esta noche la vas a tener que pasar a solas con tu mono.

Subí las escaleras, dejando a Carolina a solas en el comedor.

Eran las dos de la mañana cuando la escuché acercarse a mi cuarto. Encendí la luz de la lamparita para que supiera cuál era mi habitación. No tardó en abrir lentamente la puerta. Su silueta se dibujó bajo el marco de la puerta.

–

¿Jaime?

–

¿No puedes dormir?

El silencio como única respuesta.

–

No es fácil conciliar el sueño sin mierda en las venas ¿eh?

–

Perdona. Me voy.

–

Pasa aquí.

Me senté sobre el filo de la cama y ella, tras unos segundos de duda, ocupó un espacio junto a mí. Vestía únicamente su camiseta y las braguitas, y la débil luz le daba un tono amarillento a sus piernas desnudas, unas piernas que ya me estaban calentando la sangre.

–

¿Confías en mí?

–

No sé por qué debería hacerlo. Te he conocido hoy.

–

Esa no es la pregunta. ¿Confías en mí?

–

Sí, joder. No sé por qué, pero sí.

–

Túmbate.

–

No quiero follar.

–

Quieres. Pero no voy a hacerlo. ¿Alguna vez te han dado un masaje relajante profesional?

–

¿Profesional?

–

Me vine a España a estudiar Fisioterapia. Profesional he dicho.

–

¿'Fisio'? Hubiera jurado que habías estudiado Psicología.

–

No lo necesito. Soy argentino. A los argentinos nos convalidan el título de Psicología con el jardín de infancia.

Carolina rio mientras yo me levantaba y avanzaba hacia el armario donde tenía mi bolsa con todos los materiales necesarios.

Cuando volví a la cama ya estaba boca arriba, y la camiseta ahora permitía que viera sus braguitas. Rosas, planas, casi infantiles, pero con un monte de Venus que parecía llamarme a gritos.

–

Date la vuelta. Primero la espalda –ordené.

Ella obedeció y se colocó boca abajo.

–

Así que aquí tienes todas las cosas caras –me dijo mientras me untaba aceite en las manos.

–

Paso la mayor parte del tiempo en esta casa aquí. Es normal que las cosas bonitas que entran en mi casa acaben en esta habitación.

–

¡Qué sorpresa! Un argentino ligón –dijo con algo de sorna al tiempo que mis manos entraban en contacto con su espalda por debajo de la camiseta.

Comencé el masaje lentamente. Le saqué la remera en poco tiempo para poder masajearla con más facilidad.

–

Buena tele, mejor que la del salón, un equipo de música de varios miles de euros, una neverita de vino, y me ha parecido ver la última Play-Station sobre el mueble, ¿no?

–

Sí, la X-Box la tengo en el cajón.

–

¿Eso es una 'Telecaster' ? –preguntó mirando a la guitarra que colgaba en la pared.

–

Firmada por Ariel Roth.

–

Tu puta madre –fue lo único que acertó a decir, con una mueca de sorpresa.

La tensión en su espalda era evidente, pero poco a poco, debido al trato de mis manos y a la conversación intrascendente, sus músculos se iban relajando.

–

Bonita contractura tienes en el hombro izquierdo. ¿La tensión acumulada de cuando te metes el ‘pico’?

–

Puede ser.

Lentamente iba ampliando la zona del masaje. Esta vez eran las braguitas las que me estorbaban y ella misma alzó el trasero para facilitarme que se las quitara. Pero no me entretuve en sus nalgas, pequeñas pero firmes, seguí avanzando por sus muslos mientras Carolina comenzaba a suspirar.

El aceite hacía su trabajo. Todo su cuerpo resbalaba y ella empezaba a ronronear quedamente como un gatito en cada caricia. Las tensiones de su cuerpo iban desapareciendo toda vez que iba relajándose, su carne se iba ablandando mientras en mí interior la temperatura crecía. Por mucha profesionalidad que intentara imprimirle a mi masaje, era incapaz de tocar un cuerpo como aquel y que mi verga no respondiera.

Dejé el masaje descontracturante e inicié uno más suave, con pasadas más largas y sobre zonas cada vez mayores. Carolina temblaba cada vez que mis manos pasaban por sus nalgas, e incluso levantaba el culo ofreciéndome mayor visión de su coñito sin vello. Nunca fui un gran amante de la depilación integral, pero aquella tierna hendidura me parecía, en ese instante, la más apetitosa del mundo.

Tras media hora de masaje, cuando notaba que sus ojos comenzaban a cerrarse, algo a medio camino entre un suspiro y una palabra brotó de la boca de la chica mientras yo masajeaba su pierna derecha. El aroma de su sexo hacía ya unos minutos que dejaba notar su consistencia amarga y lasciva en el ambiente.

–

¿Qué dijiste?

–

Ufff… nada –musitó ella. Aunque tras unos instantes, repitió-. Fóllame.

Mi mano subió por el muslo hasta su entrepierna y allí se detuvo.

–

Solamente si me prometes que dejarás la droga.

Como tardaba en responder, deshice el camino andado y reanudé el masaje sobre su pierna.

–

¿Me ayudarás?

Intentó volverse para mirarme a los ojos pero la detuve con una mano en la espalda, obligando a mantener la postura.

–

Te lo prometo.

Tembló toda ella durante un instante y luego solamente dijo: “Sí”.

Hacía poco que me había retirado la ropa interior, quedando tan desnudo como ella, porque sabía dónde iba a acabar todo esto, así que me subí sobre la cama, con una rodilla a cada lado de sus caderas, y continué masajeando su espalda.

–

Sí ¿Qué?

–

Si me ayudas la dejo, pero fóllame antes de que se me pase este calentón

Reí echándome sobre ella, hasta pegar mi boca a su oreja.

–

Este calentón no se te va a quitar hasta que te folle como nunca te han follado.

Agarré mi polla y la dirigí con una mano a la entrepierna de Carolina haciéndola pasar por la quebrada de su culo. No necesitaba más. Su flujo y el aceite habían lubricado su coñito de sobra para que pudiera entrar sin más trabajo previo.

El gemido, largo y agudo, de la chica al notar cómo mi verga se colaba hasta lo más hondo de su ser fue tan agradable como la sensación de su coñito estrecho y agradecido envolviendo mi polla.

Lentamente, con movimientos de cadera comencé a meterla y a sacarla sin dejarla siquiera moverse, aprisionada como estaba bajo mi cuerpo. Ella intentaba corresponder a mis movimientos con los movimientos internos de su sexo, pero eran torpes y desacompasados; había perdido la coordinación después del relajante masaje.

–

Quédate quieta -le susurré al oído antes de incorporarme para poder moverme con más libertad.

Apoyé mis manos suavemente sobre su espalda mientras continuaba mi suave cabalgata sobre ella. Levantó las nalgas para que mi verga le entrara más y mejor y sus suspiros pronto se convirtieron en gemiditos.

No frenaba. No aceleraba. Mantenía el mismo ritmo, cansino y constante mientras ella se abandonaba a mis caricias.

Su primer orgasmo no tardó en llegar. Me mantuve impasible y seguí penetrándola mientras ella gemía, mordía la almohada y sus músculos parecían querer estrujarme. La había llevado a tal punto que no iba a bastarle con uno, así que continué.

Mis caderas se movían prácticamente solas, metiendo y sacando mi polla de su interior. El calor de su coño había tomado toda su piel al asalto e incluso su espalda parecía arder bajo mis manos mientras Carolina continuaba con su concierto de gemidos ininteligibles.

El segundo orgasmo la azotó poco después, al meterle el pulgar por el culo sin dejar de follármela.

–

Para, por favor… para un poco –rogó, tras quedar absolutamente desmadejada tras el segundo clímax.

Tuve piedad de ella y permití que se recuperase mientras me tumbaba a su lado y le acariciaba la espalda y las nalgas con cariño.

Se volvió hacia mí, dejándome ver sus pechos firmes y jóvenes, con pequeñas areolas sonrosadas y unos pezones erectos que parecían enormes en comparación con esos circulitos que los rodeaban. Mis caricias viajaron de su espalda a su cintura, llegando al nacimiento de sus tetas y volviendo a bajar a sus caderas.

No necesitábamos palabras, hablábamos con los ojos y eso era algo que llevaba tiempo sin pasarme con una mujer en la cama. Sin dejar de mirarnos fijamente, su mano viajó hasta mi verga y la mía la imitó buscando la humedad casi excesiva de su coñito. Temblé cuando empezó a pajearme y tembló ella cuando comencé a masajear su clítoris lentamente con mis dedos.

–

Te vas a enterar –me dijo de pronto, invitándome a tumbarme bocarriba.

Con suavidad, se introdujo mi polla y comenzó a cabalgarme con desesperante parsimonia mientras sus músculos vaginales hacían un trabajo impecable.

–

Si sigues así me correré enseguida –rogué no sé si para que se detuviera o para que continuase.

Hizo lo segundo. Me siguió montando como una experta amazona llevando a su caballo en un agradable paseo. Impidió que la tomase de las caderas para recuperar el tempo del acto. Me agarró de las muñecas y me las sostuvo sobre la cabeza mientras lo que creía imposible se hacía un hecho. Su coño redobló el movimiento aumentando la presión y haciendo que mi verga no soportase ni un segundo más.

Se separó de mí en el último instante y mi corrida se estampó en sus labios vaginales y se derramó sobre mi torso al tiempo que ella sonreía con picardía.

Nos besamos con ternura mientras nuestros cuerpos se relajaban. No le molestó mancharse la tripa con mi semen ni a mí que lo hiciera.

No tardamos en quedarnos dormidos. Los dos.


–

Dos caipiroskas

–

Va, enséñame el DNI, que sé que te hace ilusión.

El jovenzuelo sonrió divertido y le mostró el documento.

–

Vaya… ¡qué prisa te has dado! Feliz cumpleaños –dijo Carolina mientras comenzaba a servir los dos combinados.

Sonreí mientras avanzaba hacia mi despacho. En los últimos meses, Carol se había adaptado a la perfección a la barra del garito. Aunque Susi seguía siendo la mejor barman del local, Carolina no le iba a la zaga. En poco tiempo había aprendido más de quinientos combinados diferentes, y simplemente tenía que mejorar su habilidad a la hora de echar las cantidades correctas, algo que, supongo, llegaría con la práctica.

Cuando entré en mi despacho, aislándome así de la infernal música de mi negocio, tuve un instante de paz. Lo justo para arrellanarme en mi sillón y asombrarme del buen ritmo que llevaban las cosas últimamente.

–

Verás como viene alguien y lo jode –suspiré jocosamente sin saber que el inicio de la pendiente que me llevaría a perderlo casi todo estaba tocando la puerta en ese instante-. Pasa.

Mauricio entró en el despacho cerrando la puerta tras de sí y se acercó a mi mesa con un semblante serio. Mauricio nunca había sido muy expresivo, pero, tal y como le dije a Carolina, me había pasado la vida leyendo los ojos de la gente, y los de mi escolta llevaban puesto el cartel de “malas noticias”.

–

Dime, Mauricio, ¿Qué pasa?

–

¿Recuerdas a Camilo, el exchulo de tu novia? –El tacto nunca ha sido una virtud en Mauricio.

–

Sí.

–

Ha aparecido muerto esta noche en el río.

Asentí con la cabeza. Obviamente no me importaba un carajo la vida del camello. Pero Carolina me había contado mucho sobre él. Lo cierto es que habían tenido una relación larguísima y estaba claro que, si bien no lo amaba ya, al menos como lo había hecho durante los últimos años, si le seguía guardando algún tipo de cariño, cosa extraña sabiendo que la última vez que se vieron él la apostó al póquer. Aunque de todas formas, era un chaval que recogió a un despojo humano de la calle, le dio cobijo, comida, amor… y droga. Salvó a Carolina para meterla en la mierda pero, a su modo, la salvó.

–

Está bien. Puedes irte.

Mauricio asintió y salió por donde había entrado. No sé dónde conseguía esas informaciones, pero siempre eran verídicas. Durante los últimos meses había ido tenido conocimiento del aumento en el nivel de vida de Camilo. Por lo que se veía, al no tener a Carolina, se había centrado en su “trabajo”, extendiendo su red de clientes y proveedores hasta convertirse en alguien a considerar en el mundo de la noche de la ciudad. El pequeño Camilo había crecido y, con él, también su peligrosidad para los otros traficantes. Tal vez uno de sus rivales había decidido que el “Cami” había conseguido un rango de mercado muy apetitoso y que, sin él, podría quedarse con su pedazo pastel.

En cuanto la puerta se cerró, agarré el teléfono e hice una llamada.


–Vamos, Jaime, apúntate, se juega mucha pasta y no son tan buenos. Sabes que Castelar tiene más pasta que cabeza. Justo nos acaba de abandonar uno de nuestros jugadores y hay un hueco que, te lo digo, tío, y se lo dije a Castelar… “Esta silla tiene el nombre del Vargas”.

Reí nervioso. Era verdad que las timbas semanales con mis compadres de siempre, entre los que se encontraba Pedro, últimamente se me habían vuelto algo aburridas. Siempre habíamos intentado meter algo más de emoción invitando a nuevos jugadores, pero tras el incidente con Camilo habíamos decidido cerrar el círculo.

–

No sé… Se juega mucha pasta, no me apetece arriesgar mucho últimamente.

–

¡Vamos Vargas! Los dos s

Pedro no pudo continuar. Un ciclón con forma humana entró en ese momento por la puerta.

–

¿Es verdad? –Carolina estaba muy alterada. Seguramente se habría enterado de la misma noticia de la que Mauricio me hizo partícipe dos días antes–¿Es verdad lo que he oído de Camilo?

Pedro se removió incómodo en el asiento.

–

Creo que es mejor que os deje solos –dijo incorporándose-. Respecto a lo de Castelar

–

Está bien, está bien… iré esta tarde –respondí azorado, deseando que se fuera para intentar calmar a mi novia.

–

¿Qué le ha pasado a Camilo? –inquirió Carol en cuanto Pedro hubo salido con viento fresco.

–

Está muerto.

–

Te lo voy a preguntar una sola vez. Y quiero que me respondas con sinceridad –Carolina intentaba calmar su respiración para ordenar sus pensamientos-. ¿Has tenido algo que ver con ello?

La pregunta me sorprendió.

–

¿En serio? ¿Crees que he sido yo?

–

Tú no te mancharías las manos. Pero has podido ordenarlo.

–

Piensa, Carol, piensa o ahora mismo sales de mi despacho y de mi vida. ¿En serio crees que he mandado matar a Camilo? ¿Tan poco me conoces? ¡Sabes cómo era! No debe sorprenderte que haya acabado así. Tarde o temprano lo haría.

Carolina pareció tranquilizarse. Me había molestado, y mucho, que pensase que era capaz de algo así.

–

P-perdona… no sé… en serio, perdóname. Es que

–

Ve a casa. Descansa. Te entiendo pero parece mentira que hayas pensado que yo he tenido algo que ver.

–

Pero lo sabías y no me dijiste nada.

Ahí había dado en el clavo.

–

Sí, lo sabía. Me entero de todo lo que pasa en este barrio y en esta ciudad, pero quería evitar que te pusieras así, preciosa. Estás aún en periodo de rehabilitación y quería evitar que cayeras de nuevo.

Sin decir nada más, Carolina sacudió la cabeza y salió del despacho.

En ese momento supe que había cometido un gran error. Pero, por lo que pasó luego, fallé al decidir cuál.

Solamente un cuarto de hora después, recibí la llamada que estaba temiendo desde que mi chica salió del despacho.

–

Cinco minutos –le dije a mi interlocutor antes de colgar.


–

¿Ho-hola? Javi me ha dicho que aquí

Las luces titilaron antes de encenderse. La cara de Carol fue la de una adolescente pillada en falta.

–

Me decepcionas, pequeña.

–

¿Jaime? ¿Qué coño haces aquí?

–

Vigilar que no vuelvas a caer.

En algún lugar de mi ser, tenía la certeza de que Carolina volvería a querer meterse un 'pico' en cuanto se enterase de la muerte del “Cami”. Por eso hice la llamada que hice en cuanto me enteré. Ordené que nadie vendiera un solo gramo a Carol sin informarme a mí antes, a menos que quisieran vérselas conmigo y, sobre todo, con Mauricio. La orden dio resultado. Carolina no había ido muy lejos para pillar. Creía que mi influencia solamente se extendería a los locales cercanos a los míos y que si se movía de zona, podría comprar droga sin que yo me enterase. Como le había dicho, me enteraba de todo lo que pasaba en el barrio y en la ciudad.

–

¿Quién coño te crees que eres? –me espetó de pronto, aunque me esperaba una salida de ese estilo-. No tienes ningún tipo de derecho sobre mí. Si quiero darme un homenaje, lo hago. Si me quiero matar, me mato. Y tú no eres quién para obligarme a nada, ya soy mayorcita.

La que no se esperaba mi reacción era Carol. Por primera vez en la vida la golpeé. El guantazo la tiró al suelo y ella se quedó allí, mirándome como un gatito asustado.

–

¿Qué quien me creo que soy? –le grité mientras la obligaba de nuevo a ponerse en pie para después empujarla cara a la pared del almacén-. Soy el tipo que aguantó tus semanas de mala hostia, de temblores, de vómitos… Soy quien lidió con tu mono y consiguió sacarte de esa mierda en la que te habías metido tu solita.

La agarré de la nuca con fuerza. Estaba enfurecido. Se lo había dado todo y ella había estado a punto de tirarlo por el retrete por una dosis de evasión. La presionaba con fuerza contra la pared mientras no dejaba de escupirle las razones de mi ira en el oído.

–

Mejor piensa tú quién coño te crees que eres. ¿Eh? Lo he dado todo por ti cuando no valías ni media mierda y ahora ¿qué? ¿Vas a mandarlo todo al carajo? ¿Vas a volver a ser la puta 'yonqui' que se follaba al camello más gilipollas del barrio solo por un pico?

–

M-me haces daño, J-jaime.

La así del pelo y le golpeé la cabeza contra la pared con furia, sin llegarle a hacer herida, pero tendría un bonito chichón al día siguiente.

–

¿Daño? Que te hagan daño es apostarlo todo por alguien que te vende -escupí, pegado a su oreja-. Que te hagan daño es que piensen que todo el trabajo que has hecho durante meses para sacar a una puta 'yonqui' de la droga no sirve de nada solamente porque una mierda de camello se metió con quien no debía o en la zona que no debía. Daño es que a quien amas te engañe.

La muchacha comenzó a llorar, entre el dolor y el terror más puro.

–

Tanto que piensas y eres incapaz de pensar en nada más que en ti. Eres una zorra, Carolina.

La mano que tenía libre azotó con toda la fuerza de la que disponía su trasero. El golpe se embebió de todo el eco del almacén y del grito posterior de la chica.

–

L-lo siento. Perdóname –suplicó.

Pero yo no estaba dispuesto a perdonarla así.

Estiré de la cinturilla de sus vaqueros, llevándome con ellos las braguitas y dejándole de recuerdo un leve arañazo donde la espalda se fundía con ese culo que acababa de quedar a la vista. La rojez de la palmada que le había dado se dejaba notar sin problemas sobre su piel pálida, pocos centímetros por debajo de su tatuaje. Ver allí aquel dos de corazones tatuado en la parte baja de su espalda me hizo enfurecerme aún más. Los dos nos hicimos el mismo tatuaje justo un año después de aquella partida con el “Cami”. Ella encima de la nalga derecha y yo la espalda, junto al omóplato izquierdo. Era como un forma de plasmar nuestro compromiso. En ese momento, empero, era solamente una demostración de su hipocresía.

Repetí el azote esta vez sobre la piel desnuda de la otra nalga y Carol volvió a chillar, sobreponiendo su voz sobre el murmullo de la estridente música del local.

Solté a la muchacha, que cayó de rodillas a un lado, con el culo enrojecido. Con la llave que me había proporcionado Javi, el dueño del bar, aseguré que la puerta quedara bien cerrada para que nadie nos interrumpiera y regresé hacia Carolina. La agarré del pelo mientras chillaba y la llevé a la enorme mesa de escritorio que gobernaba el centro del almacén. Ella, con las piernas medio trabadas por sus vaqueros, a duras penas pudo llegar sin trastabillar por el camino.

–

Eres una zorra, Carolina –repetí mientras la colocaba boca abajo sobre la mesa, con el culo en pompa-. Eres una zorra y como tal te voy a tratar.

Un nuevo azote restalló en sus nalgas. Miré a mi alrededor y entre la miríada de cajas que se apilaban en el almacén, descubrí exactamente lo que buscaba. Estaba seguro que, en cualquier local de España con una cocina, habría aceite de oliva.

–

No se te ocurra moverte de ahí –ordené mientras Carolina solamente era capaz de llorar.

Rompí la caja para extraer una botella que puse encima de la mesa con un golpe, junto a la cabeza de Carol, para que ella supiera exactamente lo que iba a pasar.

–

Perdóname, Jaime, lo siento… por favor, perdóname.

Un nuevo azote la hizo callar.

Le quité completamente los pantalones y las braguitas, llevándome en el trabajo sus sandalias. Agarré de nuevo la botella e hice caer una buena cantidad de aceite sobre su culo.

Carolina hipaba y sollozaba, rendida a su castigo mientras a mí la rabia no me dejaba pensar en otra cosa que en follármela como más le doliese. Metí mi dedo corazón por su ano y Carolina respondió con un agónico grito de dolor.

–

No, por favor, Jaime… por favor… para ya… aquí no… -rogaba.

Hice círculos con el dedo en su interior, para agrandar un poco el agujero, dejando que entrara un poco más de aceite en su recto, desoyendo completamente sus quejas. Mi polla era ya un duro tronco en mis pantalones que clamaba por entrar por aquel agujero sin dilación.

No quise posponerlo más.

Me bajé los pantalones por las rodillas y apunté con mi verga a su interior. Aunque el aceite ayudaba, me costó entrar por aquel estrecho orificio.

Carolina chillaba de dolor, aunque hacía lo posible para no tensarse y hacer la penetración lo menos dolorosa posible. En mi estado, sus gritos me excitaban más de lo que pudieran hacerlo sus gemidos más sensuales. La presión de su culo sobre mi polla, en cualquier otra ocasión, me habría parecido la sensación más placentera del mundo, pero en ese instante, ciego de furia, no podía pensar más que en su dolor y lo agradable que era causárselo.

–

¡Para! ¡Para por favor, Jaime! ¡PARA!

Las lágrimas de Carol caían sobre la mesa, mientras ella cerraba los puños sobre el borde con tanta fuerza que sus dedos se volvían blancos por la tensión. Le agarré de los brazos y se los inmovilicé tras su espalda, añadiendo más humillación a su condena.

Noté que mi cuerpo estaba ya cubierto en sudor, y que mis piernas y mi espalda comenzaban a cargarse después de tanto trabajo. No me importó. El castigo para Carolina no terminaría hasta que yo me diese por satisfecho.

Su ano, lenta y dolorosamente, se había adaptado al invasor y permitía que mi polla entrase y saliese con más facilidad, aumentando mi placer y reduciendo el punzante dolor de la joven a una molestia sorda que iba rebajando sus desconsolados lloros a unos casi inaudibles sollozos.

Mientras la sodomizaba sin piedad y agarraba sus brazos con una mano, con la otra volví a azotar su culo. Carolina no respondió al ataque, como si hubiera superado el umbral del dolor o su mente hubiera decidido desligarse de su cuerpo para protegerse. Sea como fuera, se había convertido en una muñeca rota, un simple cuerpo sin pensamientos abandonado ante mis envites.

Casi sin aviso previo, me corrí en su culo. Las patas de la mesa chirriaron sobre el suelo con la última embestida. Carolina escupió un gemido cuando saqué mi verga de su culo.

Estaba agotado. La furia iba poco a poco abandonando mi ser pero el enfado se mantenía. Me limpié el pene con sus braguitas, tirándoselas después a la joven, tal vez como última humillación.

Mientras me vestía, Carolina comenzó a llorar de nuevo. No me importaba. Al menos, no me importaba tanto como para hacer desaparecer mi enfado.

–

Nos vemos -dije, antes de recobrar las llaves y salir del almacén, dejando a Carolina allí, todavía llorando y desnuda de cintura para abajo.

No me preocupé en volver a cerrar la puerta del almacén.

De nuevo entre la turba de jóvenes sudorosos que bailaban en el local de Javi, entre los que un treintañero como yo destacaba tanto como un lobo entre chihuahuas, miré mi reloj. Tendría que apresurarme si quería llegar a tiempo a la partida de Castelar.


Estaba feliz al llegar con mi coche a casa. La partida me había ido estupendamente bien y había doblado el dinero con el que entré. El miedo que me causaban Castelar y el resto de jugadores había resultado ser infundado. Eran buenos jugadores, sí, pero nada del otro mundo. Si las cartas no me daban mucho la espalda, podría ganarles con una mano atada a la espalda.

Casi había olvidado por completo a Carolina hasta que la vi allí, sentada ante mi puerta, abrazándose a sus rodillas para esquivar el frescor de la noche, ante el que su fin ropa veraniega era incapaz de protegerla.

Parecía dormida, pero pude notar cómo seguía mi coche con la mirada mientras iba entrando en el garaje. Me dolió el alma al recordar de pronto todo lo que le había hecho esa tarde. La había violado, la había humillado y la había abandonado en aquel local, semidesnuda, sin llaves y sin dinero para volver a casa.

Cuando abrí la puerta principal, Carolina continuaba allí, sentada en la misma postura, temerosa de hacer cualquier movimiento.

–

Pasa -le ordené.

Con mucho esfuerzo, como si todas articulaciones se hubieran oxidado y cada movimiento le costara un mundo, Carol se incorporó y me siguió al salón.

La hice sentarse y, servicial, le retiré las sandalias. Sus pies estaban llenos de ampollas.

–

¿Viniste caminando?

Carolina afirmó con la cabeza.

Le preparé un barreño con agua caliente, vinagre y sal para los pies y subí a mi habitación para tomar una crema de frío. Le hice quitarse los pantalones y, mientras con lentitud introducía sus pies en el agua, comencé a hacerle un masaje relajante en los muslos.

No había soltado palabra desde que entró en casa, y justo cuando yo estaba a punto de disculparme por mi actitud, rompió su silencio.

–

Perdóname. No volveré a hacerlo.

Dejé el masaje y la tomé de la cara para darle un cariñoso beso. Era mi forma de darle el perdón que había solicitado y de pedir yo el mío. Los labios de Carolina aún estaban fríos, al igual que el resto de su piel, y tardaron en entrar en calor.

Le sequé los pies y la subí en brazos al dormitorio. La acosté y la arropé como si fuera una niña y no tardó en caer dormida.


Cuando llegué a casa, un hermoso sonido me alertó. En cualquier otro lugar del mundo, esa melodía me habría animado después de la mala tarde que había sufrido. Llevaba más de un año jugando semanalmente con Castelar y durante las últimas semanas las cartas me daban la espalda. “Solo los novatos y los perdedores se quejan de sus cartas” sonó la voz de mi tío dentro de mi cabeza.

Subí a mi habitación siguiendo el sonido de la música y me encontré a Carolina sentada en mi cama, con mi 'Telecaster'

en el regazo

, tocando los últimos compases de “La canción de los buenos borrachos” de Sabina y Páez.

–

¿Qué carajo hacés ? -Sin darme cuenta, me había salido mi perdido acento argentino de nuevo.

–

Perdona, Jaime -se disculpó Carolina-. Hacía mucho tiempo que no tocaba. He estado practicando con una canción, a ver si te suena.

Comenzó a tocar, estupendamente por cierto, y reconocí la canción al instante, antes incluso de que Carol empezase a cantarla.

–

La dulce niña Carolina/ no tiene edad para hacer el amor,/ su madre la estará buscando/ eso es lo que, creo yo...

–

Deja la guitarra. No es un puto juguete. Vale más que tu puta vida -gruñí.

A Carol se le rompió el acorde al escucharme. Me miró extrañada y dejó la guitarra suavemente sobre la cama.

–

¿Qué pasa? -preguntó ella, sin ofenderse por mi actitud, a pesar de que yo ya me estaba arrepintiendo de mis palabras desde el mismo momento en que salieron de mi boca.

Agité la cabeza y me senté junto a ella. Pasó su mano sobre mi hombro, como buscando mi tatuaje del dos de corazones por encima de la ropa, mientras yo hundía mi cara en mis propias manos.

–

Nada, Carol, perdona... ha sido un mal día. Parece que la suerte me viene dando la espalda la muy puta.

Mi chica sonrió condescendiente y me dio un tierno beso en la mejilla.

–

Tú más que nadie sabes que el póquer no es suerte. ¿Por qué no dejas de ir unas pocas semanas a esas timbas? Te relajas, recuperas tu serenidad y vuelves.

Miré a Carolina y mi desesperación fue desvaneciéndose. No iba a dejar de ir a la próxima timba, estaba claro, tenía que recuperar las pérdidas que había ido acumulando, pero Carolina consiguió animarme.

Enarbolé la guitarra de nuevo y engarcé unos pocos acordes. Al momento, estábamos ambos cantando.

–

¡Carolina, trátame bien!/ No me mires así, no me arranques la piel/ ¡Carolina, trátame bien!/ O al final te tendré que comer...

Carolina me miró como solamente ella sabía mirarme, con esa mezcla de picardía y sensualidad que eran toda una invitación al pecado.

Dejé sin ningún cuidado la 'Telecaster' firmada por Ariel Roth sobre la cama y me lancé sobre ella. En mi cabeza, mientras follábamos, los M-Clan seguían cantando “Carolina, trátame bien, o al final te tendré que comer...”.

Una de sus manos se coló en mis pantalones y me aferró la verga. La otra buceó bajo mi camiseta, trepó por mi espalda y arañó suavemente mi tatuaje. “O al final te tendré que comer” pensé mientras nos besábamos con pasión.


El local estaba medio vacío. Tanto, que pensé que no pasaría nada si despidiese también al DJ y pusiera algo de Calamaro. El sexto vaso de whisky reposaba vacío sobre la barra.

–

Ponme otro, Susi. -grité más que pedí a mi camarera.

–

Jaime... no deberías beber más.

–

Yo pago. Pago tu sueldo, pago las botellas, pago los impuestos, pago las facturas de este puto antro... Yo pago. Yo pago, tú sirves. ¿Me entiendes? Por algo no te he despedido a ti.

Con un gesto de pena, Susana retiró mi vaso de whisky y llenó uno nuevo.

–

Eh, eh, eh... sin tanto hielo... y más largo... A mí me tienes que cuidar bien, bonita. -dije, con la lengua de trapo a causa del alcohol que regaba mis venas.

Estaba tan borracho que no me daba cuenta de nada. No me daba cuenta de que mis palabras sonaban más alto de lo que deberían, no me daba cuenta de que la gente me miraba entre la burla y la pena, y no me di cuenta tampoco de la mujer que entró en ese momento por la puerta del bar.

–

¿Jaime? Jaime, joder, ¿qué haces?

–

¡Coño, Carol! ¿Tú qué haces aquí? ¿No habías acabado ya tu turno?

–

Gracias, Susi, me lo llevo a casa -dijo Carolina, agarrándome de los hombros y dirigiéndome a la salida del local.

–

Carol -la interpeló la barman antes de que saliéramos por la puerta-, no he querido decírtelo por teléfono, pero creo que tienes que saberlo. Ha despedido a todo el mundo excepto a mí y al DJ, dice que no tiene dinero para más.

Carolina, alucinada, simplemente asintió y me sacó de allí prácticamente a rastras.

–

¿Qué coño haces, Jaime? ¿Desde cuándo te emborrachas en tu local? ¿Y por qué has echado a los chicos? ¿A todos? ¿Jose, Paqui, Lucas? ¿A Mauricio también? -me acusó, mientras yo la miraba como si la cosa no fuera conmigo.

–

Ya no hay dinero para tanta gente. El local va mal.

Carolina negó con la cabeza pero sabía que iba a ser imposible e infructuoso tratar de dialogar conmigo en ese estado. Miró a ambos lados de la calle, buscando algo que no estaba, y se volvió hacia mí.

  • ¿Dónde está tu coche?

Me comencé a reír a carcajadas, mientras Carolina trataba de entender qué tornillo se me había aflojado. Lo cierto es que, en mi estado de profunda borrachera, habría encontrado cómica hasta la mayor tragedia que pudiera ocurrirme.

–

Mi coche dices... el coche ya no es mío. No está. Lo he perdido.

–

¿Cómo que lo has perdido? ¿No sabes dónde está?

–

Claro que lo sé. O lo imagino. Estará en el garaje de una de las treinta y siete casas que tiene el hijo de puta de Castelar solamente en Valencia. Ahora es suyo.

–

¿Qué? ¿Te has jugado el coche?

–

Tenía un full , ¿No lo entiendes? ¡Nada le gana a un full ! Bueno, algo le gana. El póker de ochos de Castelar.

Carolina pidió un taxi y me llevó a casa, después de para a mitad de camino para que pudiera bajar a vomitar. Tras una agónica ducha fría, se plantó ante mí y me dijo con toda la convicción del mundo:

–

La semana que viene te acompañaré a la partida.

No creí que lo dijera tan en serio.


Al contrario de lo que pensé, Carolina no trató de ayudarme ni de aconsejarme durante ninguna de las manos. Se quedó en un rincón, conformándose con ser un espectador impasible que lo miraba todo con gesto serio y aguantaba las constantes chanzas y piropos de mal gusto de los jugadores.

–

¡Eh, guapa! ¡Deja a ese perdedor y vente conmigo!

–

No sé qué le ves al argentino. Si estás con él por dinero, pronto se te va a acabar el chollo. Pero no te preocupes, en mi cama siempre tendrás un sitio.

Me costaba mucho controlar mi furia al escuchar aquellas palabras.

“¿

Sabés

lo que es jugar

On Tilt

, Jaime?” -susurraba en mi cabeza la voz de mi tío- “Es cuando te

enfadás

y te

convertís

en el blanco perfecto para los demás. Si

jugás On Tilt

, mejor sería que agarraras todas tus fichas, las metieras en un saco y las prendieras fuego, o te las metieras por el

orto

hasta que no supieran salir. Hasta eso sería una

boludez

mejor que jugar

On Tilt

.

Finalmente, me cayeron unas cartas potentes. Par de reyes. Durante toda la partida había ido dejándome sangrar fichas con errores tontos y apuestas seguras que se torcían con la última carta. Si quería recuperar mis fichas, y con ellas la hipoteca que había tenido que sacar de mi local para tener liquidez para la partida, tenía que jugármelo todo y, aunque fuera, robar las ciegas que tras un par de subidas formaban un stack importante. Así les demostraría que seguía siendo un buen jugador

Empujé las fichas que me quedaban al centro de la mesa y todos se retiraron menos Castelar, que jugaba de ciega pequeña. Sin gran esfuerzo por su parte, me igualó y mostró sus cartas. As-Rey de corazones. El pobre Castelar, por fin, estaba jodido. Me extrañó que cuando le mostré mi par de reyes ni siquiera pestañeara, pero no había conocido un jugador más imperturbable que aquel gordo hijo de puta.

El flop me abrió las puertas del paraíso. Al dos de picas y el seis de tréboles le acompañó el rey de picas, el único que faltaba. Ahora yo tenía trío, y Castelar era prácticamente imposible que me ganara con su par de reyes. Pero las dos últimas cartas del polaco hicieron que el mundo se me cayera encima. Nuevamente, la altanera Dama Fortuna me volvía a enseñar su dedo medio y a restregármelo por las narices. Uno después de otro, dos ases cayeron en la mesa dándole a Castelar un full de Ases-Reyes superior al mío de Reyes-Ases. Tuve que esforzarme por no romper a llorar cuando vi mis fichas llevadas al montón de Castelar.

–

Oye, Vargas... Te ofrezco una ampliación. -dijo Castelar entre risas, comenzando a ordenar las fichas que me había quitado.

–

Andáte al orto, no traje más 'plata'. -De repente, ya no era el argentino afincado en España desde hacía casi veinte años que había perdido casi completamente el acento. Era el chaval rosarino que chamullaba

en

lunfardo y que nunca tenía dinero para nada más que para sobrevivir. A mí mismo me molestó esa repentina vuelta a mi acento natal.

–

Vargas, no me interesa tu dinero... ¿Qué valor le das a una ficha roja?

Sacudí la cabeza mientras iba cayendo en la cuenta de la situación. Miré las fichas de Castelar y del resto de jugadores y por primera vez me di cuenta de que no había ni una ficha roja. Era la primera vez que jugábamos sin fichas rojas. Normalmente, eran las que usábamos con valor de cincuenta euros, pero en esa partida, dicha labor la habían realizado unas nuevas y brillantes fichas naranjas.

Todos sabían cómo había comenzado mi relación con Carolina, Pedro mismo se encargó de ponerlos al corriente a la hora de presentarme la primera vez que jugué con ellos. “Este tipo es un 'crack', como lo oís, hasta a su novia la ganó en una partida de póquer”. Después de aquello, no pudimos empezar la partida hasta que conté toda la historia de mi partida contra el Camilo y de aquella ficha roja que significaba una noche con Carolina y que acabó significando mucho más.

Castelar hizo un gesto a “El Polaco” y este le deslizó una ficha que había mantenido oculta durante toda la partida bajo el tapete. Era una enorme ficha roja, del tamaño del “botón de dealer ” que normalmente marcaba el puesto de quien debía repartir aunque esa noche, como todas las anteriores, era “El Polaco” quien repartía las cartas, por lo que el botón solamente delimitaba quién era el último en recibir cartas y en apostar en cada mano. El “botón” se convertía entonces en una codiciada ventaja que te permitía apostar cuando el resto de jugadores habían hecho su apuesta. Lástima que fuera turnándose en cada mano.

–

¿Te juegas la ficha roja, Vargas? -graznó Castelar, lanzándomela justo delante.

Solamente hacía unas pocas horas que aquel millonario sabía que Carolina asistiría a la partida. Tuve que avisarle para asegurarme de que podría estar con nosotros y jurarle que no molestaría, que simplemente necesitaba un “amuleto” como ella para recuperar mi suerte. Ahora entendía por qué aquel cabronazo no había puesto ninguna pega.

–

Vete a la puta mierda. -respondí, levantándome de la mesa, sin hacerle caso a aquella ficha en la que, para mayor humillación, Castelar había escrito el nombre de Carolina.

–

Vamos, “boludo”, a mí también me gustaría follarme a tu putita.

Hice amago de lanzarme hacia Castelar para que mis puños le explicasen ciertos conceptos, pero Carolina estuvo más rápida que yo y me contuvo. No hubiera sido una buena idea atacar a Castelar. Si, en las partidas en mi local, a mí me protegía Mauricio con su perfil de boxeador, al propietario del local donde estábamos lo flanqueaban dos escoltas, cada uno con un sospechoso bulto bajo la americana que tenía todos los visos de ser causado por una pistola.

–

Calma, Jaime. No te alteres. Vámonos. -trató de tranquilizarme Carolina.

–

Eso, Jaime... vete con tu putita. -rio otro de los jugadores, un tal Damián, que no dejaba de ser un palmero más de Castelar.

Haciendo acopio de todo mi autocontrol, me di la vuelta y salí con Carolina agarrada de mi brazo, aceptando una nueva derrota. Me había acostumbrado durante los últimos meses a que las cartas me dieran la espalda y esta nueva derrota no debería haber sido distinta. Sin embargo, la presencia de Carol la había hecho muy distinta. Todo era diferente cuando Carolina estaba presente. Esta derrota había hecho mella en mi orgullo más que cualquier otra. Había quedado como un inútil en presencia de la mujer a la que amaba y el recóndito pedacito de mi mente que guardaba desde mis primeros ancestros mis instintos de macho alfa me decía que había perdido su favor.


Carolina se había comprado esa semana un coche de segunda mano con el dinero que había ido ahorrando de su sueldo. A punto de llegar a casa fue cuando, por primera vez en todo el viaje, me habló mientras conducía. Fue para insultarme. Lo estaba esperando.

–

Eres gilipollas.

No respondí. Solo me encogí más en el asiento, como si así fuera a conseguir hacerme más y más pequeño hasta desaparecer. “Gilipollas”. Así me sentía. Un gilipollas derrotado por seres superiores, como un niño que piensa que podrá jugar con los mayores pero se pone a llorar al recibir el primer balonazo en la cara.

Entramos a casa y Carolina me llevó al salón y me ordenó sentarme junto a la mesa. Rebuscó en uno de los cajones y extrajo una vieja baraja de póquer.

–

Eres un puto gilipollas. -repitió.

–

Lo sé, en esta mala racha no debía haber jugado ni una partida más por tanto dinero y...

–

¿Disculpa? Vale, creo que me he equivocado contigo. No eres gilipollas. Eres subnormal profundo.

Extendió todas las cartas hacia arriba sobre la mesa para que comprobara que no faltase ninguna y comenzó a barajar lentamente.

Repartió dos cartas a cada uno. Las mías destapadas, las suyas ocultas.

  • As-dama, es una buena mano, ¿Vas? -me soltó señalando mis cartas.

  • ¿Qué? -No entendía lo que Carol intentaba mostrarme, pero tenía razón, era una mano que no podía dejar pasar sin jugar.

Asentí y sacó las primeras tres cartas al centro de la mesa, otro as, un seis y un dos.

  • ¿Subes? -Carolina sabía jugar al póquer, por lo que sus preguntas eran completamente retóricas y simplemente buscaban que asintiese para sacar la siguiente carta.

Sacó una carta más y luego otra. Un diez y un rey, nada que pudiera hacerme dudar de mi pareja de ases. Sin embargo, Carolina mostró sus cartas y me enseñó un dos y un diez. Dobles parejas que mis ases no eran capaces de superar.

Después de cada mano, Carolina volvía a poner las cartas bocarriba, volvía a barajar lentamente y repetía la jugada. Siempre me daba una buena mano, siempre hacía que yo ligara algo y siempre acababa superándome con la última carta. Parecía una reedición de mis manos contra Castelar.

–

¿Pero cómo? -pregunté asombrado.

–

Te lo he dicho. Porque eres gilipollas. No te has dado cuenta de que “El Polaco” le daba a las cartas que quería a Castelar. No sé aún cómo lo hace para lograr el orden tan exacto, yo tengo que mirar las cartas cada vez, centrarme en cuatro o cinco y sacarlas de dentro del mazo sin que te des cuenta y pienses que las saco de arriba. Pero me he fijado. El puto polaco las saca en orden, no sé cuántos años lleva practicando ese cabrón, pero es capaz de barajar rápido y ordenar las cartas como él quiere. Lo hace solo en una de cada tres manos, pero lo suficiente como para darle a Castelar una ventaja insuperable. Solo va a jugar duro cuando sepa que “El Polaco” le elige las cartas.

–

¿Castelar hace trampas? ¡Tengo que...! -Una súbita revelación cruzó mi mente- ¿Los otros jugadores lo saben?

–

No sé si todos lo saben, pero lo que está claro es que solamente van a las manos que Castelar no juega. El tal Damián sí que está al tanto. De eso estoy segura. Cada vez que dobla el dinero con el que entró, juega dos o tres manos fuertes contra Castelar hasta que se queda como empezó. Le regala las fichas y cuando él está a punto de perder, Castelar le deja que le robe todas y cada una de las ciegas hasta que se recupera.

–

¿Cómo... cómo no me he dado cuenta?

–

Porque son jodidamente buenos. Y seguramente al principio no usaron esas técnicas para no “asustarte”. Solo cuando ya estabas tan metido en sus partidas que no podías irte, empezaron a sangrarte. Tal vez esperaron a que tuvieras una mala tarde para que volvieras a la semana siguiente sí o sí a recuperarlo...

Traté de hacer memoria. Carolina había dado en el clavo. Había caído en una trampa vilmente tejida por aquella maldita bola de sebo con negocios en los cinco continentes. De pronto, una revelación cruzó mi mente.

–

Entonces... cuando el “Cami” perdió aquella partida...

–

Me estaba empezando a tratar como una mierda y quise darle un correctivo. Aunque no pensé que llegaría a apostarme.

Me estremecí. Lo que yo había considerado una mano magistral era simplemente un plan tejido por las manos de Carol. Recordaba aquella mano como si hubiera sido hoy. Me entregó la mano sacando un dos en el turn

y fue ahí cuando hice que “Cami” la apostara. Pero ella podía haberlo evitado todo con la última carta, sacando alguna que hiciera a su exnovio replantearse la apuesta, pero le dio una buena jugada, inferior a la mía, para que echara el resto.

–

Tienes que volver -La orden de Carolina me sacó de mis ensoñaciones-. Tienes que jugar tú solo contra Castelar. Es la única variable que puedo controlar. Si entra Damián en la partida no podrás en un dos contra uno por más que trate de anular a “El Polaco”.

–

¿Cómo? Castelar no permitirá que reparta nadie más que él. Y aún así, no sé si ganaré.

–

Ganarás. -La seguridad de la voz de mi chica era tan rotunda que no podía negarle la razón.

–

Pero no tengo ya nada. Como mucho, la 'Telecaster' costaría lo mismo que me pedirá Castelar simplemente por entrar. Y aunque hipotecara la casa, que es lo único que me queda, estoy seguro de que ese gordo de mierda no va a querer jugar conmigo a solas y mucho menos jugarse todo lo que me ha quitado para que lo recupere.

–

Si tienes algo. Tienes algo que él quiere. Esto.

Carolina me enseñó su mano abierta. En ella, descansaba aquella ficha roja con su nombre grabado. La había agrrado de la mesa de póquer sin que yo me diese cuenta

–

No voy a jugarte al póquer, Carol. Yo no soy el “Cami”.

–

Sí, lo vas a hacer.

Carolina me agarró las manos y me obligó a mirarla a los ojos. Su mirada inteligente rebosaba convicción.


No eran siquiera las diez menos cuarto cuando nos plantamos en la puerta del almacén del restaurante que regentaba Castelar. Uno de tantos. Este, en un polígono industrial a las afueras de la ciudad.

Toqué a la puerta y me abrió “El Polaco”. Ahora que sabía el tiempo que llevaba haciendo trampas con las cartas, estuve tentado de partirle la cara en cuanto se la vi, pero no lo hice. Ya habría tiempo de preparar una venganza. Lo que ahora importaba era recuperar todas mis pérdidas, aunque aún no estaba muy seguro de cómo.

–

Has llegado pronto, argentino. -dijo Castelar, y me molestó el deje despectivo que le dio a la última palabra.

–

Aquí tienes. Sesenta mil euros y la ficha roja. ¿Así quedamos no? Todo lo que yo tengo contra todo lo que me has robado. -Entre esos sesenta mil, además de la hipoteca de mi casa, también estaban todos los ahorros de Carol. No podía perder aquella noche.

Castelar rio.

–

Vamos, vamos... yo no te he robado nada. Tú lo perdiste jugando al póquer. Yo lo gané honradamente.

Casi pierdo el control al escuchar eso. El cinismo de aquel tipejo no conocía límites.

Coloqué el maletín con el dinero en efectivo en la pequeña mesa que Castelar siempre disponía para tales efectos, aunque nunca con sumas tan altas, y me acerqué a la mesa de póquer de la estancia seguido de Carol, mientras “El Polaco” desaparecía por una puerta para aparecer con un maletín plateado.

–

Cien mil euros -dijo el tahúr mostrando el contenido del maletín.

–

Eran noventa y siete mil y pico, pero es más fácil si redondeamos... -aclaró Castelar.

–

Y mi coche. -apostillé.

–

Oh, claro. Disculpa. Ya lo había olvidado. Trae la llave de su coche, Wôjcięch. ¿Era un 'Mercedes' , no?

Me sorprendió tanto que Castelar usara el nombre de pila de “El Polaco” que tardé un par de segundos en asentir.

–

¡Un 'Mercedes' , “Polaco”! -gritó Castelar, aunque su subalterno ya aparecía por la misma puerta por la que había desaparecido poco antes con la llave de mi coche en una mano.

De nuevo en la estancia, “El Polaco” recogió el maletín plateado que había dejado en el suelo y se quedó allí plantado, sin dejarlo junto al mío.

–

¿Vamos a jugar o no? -inquirí, visiblemente molesto.

–

Verás, Jaime... voy a apostar mucho por tu chica... antes de jugar, necesito saber qué sabe hacer.

Nada pudo salvar a Castelar de mi puñetazo. Cuando Carolina reaccionó, la nariz del enorme empresario corrupto estaba crujiendo contra mi puño. El gordo se tambaleó, pero sin llegar a hacerlo caer mientras “El Polaco” echaba mano al bolsillo interior de su chaqueta. Por fortuna para mí, Castelar le indicó por gestos que se quedara quieto.

Carolina ya estaba abrazada a mí cuando mi rival recuperó el habla.

–

Ja... ja... -se rió tontamente mientras comprobaba con los dedos que su nariz estaba sangrando abundantemente. Se sacó un pañuelo de impoluta tela blanca del bolsillo y taponó como pudo la hemorragia mientras seguía hablando-. Vamos, Vargas... esperaba que lo entendieras... no puedo jugarme tanto si luego resulta que no hace nada en la cama.

–

No vas a ponerle un puto dedo encima. -respondí, rodeando a Carol con mi brazo.

Miré a mi alrededor, como valorando las posibles opciones de huida. Desgraciadamente, los maletines quedaban demasiado lejos de mí, y no podía irme de allí con las manos vacías.

–

Vamos, Jaime, algo que me haga merecer la pena sentarme a jugar. Además, estoy seguro de que sabes que no vas a ganarme... -dijo Castelar, con una repulsiva confianza en sí mismo. Se giró hacia Carol-¿Una mamada? ¿Me mamarías la polla, princesa?

–

No vas a ponerle un puto dedo encima. -repetí.

–

Vamos, Jaime, quiero ver cómo se desenvuelve la putita antes de sentarme a jugar. ¿Y si se la chupa al polaco? Wôjcięch... ¿Te gustaría?

–

Me parece un buen plan. -respondió el extranjero con su duro acento mientras se tocaba la polla sobre los pantalones.

–“

Polaco”, si te acercas un paso más, te meto esa pistola que llevas en la chaqueta por el culo. -repliqué furioso.

–

Se la chupo a Vargas. -terció Carolina.

–

¿Qué? -me horroricé- No, Carol, no hace falta.

–

Cállate. Si quiere verme chupando una polla te la chupo a ti, Jaime. -respondió con decisión.

Traté de asimilar las opciones que quedaban. Finalmente, me tuve que rendir.

–

¿Te parece bien, Castelar? Así la puedes ver en acción.

–

Bien, bien... fabuloso... preferiría que me la chupara a mí, pero si no hay más remedio...

Carolina se colocó frente a mí, dándole la espalda a mi contrincante, y me besó los labios con ternura.

–

Tranquilo, todo saldrá bien. -me susurró al oído para relajarme.

Carol se arrodilló y me bajó la bragueta tras desabrocharme los pantalones. Mi polla seguía en reposo, pero ese estado no duró demasiado, aunque tuve que cerrar los ojos e intentar abstraerme de la situación para centrarme solo en esa lengua que empezaba a pasearse por mi verga.

Mi chica comenzó a masturbarme suavemente mientras me lamía los huevos. El calor y la humedad de su lengua me causaban estremecimientos de placer. Carol sabía mamarme la polla como ninguna. Me lo había ido demostrando durante los últimos tres años.

Abrí los ojos sin querer mirar a Castelar ni al polaco, pero de reojo pude comprobar que lo observaban todo con gran interés. Wôjcięch había dejado la llave de mi coche sobre la mesita y se tocaba la polla por encima de la ropa, mientras que su jefe se había sentado a la mesa y miraba los movimientos de Carol con lujuria. La hemorragia de la nariz se le había cortado pero aún mantenía una sombra rojiza sobre el labio superior.

–

Joder, Vargas... yo creía que los “sudacas” tenían un pito pequeño. -graznó Castelar.

Intenté no hacerle caso y seguir centrando mi atención en mi hermosa felatriz, que había logrado una potente erección en mi entrepierna con sus sabias caricias. Carolina se embutió mi polla hasta lo más profundo de su garganta haciendo que un leve gorgoteo brotara de su boca. Los dos voyeurs

no perdían detalle, y soltaban de vez en cuando alguna interjección excitada.

–

¿Te gusta? -musitó Carol con una voz lasciva y cachonda hasta más no poder. No quería creerlo, pero mi chica se estaba excitando.

Sin embargo, tanto ella como yo sabíamos que aquella mamada era un trámite necesario y, que si la partida salía bien, tendríamos muchas noches para repetirla.

–

Me encanta.

Su lengua trasteaba en mi glande, y sus dedos me acariciaban lentamente los testículos mientras con la otra mano se aferraba a mi cadera para apuntalar sus movimientos.

Carolina se esmeraba, se metía mi tieso ariete hasta la campanilla y me lamía con desesperación. Noté que su mano había abandonado mis testículos y la encontré bajo su falda. Carol se masturbaba mientras me la chupaba. Carol se masturbaba mientras me la chupaba y dos hijos de puta miraban.

Sus gemidos y mis jadeos se fueron entrelazando, apagando en mis oídos la agitada respiración cuasi porcina de Castelar. Mientras se seguía masturbando, Carol buscó con la otra mano, a través del hueco entre mis piernas, la quebrada de mis nalgas, haciendo que un escalofrío me recorriera de punta a punta de mi cuerpo.

Con un dedo acarició mi ano palpitante, al tiempo que su boca redoblaba el trabajo sobre mi pene. Dejó de masturbarse para pajearme a mí mientras su lengua se centraba en el glande. Su dedos se internó unos milímetros en mi ano y yo sentí como si las piernas me fueran a fallar de un momento a otro.

Carolina chupando. Mi verga en su boca. Su dedo en mi culo. Castelar mirando. “El Polaco” igual. Mis jadeos haciéndose cada vez más notorios.

El latigazo de mis terminaciones nerviosas me impelió a apretar las nalgas con el dedo de Carol entre ellas, haciendo que se adentrara un poco más entre ellas. Viendo el final tan próximo, agarré la cabeza de la mujer que me chupaba la polla. El pinchazo de placer que se gestaba en mis pelotas se hizo tan grande que pareció tomar al asalto todo mi cuerpo.

Con un gruñido sordo, me corrí en la boca de Carolina. Con su mano haciendo de tope entre mi pubis y sus labios, mi glande tenía hueco libre en aquella húmeda cueva para esparcir los trallazos de mi simiente. Carolina aguantó la posición hasta que todo mi semen hubo salido de mi polla y luego se lo tragó. Me obsequió con un par de lametones cariñosos en mi frenillo a modo de firma y se levantó.

Castelar aplaudió socarronamente mientras yo me subía calzoncillos y pantalones de nuevo.

–

¿Y bien? -escupió Carolina girándose hacia aquel cabrón obeso, poniendo sus brazos en jarra.

–

Fabuloso, niñita... voy a disfrutar mucho contigo cuando tu querido argentino pierda todo -Castelar hizo un gesto a su palmero y este dejó el maletín que aún llevaba en la mano junto al mío, y luego me señaló a mí la mesa-. ¿Jugamos?

Sin decir una palabra más, me senté frente a él y esperé a que “El Polaco” repartiera las primeras cartas.


Aquí estamos de nuevo. Castelar, “El Polaco” y yo sentados a la mesa. Carolina detrás de mí, de pie, observándolo todo. El As de tréboles, el tres de corazones, el cinco de corazones y el cinco de picas sobre el tapete. Las fichas de los dos jugadores en el centro, y aquella ficha roja en mis manos.

Solo una carta podía salvarme si, como pensaba, mi rival tenía su

full,pero de todos modos

lancé la ficha roja al centro.

–

Veo -dije-... con una sola condición.

Hice un gesto con la mano para que Wôjcięch no repartiera la última carta aún.

–

¿Qué condición quieres poner, ahora? -rio Castelar, aparentemente divertido con la situación.

–

Castelar, no me fio de ti ni de tu crupier. Quiero barajar las cartas antes de que “El Polaco” reparta.

–

¿Y crees que lo voy a permitir? ¿Que toques las cartas y que me fie de ti?

–

Castelar. Tu crupier es un tahúr y tú un jodido tramposo. Lo sé. Por eso no voy a permitir que él reparta esta carta. Quiero que al menos esta mano sea algo más justa.

Castelar miró a su crupier y “El Polaco” se encogió de hombros. Estaba claro que sabía las cartas que llevábamos cada uno. Seguramente, la siguiente jugada consistiría en sacar un corazón que me diera color para hacerme creer que la Dama Fortuna volvía a estar de mi parte y yo me volviera a apostar lo que no tenía. Pero el cabrón sabía que todo estaba en mi contra. Castelar ya tenía su

full

y a mí solo me valía una sola carta de todo el mazo. Ni con toda la suerte del mundo ganaría esa partida.

–

No voy a dejar que tú toques las cartas. ¿Te parece si las barajo yo? -decidió el gordo millonario.

Asentí. “El Polaco” le pasó el mazo a Castelar y este comenzó a mezclar las cartas lenta y dificultosamente. Estaba claro que llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Eso jugaba a mi favor. “El Polaco”, en un principio, trató de seguir la mezcla de su jefe con la mirada, pero a los pocos segundos agitó la cabeza como dándose por vencido. Era incapaz de calcular el orden si no era él el que barajaba, lo que me hacía entender que tenía su propio sistema, muy complejo y trabajado, para hacer trampas.

Cuando mi rival pensó que el mazo estaba suficientemente barajado, lo dejó encima de la mesa.

–

Corta. -le dijo al crupier.

–

Y una mierda, Castelar. Te he dicho que no me fío de tu crupier. Yo corto. -repliqué

–

Y yo no me fio de un “sudaca” como tú. No toques las cartas.

El gordo se inclinó sobre la mesa, presto a defender la baraja del ataque de mis dedos.

–

Pues a ver cómo lo hacemos. -añadí con una sonrisa.

Castelar sabía mucho de negocios, de trampas y de póquer. Pero no sabía mucho de Psicología avanzada y Programación Neurolingüística. Creería que había sido idea suya, pero desde el primer momento de la noche, con pequeños gestos, con asociaciones de palabras con doble sentido que pasarían desapercibidas para cualquier persona, Carol y yo le habíamos mostrado cuál era la única mano inocente capaz de solventar una papeleta como esa.

–

Carolina... ¿Por qué no cortas tú? -dijo, finalmente, mi rival.

–

¿Yo? No... no sé -Mi chica fingía una completa inocencia y temeridad como si de la más genial de las actrices se tratase-. ¿Por dónde corto?

Carolina se colocó de pie junto a mí mirando el mazo como si no lo hubiera visto en la vida. Yo rezaba a todos los santos en los que no creía para que no hubiera perdido de vista la carta que tenía que sacar. Disimuladamente colocó su mano sobre mi espalda, justo encima de mi tatuaje del dos de corazones, y me tranquilicé. Obvio. Era la única carta que Carolina nunca iba a perder de vista.

–

Por donde quieras, bonita, corta por donde quieras -dijo Castelar, impaciente.

Casi podía escuchar la mente de Carol contando las cartas a toda velocidad mientras sus dedos descendían por el mazo.

Finalmente, separó la baraja en dos y alejó de Castelar la parte superior.

Mostramos las cartas que llevábamos antes de sacar la última. Castelar casi se corre de gusto al ver que yo no llevaba más que un as de corazones y un cuatro que solo me daban un mísero par de ases que no podían con su

'full'

de cincos-ases.

–

Estás jodido, argentino, saque lo que saque. -se carcajeó.

–

Saca carta. -ordené, fingiendo una descorazonadora decepción al ver sus cartas.

Castelar palmoteó como un niño en la mañana de reyes, agarró la primera carta del montón y la puso bocarriba junto a las otras.

–

¡Un siete, un siete! -chilló alegre.

Ya estaba. Fin de juego. El siete no me servía para nada más que para perderlo todo, Carolina incluida. Todo había resultado ser un absoluto fracaso.

–

Esa era la que se quemaba, Castelar -dijo mi chica, repentinamente seria, haciéndome recuperar la esperanza perdida.

El empresario no cayó en la cuenta de la súbita transformación de actitud de mi chica. Si lo hubiera hecho, tal vez se habría dado cuenta de la seguridad que ahora emanaba.

–

Bueno, bueno... perdona, pues esta entonces... -se excusó, separando el siete de diamantes de los otros naipes y extrayendo el siguiente.

Cuando le dio la vuelta a la carta, el rostro alegre de Castelar se fue oscureciendo paulatinamente hasta llegar a un momento que parecía un niño pequeño a punto de llorar.

Sobre la mesa estaba el dos de corazones.

Castelar acababa de darme una escalera de color del as al cinco.

Me levanté como un resorte y abracé a Carolina. “El Polaco” lo miraba todo con los ojos como platos, incapaz de enhebrar una sola palabra. Agarré los maletines mientras Castelar profería el berrido más desesperadamente furioso que jamás había escuchado. Dio varios golpes a la mesa como un niño en plena rabieta y empezó a tirarse de los pocos pelos que le quedaban, preso de la más honda furia y la más brutal desesperación. No estaba acostumbrado a perder.

Me besé con Carolina sin importarme el momento y la situación. Conté el dinero pacientemente mientras Castelar hundía la cara en las manos maldiciendo a todos los Poderes Celestiales. “El Polaco” callaba, sabiendo que nada que dijese podría animar a su jefe. Lo mejor que conseguiría sería llevarse él todas las culpas, así que se alejó de la mesa y se coló por la puerta del fondo mientras hablaba con alguien por teléfono.

–

Ciento sesenta mil euros. No está mal -dije socarronamente-. ¿Nos apostamos un doble o nada a la carta más alta?

–

Vete a la mierda, argentino. Pírate de aquí antes de que cambie de opinión -gruñó, con una sombra de voz, sin sacar la cabeza de entre las manos.

Reí y salí del almacén junto con mi chica. La noche era completamente negra en aquel polígono, y aunque débil, la luz del interior del local era la única iluminación de la que disponíamos, por lo que en cuanto se cerró la puerta, nos vimos en la más profunda oscuridad.

No me importó. Me besé con Carolina, eufórico, y sabiendo que podría recuperar todo lo que había ido perdiendo las últimas semanas. Volvía a estar en la cresta de la ola. Volvimos a contar el dinero con los dedos, puesto que en plena oscuridad, no se podían distinguir unos billetes de otros aunque poco a poco nuestro ojos se habían ido acostumbrando a la falta de luz.

Cuando, en aquella densa negrura, el repentino resplandor de dos faros nos iluminó, no estábamos preparados para ello. Pasamos de la ceguera por falta de luz a la ceguera por exceso de la misma. Las puertas del coche se abrieron y surgieron de su interior dos figuras que empezaron a definirse en la confusión de la batalla entre luz y oscuridad.

Tardé poco en reconocer el coche y a quienes lo habían conducido. Mi 'Mercedes' había vuelto a mi poder. En un principio no entendí cómo podían conducir mi coche si, supuestamente, las llaves las llevaba yo. Claro. Eran falsas. En ningún momento el cabrón de Castelar había pensado que podía perder la partida y no se había molestado ni en buscar las llaves verdaderas de mi coche.

Las dos personas que salieron de su interior eran los dos escoltas de mi rival. El traje, las gafas de sol y el bulto bajo la americana eran los mismos que había visto semana tras semana en las partidas de póquer.

Los escoltas salieron del coche y lo dejaron con ambas puertas delanteras abiertas, invitándonos a llevárnoslo. Avanzaron hacia el local sin casi mirarnos mientras nosotros caminábamos en sentido contrario, hacia ellos. Sin embargo, cuando pasamos por su lado, sentí que algo no marchaba bien. Pude respirar la tensión que emanaban sus cuerpos, y Carolina también lo notó.

Éramos dos cristianos en un circo romano. Solo que los leones, en lugar de una boca llena de dientes, llevaban una 'Glock' llena de balas.

–

Cuando te diga, corres hacia el coche, arrancas y desapareces lo más rápido que puedas. -le susurré al oído a pocos metros del vehículo.

Como única respuesta, Carol me agarró la mano mientras negaba sutilmente con la cabeza. El camino hacia mi 'Mercedes' se me estaba haciendo eterno. Yo solo deseaba que ella desapareciera de ese lugar aunque se me llevaran a mí por delante. El caballero andante estaba dispuesto a un último sacrificio antes de convertirse en carne de ataúd. Pero parecía que mi chica estaba decidida a compartir mi suerte, fuera la que fuese.

Casi podía tocar el coche con la punta de los dedos cuando escuché el sonido que estaba temiendo. Los chasquidos de dos pistolas semi-automáticas cargándose.

Paramos en seco y cerré los ojos esperando lo inevitable. Alguien como Castelar no iba a permitir que saliera de allí con tanto dinero que consideraba suyo.

No me giré, porque sabía lo que me iba a encontrar. Con suerte, dos pistolas apuntándome. Sin suerte, una apuntándome a mí y otra a la mujer que me acompañaba y a la que parecía querer estrujarle la mano de tan fuerte que la estaba agarrando. Allí quedaríamos, dos cadáveres en un polígono, fruto de algún ajuste de cuentas del mundo de la noche. Nadie nos relacionaría jamás con Castelar y, si alguien lo hacía, estuve seguro de que el cabrón tenía suficientes amigos con suficiente poder como para que no fuera a más.

Dos detonaciones de sendos disparos destrozaron el silencio de la noche. Abrí los ojos sorprendido. Esperaba un dolor abrasador, un paulatino entumecimiento de mis sentidos, empezando por el tacto y acabando por la vista. Pero nada de eso pasó. Miré a mi pecho, iluminado por los faros del coche y no vi ni rastro de sangre. ¿Dos disparos y han fallado? ¿A tan poca distancia?

Dos golpes sordos me obligaron a volverme. Los escoltas de Castelar yacían en el suelo y una tercera figura armada se acercaba hacia ellos desde una esquina que aún se mantenía en sombras.

El hombre se agachó junto a los escoltas, tomó el pulso de sus cuellos ensangrentados, recogió las pistolas y se levantó para mirarme.

Finalmente reconocí ese cuerpo ancho, esas facciones rudas y esa sonrisa cínica.

–

¡Mauri! ¡Muchas gracias! ¡No sabría si vendrías! -voceó Carolina, acercándose a mi exguardia de seguridad para abrazarlo.

–

No ha sido nada. Le tenía ganas a estos cabrones -respondió con su voz ronca-. Si quieres, Jaime, entro y termino el trabajo con Castelar...

Abracé a Mauricio y le dije que no hacía falta. Como pago de sus servicios, le volví a contratar y le regalé el Mercedes.

–

Eso sí, Mauri, me tienes que prometer algo si te contrato... -añadí, antes de que se metiera en el coche.

–

Dime.

–

Si vuelvo a apuntarme a una timba de póquer, me das un derechazo de los tuyos.

Tras una sincera carcajada, Mauricio asintió y arrancó el 'Mercedes' .

–

¿Así que vas a dejar el póquer? -me preguntó mi chica ya los dos solos en su auto.

–

Creo que sí. Mis días de jugador han terminado.

–

¿Vas a ser capaz de dejarlo?

–

¿Te apuestas algo? -pregunté.

Ambos sonreímos y volvimos a casa con nuestros maletines.

FIN

Dos de Corazones

Kalashnikov