¿Dónde se lo pongo?
Un joven recibe en casa los paquetes que había comprado en el supermercado, llevados por un chico de aspecto angelical con el que estaba fantaseando en la ducha. La ocasión la pintan calva...
¿Dónde se lo pongo?
(Publiqué esta historia con otro seudónimo hace algunos años, pero creo que merece la pena que esté en TodoRelatos, la mejor página de relatos eróticos en español).
El agua me caía sobre la cara mientras con la mano derecha me masajeaba la polla y con la izquierda me introducía tres dedos por el agujero del culo... mientras me duchaba estaba pensando en el chico que me atendió por la mañana en el supermercado.
Estaba en la caja, parecía nuevo (al menos yo no lo había visto antes) y era como un sueño: alto, delgado, como de 16 años, con un pelo rubio que le caía con gracia a ambos lados del rostro, con unos ojos verdes claros preciosos. Me fijé con disimulo en el momento de pasar por caja y ví que en el bonito pantalón blanco que vestía, entre dos prietos muslos, se abultaba un paquete que no era normal. Pero el chico no parecía estar en otra cosa que en cobrar y cobrar, sin una mirada que diera pie a nada. En fin, como eran bastantes los géneros que me llevaba, dejé dicho que me lo enviaran a casa, y así pude hablar un poco con el chico, mientras se lo encargaba. Pero me fui desilusionado, porque no parecía "entender"...
Ya por la tarde, estaba pajeándome, imaginándome dentro de la ducha con aquel chico, cuando, de repente, ¡riiiing!, el timbre. ¿Quién podría ser?
Salí de la ducha chorreando agua. Cogí la primera toalla que pillé a mano, que resultó ser una de las manos, de estas medianas, y me la enrollé como pude alrededor de la cintura. Tenía la polla como un mástil, pero esperaba que no se notara demasiado con la toalla. Cuando contesté por el telefonillo, me dijeron que era del supermercado. Vaya, hombre, qué inoportuno. Bueno, a recibir al chico de los recados y a seguir después pensando en aquel ángel vestido de dependendiente de súper...
Cuando abrí la puerta me quedé de piedra.... era él, el mismísimo chico que me atendió, cargado con los paquetes que dejé encargado. Entre los abultados paquetes, más abajo, se marcaba, en los pantalones blancos, aquel otro paquete que parecía casi más grande que los otros...
--Hola, le traigo los paquetes... es que el chico de los recados se ha puesto enfermo, así que...
Ví cómo se fijaba en el bulto que se me mantenía erguido bajo la toalla, y ésa mirada no pareció disgustada.
--Pasa, pasa --le dije.
Cuando llegó a la cocina, el chico me preguntó:
--¿Dónde se lo pongo?
Yo pensé en ese momento, fantaseando con el nabo que atesoraba en su entrepierna, "pónmelo dentro de la boca, cariño...". En lugar de eso, dije:
--Ponlo ahí en el suelo, ahora ya lo colocaré yo en su sitió.
El chico estaba de espaldas a mí y se agachó para colocar los paquetes en el suelo.
El pantalón le estaba ajustadísimo y, por un momento, el culo se le marcó de una forma increíble. La polla me saltaba bajo la toalla. Estaba terminando el chico de colocar los paquetes cuando sucedió lo inesperado. El pantalón, de tan tenso como estaba, se le descosió por la costura del culo, de arriba abajo, como un melón. ¡Raaaaas!
El muy puto no llevaba calzoncillos, así que, por un momento, tuve una visión angelical: un culo firme y blanco, en cuyo centro podía verse un agujero oscuro y prieto, lo más próximo a una visión del paraíso.
El chico se levantó enseguida, totalmente enrojecido. Masculló alguna disculpa ininteligible, pero yo vi llegada mi oportunidad.
--No te preocupes, te puedo prestar unos pantalones para que llegues al supermercado. Ven conmigo.
Lo cogí del brazo con suavidad. El chico estaba rojo pero me percaté que no dejaba de echarme miraditas al bulto que latía como un tambor bajo la toalla. Lo llevé hasta mi habitación, saqué un pantalón del armario y se lo eché sobre la cama.
--Creo que somos de la misma talla, pruébatelo.
Vi que el chico estaba un tanto azorado por quitarse el pantalón.
--Mira, para que estemos en igualdad de condiciones, yo también me quito la toalla, ¿vale?
Dejé caer la toalla al suelo, y mi polla, libre al fin de aquella cárcel, se elevó enhiesta: 20 centímetros de carne ansiosa apuntaron hacia el chico, que se quedó con la boca abierta ante lo que veía. Maquinalmente, se quitó el pantalón, y, ¡oh, sorpresa!, dejó ver no menos de 25 centímetros de nabo empalmado... el chico se había "animado" con todo lo que había pasado.
Me acerqué al muchacho y le toqué el nabo. Pegó un bote, y no me lo pensé más: me puse de rodillas y me lo metí, con mucho cuidado, dentro de la boca. Al principio se resistía: era muy grande, uno de los más grandes que me había comido, pero no se iba a quedar fuera ni un centímetro. Estaba caliente y delicuescente; notaba con mi lengua las grandes venas hinchadas, llenas de sangre, que lo convertían en un auténtico obús de carne. Conseguí llegar hasta el fondo, y comencé a follarlo con la boca, una vez, y otra, y otra más, mientras le masajeaba los huevos, que notaba a reventar. Explotó, en una de éstas, y lo sentí llegar por las contracciones. Lo recibí en la lengua, formando con ésta un cuenquecito donde el néctar se fue depositando; sepulté después la polla del chico dentro de mi boca, que estaba plena con su cargamento de leche, y me dediqué a mamársela mientras me tragaba, paladeando lenta, despaciosamente, todo el semen.
Cuando no hubo quedado ni una gota, me levanté y le ofrecí mi polla al chico.
Este se agachó; era neófito, como después supe y entonces intuí, pero no por ello demostró menos ganas y no ser un vicioso, como era.
Goloseó el glande, con el que jugueteó un buen rato. Pero yo tenía otra idea: le hice dar la vuelta y, con el rabo bien engrasado de su saliva, y lubricándole el agujero del culo chupándoselo a placer (¡como se retorcía el mamoncete cuando le metía la lengua!), le encalomé mis veinte centímetros, primero poco a poco, después con ganas, hasta hacerlo aullar de placer...
Tras un buen rato largándole emboladas, noté que me corría. Me salí y él supo enseguida qué es lo que quería hacer: se dio la vuelta y atrapó mi cacharro en su boca; el primer trallazo lo sorprendió por la fuerza, pero enseguida le cogió el gusto y empezó a mamar como un crío, hasta que me dejó seco.
Aquella no fue la última vez que Alberto, que así se llama el chico, vino a traerme los paquetes del súper... y su propio "paquete".