Dorothea, mi criada, mi perra, mi amada prostituta

Se la ve entregada y feliz, ejerciendo al fin como mi ramera, como mi criada, como mi perra, como todo aquello que sus sentimientos le venían suplicando que fuese desde hacía tanto tiempo. Vivía al fin en su verdadero rol, todas aquellas situaciones que inundan su vida de auténtico placer.

Puntual como siempre, introduzco la llave en el frío metal de la cerradura que gobierna la puerta de entrada a mi casa, mi palacio, su mazmorra.

Dicha acción, desencadena la más bella de las melodías: El repicar de unos tacones de 12 centímetros, de unos zapatos de negro charol, cerrados y acabados en una fina y perfecta punta, contra el suelo.

Alguien corre enfundada en ellos, al otro lado de la puerta…

Abro esta, la cruzo y me adentro en el salón, situado al final de un largo recibidor. No puedo evitar mi mueca de satisfacción ante lo que presencian mis ojos.

Justo en el centro del salón se encuentra mi esclava Dorothea, nombre con el que un día decidí bautizar a mi amada prostituta.

Ha debido darse una buena carrera, su acelerada respiración la delata, para llegar a tiempo y situarse en el centro del salón, arrodillada y a cuatro patas. Sus rodillas y la punta de sus perfilados y majestuosos zapatos tocan al suelo, al igual que sus codos, sus antebrazos y las palmas de sus manos, como perra obediente y adiestrada que es.

Mantiene Dorothea lo más alzada posible su cabeza, retorciendo y elevando con dificultad su cuello, que se haya rodeado por un ancho y ajustado collar de sólida plata, perfectamente clausurado por un enorme, pesado y frio candado rectangular, en el cual se puede apreciar, el siguiente grabado: dorothea {XX} .

Aunque parece que mira al frente, sus ojos están clavados en la fría y dura superficie baldosada. Su boca está lo más abierta posible y su lengua descansa fuera de ella, apoyada en su maquillado, a rojo cereza, labio inferior.

Está perfecta, expuesta y humillada, ofreciendo todo su cuerpo ante mi, su Amo y Señor.

Viste el único atuendo que sabe que le está permitido vestir dentro del palacio de su Amo y Señor: Su uniforme de criada.

No es el típico uniforme de criada de telenovela o asistenta doméstica de una típica casa de lujo, bonito, coqueto y elegante. No, Dorothea no goza de esa suerte.

Dorothea debe ir embutida en un minúsculo, morboso, sexy, humillante, fetichista y ceñido uniforme de sirvienta francesa, el típico que puede encontrarse en un sex-shop.

Obligada a ir uniformada de sirvienta, porque servirme a mi, su Amo y Señor, es el libre camino que un día decidió escoger Dorothea.

El atuendo con el que mi prostituta debe servirme consta de un vestido de una pieza, la parte principal del uniforme, fabricado en negro pvc y totalmente escotado en su parte frontal superior.

El cortísimo vestido, que le ciñe cintura, pecho y brazos, apenas le llega a la mitad del muslo, y acaba, al vuelo, muy por encima de las rodillas.

Acompañan al vestido un pequeño y blanco delantal, adornado en los bordes por volantes, que logran darle un toque de elegancia al conjunto y unas medias de red de blanca seda a juego con este, que se vislumbran desde donde finalizan los fetichistas zapatos antes descritos y llegan hasta unos centímetros por encima de la rodilla, donde se entrelazan con un liguero de color rosado, que asoma coqueto bajo su atuendo.

Para acabar, una cofia negra, también blanca y decorada con volantes, sujeta a la perfección una preciosa pero humillante peluca, de media melena y color rosado, que oculta la auténtica cabellera rizada y rubia de Dorothea, consiguiendo un toque de morbo en la figura de mi puta, indescriptible.

Todo en conjunto potencia su aspecto de zorra y la aleja de cualquier imagen de señorita.

Solo sus gruesos, sensuales y carnosos labios tiene permitido Dorothea maquillarse, siempre de un color rojo cereza, intenso y brillante, que los dota de una esencia y apariencia sexual muy morbosa, logrando que destaquen del resto de su natural, pálido y perfecto rostro. Los imponentes labios están maquillados a juego con sus largas uñas, aunque estas no se ven pues unos finos guantes blancos de seda cubren las manos de mi sumisa.

Llaman la atención, los erectos y perfilados pezones de mi prostituta, que se marcan irremediablemente contra la tela plástica del uniforme. Esto es debido a que bajo su ropaje, unas pinzas muerden  sin escrúpulos sus pezones y están unidas, como se puede apreciar a través del mencionado escote, mediante una fina pero firme cadena de la que, a su vez, nace otra cadena que recorre la zona abdominal de Dorothea, se introduce por el aro del piercing de su ombligo y muere en otras dos pinzas que muerden, también sin contemplación, cada uno de sus labios vaginales.

Las pinzas se han encargado con el tiempo de esculpir unos pezones duros, firmes y sólidos, que pueden apreciarse bajo cualquier tipo de tela, cuando Dorothea es obligada a vestir con sujetadores que dejan gran parte de su pecho al descubierto, logrando el objetivo deseado, que la mirada de la gente que se cruza por la calle con mi puta se dirija hacia ellos y sean el centro de atención, logrando sonrojar a mi puta, cuando se siente observada o imagina los comentarios que de ella, la gente se hace sin remedio.

Es, este tipo de sujetador, la única prenda de ropa interior que permito vestir a mi prostituta.

Los pasos de mis afilados zapatos de piel inquietan a Dorothea, que se ruboriza cuando los detengo a apenas unos centímetros de su rostro y puede alcanzar a verlos con la mirada. El silencio que se produce a continuación es estremecedor y se mantiene durante varias decenas de segundos, rápidos para mí, eternos para mi prostituta.

Al fin, un decidido y seco chasquido de mis dedos rompe la insonoridad de la situación.

Ni una palabra, ni un gesto, solo un simple pero eficaz chasquido es necesario para que Dorothea cumpla la orden que sabe, que este sonido significa.

Inmediatamente, su cuello se retuerce, su rostro y sus labios se inclinan y buscan el suelo, rozándolo y llegando en centésimas de segundo a mis zapatos, para acto seguido, lamerlos y relamerlos, con devoción, como si en ello se jugara la vida, desde la punta hasta los talones, de los tobillos a las suelas, lamiendo a lo largo, pero también en corto.

Yo aprovecho para sentarme en la butaca que tengo justo a mis espaldas, movimiento que conlleva que mis zapatos se desplacen, retrocedan, teniendo Dorothea que seguirlos, caminando a cuatro patas, como perra enseñada que es, sin dejar de lamerlos en la medida de lo posible.

Una vez sentado, Dorothea vuelve a postrarse a cuatro patas, para seguir lamiendo, ahora con más facilidad,  una vez aturada de nuevo, repasando con la lengua y dejando inmaculados y brillantes mis zapatos.

Busco la fusta, bien colocada y dejada por mi ramera, en uno de los laterales de la butaca, para que su Amo y Señor la tenga a su alcance y pueda usarla, como acto seguido va a acontecer, con ella.

Se la ve entregada y feliz, ejerciendo al fin como mi ramera, como mi criada, como mi perra, como todo aquello que sus sentimientos le venían suplicando que fuese desde hacía tanto tiempo. Vivía al fin en su verdadero rol, todas aquellas situaciones que inundan su vida de auténtico placer.

Un placer que no entiende de lógica, que no entienden los normales o los simples. Su placer, nuestro placer.

Ganon

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