Donde Eulogio (2)
El viejo se masturbaba ahora con el pene hacia arriba y podía ver sus generosos testículos fuera de la bragueta, moviéndose al ritmo de la mano. Tuve que parar de tocarme otra vez si no quería correrme.
Aparté su mano de mi boca, sacando el dedo de mis labios y él se quedó absorto mirándolos. Un hilo de saliva había quedado suspendido entre el pulgar y mi boca, hasta que finalmente se desplomó en la barbilla. El viejo me miraba con mucha lascivia, pero no se movió. Pudiendo hacer conmigo lo que hubiese querido, no hizo nada. Me dije que yo no iba a ceder: si Eulogio no pedía más, yo no se lo daría. El pulgar seguía rígido y volví a chuparlo. El viejo tonto podía haber tenido su pene en mi boca y no quiso, así que usé el dedo como si fuese una auténtica verga metida entre mis labios. Y sin darme cuenta, mi mano derecha volvió a meterse en mi bragueta abierta. Fui todo lo creativa que pude, pero ese falo era demasiado corto y el que él tenía en la otra mano sí podía satisfacer mi deseo. Aguanté mi apetito y chupé el extremo del dedo como si fuera un capullo eyaculando. Finalmente aparté otra vez su mano acariciándola con las mías. Se la abrí y la llevé a mi pecho. Los dedos de mi mano derecha estaban mojando su piel.
— Puede tocarme si quiere —siempre le había hablado de usted.
Los viejos dedos apenas me rozaban y lo traje más a mí. Colocó un pezón entre dos de ellos, aunque evitó jugar con él.
— Esa no es forma de pedir las cosas, pequeña —fue su inesperada réplica.
No entendía nada. Lo primero que tuve fue mucha vergüenza, pues pensé otra vez que mis despreciables pechos no podían ser del agrado del mundo adulto. Pero su pene erecto me decía otra cosa, aunque no sabía qué. "¿Pero qué quiere? ¿Qué quiere? Viejo tonto... los chicos sólo quieren tocarme. ¿No quiere tocarme? ¿Qué quiere...?". Y caí en la cuenta de que quería el anciano.
— Quiero que me toque —al decirlo en voz alta me mojé otra vez, y las siguientes palabras se mezclaron en un gemido—. Tóqueme... por favor...
Y el viejo me manoseó el pecho sin dejar de masturbarse. Emitía una especie de gruñido mezclado con lamentos. La mano que cubría el pene lo soltó, y empezó a restregar la mojada palma por el pezón. Me manoseaba con deseo reprimido, yo no era yo, era su muñeca. Me tocó los pechos de todas las maneras posibles, aplastándomelos, tirando de los pezones, juntándolos. Veía el pene a unos centímetros de mi cara y me volví a tocar. El viejo acabaría penetrándome y yo estaba deseando que lo hiciese. Finalmente sus manos acabaron en mi cara, mi cuello, mi boca. Intenté acercar su verga a mi boca con la mano, pero me apartó mientras daba un paso atrás. El viejo me desesperaba y saqué la mano del pantalón.
— Sigue tocándote —me pidió suavemente.
— ¿Qué?
— Que sigas.
Obedecí. Volvió a masturbarse mientras me miraba y eso hizo que me concentrara en obtener mi propio placer. Mi respiración se volvió más profunda. Viejo pervertido... estaba haciendo que el orgasmo que estaba por llegar fuera descomunal.
— ¿Te vas a correr? —me preguntó.
— Sí —dije sonriendo.
— Pequeña putita... —dijo tras una pequeña pausa y varios meneos a la verga.
Concentrada en su masturbación y en la mía, le sonreí brevemente. Sin dejar de tocarme me vi vulnerable al estar encerrada en la tienda, semi desnuda y con el viejo diciéndome putita. ¿Qué fue del anciano amable y algo sátiro? ¿Qué sería lo siguiente? Se colocó entre mis piernas con el pene apuntando hacia mí.
— ¿Te has tocado en casa?
— ¿Cómo? —su voz me hizo volver al lugar.
— Estos días, cuando salías de aquí paseándote sin ropa, como una putita... ¿te tocabas al llegar a casa? —el viejo se daba cada vez más rápido y le seguí el juego, relajándome a su vez.
— Me tocaba, sí. Cada día.
— Como una putita —Eulogio parecía que caía en trance cada vez que me decía putita.
— Pero usted me ofreció tabaco a cambio de desnudarme, ¿qué quería que hiciera...? —dije provocándole.
El viejo se masturbaba ahora con el pene hacia arriba y podía ver sus generosos testículos fuera de la bragueta, moviéndose al ritmo de la mano. Tuve que parar de tocarme otra vez si no quería venirme ya. Tenía la boca muy seca y me di cuenta que la mantenía abierta. Reanudé mi masaje.
— ¿Y le gustan mis tetitas? No me las toca...
— Putita insolente... —había hecho que se masturbara más rápido.
— En vez de masturbarse con la mano podría usar mi boca. No me importa, de verdad.
No podía dejar de provocarlo. El viejo acercó el capullo a mis labios.
— Está mojado, límpialo —lamí la punta del glande casi sin poder retener el orgasmo. La próxima vez no podría controlarlo—. Putita chupa pollas... querías esto... y también querrás beberme.
Intenté meter más rabo en la boca, pero él se resistía, apartándose, para volver a rozar mis labios mientras se masturbaba. Se alejó un poco más y eyaculó. El semen cayó en mi mejilla y en un pecho. Sabía que lo suyo estaba a punto de llegar, pero aún así el primer contacto con el esperma me sorprendió y dejé de tocarme.
— No, no, sigue —dijo el anciano en clara referencia a mi masturbación. Me fue incómodo notar cómo resbalaba aquello por mi piel, pero seguí con mi masaje, esta vez para llegar al final—. La próxima vez tienes que ser más convincente al pedirme las cosas.
— ¡Pero puede hacer conmigo lo que quiera! —supliqué entre gemidos.
— ¿Te vas a correr?
— ¡Sí, sí!
— ¿Vas a mostrarme cómo se corre la putita?
— ¡Sí, sí!
Se había colocado detrás de mí, pegando el pene goteante en la mejilla limpia, por instinto fui a chuparla y me dio un pequeño cachete, muy suave. Me cogió de la mejilla hasta la mandíbula, rozando la laringe.
— Querías chuparme la polla, pero no es tuya, es mía. Te la tienes que ganar. Dime lo putita que eres —¡Dios! Su mano sujetando mi cuello de esa manera y oír mis gemidos mientras él hablaba empezó a desencadenar una explosión entre mis piernas que me hizo contener la respiración—. ¡Habla! No eres más que una...
— Sí, sí, soy su putita —dije interrumpiéndolo justo cuando empecé a temblar. Casi me caí de la banqueta por los espasmos. El índice y el medio habían acabado dentro de la vagina mientras el pulgar seguía frotando, cada vez más lento. No recordaba haberme mojado tanto los dedos haciéndome una paja.
Mientras me recuperaba temí haber dejado una marca en los pantalones. Miré hacia abajo y todo parecía ir bien en ese sentido. Y me vi con los dedos mojados apoyados en la cadera con los pechos brillando por el semen del viejo, y pensé que me había convertido en su putita. Este rompió mi ensoñación cuando apareció a mi lado con dos trapos. Empezó a limpiarme la cara con el que estaba húmedo y luego bajó al torso. Al menos olía a limpio.
— Te has puesto perdida —dijo cariñosamente.
Al rozarme con la tela fría y mojada, lo que estaba consiguiendo era que se me encogiesen los pechos y se me endureran los pezones. Después del orgasmo, ese frotamiento no me era agradable, pero cada vez que pasaba la tela, sentía la oscura necesidad de que volviera a hacerlo. Con el otro trapo repitió el recorrido, secándome la piel. Yo miraba al viejo con la boca algo abierta, respirando a través de ella esperando que siguiese jugando conmigo, aún sabiendo que una vez que había eyaculado todo se acababa. Siempre sucedía así, y más con su edad. A continuación el anciano se limpió la verga con el trapo húmedo y me lo ofreció al acabar.
— Puedes limpiarte si quieres.
Mientras Eulogio usaba el otro para secarse, me quedé dudando sobre qué hacer con el trapo en la mano, pues éste había pasado por su semen y por su pene. Me bajé los pantalones hasta las rodillas y me llevé la tela áspera a mi entrepierna, limpiando mi secreciones de forma muy minuciosa bajo la lasciva mirada del viejo. Intercambiamos los trapos y me sequé, para a continuación vestirme del todo.
No sabía cómo despedirme de él. Me puse en frente suya y éste evitó mirarme los pezones, que se marcaban en la estrecha camiseta. Le cogí la mano y le besé desde la palma hasta los dedos, oliendo otra vez la lavanda. Cuando tenía el índice metido entre los labios me interrumpió y me hizo salir del establecimiento. Subí a casa y fui directa al baño. Mojé la punta de una toalla y la empapé con el jabón que había hecho comprar a mi madre. La llevé a mi entrepierna y me masturbé frotándome con ella. Mordí la otra punta y también froté con fuerza mis pechos, mis doloridos pezones. De esa forma estuve unos minutos hasta que conseguí volver a liberar la tensión que me devoraba abajo.
En los siguientes días, para poder entrar en mi portal sin pasar por delante de la tienda daba la vuelta a toda la manzana, y a pesar de ese juego al escondite el viejo acababa siendo protagonista indiscutible de mis pensamientos sexuales. Me había perturbado la forma en que el anciano había estimulado mi deseo. Hasta entonces el sexo había sido para mí un juego en el que ellos, los del pene, me habían usado únicamente centrados en su placer. Ese era el sexo que había conocido hasta entonces y yo me entregaba a fondo a él buscando mi placer en esas relaciones tan básicas. Por más que el juego tuviese cada vez menos reglas, yo seguía echando en falta algo más. En esos días que esquivaba la tienda de Eulogio me di cuenta de que el anciano me dio lo que no me había dado mi experiencia previa: la conexión conmigo, como mujer. El viejo me hizo desear sexo, sexo de verdad, ser mujer sexuada. Aquella reflexión hizo que empezara a evitar a mi noviete, cansada de él y de su rústica forma de entender el sexo.
Un día que terminaba mi humillante rodeo para entrar en el portal, vi a Eulogio salir de la tienda para tomar el aire. El me vio también y se quedó mirando cómo me acercaba, saludándome amablemente con la cabeza, el Eulogio de toda la vida. Entré en el corredor y cuando llegué al primer escalón de la escalera se abrió la puerta trasera de la tienda. El viejo salió volviéndome a saludar visiblemente nervioso, pidiéndome que me acercara y mirando a un lado y a otro. Volví atrás lentamente pensando en lo excitado que Eulogio tendría que estar para exponerse de esa manera, abriendo esa puerta para mí. Mi cabeza era firme en la determinación de no entrar, en cambio mis pasos me llevaban otra vez a un lugar que ya hacía humedecer mi entrepierna. Con esos pasos entré a la tienda, dejando mi determinación fuera, esperando la siguiente oportunidad.
Me llevó atrás, al pequeño almacén de la tienda. Una zona en la que sólo él entraba y nos hacía soñar sobre los productos que escondía allí. De chica, mis primos y yo pensábamos que escondía allí tesoros que había encontrado en el subsuelo de la tienda. Y ya más mayor, hasta ese momento, estaba convencida de que estaba lleno de fardos de tabaco y jamones colgando del techo. En realidad era como la tienda pero con los artículos muy compactados. Ese golpe de realidad me hizo estar atenta a la proposición del viejo. Me hizo agachar y colocarme entre dos pilas de cajas de cerveza. Que aguardara en silencio, me dijo. Junto a la pared había un agujero desde el que se veía toda la tienda. Seguramente Eulogio nos espiaba desde allí por si le robábamos el género.
Sentada en el suelo esperé y esperé, hasta que casi di una cabezada. Finalmente una voz dijo "Buenas tardes" y se oyó el sonido de la baraja metálica caer hasta cerrarse. Luego el cerrojo de la puerta de atrás. Aquella voz me era familiar, estaba segura que era una vecina. En silencio, me coloqué para mirar. Era la señora Juana. Verla me creó la misma prosaica sensación que al entrar en el almacén de la trastienda, pues no era una mujer especialmente atractiva. Tendría la edad de mi madre, pero era algo gruesa y sosa de cara. Eso sí, tenía unos pechos generosos. Se desvistió bajo la mirada del viejo, como siguiendo un protocolo, desprendiéndose de los zapatos y la falda, sin más preámbulos. Luego se quitó la blusa, tras ella las braguitas y finalmente se quedó únicamente con el sujetador puesto. Tal y como se movía, estaba acostumbrada a ir desnuda ante el anciano. Sus muslos temblaban al andar y al anciano se le caía la baba mirándola. El viejo pervertido era igual de guarrete con todas. La señora Juana se puso en pompa apoyada en un extremo del mostrador.
— ¡Don Eulogio! ¿Es esto lo que quiere? Es usted un diablillo...
Ella también le hablaba de usted, a pesar de esos momentos tan íntimos. Eulogio puso una sillita tras ella y hundió la cara entre aquellos enormes glúteos. Podía ver su generosa frente volverse roja mientras movía la cabeza y sujetaba los muslos de la mujer. Ella colocaba el cuerpo moviendo las piernas intentando adaptarse a aquello que el viejo le estaba haciendo. Como una yegua siendo montada por un semental, solo que aquí no había una enorme verga, sino una pequeña lengua. La señora Juana miraba a un punto indeterminado, sonriendo y entrecerrando los ojos.
—Don Eulogio, qué bien lo sabe hacer...
El viejo abrió un poco los glúteos, pensé con malicia que para poder respirar mejor, y la señora Juana echó las manos atrás para ayudarlo, llegando a rozar las manos del anciano. Se tocaban y se hablaban con mucha confianza. A la vecina se le escapó un pequeño gemido.