¿Dónde está Wilmar?

De cómo hundí la vida de un chico durante un tiempo hundiendo la mía.

¿Dónde está Wilmar?

Una historia suavemente erótica

1 - Primeros recuerdos

Yo siempre volvía de la facultad a una hora distinta y siempre encontraba a Wilmar sentado en el banco del jardín esperándome. En invierno y en verano. Aunque lloviese. Cuando me veía aparecer, notaba cómo cambiaba su rostro, se levantaba y corría hacia mí. Era un chico bastante tímido, así que nunca me besaba en público ni me abrazaba, pero su mirada lo decía todo. Era tan grande su atracción por mí, que a veces me molestaba. Sentía que no tenía intimidad ni libertad; sentía que todo mi tiempo libre tenía que ser para él.

A veces, las cosas no vienen como las esperamos y tuve un gran disgusto en mi familia. Creo que ninguno de ellos se quedó sin insultar a los demás. Reconocía en mi interior que la culpa era mía, pero mi orgullo me impidió aceptar que me había equivocado. No sé para qué fui a clase aquella tarde; no me enteré de nada de lo que se habló y salí tan cabreado como entré. Al acercarme a casa, vi la sonrisa de Wilmar iluminarse, se levantó y corrió hacia mí. Sentí unos deseos desmesurados de estar a solas; de no sentirme atado a nadie y, cuando se acercaba a mí con todo su cariño, me puse a decirle de todo en voz alta; creo que incluso le insulté y lo llamé maricón y le pedí que dejase de joderme la vida. Me miró con las lágrimas a punto de saltar de sus ojos. No entendía qué estaba pasando o qué me había pasado. Para él, yo seguía siendo su «guinda», pero yo había cambiado sin dar explicaciones.

Comencé a encerrarme, a faltar a las clases y a beber. Sólo un día miré por la ventana al atardecer y comprobé que Wilmar no me estaba esperando. No sabía si me sentía liberado o si había roto algo que era para los dos un tesoro. Mi depresión duró hasta el verano, así que perdí el curso y perdí a mi amante y casi perdí a mi familia. Estaba solo.

2 – Reuniones de locas

Cuando llegó el invierno y los días comenzaron a ser tan cortos, un día, sin saber el motivo, decidí irme a un pequeño pero agradable bar de ambiente gay. Me pedí una cerveza y observé que el camarero me miraba insinuante. Echando un vistazo a mi alrededor, comprendí esas miradas, porque casi todos los hombres que había allí eran maduros o demasiado maduros, pero pocos instantes después de sentarme a una mesa, se acercó un chico con un arete de oro en la oreja y ropa lujosa pero de mal gusto. Sin pedir permiso, se sentó en la silla de al lado y colocó su vaso de cerveza en la mesa dando un golpe. Me quedé sin habla ¿Qué estaba haciendo aquel estrafalario personaje? Poco después, mientras miraba para otro sitio ignorándolo, comenzó a hablar solo:

  • Esta puta vida. ¡Siempre es igual! ¿Sabes? A mí me gustan los chicos jóvenes; como tú y como yo, pero los que sueltan pasta son estos. Yo te aconsejaría que te vayas a un sitio que llaman «El Bosque». ¡Tiene cuarto oscuro y todo! Allí es difícil que entren estos carcas y encontrarás a chicos como tú; gente que busca lo mismo que tú; gente que piensa como tú ¡Vamos! Paga y sal de este antro; no te interesa.

Me quedé sorprendido cuando oí lo que decía y, sin dirigirle la palabra, me levanté, pagué y salí de allí un poco asustado. Recorrí dos o tres calles muy solitarias hasta que vi un bar lleno de gente y me acerqué. A los primeros que encontré en la puerta les pregunté por El Bosque y me miraron con una sonrisa burlona.

  • Mira «tío» - dijo uno de ellos -, sigue por esa calle hasta el final. En la esquina lo encontrarás. ¡Que te plazca!

Me sentí muy mal. Todos ellos deberían saber de qué iba el sitio que yo buscaba y se mofaron de mí. Pero, decidido, me fui hasta el final de la calle y encontré alguna gente y un precioso cartel de madera con ramas: El Bosque.

Me pareció increíble. La gente se acercaba a mí con total naturalidad; no para ligar. Hice amistad con un tal Miguel Ángel en unos pocos minutos y cuando salí de allí, conocía a más de seis chicos homosexuales que no te asediaban, sino que te buscaban para charlar y pasarlo bien. Poco después fui frecuentando aquel lugar y conociendo a más gente, pero mi grupo seguía siendo el de aquellos seis chicos primeros que conocí. Entre ellos, había uno que se llamaba Kino y me pareció que estaba demasiado interesado en follarse al máximo número de tíos y que quería saber con quién había estado yo. Casi de broma, le dije que yo no había estado nada más que con uno y, día a día y poco a poco, consiguió el nombre: Wilmar.

  • ¡Ah, vaya! – dijo sorprendido - ¿Tú también te has follado a Wilmar?

Me levanté sin poder contener mi furia y lo agarré por el cuello.

  • ¿Cuándo, cuándo te lo has follado, hijo de puta? ¿Cuándo?

Se asustó y se retiró de mí entre el silencio de todos. Volví a acercarme a él y le pregunté que de qué conocía a Wilmar, pero me dijo que había estado allí buscando rollo y pasaron un buen rato.

Cambié mi tono de voz y puse mi mano sobre su hombro:

  • No importa, Kino – le dije -, no me hagas caso, pero ¿sabes dónde vive Wilmar?

  • No, no – contestó asustado -, yo no fui a su casa. No es verdad que me lo haya follado. No sé dónde vive.

Entonces, uno de mis locos amigos – con alguna copa de más – me dijo que Wilmar se había mudado hasta tres veces en lo que iba de año.

  • Bebe demasiado y se pasa – explicó -. Dejó su casa y se fue a una comuna y consiguió luego un buen trabajo y se acabó. Ya no sabemos nada más. Por aquí no ha vuelto. Si te lo encuentras y piensas en follar con él, ten cuidado; tiene ladillas.

Les pedí perdón como pude y salí de allí mirando a mi alrededor. Todas las luces estaban turbias; no podía leer los carteles ni los anuncios. Mis ojos estabas inundados en lágrimas.

3 – La búsqueda

Cuando acudí a El Bosque el siguiente fin de semana, notaron en mí cierta tristeza y comenzaron las preguntas. No me gusta sincerarme con amigotes que conoces hoy y te dejan mañana, pero necesitaba pistas, así que les dije a los más formales que si sabían algo de ese tal Wilmar y se echaron a reír.

  • ¡Mira, tío! – me dijo Miguel Ángel -; si piensas que vas a encontrar a una belleza y que te la puedes follar con dos palabras, no busques a ese tío. Es alcohólico y lo primero que le va a interesar es si llevas tu cartera bien llena para pagarle los servicios. Además, apesta.

  • No, no me importa él por ese motivo – le dije -, es que… es de la familia y quiero saber dónde está.

  • ¿Es de tu familia? – me miró asustado -; pero… pero ¡si tiene rasgos sudamericanos!

  • Mi familia es muy grande ¿sabes? – le dije -. Un día desapareció y no sabemos por qué. Ahora que he vuelto a oír su nombre me gustaría saber dónde está, aunque ni siquiera hablemos.

  • Pues mira, chaval – dijo entonces -, en la calle de la derecha, que es muy larga, hay muchos bares de ambiente, pero hay uno que se llama Armagedón que es muy cutre, pero si vas a menudo puede que un día lo encuentres.

Volví a salir de allí ahogándome y con una gran presión en el pecho, pero comencé a recorrer aquella larga calle hasta que me di cuenta de que iba a perder el conocimiento. Pasó al rato un taxi y le hice señas. Siguió adelante, pero decidió parar al notar que algo me pasaba.

  • ¿Estás bebido, chaval? – me preguntó el taxista -; no quiero borrachos ni vómitos en mi coche.

  • No, no, señor – le dije como pude -; le pagaré por adelantado. Tengo un gran dolor en el pecho

  • ¡Vamos! – me tiró del brazo -, te llevaré al hospital.

  • Es igual, señor – le dije ya sentado -, parece que se me pasa. Le pagaré por adelantado lo que me pida, pero lléveme a mi casa.

  • Puedes estar enfermo – dijo – y si no es así, lo mejor sería que sencillamente te den un tranquilizante.

  • Sí, sí – contesté entonces -, creo que necesito un tranquilizante.

Me llevó al hospital y me hicieron algunas pruebas y me inyectaron algo. Luego, me sentaron en un rincón muy tranquilo y me dijeron que esperaríamos a que se pasara la crisis nerviosa. Se me hizo el tiempo interminable pero, al final, un médico joven me dijo que ya me podía ir a casa. El taxista se había ido.

Cuando me monté en otro taxi, le dije mi dirección y se preocupó por mi salud. Le dije que estaba bien, que sólo eran nervios, pero se me ocurrió que podría preguntarle por los bares de aquella calle.

  • ¡Oye, chico! – me dijo -, si yo fuera tú no iría por allí. Por lo menos, ponte ropa muy normal y no lleves dinero encima.

  • Lo sé. Es un sitio peligroso – le dije -, pero necesito encontrar urgentemente a alguien.

  • Tal vez yo pueda ayudarte – dijo -, pero no suelo llevarlos. Sé que hay muchos con navaja y en vez de pagar me dejan sin blanca.

  • Busco a un chico con rasgos sudamericanos – le dije -; creo que va mal vestido y sin asear. Se llama Wilmar.

El taxista frenó casi en seco y se pegó a la acera.

  • ¿Wilmar? – preguntó asustado - ¿No pensarás hablar con ese tío?

  • Lo conozco de hace tiempo – le expliqué -; era un tío normal, pero le he perdido de vista. Quiero ayudarle.

  • Hacemos un trato, chaval – me dijo -; ahora te dejo en casa. Déjame tu número de móvil y en cuanto lo vea paseando por algún lugar, te prometo avisarte.

  • ¿Hará eso? – pregunté extrañado - ¿Me hará ese favor?

  • Sí, chaval – dijo siguiendo hacia casa -, se nota que eres buena persona y me da la sensación de que de verdad quieres ayudar a ese pobre desgraciado. Si me es posible, trataré de mantenerlo localizado mientras tú llegas en otro taxi. No cojas uno cualquiera. Baja a la puerta de tu casa y yo te enviaré a uno que te llevará al lugar adecuado.

Me quedé asombrado. No pensaba que un taxista se ofreciera a hacerme aquel favor, pero me pareció sincero.

4 – La captura

Pasaron muchos, muchos días a la espera de la llamada del taxista. No quería salir de casa o retirarme de allí por si me llamaban; necesitaba esa llamada ¿Me habría engañado el taxista?

No sé cuánto tiempo pasó – tal vez unos veinte días –; yo siempre me quedaba esperando vestido hasta muy tarde y preparado para salir en cualquier momento. Entonces, sonó en mi móvil una llamada de alguien desconocido:

  • ¡Chico! ¡Corre para la puerta de tu casa! ¡Va un taxi a recogerte! ¡Tengo a Wilmar a la vista!

Corrí a la calle como un loco sin despedirme de nadie. Era muy tarde. Cuando salí del portal, vi enfrente un taxi con la luz verde y un brazo me llamó.

  • ¡Buenas noches! – dije -; supongo que sabe lo que pasa.

  • Tranquilo, chaval – dijo el taxista con acento extranjero -, no hables y cálmate. Todo se va a solucionar. Mi compañero ha llamado a la policía para que pueda retener a ese tipo si de verdad necesitas hablar con él.

  • Sí, sí – le dije -, lléveme allí y yo trataré de tranquilizarme.

Llegamos a esa larga calle y paramos en la esquina de una callejuela. La policía estaba allí vigilando a alguien.

  • ¡Cuidado, llevaba una navaja!

Quise pagar al taxista pero me dijo que luego ajustaríamos las cuentas. Me bajé del coche y me acerqué aterrorizado a la esquina de la calleja. Cuando pude asomar mi cara, me encontré frente a frente con Wilmar ¡Era él! ¡Dios mío! ¿Qué había hecho yo con alguien tan maravilloso? No podía hablar y él me miraba como si no me conociera. Di un par de pasos para acercarme y no se movió:

  • ¡Wilmar, Wilmar! – lo llamé a media voz -; soy yo ¿No me recuerdas? Te hice una vez mucho daño

Interrumpió mi conversación y comenzó a hablar temblorosamente y sin enfado:

  • ¡Ah! Eres tú. Por fin has vuelto ¿Aún necesitas hacerme más daño?

  • No, no, nooooo – grité -; por favor te lo pido. Perdóname. Fueron para mí unas circunstancias muy difíciles. Vengo a recogerte; a sacarte de este mar podrido; a llevarte conmigo… pero para siempre, si tú quieres. Sí no quieres te dejaré en paz.

Me eché a llorar:

  • ¡Te he echado tanto de menos y te he buscado tanto! ¡Hasta en las alcantarillas! ¿Es que no lo ves?

Se acercó hacia mí un poco sin dejar de mirarme con tristeza y noté que la policía se movió un poco en alerta. Olía muy mal, pero era él.

  • «Mi guinda».

5 – Persona non grata

Abrió la puerta de un pequeño cuarto de baño y comenzó a desnudarse y a poner toda aquella ropa apestosa y sucia en una bolsa grande de plástico negro. Luego, tiró de las cortinas de la ducha y se metió en ella volviendo a cerrar. Entré allí y oí cómo abría el grifo y caía el agua. Tiré indiscretamente de la cortina y me miró sonriendo:

  • ¡Eh! ¿Qué haces? – me dijo - ¿No sabes respetar la intimidad de las personas?

  • ¡Perdón! – le dije -; lo siento.

No le vi enfadado, pero sí comprendí que tenía muy claro que quería ser respetado en su intimidad. Me senté en la cama y esperé un buen rato. Salió luego aseado y perfumado y, tomando papel higiénico, sacó la bolsa a la terraza. Abrió el armario y se puso unos calzoncillos de marca.

  • ¿Cuánto cobras, Wilmar?

  • Mil doscientos; no es mucho, pero me da para vivir.

  • ¿Mil doscientos por un polvo? – exclamé - ¡Hijo de puta! ¿Quién te paga eso?

  • Un burguer – dijo indiferente mientras buscaba ropa -. Trabajo toda la tarde allí hasta las doce. Mira (me arrojó un carné); ese soy yo en el burguer. Cuando salgo de allí, vengo a casa y, sin ducharme, lleno de mugre y oliendo a tigre, me pongo la ropa vieja y me voy a donde me encontrasteis con una buena navaja en el bolsillo y un puñado de condones.

  • ¿Te prostituyes?

Se echó a reír y siguió contándome su plan diario:

  • No, eso es para los demás. Yo llevo bastantes condones en el bolsillo y, como las máquinas expendedoras no funcionan, los vendo hasta por cinco euros.

  • ¿Cinco euros un condón? – me eché a reír -; la gente gilipolla paga demasiado por follarse a quien sea.

  • Pues he conseguido dos cosas, mi guinda – continuó -, ahora todos me respetan; nadie se acerca a mí porque apesto y llevo una navaja que suelo mostrar de vez en cuando, pero puedes preguntar a la policía. Saben que soy temido, es verdad, pero no estoy fichado. Nunca he tenido una pelea, ni he robado ni nada de eso; pero todos piensan que soy un ogro peligroso y se cuidan mucho de acercarse a mí con malas intenciones ni de levantarme la voz. Sólo se acercan (no demasiado) para comprarme un condón precintado. Y suelen dejar el dinero sobre la mesa. Ni me tocan.

  • Me han dicho que tienes ladillas y eres un guarro, pero he visto que te duchabas

  • ¡Claro! – dijo con naturalidad -; digamos que por la noche me pongo un disfraz y saco mi otro yo.

  • ¿Harías eso conmigo? – pregunté -. Me asustas.

  • No, mi guinda, no – sonrió -; a pesar de lo que ocurrió un día, sigo queriéndote sólo a ti, pero pensaba que tenía que acostumbrarme a haberte perdido para siempre.

  • ¿Y el amor? – le pregunté - ¿No has tenido pareja ni lío con nadie?

  • No, nunca.

Se volvió al armario y sacó una ficha.

  • Mira – dijo -. Es mi carné del SIDA de hace un mes. Estoy limpio; es lógico. Nunca he traído a nadie a mi pisito. Como está sobre un bar muy ruidoso, nadie lo quería alquilar, así que pago muy poco. De todas formas, duermo de día, cuando no hay ruido.

  • Me asustas – exclamé -; eres el mismo pero has incluido en tu vida algo que no tenías; ese respeto de los demás. Yo no te respeté, lo sé, pero jamás tuve la intención de decir ni de hacer lo que hice contigo. Me pasé.

  • Mira, mi guinda – se sentó junto a mí en la cama -, soy el mismo para ti, pero he tenido que crearme un escudo para los demás.

  • ¿Vas a vivir solo toda tu vida? – pregunté -; me parece muy triste.

  • Quizá todo dependa de ti – recogió algunas cosas -. Yo sé que sigo queriéndote, pero no sé qué piensas de mí.

  • ¿Qué no sabes…? – exclamé - ¿Es que no te has dado cuenta de lo que he movido para buscarte? ¡Joder!

  • No quiero ser impertinente – me dijo -, pero me parece que ahora deberías demostrarme que es cierto lo que dices; mejor dicho, deberíamos demostrarnos lo que nos decimos.

Lo agarré por la muñeca y volví a sentarlo a mi lado. Puse mi brazo alrededor de su cintura y lo miré fijamente a sus ojos oscuros. Pareció asustarse un poco y se separó, pero volvió su cuerpo a inclinarse hacia el mío empujándome sobre la cama y quitándome la ropa poco a poco. Cuando vio mi glande rojizo, sonrió y dijo: «Mi guinda».

Volvió a quitarse los calzoncillos que acababa de ponerse y se echó junto a mí, me miró sonriente y me dijo pellizcándome la nariz:

  • ¡Vamos! ¡Venga! Aquí tienes mi cuerpo por delante y por detrás. Míralo si quieres con una lupa y, sobre todo, busca ladillas en mi pubis.

  • No, cariño – le dije también sonriéndole -, no voy a hacer eso. Me fío de ti ciegamente ¡Ah!, por cierto… has echado un poco de barriga. No estás tan mal alimentado

Se rió estrepitosamente:

  • ¡Ni embarazado!, te lo aseguro.

Cambió de pronto su mirada y se quedó muy serio. Yo bajé mi cabeza un poco y lo besé tímidamente en los labios.

Dejamos de hablar. Ya no hacía falta. Puse mis manos sobre él y me abrazó apretándome a su cuerpo y llorando como un desesperado. Comencé a besarle las mejillas y los labios y le limpié las lágrimas con la lengua. Al momento, me di la vuelta. Él sabía lo que quería decirle. Me abrazó por la espalda y sentí su polla dura y húmeda entre mis nalgas subiendo y bajando hasta encontrar el sitio. Me besó un rato el cuello y la cabeza y los hombros y comenzó a entrar en mí como lo había hecho muchas veces. No podía creer aquello. Su polla iba entrando sin pausa hasta que sentí que entraba entera. Levanté la pierna para abrirle camino y me hizo feliz un buen rato. Cuando se corrió entre gemidos de placer, le pedí que siguiera dentro de mí. Seguimos abrazados un buen rato, pero me dio la vuelta, se limpió la polla con una servilleta y comenzó a besarme desenfrenadamente hasta que, en un movimiento muy rápido, echó su cuerpo hacia la parte de abajo de la cama, retiró mis piernas con fuerza y comenzó un masaje de mis huevos con su lengua que fue subiendo hasta la punta de mi polla y, después de lamerla un rato con el máximo cuidado, la introdujo en su boca y me hizo una mamada lenta muy difícil de aguantar. No podía contener mis quejidos de placer hasta que noté que me corría y mi cuerpo se retorció y se levantó como electrocutado hasta que descargué todo en su boca.

  • «Mi guinda».