Dos amores en una cama

Estaba enamorada de dos hombres al mismo tiempo y no sabía a quién elegir. Afortunadamente el problema se solucionó

DOS AMORES EN UNA CAMA

Estaba enamorada de dos hombres al mismo tiempo y no sabía a quién elegir. Afortunadamente el problema se solucionó

Todo o nada. Falta o sobra. ¿Por qué no hay una medida justa? Tantos meses de aburrimiento mortal, sin ningún ejemplar apuesto a mil leguas a la redonda, y de pronto dos amores caen del cielo y me aplastan contra la acera. ¡Bum! Ah, Murphy, bendito sea tu nombre. Lo peor es que me atraían con igual fuerza, aunque de una manera distinta. Sencillamente no podía aceptar a uno y renunciar a otro. Tengo dos platos favoritos: gazpacho y setas en escabeche. ¿Qué haría si me los ofrecieran en un banquete? ¡Los zamparía sin pensar! Lástima que los hombres no sean platos, me ahorraría muchos sufrimientos y noches de insomnio.

Voy a presentarme a mí y a mis elegidos antes de adentrarme en las peripecias de esta aventura. Carol, 22 años, hijita mimada de un redactor de alto vuelo. Agradezco al error genético que me ha dotado de unos ojazos bien abiertos cuyo verdor inocente derrite a los corazones más insensibles. No me cuesta nada parecer sincera como un abogado de renombre defendiendo a un criminal empedernido. Detrás del caparazón de una mosquita muerta que no ha roto ni un plato se esconde una pelirroja traviesa (armada de un cuerpo de ensueño), capaz de pisar terrenos prohibidos debido a su curiosidad sin freno. Mi primera vez era espontánea y absurda al igual que todo lo que hago. Perdí la virginidad con mi primo homosexual que vomita cuando mira de cerca tetas y coños. Una noche de tormenta me metí en su cama y le calenté tanto que me penetró sin importarle mi tierna edad. Asombrado por su propia hazaña, no dejaba de quejarse durante el acto: “Imposible, es una pesadilla, las mujeres no me ponen… ¿Qué has hecho conmigo, bruja?” Pesadilla o no, pero la tenía durísima, me desvirgó profesionalmente y lo repitió varias veces para mi gran placer. Nada de extrañar que rehuía nuestra casa después del “accidente”. No obstante, cuando nos cruzamos en un bar hace 3 años, acabamos en los aseos, unidos en un fabuloso polvo, gimiendo, bramando, llorando de puro gozo. Por cierto, de líos esporádicos y deliciosamente morbosos no tuve nada de nada. Sólo dos relaciones “serias” con chicos “decentes” que me enseñaron de todo, menos sexo, arraigando mi convicción innata: “La decencia es una mala ciencia en lo que atañe al amor”. Su comportamiento predecible me incitaba a buscar adrenalina: una vez estuve a punto de seducir a nuestro jardinero de 60, la otra – a punto de entregarme a un desconocido sobre una mesa de billar. Más tarde me hundí en el ajetreo de estudios. La vida transcurría sin sorpresas. Hasta que mi padre organizó una fiesta de periodistas y aparecieron ELLOS.

Diego, el hombre número 1, me impresionó con su vitalidad desbordante. Una pizca de sangre árabe en sus venas le daba un encanto muy especial. Morenito, pelo de azabache hasta los hombros, ojos oscuros, labios sensuales… ¡Y el cuerpo! ¡Madre mía! Imaginad un armario andante de casi dos metros, con hombros cuadrados, tórax inmenso, piernas robustas. Se mostraba un poco perezoso a la hora de ir al gimnasio porque los músculos se le conservaban sin ejercicio. Naturaleza. Un mecanismo reproductivo de alta calidad. Mi padre solía criticar los reportajes deportivos de Diego, pero a mí me traía sin cuidado su estilo de escritura. Tenía otras ventajas: trato sencillo, desfachatez alegre, sentido de humor. Congeniamos de primera vista. ¡Cuántos partidos de fútbol, cuántos combates de boxeo compartidos! ¡Cuántas cervezas y carcajadas! A menudo salíamos a correr al parque y nos despedíamos con un abrazo sudoroso, bastante alejado de amistad. La cosa pasaba a mayores en las discotecas cuando frotaba mi pecho contra el torso de Hércules y rozaba su bulto deliberadamente. Era tal el grado de química entre nosotros que los refrescos empezaban a hervir. Su mirada de una bestia hambrienta me inundaba de la ilusión de poder absoluto. Y aquellas manos de gigante estrechando mi delicada cinturita, apretando mis nalgas jugosas, sobando mi entrepierna, me hacían sentir una reina y a la vez una brizna de hierba atrapada por un remolino. Podría matarme con la yema de meñique. “Eres un chivo lascivo, un oso libidinoso y un gallo de serrallo” – le susurraba coqueta. “Y tú eres un ave suave, un grillo pillo y una odalisca arisca” – respondía él. En definitiva, estaba creado para comérselo a besos y cabalgar a sus lomos hasta el final de todos los tiempos y la extinción de todas las estrellas.

Eric, el hombre número 2, representaba un obstáculo para la realización de mis deseos suscitados por Diego. Llegué a admirarle con idolatría poco común. Todos le llamaban “fenómeno” y acertaban. Una excepción de las reglas. “¡Un genio!” – exclamaba mi padre con una sonrisa idiota. Sus artículos, impregnados de ironía ácida, contribuían en gran medida a la fama de nuestro periódico. No dejaba de estimular mi mente y deleitar mi imaginación con su rostro refinado. Pelo castaño, perfil de camafeo, ojos de azul intenso que quemaban con su frialdad, expresión algo severa. Se cuidaba con obsesión maniática practicando una especie de body-building estético. Por eso, pese a ser delgado y esbelto, lucía unos bíceps más que presentables y unos abdominales de fantasía (un detalle que pude comprobar más tarde). Se portaba con altivez majestuosa y no tenía reparos en manifestar su desprecio respecto a las mujeres. Una conversación de 20 minutos significaba un “honor” dentro de su sistema de valores. En comparación con este caballero gallardo Diego parecía un mozo de cuadra (bueno para complacer a la esposa del caballero en la penumbra del establo).

¡Pobre de mí! Desgarrada entre dos polos, suspendida en el vacío, indecisa y ardiente de ganas, sin saber adónde dirigirme: al sur de instintos sanos o al norte de sentimientos sofisticados. ¡Una tortura china! Sin embargo, la balanza se inclinaba hacia Eric por una razón obvia: su pinta inalcanzable que desafiaba a mis encantos femeninos. En cambio, Diego se empeñaba en conquistarme por todos los medios posibles. Si fuera un poco más discreto… Pero no. Su carácter fanfarrón amenazaba con verter cualquier secreto al público. Y el “genio” no debía enterarse de nada. Pretendía desempeñar el papel clave en la vida de una mujer, único y exclusivo. Le perdería al instante. Así que mi número 1 tuvo que resignarse con “amistad que promete” y calentones ocasionales mientras yo me rompía la cabeza buscando una salida del laberinto.

Empecé por elaborar un plan de acercamiento a aquella muralla resistente, nombrada Eric. “Improntu”, una película maravillosa sobre amores de George Sand y Chopin, me dio una pista. Tomé un rol masculino. Le mandaba flores y dulces, cantaba serenatas debajo de su balcón, pintaba cuadros sobre su buzón de correo, escribía poemas surrealistas, devoraba volúmenes sobre vinicultura (su afición). El deshielo progresaba lentamente. Sí, me distinguía de la multitud. Sí, me permitía contemplarle a dos metros de distancia. Sí, me confesó que le atraía. Y ya está. Me encontré en la situación “tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe”. Me harté de mi propio ingenio y de sus peroratas inútiles. Un día me puse una minifalda de cuero, una blusa transparente que dejaba al descubierto una buena mitad de mis senos y el canalillo, zapatos de tacón aguja. Un maquillaje de iroquesa guerrera y unos pendientes tintineantes complementaban la imagen. Así, vitoreada por obreros del edificio de enfrente, me presenté delante de él y pregunté sin tapujos: “¿Me necesitas? ¿Soy mujer o abstracción etérea? ¡Tómame ahora mismo o déjame ir!” No escuché el discurso típico sobre la necesidad de esperar y afinar nuestras almas para un dúo ideal. Hice lo que siempre ansiaba. Arrojé la llave de mi piso a su cara y grité como posesa: “Si algún día te atreves a afinar tu instrumento de otra manera, ven. Ya sabes la dirección. Estoy segura de que no vendrás, pero al menos lo he intentado. ¡Se acabaron los devaneos! ¡Quédate a solas con tu megalomanía! ¡Suerte!”

Huelga decir qué número de móvil marqué al regresar a casa.

- Diego, te invito a una cena, - dejé unos puntos suspensivos flotando en el aire.

- ¿Vamos a resolver crucigramas? – se rió bondadoso.

- Quiero que me des caña hasta el amanecer, - contesté medio en serio, medio en broma. – No olvides preservativos.

- Sí, mi general, voy a asaltar una farmacia, - su voz sonaba provocativamente ronca.

- Con cuidado. Que no se te ocurra pasar la noche en la comisaría.

- Romperé las rejas para cobijarte en mis brazos. Hasta pronto, bombón.

Estupendo. Un problema menos. Adiós a abstinencias y ayunos. Adiós a vacilaciones y extenuantes sesiones masturbatorias en la bañera. El hombre seduce, la hembra se deja seducir. Y punto. Nada de iniciativa de mi parte.

Preparé el ambiente con esmero. Olor a incienso. Cojines mullidos esparcidos por todas partes. Música de Albéniz en el fondo. Velas, dulces orientales y vino en abundancia. No cambié de vestimenta, tan sólo añadí un liguero celeste, a juego con sujetador y braguitas, para realzar la blancura de mi piel y las llamas de mi pelo. En cuanto Diego hubo cruzado el umbral me lancé a él pegando mi cuerpo al suyo en una señal inequívoca de mis intenciones. Parecía un gitano insolente con su aro dorado en la oreja y su larga melena. O una versión de Jack Sparrow. Nos besamos como dos almas condenadas en el purgatorio (o en el infierno si os apetece). Acepté su proposición de jugar a las cartas según las reglas sencillas: el perdedor se quitaba una prenda y el ganador no tenía derecho a tocarle. Al cabo de una hora nos quedamos en pelotas, muertos de risa y excitados hasta no sé qué punto. Él no pudo apartar la vista del bamboleo de mis pechos, para nada pequeños, con pezones rosados y prominentes. La visión de mi sexo abierto, un pequeño triángulo pelirrojo, que ofrecía sin pudor alguno, le hipnotizaba también. Yo prefería clavar los ojos en su enorme rabo, en plena concordancia con su estatura, que se iba hinchando debido a la variedad de mis posturas que adaptaba como si posara para un fotógrafo. La verdad que no sabía mamar bien debido a las peculiaridades de mis amantes anteriores que se derramaban al instante. Ahora me invadía una necesidad imperiosa de hacerle gozar con mi boca y saborear su ardiente savia. Un solo pensamiento activaba un volcán en el bajo vientre.

- ¿Por qué esperamos tanto? ¡Qué desperdicio de tiempo! – pensé en voz alta.

- Hemos de recibir un premio.

- ¿Tienes hambre? ¿Crees que te voy a alimentar? Jajaja, si lo crees, eres un ganso manso, un pavo bravo, un pato barato.

- Sí que me lo creo porque eres una cabra macabra, una oca loca, una cigarra bizarra.

Entablamos una batalla por rahat lokoum, su golosina preferida, lo que culminó en un intercambio de besos prolongados. Rahat se derretía en nuestras bocas fundidas mientras nos divertíamos entrelazando las lenguas, mezclando la saliva, empapando el paladar de un dulce viscoso. Tuve la feliz idea de untarle el pecho y las caderas con una finísima capa de confitura de pétalos de rosas y eliminar el desastre mediante lamidas de una gatita abnegada. Me detenía a mordisquear sus tetillas y su abdomen por el camino al reclamo más atractivo. Nubes de incienso exacerbaban nuestros sentidos junto con la melodía mágica de “Albayzín”. “ Ponte así” – murmuró él y de golpe me acomodó en una posición propicia para 69. Me tensé ya que tampoco lo había practicado mucho con los estúpidos de mis ex. No había tiempo de rehuir el asalto de mi intimidad. Ya se ponía a degustar la concha, vedada para él durante seis meses de coqueteo astuto. Se las arregló a tantear todo el terreno durante el trayecto serpenteante de su lengua por la rajita inundada. Yo seguí con mi labor de limpiadora al compás de sus ágiles maniobras con el montículo abultado de mi clítoris. Al acostumbrarme a la vorágine de nuevas sensaciones me acerqué a su cosota descomunal y, guiada por la gula, aprisioné su glande con mis labios remedando la desesperación de un bebé, sin olvidar el masaje de sus testículos. No me atreví a experimentar más por el temor al fracaso. Sin embargo, Diego se puso tan candente con el hecho de mi entrega que apenas se molestaba por la calidad de mis caricias. Necesitaba muy poco para llegar directamente al cielo. Las vibraciones de sus venas hinchadas decían que estaba en buen camino. Mis temblores transmitían el mismo mensaje. “¡Me vengo! ¡Me vengo!” – grité entre jadeos de satisfacción.

- Adelante, putita, - se oyó la voz de Eric.

Nos quedamos paralizados. El visitante nos estaba observando desde mi butaca, con la expresión de un buho huraño o un médico listo para hacer una radiografía al enfermo. Para colmo, era imposible detenernos. Nos excitamos sobremanera durante aquella hora de streap tease previo. Ninguna circunstancia podía impedir la explosión rápida de nuestro primer orgasmo. ¡Menudo espectáculo! Diego, aferrado a mis nalgas esculturales, hurgando en mi vagina ansiosa, succionando la miel de mis entrañas; yo engullendo su porra de hierro; y Eric taladrándonos con una mirada de juez. Lo más curioso es que la presencia de mi número 2 aceleró mi llegada a la estación final del clímax cuya intensidad iba en aumento gracias a una síntesis complicada de emociones – vergüenza, triunfo de una venganza cumplida, alegría de verle en mi territorio. La verga de Diego chorreaba semen, salpicaba mi cara y mi cuello, me estimulaba a probar su sabor dejándola como una moneda recién acuñada. Todo frente a un tercero. Al final nos levantamos contentos sin importarnos nuestra espléndida desnudez.

- ¿Qué haces aquí, aguafiestas?

- Ella me ha dado la llave.

- ¿Carol? ¿Te gusta este tipejo que se revienta de snobismo? ¿Y yo?

- Sí, Carol, contesta. ¿Te gusta este árabe con el cerebro de mosquito?

- Mi tatarabuelo era árabe. Y me heredó un cerebro y una polla envidiables. Nena, debes aclarar la cosa.

- Lo siento, - regueros de lágrimas hacían estragos en mi cara. – Os quiero a los dos. Y no puedo decir por quién siento predilección. No soy puta o si lo soy… no tanto. Perdón… - estallé en sollozos.

Diego se apresuró a consolarme.

- Por mí no hay problema, querida. Si te apetece follarle hazlo y cálmate. Al fin y al cabo verás que soy mejor. Estoy muy enamorado de ti a diferencia del asno engreído que viene a fastidiarnos. ¡Eric! ¿Estás enamorado de ella?

- Más o menos, - balbució furioso.

- ¡Una respuesta digna de ti!

- Voy a arreglarme un poco. No os peléis, ¿vale? Prefiero que habléis como hombres.

Salí disparada al cuarto de baño. Pese a lo embarazoso de la situación una parte de mí cantaba himnos de alegría: “¡Eric ha venido! ¡He conseguido conquistar a una mole de hielo! ¡Y Diego está enamorado de mí desde hace tiempo! ¡Hurrah!” Me di una ducha de 10 minutos, sequé las lágrimas, cepillé el pelo y me perfumé con un cóctel alucinante de sándalo, nerolí y rosa. Me convenía cualquier desenlace: yo y Diego, yo y Eric, los tres juntos. No iba a soportar la soledad. Mi sexo palpitante no me lo perdonaría. Me armé de valor y volví al campo de batalla, en el traje de Eva por supuesto.

  • ¿Te quedas con nosotros? – pregunté a Eric mirándole a los ojos. Un lánguido contoneo de caderas acentuaba la frase.

Se notaba que le gustaría mandarnos al carajo. Se oía el rechinar de sus dientes. Sin embargo, el magnífico panorama de mi cuerpo curvilíneo surtió efecto. Entendía perfectamente que yo y Diego continuaríamos la fiesta después de su partida. Además, le calentamos bastante con nuestro preludio. Sería absurdo marcharse sin su trozo de pastel. Un escrutinio de pies a cabeza añadió un punto a mi favor. Lentamente se acercó a mí, amasó un pecho, pellizcó el culo, se regodeó en los muslos

  • Me quedo, - declaró con una sonrisa malévola a la vez que estimulaba mi pezón y frotaba mi pubis con la palma de su mano.

Por fin le besé en la boca, siempre tan cerrada, seca y fría cual el filo de un cuchillo. Contagiado de mi pasión, respondía según todas las reglas, de una manera sensual, profunda, hasta la garganta. Entretanto, Diego se pegó a mí desde atrás deleitando mi espalda con fuertes palmaditas y mi oído con dulces obscenidades. “¡Gracias, Dios mío, gracias por haber reunido a mis dos amores!” – repetía una oración blasfema para mis adentros. Ambos hacían gala de una seguridad aplastante. Me sujetaron por la cintura y los tres nos enfrascamos en un baile vertiginoso que hacía girar la habitación a nuestro alrededor. Me sentía una bacante que rendía culto al dios de vino, acompañada de dos sacerdotes que resbalaban las manos por el vello de su trémula vulva, hundían los dedos en el cálido manantial y chupaban las yemas empapadas por los flujos de una hembra en celo.

Nos recostamos sobre los cojines, embriagados por los aromas que emanaban de la piel sudorosa. Cerré los ojos para grabar este instante en el cuadro de la memoria. Los hombres de mi vida para mí solita. Diferentes como ying y yang. Un cuerpo bronceado y campesino, el otro – marmóreo y aristocrático. Aún más deslumbrantes gracias al contraste. Infinitamente deseables. Mis bebés. En efecto, lo parecían cuando se abalanzaron a mis pechos indefensos y empezaron a mamarlos, cada uno a su manera – Diego con avidez de un garrapato, Eric – con delicadeza de un colibrí. Mis senos voluminosos y firmes les volvían locos de atar. Los agarraban por la base, frotaban toda la superficie inflamada, masajeaban cada milímetro, pasaban la lengua por diminutas aureolas, tiraban de los pezones y los succionaban sin parar provocando que se erigieran, tiesos y agudos como la punta de una lanza. En conjunto me procuraban un goce divino que arrancaba gemidos artísticos de mi garganta y me sumía en un trance preorgásmico sin la necesidad de que tocaran otras zonas erógenas. Agradecida, encontré a tientas sus respectivos mástiles y los masturbé a conciencia, sin prisa, con tal de evitar un derrame indeseable. Alguien me apartó suavemente y rodó abajo rumbo a mi sensible hendidura. Una lengua juguetona se adentró en mí imitando a perfección los movimientos del pene, recurriendo a la ayuda de algún que otro dedo. El segundo participante siguió su ejemplo y se centró en la protuberancia rosácea del clítoris, un botón mágico que ponía en funcionamiento la máquina de lujuria. ¡Tenía dos lenguas revoloteando por mis rinconcitos ocultos! ¡Dos bocas que me comían como un pastel de gelatina y lamían el relleno de crema! ¡Tocaba las puertas oxidadas del paraíso! Preferí dejar de lado buenas modales para retorcerme al estilo de una víctima de exorcismo y exclamar improperios graciosos que les estimulaban a recorrerme con más vigor. No tardé en llegar hasta tal punto de cachondez que les rogué que me montaran de una vez por todas.

Diego era primero quien decidió marcarme con su sello iniciando un hablidioso juego entre mis labios, abiertos y húmedos bordes de una herida. “¿Quiéres que te coja, princesa?”“Sí, guerrero, déjame sentir toda la artillería pesada de la que dispones”. “¿Segura? ¿Quieres que barrene tu tierra de fuego?” “Claro, tienes la fama de un agrimensor excelente” “¿Y no te arrepentirás cuando mi serpiente clave sus dientes en la pulpa de tu fruta?” “Las frutas se pudren sin buenas mordeduras”. Pude ver de reojo que Eric fruncía el ceño en una señal de desaprobación de nuestros desvaríos. Daba igual, estaba demasiado absorta en la espera de penetración. “¡Atrévese, señor mariscal! ¡Ya es la hora de lanzar sus cohetes! ¡No se detenga a la entrada! ¡Dispare!” – seguía espoleando su apetito por mi carne entre risas y guiños de complicidad. Muy despacio, Diego introdujo la cabeza del monstruo, con toda clase de precauciones en el intento de lastimarme al mínimo. Me proyectaba a su encuentro pese al escozor irritante. La impaciencia me consumía, no importaba si me partiera en dos. Poco a poco invadía la cavidad apretada que le absorbía con anhelo de una aspiradora. “Más rápido, más rápido” – le rogaba sin hacer caso a las punzadas de dolor. Inexorable y pausado. ¡Qué martirio! Menos mal que las paredes vaginales se iban adoptando al intruso y le acogían en todo su esplendor. “¡Eso es!” – rugí con alivio cuando se deslizó entero y se quedó incrustado en el fondo. Entonces empezó a moverse a sus anchas, en círculos, arriba y abajo, dentro y fuera. Un animal husmeando en su nueva guarida. “¡Cuánto tiempo he soñado con tenerte así!” – suspiró con un destello de triunfo en su mirada. “Eres increíble, cielo” – respondí fascinada por el ritmo salvaje de sus arremetidas. Le atraje hacia mí en un abrazo fuerte aprisionando con mis brazos y piernas para hacer el contacto aún más íntimo en el vaivén de nuestras caderas unidas. Me gustaría asfixiarme bajo su peso, me gustaría que taladrara mi matriz hasta reventarla. Era suya hasta la última partícula. Diego me enseñaba un placer primario, simple y alegre, el placer de una planta acariciada por el sol. Justo lo que necesitaba.

No penséis que me olvidé de mi querido Eric. Durante el desenfreno de este bombeo no dejaba de complacerle con mis atenciones especiales dirigidas a su fiel compañero, bien proporcionado y muy presentable aunque no podía competir con las dimensiones y el grosor de otro pistolón que se estaba revolcando en mí. Al interrumpir el intercambio de bromitas con Diego me ocupé del caramelo apetecible que tenía cerca. Lo mimaba y lo chupaba con ahínco dado que me agradaba la perspectiva de obligarle a verter su esencia y perder el control sobre sus actos. Contra mis expectativas, aguantó hasta el momento en el que Diego expulsó su lava en el condón y salió de mí. Le sustituyó en una fracción de segundo sin darme tregua. Me ordenó levantar las piernas y enlazarlas en su cuello. Un ángulo así permitía una penetración de lo más profunda y poco placentera si se efectuaba mal. A mi gran asombro, me hacía bastante daño con sus sacudidas brutales. Aposta. Descargando su enfado, sus celos, su egolatría herida. “Amigo, no seas cabrón o te parto la cara. Estás con una mujer” – amenazó Diego, preocupado por mis gemidos desgarradores. “No pasa nada” , - le tranquilicé con una mentira. En realidad me daba más duro de lo que quisiera. Embestía sin piedad alguna. La experiencia anterior parecía una tortura dulce y exquisita. Ésta se aproximaba a una tortura en el sentido literal de la palabra. “¿Qué pretendes? – le susurré al oído. - ¿Ajustar las cuentas? Venga, desquítate, no te tengo miedo”. Sus ojos se encendieron con un brillo diabólico y de repente dejó de incrementar la velocidad. Se empeñó en hacerme disfrutar a toda costa y lo consiguió. Sabía manejar su espada de marfil. Nos envolvimos en un coito voluptuoso, carente de ternura. Seguía guardando la compostura, se mantenía aislado, al margen, a diferencia de Diego que sí se juntaba conmigo completamente. Por cierto, éste último se entretenía estrujando mis pechos y besándome con lascivia durante toda mi sesión con Eric. Cuando llegaron las convulsiones del orgasmo bestial me derrumbé desfallecida, ajena a las acciones del “asno engreído” que dentro de poco regó la superficie de mi cuerpo con potentes chorros de su manguera.

A lo largo del “recreo” comimos algo y recuperamos las fuerzas con unos cuantos tragos de vino. Eric se mostraba poco comunicativo. Diego soltaba anécdotas verdes. Cabe señalar que se llevaban mal todo este tiempo. No eran cómplices. Eran rivales. Y se portaban como tales. No paraban de competir cada instante en el que me besaban, me complacían y me penetraban. Se trataba de una lucha por autoafirmación que no tenía nada que ver conmigo. Por supuesto, empezaron a indagar acerca de la posibilidad de practicar el sexo anal. Una opción que no me inspiraba en absoluto. Mi memoria guardaba malas imágenes de las tentativas de mi primo gay que culminaron en una derrota. “Os reservo el culito para tiempos mejores” – prometí evasiva. “Tiempos mejores nunca vienen” – espetaron ellos. Al notar mi mueca de repulsión Diego se rindió. Eric no cejaba en el empeño de convencerme. “He traído un bote de vaselina, lo pasarás bien” – declaró solemne. Me quedé muda. Con él nunca se sabía. Una caja de sorpresas. “¿Y no has traído cadenas? ¿Látigos? ¿Antifaces?” Salió de la habitación malhumorado. Cuando estaba de vuelta nos encontró calientes, sumidos en toqueteos y magreos que iban subiendo de tono. Aprovechó para frotar su paquete en mis nalgas y regalarme un fantástico beso negro. Curiosamente la sensación no me disgustó, quizá por los efectos del alcohol ingerido. Prosiguió con sus avances y me exploró el orificio con la punta de su dedo. Me dejé hacer. Dolía ver su cara de vinagre. El procedimiento en sí lo recuerdo confuso por lo ebria que estaba. Además, Diego acariciaba ferozmente mi clítoris y estimulaba mis pezones aplacando el dolor inevitable. Parece que costó bastante dilatar el virginal agujero. Saliva, vaselina y paciencia contribuyeron a ello al igual que mi relajación general. Ni siquera me quejaba a medida que añadía dedos. No obstante, cuando forzó mi entrada trasera con la ganzúa de su miembro, aullé como un microcéfalo recién nacido e imploré que me dejara. ¡Vanas esperanzas! “Ay, Carol, ¡qué rico! Me aprietas con tenazas” – repetía la misma cantinela mientras seguía empujando. Imaginé que el conde Dracula me empalaba por haberle negado mi sangre. Después me identifiqué con un mártir cristiano destrozado por leones en un circo romano. El bueno de Diego propuso distraerme con un asalto delantero y lo acepté. Eric se situó debajo sin abandonar mi desafortunado culo donde se sentía muy a gusto. Mi vagina volvía a llenarse de hermosa virilidad. Así experimentaba por primera vez la doble penetración, a tontas y a locas como siempre. Anegada de lágrimas y maldiciendo mi destino.

El gozo sobrevino en oleadas interminables y recompensó mis sufrimientos. Entendí a Emmanuelle, la protagonista de una novela de culto, que describía un trío perfecto donde reinaba una armonía que ninguna pareja podía lograr. “¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!” – chillaba sin saber exactamente a quién me refería. Mis gritos reverberaban por toda la casa turbando la calma de vecinos. ¡Si mi padre me viera así, atravesada por el peor autor de reportajes deportivos y por su adorado genio que tiraba de mi pelo como si fuera una crin y clavaba las uñas en mi espalda! Su ritmo distaba de ser sincronizado por la diferencia de caracteres y temperamentos, pero eso no me impidió llegar a la cima más alta del éxtasis. No era más que una máquina de placer que estallaba a cualquier estímulo gracias a un programa multiorgásmico, inserto en sus engranajes. Durante las últimas embestidas mis amantes discutían quién me excitaba más. ¡Y no cesaban de pelear mientras se corrían! Tuve que morderme los labios y ahogar la risa. Pobrecitos, no podían entender que mi explosión se debía a su labor colectiva. Me gustaban en propociones iguales. Eric con su erotismo frío, elaborado, artificialmente vicioso. Y Diego con su pasión cálida, terrestre, sincera.

El resto de la noche transcurrió de una manera semejante aunque les prohibí tocar mi maltrecho trasero estrenado. Nos dormimos a la madrugada, yo entre ellos, abrazando a ambos con cariño. Conquistadores y su botín. Amazona y sus fieras. Messalina en los albores de nuevo milenio. Bueno, creo que la verdadera Messalina se burlaría de mis supuestos éxitos, insignificantes en su opinión. Daba igual. Ella estaba podrida y requetepodrida. Yo empezaba a vivir, joven y fresca.


Lo bueno dura poco. Nuestro trío extraño no volvió a repetirse. Muy pronto Eric obtuvo un galardón prestigioso y se distanció de mí. Lo tomé con calma. Su soberbia empezaba a hacer mella en mi amor transformándolo en animadversión. En cambio, mi romance con Diego evolucionaba. Compartimos muchas experiencias tórridas de diversa índole, pero, al cabo de unos meses, nuestros caminos se separaron. Mi familia se mudó a otra ciudad por razones laborales y a él le mandaron a Francia donde estuvo más de dos años. Entretanto, conocí a un hombre especial, mi verdadera alma gemela y mi segundo yo en todos los aspectos, aparte de ser mi marido. Vivimos juntos hace 7 años y tenemos dos hijas gemelas. Sigo manteniendo un contacto amistoso con Diego aunque intento evitar un encuentro a solas… por si acaso. Según los rumores recientes Eric anda muy enamorado de su propia Persona y de sus logros, fiel al lema “el amor por ti mismo es el comienzo de un romance para toda la vida”. Naturalmente no está casado. Supongo que aquella noche es la aventura más memorable para él. A mí ya no me apetece montar tríos ni cuartetos ni quintetos. Estoy demasiado enamorada de mi hombre. Si alguna mujer le mira más fijamente de lo debido suelo echar espuma por la boca como un toro rabioso.

Hoy he contado la historia de mi primer y último trío a una amiga conservadora. Horrorizada, preguntó si me arrepentía de los deslices juveniles. Claro que no. Tendré cosas que recordar cuando no haya más “diversiones” que dormir en una mecedora bajo el acompañamiento de huesos crujientes y nietos ruidosos que se burlarán de su “abuelita chiflada”. En mis sueños me veré espléndida y rozagante, entregada a dos amores de antaño. Y antes de perderme en las brumas del Más Allá me diré satisfecha: “El día en que deja uno de luchar contra sus instintos, ese día se ha aprendido a vivir. Yo he aprendido”.