¿Dónde está Masu?

"¿Dónde está Masu?", también titulada: "Loco por amor" y "Yo no estoy loco". Secuela independiente del relato "¿Dónde está Fred?".

Primera parte.

Apaciblemente sentada en una silla, una persona que, desde lejos, parece un enfermero, pero que es en realidad una enfermera, ojea una revista con el codo apoyado en una mesa y la cabeza en la mano. De vez en cuando levanta la vista y echa un vistazo a los internos que se hallan en la sala, con especial atención a un grupo de tres personas que hay junto a una de las ventanas enrejadas.

Un hombre se le acerca y se sienta a la mesa frente a ella.

La enfermera lo mira de reojo, desconfiada, y sigue leyendo.

—Buenos días… —saluda él. Ella vuelve a mirarlo, pero no responde—. Verá: no quiero molestarla, ni mucho menos (el hombre le agarra la revista para leer el título de la portada), pero… ocurre que han cometido una equivocación muy grave conmigo. Ya sé, ya sé… (levantando las manos), aquí todos dicen lo mismo: “¡yo no estoy loco, yo no estoy loco!”, y claro, si yo digo lo mismo que ellos, es decir, que soy una persona completamente cuerda, imagino  que no me creerá, aun siendo cierto que no estoy loco, ¿no es así? Me creerá, claro está, cuando los que me han encerrado en este sitio se den cuenta del error que han cometido. ¡Ay, esos cabrones! les voy a meter un pleito que se van a...  Bueno, imagínese por un momento que alguien, por un agujerito, nos estuviera observando, como si esto fuera la escena de una película; o fuéramos parte de una historia y alguien la estuviera leyendo; imagínese lo que ese alguien pensaría o diría; seguro que algo así: “está claro que este hombre no está loco y lo han encerrado ahí por equivocación”. Y si otra persona, una cualquiera, yo que sé, pongamos… un funcionario de hacienda, escuchara a esa otra persona diciendo “está claro que este hombre no está loco y lo han encerrado ahí por equivocación”, si pudiera, le diría: “Estoy de acuerdo con usted: este hombre no está loco. No puede estar más claro”; y yo, si supiera que alguien me está observando ahora mismo por un agujerito y pudiera dirigirme a él, le diría que se metiera en sus asuntos, claro está, pero que tiene razón: no estoy loco. ¿Usted lo haría también, verdad? Por supuesto, pues tanto usted como yo somos perdonas estrictamente normales. Bueno, pero no es el caso… La cuestión es que no estoy loco. ¿Ve a ese individuo que no hace otra cosa que mover las macetas? ese sí ha perdido el juicio, y hasta puede que algunos de los que me han encerrado aquí también, ¡¿pero yo?! ¡y un cuerno!  ¡yo tengo el juicio muy sano, por mucho que algunos digan lo contrario!

La enfermera, que de lejos parecía un enfermero y de cerca un loro, echa mano del silbato y, cuando está apunto de hacerlo sonar, el hombre se levanta de la silla y se aleja diciendo:

—Está bien, está bien… ya me voy, bellezón.

El hombre, al pronunciar el piropo, finge tener arcadas sin que ella lo vea. Luego se levanta y se une al grupo que hay junto a la ventana. En éste hay un perturbado mental que no calla y otros dos que no dicen nada. El que no calla dirige sus palabras al que menos parece oírle, un hombre que lleva una camisa de fuerza y tiene una herida en la frente. El recién llegado se fija por un momento en él.

—… y así… y así de pequeño —El hombre que no calla junta la yema de dos de sus dedos para representar el tamaño de alguna cosa.— Ahí cabe todo. Podría ir haciéndome pequeño durante un tiempo infinito y jamás desaparecería. Así me lo han hecho saber las voces . También podría crecer eternamente, y llegar a sostener el universo con la palma de la mano; y  no sólo el nuestro; también podría sostener tantos universos como estrellas vemos en el cielo… Y es que nuestro mundo, me hacen saber,  ni ocupa ni deja de ocupar un lugar insignificante en el espacio; simplemente ocupa un lugar.

El recién llegado, atraído por las tonterías que dice aquel enfermo, se dispone a preguntarle algo cuando un grito lo interrumpe. En la misma sala, sentada en frente de un televisor,  una mujer de avanzada edad se rasca con violencia la entrepierna mientras grita una y otra vez: “¡me viene la muerte por el coño!”.  Nadie, a excepción del nuevo, parece prestarle atención.

—Aquí estáis todos bien arreglados  ¿eh?—dice—, ¿a qué sí? Por cierto,  ¿qué le pasa a esa? —pregunta.

—¿Qué le pasa a quién? — responde el hombre que por lo general no calla.

—A esa vieja —indica el nuevo, señalándola con el dedo.

—Lo mismo que a todos vosotros: ha perdido la chaveta.

—Yo no he perdido la… ¡Bah! Da igual.

—No no, claro que no. Muy pocos aquí están locos. Por alguna lógica razón, el destino quiere que todo el mundo crea que estamos locos sin estarlo. Por cierto ¿tú quién eres?

—Masu; Señor Masulokunoxo para ti. Me ingresaron ayer por error.

—¡Anda, por error! como a mí, pero de eso hace ya… tres años. Porque tú ves claro que no estoy loco, ¿verdad?

—Está clarísimo que no; sólo una persona que haya perdido la cabeza diría lo contrario.

—¡Hombre! ni tú tampoco, ni aquél, ni el otro… Incluso Fred, aunque no lo parezca, no está loco.

El interno da unas palmaditas en la espalda del hombre que tiene sentado a su lado, el que lleva puesta una camisa de fuerza. Fred permanece callado y con la mirada perdida. A Masu el nombre le resulta familiar, por eso pregunta:

—¿Fred?

—Sí, Es Fred Pankiewicz, ¡el gran Fred Pankiewicz! Seguro que le suena...

—¿Fred Pankiewicz? Claro que me suena, pero no logro recordar de qué.

El hombre que oye las voces se tapa la risa con la mano al percatarse de que la joven que hay al otro extremo de la sala se ha fijado en Masu.

—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunta Masu.

El desequilibrado se ríe ahora a carcajadas. Masu se siente incómodo, pero sabe que con gente desequilibrada es difícil tratar, así que prefiere dejarlo correr.

Poco después escucha una voz femenina a su espalda que dice:

—¿Sois vos?

Masu se gira y ve a una joven de belleza tan extraordinaria que lo deja sin respiración. El corazón de Masu se acelera.

—Sois vos —repite la joven—, amor mío.

—¿Soy yo?

—¿Acaso ya no me recordáis, Romeo? Soy yo, Julieta. Llevo una eternidad esperando vuestra llegada.

—¿No me jodas? Pues si lo llego a saber me dejo encerrar mucho antes.

—Oh, Romero, ¡sois un caballero! Venid esta noche a mi alcoba. Esperad a que toda la servidumbre esté dormida. Nadie debe saber de nuestro amor.

—Pero si lo acabas de decir en voz alta. Te ha escuchado todo el mundo —dice Masu, haciendo un barrido con el brazo a toda la sala.

—Cómo sois, amor mío; los pájaros oyen, pero no escuchan.

—Ah, entiendo… —dice Masu—. Olvidé por un momento en dónde estaba. Está bien; allí estaré. Al anochecer.

—Sí, al anochecer.

—Cuando todo el personal del servicio esté durmiendo.

—¡Shhhh!  No habléis tan alto —susurra la joven— ¡os pueden oír!

Segunda y última parte.

Llega la noche.  Siguiendo las indicaciones que horas antes le dio la joven, Masu sale de su cuarto y se dirige al de Julieta, situado en la misma planta, girando a la derecha al final del pasillo, la segunda puerta. Masu llega. Masu se detiene. Masu coloca la mano abierta frente a la boca para olerse el aliento. Masu se alisa la bata blanca del centro. Masu respira hondo. Masu… Masu golpea la puerta suavemente un par de veces.

—Podéis entrar, amor mío —oye al otro lado de la puerta.

Masu se pasa los dedos por los cuatro pelos que aún le quedan en la cabeza, a modo de peine, y entra.

Tumbada en la cama, sin apenas ropa, Julieta le tiende los brazos. Romeo se quita la bata y se une a sus brazos. Ella le pide que le haga el amor, y ya de paso, un poco de sexo oral, a lo que Masu accede con agrado, a cambio, eso sí, de ser correspondido del mismo modo.

Luego follan —o hacen el amor, poco importa— durante cuatro horas, transcurridas las cuales, Masu descubre que se ha enamorado locamente de una… interna.

Acostados en la cama, ella le dice:

—No volváis a dejarme, mi señor. Un día más sin veros y me volveré loca.

—Más loco me volveré yo. Te prometo que jamás te abandonaré.

Ambos se besan. Masu está convencido de haber encontrado a su media naranja y la dicha le invade el corazón. Es feliz.

A la mañana siguiente, cuando  Masu se dirige silbando “it had to be you” de Frank Sinatra a su cuarto, la enfermera que de cerca parece un loro y de perfil cualquier cosa menos una persona, le pide que lo acompañe hasta el despacho del director.

Una vez allí:

—Siéntese, por favor —le pide el director.

Junto a él hay un hombre y una mujer. Cada uno de ellos lleva bajo el brazo una carpeta. Son abogados.

Masu, hombre inteligente, se huele la situación y prefiere mantenerse callado.

—¿Quiere tomar un café? —le pregunta el director con amabilidad— Tal vez quiera una copa de algo...

Masu se saca del bolsillo un chicle, le quita el envoltorio y se lo mete en la boca. Cuando se da cuenta, se quita de la boca el envoltorio y se mete el chicle.

—Me temo que le debemos una disculpa —prosigue el director—. Debido a un error de administración, y a un conjunto de desafortunadas casualidades, ha sido usted confundido con otra persona. Lo peor de los errores burocráticos es la dificultad que entraña solucionarlos. En su caso, por suerte,  el error fue detectado y solucionado con gran eficacia. Tiene suerte…

—Efectivamente —continua la mujer que Masu tiene de pie frente a él—. Aún así, creemos que merece usted una compensación económica  por todas las molestias que se le hayan podido ocasionar, y a fin de evitar un engorroso proceso judicial que nos haga perder el tiempo y el dinero a todos, nos hemos permito redactar el siguiente documento (dejando unas hojas sobre la mesa, delante de Masu). Podrá ver que le indemnizamos con una considerable suma de dinero, nada menos que…

—¡Calle! —interrumpe Masu— ¡Fred Pankiewicz! Ahora caigo. Ese… ese Fred… ¡ese Fred Pankiewicz no es real! Fred es un personaje de… Y usted tampoco es real, ni usted, ni usted. No señor, nada de esto es real; todos ustedes son una creación de… de… ¿cómo se llama ese capullo?

Los abogados se miran incrédulos.

—¿Dios? —pregunta el director del centro, quién también es médico siquiatra— ¿Se refiere usted a Dios?

—¡No! Ese cabronazo que coño va a ser Dios.

—Pero se refiere usted  al creador, ¿no es así?

—Sí, bueno… pero no es Dios. Él es como  yo: un autor; bueno, no es exactamente como yo, porque yo escribo mejor, ¿sabe? Él es el creador de todos nosotros, de esta mesa, de ese cuadro que tiene usted ahí detrás, y que es feo de cojones, por cierto, y hasta del dolor de cabeza que tengo ahora mismo. Pero ese…  ¡joder! ¡se me olvidó el nombre! Ese capullo ya le digo yo que no es ningún dios. Iríamos buenos si fuera así.

—Ya entiendo; pero… él nos creó, y por lo tanto, existimos y somos reales.

Con disimulo, el abogado recoge la hoja que poco antes le había entregado a Masu y la cambia por otra de “ingreso voluntario”.

—No existimos, bueno, yo sí existo, pero no aquí. ¡Yo tengo una vida real ahí fuera! que por supuesto, no es ésta. ¿Qué no se dan cuenta? ¡Todo esto es ficción!¡Todo esto es un patético relato de un capullo que no tiene otra cosa mejor que hacer que escribir estúpidos relatos de mierda!

—Bueno, señor Masulokunoxo, no se altere usted: si nada de esto es real, si todo es “ficción”, no tendrá inconveniente en firmar esa hoja que no existe con ese bolígrafo que tampoco existe, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Mire —Masu firma la hoja—:  ya está; aquí la tiene. El día que ese capullo de ahí arriba quiera, estaré vaya usted a saber donde; tal vez con Fred en la playa, o mejor aún: en una nave espacial con destino a plutón, rodeado de tías buenas dispuestas a todo. Quien sabe… tal vez si usted reza al creador le deje venir con nosotros a recorrer la galaxia.

—No tenga la menor duda, señor Masulokunoxo, que rezaré para ello.

Masu se inclina hacia delante, sobre la mesa, y evitando ser oído le susurra al director:

—Le contaré un secreto: cuando le rece, hágale un poco la rosca, dígale que es un genio y esas cosas, aunque sea mentira; así llamará su atención.

Con una sonrisa tensa, mirando a un lado y a otro, Masu se levanta y sale del despacho en busca de su Julieta.

Llega a la sala del televisor, lugar en el que se conocieron el día anterior. En una esquina, mirando con melancolía a través de la ventana enrejada, Julieta observa el lejano horizonte. Mientras Masu se acerca a ella, junta la palma de las manos, como si rezara, y mirando al techo, dice:

—Oye, socio: eres un poco cabroncete , no me lo negarás, pero te has comportado con este final. Para serte sincero, no es de tus mejores historias, y está muy lejos de alcanzar el nivel de la peor de las mías, pero el final me gusta. Julieta es extraordinaria; es lo mejor que podría pasarme en la vida irreal.

Mientras Masu reza a no se sabe quién, a Julieta se le acerca un joven que lleva un ridículo sombrero y unos leotardos tan ajustados que le marcan el paquete. Julieta se gira, y abriendo los ojos como platos, se lleva las manos a la boca en señal de sorpresa. El joven gallardo, tras hacer una reverencia a la hermosa joven, hinca una rodilla en el suelo y dice:

—¡Oh, mi querida Isolda!

—¡Tristán! ¿sois vos de verdad? ¿No es esto una dichosa broma de mi  mente delirante? ¡No, no lo es! ¡Eres tú ¡Oh, Tristán, mis ojos lloran de alegría y emoción!

—Acabo de regresar de tierras lejanas para llevaros conmigo. Esta noche, amor mío, es mi lecho vuestro lecho de amor… amor.

—¡Oh, sí, Tristan! Hagamos el amor, pero no aquí; fijaos: los pájaros no escuchan, pero miran, y resulta violento. ¡Llevadme a vuestro lecho ahora mismo!

Masu, ardiendo en cólera, se dispone a soltar una serie de improperios a quien tan felizmente escribe estas letras, pero, debido (y gracias) a una enfermedad congénita, pierde repentinamente la voz, quedando mudo para el resto de sus días en el centro de salud mental de Carrabelle, junto a su nuevo amigo Fred,  pues tal es mi voluntad.