Donde Eulogio (y 3)
El viejo se tuvo que dar cuenta de que dejaba expuesto mi ano, pero me ignoró. Era cuestión de tiempo, poco, que me corriese, pero estaba determinada a tener algo más de él. Quería tener al anciano encima, su barriga sobre mí.
La señora Juana echó las manos atrás para ayudarlo, llegando a rozar las del anciano. Se tocaban y se hablaban con mucha familiaridad. A la vecina se le escapó un pequeño gemido y a éste le siguieron unos cuantos. No parecía fingir, en absoluto. Eulogio empezó a masturbarse y la señora Juana se dio cuenta.
— No sea así don Eulogio, ¿hoy tampoco quiere meterme el pene?
Eulogio se puso de rodillas, creí que la iba a penetrar, pero no fue así.
— Sácate las tetas, Juanita.
Ella se giró y también se puso de rodillas frente a él desabrochándose obedientemente el sujetador. Sus enormes pechos cayeron hasta casi el ombligo, planos, sin ningún tipo de firmeza. Me dejó una onda huella aquello y estuve varios meses fijándome en los pechos de de mi madre, mis tías, de las mujeres más mayores de la piscina, preocupada por si ese iba a ser el futuro que le esperaban a mis senos. Pero en aquella tarde a la señora Juana no le importó la ley de la gravedad y a Eulogio mucho menos.
— Tócatelas, no tardes.
El viejo volvía a entrar en un grado de sobre excitación que me hizo desear que eyaculara de una vez para evitar que el pobre sufriera un desmayo. La señora Juana se cogió de los pezones y se puso a mover los pechos, llevándoselos a la boca y agarrándose las blandas mamas. Eulogio se acercó y puso el pene entre ellos y ella empezó a masturbarlo con las tetas.
— Estoy para lo que quiera y donde quiera, don Eulogio, usted lo sabe bien...
— ¡No pares!
Y la señora Juana fue tan eficaz con sus pechos que Eulogio eyaculó en su torso, mojando el cuello de la mujer. El anciano se retiró y doña Juana se subió al mostrador, con un pie en la banqueta y la otra pierna bien abierta. Se empezó a masturbar con ritmo, como si estuviera sola en su casa. Busqué al viejo, y lo vi al otro lado, limpiándose el pene, distraído. Cuando acabó, se giró y vio a la vecina.
— ¡Mujer! ¡Podrías haberme esperado, no lo hagas sola!
Al viejo se le veía muy disgustado por no haber podido devolverle a la señora Juana sus servicios.
— No se preocupe, don Eulogio, para la próxima vez... me esperan en casa para hacer la comida y tengo algo de prisa.
Doña Juana siguió masturbándose mecánicamente, desnuda, y Eulogio daba vueltas por la tienda cambiando trastos de sitio y preparándola para el día siguiente. La mujer se corrió finalmente en unos pequeños espasmos y en silencio. Se limpió con un trapito que le había dejado el viejo y se vistió como si nada. Me llamó la atención el trapo doblado junto a la señora Juana y me reafirmé en que el viejo estaba obsesionado con la higiene y el jabón de lavanda. Una vez que la vecina salió de la tienda, yo hice lo propio de mi escondite. Eulogio se acercó a mí con esa expresión de viejo guarrete que se le ponía a veces.
— ¿Te has tocado? —me preguntó directamente.
— Si, un poco.
— ¿Sí? ¿Sí? ¿Te has tocado? ¿Te has corrido?
— No, no quería hacerlo ahí —señalé el suelo, al otro lado del hueco en la pared.
— ¿Sí? ¿No te has corrido? —el viejo parecía un niño dando saltos alrededor de un caramelo, y yo era el caramelo— La putita no puede irse así...
Me mojé otra vez cuando oí aquella palabra y empecé a respirar con dificultad. El viejo me llevó de la mano hasta el mostrador, donde había estado la señora Juana. Mi mente no pensaba con claridad. Me hizo quitar pantalón y braguitas y me ayudó a subir. Se sentó en la banqueta, frente a mí. Con las piernas abiertas, el viejo metió la cara entre mis piernas. Su escasa barba me hizo cosquillas, pero pronto se puso a lamerme com un perrito. Muy suavemente. Al principio apenas notaba nada. Miré el reloj y me preocupó la hora. Comprendí a la señora Juana. No obstante la cadencia de su lengua era incansable. Poco a poco iba sintiendo más su lamida, aún sabiendo que él no variaba ni la presión ni el movimiento. De vez en cuando el viejo tomaba aire y mi clítoris parecía dilatarse en búsqueda del masaje. Entonces Eulogio volvía y ambos emitíamos un pequeño gemido. A esas alturas, su saliva inundaba mi sexo y mi ano, llegando a los glúteos y haciendo que resbalase mi piel sobre la madera del mostrador. Sus manos sujetaron ahora mis muslos abiertos, y su lengua empezó a rozarme como si fuera un diminuto y blando ariete, percutiéndome el clítoris, sin violencia, con una suavidad aparentemente inocente, si es que algo que hiciese el viejo era inocente.
Deseaba un magreo más potente, pero cuando me relajaba y me dejaba hacer no podía evitar los gemidos. Deslizó las manos hasta los glúteos y me emocioné al pensar que me poseería al fin. Los pulgares apuntaron al perineo y gemí más. Le invité, sabía que inútilmente, a que me usase de otra manera. Como ignoró mi proposición, volví a relajarme, sin saber cómo terminaría el cunnilingus. Sentí cómo se me encogía el estómago y las piernas se me empezaron a mover. La vagina comenzó a contraerse lentamente, dejé de respirar... y se apoderó de mí un intenso orgasmo que me hizo morder la lengua. Cuando me recuperé, miré a mi lado y me encontré el trapo preparado para mí. Olía bien y me limpié. Me despedí y me fui.
Una vez más, volví a evitar la tienda. Esta vez sin dar el rodeo y sin evitar saludarlo, simplemente seguía mi camino. Incluso había dejado de fumar. El era tan educado como siempre, y aunque yo no quería mirar hacia dentro, no se me escapaba cada vez que una vecina remoloneaba en la tienda antes de los cierres. Casi todas eran de mi bloque o de alguna vivienda cercana, de la edad de mi madre, un poco más jóvenes o un poco más mayores, e intentaba no pensar en eso. Por mi parte, cada vez que pasaba deseaba que me invitase a entrar, y consideraba un triunfo llegar a casa directamente, superando la tentación. Hasta que un día, cuando pasé por dónde Eulogio, oí su voz.
— Entra y cierro —yo iba mirando el suelo y alcé la vista. Me lo encontré con una sonrisa que no podía reprimir, casi babeando, y yo sabía por qué. Yo llevaba un vestido algo corto, no mucho, que me quedaba por encima de las rodillas y se me ajustaba a la cintura y al pecho. No lo pensé, sencillamente entré y él echó la baraja, a pesar de lo temprano de la hora.
— La putita quiere que le coman el coñito.
Fue lo que me dijo después de un mes sin apenas hablarme. En vez de sentirme humillada me bajé las braguitas y me levanté el vestido. El viejo se relamía. Me subí al mostrador, todo lo abierta que pude. Se acercó y se puso a lamerme como aquella primera vez, es decir, como lo haría un chihuahua. Pero a diferencia de entonces ahora tenía un pene duro cogido con la mano y la cadencia de los lametones era más salvaje, más parecido a lo que había conocido de otros chicos. Algo decepcionada inicialmente por haber tenido otras expectativas para ese momento, me dejé llevar por el chupeteo pensando en que al fin y al cabo, ellos son así. Repitiendo los movimientos de hacía semanas, la mano del muslo se movió a los glúteos. Llevé una mano al otro cachete, abriéndolo. El viejo se tuvo que dar cuenta de que dejaba expuesto mi ano, pero me ignoró. Era cuestión de tiempo, poco, que me corriese, pero estaba determinada a tener algo más de él. Quería tener al anciano encima, su barriga sobre mí. Estaba enferma de vicio y yo misma quise explotar la sordidez del momento.
— Fólleme.
— Eres una putita.
— Por favor, no me deje así, estoy preparada, métame la polla, se lo ruego.
— Aún no he acabado.
— Por dónde quiera, me da igual —moví la mano que sujetaba mi nalga para poder acariciar la suya.
— Guarra.
— Don Eulogio, me voy a correr, ¡fólleme por favor!
Eulogio siguió ignorándome, lamiendo mi necesitado clítoris y me corrí. Me acabé con su vieja lengua y un par de dedos que introduje en la vagina, entre sus labios. Aún no había aspirado la primera bocanada después del orgasmo cuando me acercó al borde y me penetró. Su miembro era más que aceptable. Me folló haciéndome gemir aún más, tenía la vagina muy mojada, pero podía sentirlo muy bien. Justo cuando creí que al fin me iba a joder bien, sacó el pene y empujó el ano. Estaba claro que no entraría así, pero confíe en su experiencia, en que se daría cuenta. Siguió empujando y empezó a hacerme daño.
— Espere, por favor —Eulogio dejó de empujar al momento.
— Tócate el coño, putita.
Empecé a tocarme como me dijo. Aún no me apetecía mucho volver a estimularme el clítoris y me fui acariciando muy suave. El viejo pasaba el dedo por el ano con una mano y con la otra se masturbaba. Hice un repaso al tiempo que había estado el anciano masturbándose a ese ritmo y me obsesioné con el aguante que estaba demostrando. El viejo tonto me podía estar follando en ese momento, o haber empezado mucho antes, pero no. En vez de eso, su pulgar presionaba mi ano, en una mezcla de dolor y placer. La situación empezó a ser angustiosa para mí, hasta que me pidió ponerme sobre el mostrador, de espaldas a él y con las piernas en el suelo.
Mi ano y mi vagina quedaron a su vista, y empezó a lamerme el culo. Usó la lengua de forma distinta que el pene y el pulgar, esta vez haciendo movimientos en círculos y en cruz. Por primera vez me hizo gemir manipulándome el ano. Me pidió que siguiera tocándome y le obedecí. Lamía mi culo con la misma dedicación que aquel primer cunnilingus, terminando con esa suave percusión de la punta de la lengua en mi pequeño orificio. Mientras se pajeaba, al fin metió un dedo dentro, que fue recibido con gran placer. Empezó a follarme con él.
— Cómo gimes, puta guarra.
Sus insultos no hicieron más que derretirme. Sentí su pene en la vagina, bien al fondo, y me hizo temblar todo el cuerpo. Después, tras pocas embestidas, su glande apuntó a mi ano, pegado a él. Esta vez se fue abriendo paso. Cuando me quise dar cuenta estaba completamente dentro y creí que me iba a partir en dos. El viejo inició la misma cadencia que tenía en su masturbación, y recé para que aguantase lo mismo que hasta ese momento. Yo me tocaba, paraba, seguía tocándome el sexo, pero no podía dejar de gemir. El goce me llegaba desde mi ahora no tan pequeño orificio hasta la garganta, y me corrí dos veces más, o sólo una. No lo puedo recordar bien. Sé que llegué muy tarde a casa, con el culo muy abierto, con cierta pérdida de control de lo que ocurría abajo.
Al poco tiempo de eso, mi madre habló conmigo en casa. Me dijo, entre preocupada y enfadada, que me habían visto salir de dónde Eulogio con la tienda ya cerrada. Me hice la ignorante, pero sólo conseguí irritarla más. Tras una buena bronca, me dijo que no quería verme por ahí. Yo, con un enorme sentimiento de culpabilidad, juré que la obedecería. Ella me miró con decepción y algo asustada, me acarició el pelo y me recordó que se lo había jurado. Días más tarde comprendí que tras su reprimenda había algo que yo no pregunté, y era el por qué de la prohibición. Se tuvo que dar cuenta al momento de que hizo tarde para mí. No volví a entrar en la tienda y ella nunca volvió a hablarme de Eulogio. Antes de acabar el año ya nos habíamos mudado a una urbanización con viviendas adosadas al otro lado de la ciudad, haciendo de esa manera que Eulogio y su tienda pasasen a ser un capítulo cerrado de nuestras vidas.