Dos Amigos en el Momento y Lugar Oportunos
Las nalgas del compinche detuvieron la profundidad de la estocada enclavándose los pendejos del amigo que se imprimieron en su piel como sello del blasón sodomizante.
Cuando el sol siestero apretaba y los mayores dormían, ellos descubrían el mundo en desvanes, en las leñeras abandonadas o en el yuyaral ribereño.
-Quien no ha sentido el silbido del viento entre las dunas, no conoce el mar- se habían dicho.
Ennegrecidas por la penumbra del desván, las hojas de la revista pasaban lentamente con sus exuberantes mujeres de magnificas formas y colores.
Sus cuerpos juntos, los ojos atentos a los cuerpos de papel, las células sensibles al calor de la otra piel, las manos sobándose las ingles, la tarde se perfilaba cómplice.
Las miradas se cruzaron y se rompió la rutina. “Mirá como lo tengo” dijo uno y se sacó el erguido entre los pliegues de su ropa; “Mirá el mío”, retrucó el otro remontando su matungo.
Qué grande es!!!
Agárralo, ordenó el segundo y sin esperar respuesta tomó la mano de su compinche para asentarla sobre su fogosa estaca y, sin levantar la suya, propinarse un suave y lento masaje. Los dedos ajenos vitalizaban el creciente tronco.
Pasada la primera sorpresa, el compinche lo dejó hacer abandonando el manejo de su mano a los caprichos de su amigo. Embargado por la suavidad del falo, sojuzgado por la voluptuosidad de esa carne embriagante, su mano dejó de ser su mano. Ese calor dionisíaco se le metía por los dedos y repercutía acelerando sus latidos.
Su otra mano no cejaba de menear su enardecida picha, notando que el centro de la excitación estaba más en la lujuria de su amigo que en la propia calentura. Sus latidos se habían desbocado desde el preciso instante en que ciñó la seductora vara ajena.
El amigo aceleró el movimiento de sobre la enhiesta verga acompañándose de orgásmicos rugidos que más le calentaban al compinche.
Al compás de la masturbación que se hacía dar, el amigo abrazó por la cintura a su doblegado compinche, y pegándolo a su cuerpo alcanzó las pulposas nalgas y, ante el silencio complaciente, se introdujo bajo las ropas y deleitó sus dedos en la textura asedada de las ancas virginales. Al toque mágico del índice en las puertas del arrecho ano sobrevinieron los primeros estallidos alabando la vida que quiso apresar el compinche, pero aún no era el tiempo de la lengua.
Los sucesivos estertores cesaron empapando lo empapable. Aun así la calentura ardía bajo la piel y el compinche continuaba adherido a su cuerpo y el dedo, con la seguridad del ganador, punteaba para hundirse en la caladura del premio mayor.
Apretujado sobre quien le poseía, el compinche sentía el hierro de su pequeño sexo henchido y alzaba su grupa tratando de embanderarse el asta de ese dedo.
Abierto el pantalón, rodó hacia los pies llevándose el calzón y el machismo ya rendidos.
Los ojos del amigo contemplaron el culo impoluto del compinche ofrecido a su desvirgue.
Si alguien habló, nadie lo recuerda.
Nuevamente endurecido, el calor del ariete asentándose en el puerto fue el momento de la llama y de un no definido y tardío arrepentimiento.
La enseñoreada verga empuja y el ano se abre minimizando su propia resistencia, amortiguando la invasión. El dolor del desgarro aflora en lágrimas pero la aceptada y cruel presencia se impone omnipresente.
No cede la estaca en su apremio y el compinche se tira hacia atrás para sacarla y más se la introduce; mueve su trasero hacia los costados en su afán de liberarse y la verga más le sodomiza; y los “me duele” que se le caían entre lágrima y lágrima parecían aceitar el perno en su avance; y los “sácalo” movían la bomba de pernadas y el ariete derrumbaba su pasado, trastocaba su presente y conmovía su futuro.
En un movimiento de máxima defensa, con sus piernas envolvió las zancas del atacante y, con toda su fuerza, se tiró hacia atrás y lo viril se incrustó hasta tocarle el alma desde adentro.
Las nalgas detuvieron la profundidad de la estocada enclavándose los pendejos del amigo que se imprimieron en su piel como sello del blasón sodomizante.
Era la marca de la divinidad que amanecía.
La verga ocupaba todo su espacio de libertad.
A pesar de las lágrimas, la inmensidad cárnica que le modelaba el culo fue domándole y el dolor cedió a la insolente y admitida estaca, inmensa y profunda, dueña de sí y ama de su conquistado espacio.
Empapados en sus sudores adheridos en un solo ser, un leve movimiento del desvirgado traste fue la señal para que las lágrimas se fueran borrando y el esfínter estrenara su nueva virtud elastizable.
Golpe a golpe y giro a giro la potente espada fue agrandando lo cavado en lo profundo y en lo ancho, ampliando su propia inmensidad en la estrenada cueva.
El control sobre sí mismo tocaba su límite y el poseedor perdía toda compostura iniciando un pistoneo cada vez más acompasado, acelerándose, enfrascándose en su propio placer (ajeno al goce de su entregado compinche) aumentando su violencia al taladrar y retaladrar el túnel recién inaugurado, clavándolo y reclavándolo una y otra vez, apretándole hacia sí para perforar y repenetrar ese interior hasta descolarse en los adentros con toda la intensidad del macho triunfante sobre el macho.
Las llamaradas espermáticas inundaron e incendiaron el sexualizado intestino del compinche quebrando el tiempo para siempre.
Aquel momento fue grabado a fuego en ambos (un solo) cuerpos.
Acallados los movimientos estertóreos y los sonidos orgásmicos, sin hablar y sin mirarle sacó su aún sensible daga del perforado culo.
Liberado del macho que lo había contenido, con toda su desnudez al aire, desintegrado, se hundió en sí mismo exhibiendo su recién abierto tercer ojo a la mirada indiscreta del que todo lo ve.
Arregladas su ropas, el amigo le tendió la mano y un pañuelo. Vístete, fue su única palabra.
El silbido del viento entre las dunas se instaló en la ventana.