¿Dónde está Fred?

Fulana De Tal expone un relato que cuenta la extraña historia de Fred, también titulada: De la playa a plutón y Fred en la playa.

¿Dónde está Fred?

Apaciblemente tumbado, Fred se contempla los dedos de los pies y los hace bailar; y al hacerlo, piensa que, de haberlos acostumbrado de pequeño, hoy en día sería capaz de tocar con ellos el piano. ¿Sería tal cosa posible? Por supuesto que sí; para Fred Pankiewicz, todo era posible:

A la temprana edad de siete años compuso su primera sinfonía. Poco tiempo después, abocado al rechazo de tan sensible arte a causa de la fuerte presión a la que se vio sometido por parte de su madre, la Señora Pankiewicz —de soltera, Daniel Spenser—, profesora de piano, disciplinada ama de casa y natural del estado de Texas, quien auguraba a su hijo un futuro brillante como compositor, se interesó, como era de esperar, por aquello que tuvo más a mano: la ciencia. Inmerso en esta nueva materia, absorbió cuanta información halló en los libros de su padre, Adam Pankiewicz, hombre afable y de actitud condescendiente, licenciado en la facultad de química de Varsovia y conserje de un mediocre hotel de carretera situado en punto olvidado de la costa de Florida. Tres años más tarde, y gracias a un talento insólito, descrito por algunos como "una aberración de la naturaleza", Fred escribió su primera novela, hecho que marcaría su futura carrera de escritor.

Fred se mira los dedos de los pies, y de no tener las manos atadas a la camilla se los tocaría, y de llegar a ellos con la boca se los arrancaría de un bocado, por ser, junto a las muelas del juicio, una parte de su cuerpo demasiado infructuosa para seguir conservando. El rugido de un camión lo trae de vuelta a la realidad. La ambulancia en la que viaja es vieja y por unos segundos se tambalea. Ya podría volcar, piensa Fred; eso sería divertido. Ahora fija su atención en las correas de cuero blanco que lo mantienen inmovilizado de cintura para arriba. Son necesarias. Con ellas puestas, la gente que lo rodea se siente más segura, y eso hace que sean más amables con él.

Echa un vistazo a su alrededor: un botiquín de color blanco, un mueble del mismo color, paredes igualmente blancas…; nada que pueda serle de utilidad. Alarga el pie hacia la manilla de la puerta. No llega. Está demasiado lejos. Dobla la pierna y con un golpe de talón desbloquea el seguro que mantiene la camilla fija en la mesa. Fred se columpia con fuerza y comienza a deslizarse por las vías de la mesa en dirección a la puerta. Las patas delanteras de la camilla se abren automáticamente con un ruido seco, como el de un latigazo, al quedar suspendidas en el aire. Alarga el pie y comprueba con satisfacción que, esta vez sí, llega a la manilla de la puerta trasera del vehículo para insanos. Apoya la planta del pie sobre la manilla, hace presión hacia abajo y la puerta se abre de repente. La carretera se abre ante él. El asfalto huye a velocidad de vértigo mientras la camilla titubea y amenaza con saltar de la ambulancia. Eso sería genial, piensa Fred al tiempo que balancea de nuevo, con más entusiasmo que antes. De pronto la camilla se precipita a la carretera y se pone a rodar en sentido contrario al que circulan los coches, que, de haberlos habido, se lo hubieran llevado por delante. Pero a estas horas de la noche, en una carretera como ésta, donde ni los secos arbustos que la flanquean disimulan su malestar, pocas veces pasa alguien. Pero alguno ha de pasar, y alguno, al divisarlo, parará, y sus ocupantes, al reconocer a tan gran celebridad, lo acercarán hasta su casa, esa que tiene en la playa y no anda muy lejos de allí. Se trata de un rancho con una piscina que, vista a ras del suelo, parece lindar con el mar, una pista de tenis y varios jardines, en uno de los cuales se encuentra, encerrado en su jaula, un enorme macaco asesino (cuenta Fred que mató, hace ya unos años, a un sinvergüenza que entró a su casa con la intención de robar, propinándole varios garrotazos en la cabeza. Fue algo brutal).

Fred mira fijo al cielo: estrellas, planetas, constelaciones… nada de ello se ve; sólo la luna, que brillante y redonda como pocas veces se ve en el cielo se esconde tras una bruma que el viento desplaza con pereza. A lo lejos, en la línea que separa el final de la carretera del cielo, asoman las primeras luces; luces que, por desgracia —o no—, acaban perteneciendo a un camión. Tras pasar a gran velocidad junto a la camilla, la hace caer por un terraplén. Esta se abre paso los arbustos, dando brincos sobre el terreno pedregoso hasta llegar a la playa, donde, frenada por la arena, se detiene junto a un par de chicas que, a la luz de un quinqué, juegan —o jugaban, antes de ser interrumpidas— una partida de damas.

—¡Ja! Con que no venía nadie a esta playa ¿eh?— dice Ashley, una de las jóvenes, llena de asombro y cara de espanto.

La otra, que tiene el pelo oscuro —No. Oscuro no; lo tiene amarillo—, la piel blanca como la espuma del mar y que responde al nombre de Sarah, se encoje de hombros, con naturalidad, y se levanta de la arena.

—¿De dónde sales tú? Fíjate, Ashley: tiene las manos atadas; y mírale la frente: parece sangre. ¿Será peligroso? Hola (dirigiéndose a Fred). Eh tú, ¿estás bien? —Fred la mira y no dice nada, pues nada tiene que decir.— ¿Cómo has llegado aquí? ¿Entiendes mi idioma? —Sarah se rasca la cabeza y mira a su amiga—. Creo que es mudo

—Mírale bien la cara, ¿no te resulta familiar?

En este rato, los ojos de Sarah se han ido adaptando poco a poco a la oscuridad.

—Pues ahora que lo dices, sí, muy familiar —responde.

La joven de pelo esponjoso y amarillo como el trigo en estío agarra el brazalete blanco que rodea la muñeca de Fred y dice:

—Fíjate, aquí dice: Frederick Pankiw… ¡Frederick Pankiewicz!

—¿Frederick Pankiewicz? ¿el escritor? No es posible

Ashley levanta el quinqué, acerca su a cara a la de Fred y dice:

—Sí lo es; claro que lo es. Su foto aparece en la solapa de todos sus libros. Más joven, claro, pero igual de guapo.

Fred examina el rostro de la joven que lo mira a escasos centímetros de su cara: tiene los ojos muy redondos, como de permanente asombro, los labios carnosos, el inferior ligeramente caído, y un aliento que huele a cerveza.

—¿Y por qué no habla? —se pregunta Sarah. Ashley se vuelve a encoger de hombros— Mírale el paquete. ¿No abulta demasiado?

—¡Por Dios, Sarah! en qué cosas te fijas. La tendrá grande, o estará…, vete tú a saber.

—Oye, Fred… no te molesta que te llame Fred, ¿verdad? ¿Te importa que te bajemos los pantalones? Queremos comprobar... ya sabes.

A Fred no le importa que lo vean atado, mucho menos que lo vean desnudo.

—No dice nada. Señal de que poco le importa — observa Ashley.

—Pues vamos allá

Sarah desabrocha los pantalones de Fred y se los baja junto a la ropa interior, que para ser más preciso, es de color azul oscuro, dejando a tan gran celebridad con el miembro al raso.

—¡Vaya con el Señor Pankiewicz! ¡qué bárbaro! Levántasela— dice Ashley, asombrada; y Sarah, usando los dedos como si de unas pinzas se tratara, se la levanta.

—Podríamos empezar otra partida, y quien pierda… —propone Sarah, acercándose el puño cerrado a la boca en un vaivén de lo más vulgar— ya sabes.

En la cara de Ashley se forman tres oes, reflejo de un asombro fingido.

—¡Menuda cerda estás hecha!— exclama.

—No menos que tú. ¿Algo que objetar, Fred?

Nada que objetar. A Fred le parece una idea maravillosa. ¿Maravillosa? ¡A Fred le parece una idea extraordinaria! Las dos jóvenes se sientan en la arena, recolocan las fichas y comienzan la partida. Quince minutos más tarde, ésta finaliza con la rotunda victoria de Sarah.

—Pues nada, querida, ya sabes

Un hormigueo recorre el estómago de Ashley mientras se levanta de la arena. Su amiga, Sarah, la sigue. Ambas miran consternadas el sexo de Fred: grande como un calabacín, duro como un plátano verde. Ashley lo agarra, lo yergue, se inclina hacia delante, titubea unos segundos y acaba metiéndoselo en la boca.

—No es un caramelo, Ashley. Vamos, mueve la cabeza; eso es; arriba y abajo, arriba y abajo.

Pasados cinco minutos, Ashley, cansada de chupar, retira la cabeza y propone:

—Juguemos otra partida, pero esta vez, quien pierda, deberá quitarse las bragas y sentarse encima de él.

— ¡Sí que vas fuerte! ¿Con penetración?

— Claro; con penetración.

—Me parece bien, y a nuestro amigo Fred, por lo que se ve, también, pero antes ayúdame a plegar esto — dice Sarah, dando unos golpecitos con el pie a una de las patas de la camilla—; nos será más cómodo.

Pliegan las patas, no sin esfuerzo, y dejan la camilla a nivel del suelo. Ashley coloca el tablero sobre Fred, con el borde rozando la punta de su miembro, y sugiere:

—Para no alargar demasiado la partida, ganará la primera que consiga hacer una dama. Y tú, Fred, no te muevas mucho, no vayas a tirar las fichas.

El genio de Fred ni suspira, y se limita a esperar con paciencia el final de la partida. Las dos jóvenes recolocan las fichas de nuevo. Poco después comienza la partida.

—Pues como te iba diciendo, antes de que apareciera nuestro amigo —dice Ashley—, había puesto a hervir un par de huevos en una olla pequeña cuando, de repente, oigo: "pío-pío, pío-pío".

—¡Qué cosas! ¿y qué hiciste?

—Pues saqué corriendo los huevos de la olla y los dejé sobre un trapo. Después, con la ayuda de un tenedor, le fui dando golpecitos hasta que una de las cáscaras se agrietó, ¿y a que no sabes qué salió de dentro? ¡Sí, un pollito!

—¡Ohhh, que bonito!

—Sí, muy tierno. ¿Pero sabes qué pasó? pues que fui a buscar una caja de zapatos para meterlo dentro, y cuando regresé a la cocina me encontré a Puchungo encima de la encimera, relamiéndose. ¡Se lo había comido!

—¡Oh, vaya! Qué lástima— dice Sarah, mirando el miembro amilanado de Fred— ; pobre pollito. Bueno; esperemos que éste no se nos muera. Mueve ficha; es tu turno.

La partida avanza, y entre movimiento y movimiento, las dos jóvenes impiden con suaves tocamientos que la cosa decaiga, a veces con el borde ovalado de una ficha derrotada, otras con sus finas manos femeniles, y puntualmente —sólo Sarah— con la punta de la lengua.

Transcurridos varios minutos, Sarah consigue romper la barrera de fichas de su contrincante y hacerse con una dama.

—¡Maldito juego! —vocifera Ashley, a quien la derrota sienta fatal.

—No te hagas la molesta. Yo diría que te has dejado ganar porque estás deseando follártelo.

—Qué te den, puerca.

Ashley rompe a reír.

—Vamos, vamos… no te enfades, princesita remilgada; me atrevería a decir que tienes casi tantas ganas de follártelo como yo.

Con el ceño fruncido y algo sonrojada, Ashley se levanta, se baja las bragas por debajo del vestido, se coloca de cuclillas sobre Fred y le iza su enorme aparato para facilitar la penetración. La punta roza la entrada de su sexo y un gemido placentero escapa de sus labios.

—¡Qué le den por el culo al juego! —exclama Sarah excitada, desprendiéndose de todas sus prendas. Desnuda por completo, acerca su pecho a la boca del consagrado escritor y dice.

—Ven aquí, Fred, querido, y no pares de chupar hasta que yo te lo diga.

Poco rato después, la excitación de Sarah alcanza límites insospechados, por lo que decide apartar sus pechos y apoyar su hermoso trasero en la cara de Fred, quien percibiendo el profundo aroma que desprende el sexo de la joven, cierra los ojos instintivamente y comienza a lamer.

—Sigue chupando, Fredy, sigue chupando.

Mientras, con las rodillas clavadas en la arena y las piernas abiertas, Ashley continúa masajeando el miembro de Fred con el húmedo y cálido interior de su cuerpo.

—Si sigues así harás que se corra —le dice Sarah a su amiga entre jadeos—, y yo también quiero follármelo.

Ashley, que está a punto de tener un orgasmo, contesta con dificultad a su amiga.

— No (gemido); ahora no (otro gemido); voy a correrme (más gemidos). Oh sí; me corro… me corro… —Y finalmente se corre, mojando de tal manera las ingles del escritor, que parece haberse orinado encima. Después, con la respiración entrecortada, con falta de oxígeno, dice: —Qué… qué maravilla… Ya podemos cambiar de sitio.

—¿Harás que el pobre de Fred te chupe después de haberte corrido? Eres un poco cerda, ¿no?

Ashley siente que le arden las mejillas, pero el deseo de verse satisfecha supera el sentimiento de vergüenza que siente en este momento, por lo que, con la mirada gacha, se coloca de pie, a la altura de la cabeza de su mudo compañero, con las piernas abiertas. De esta forma colocada, comienza a doblar las rodillas hasta que la zona de su entrepierna —el sexo empapado y la zona más oscura de su culo— chocan con su destino final: la boca y la nariz.

Mientras, Sarah agarra el miembro de Fred, húmedo también, fruto del intenso orgasmo de Ashley, y se sienta sobre él, dejando que la penetre con pasmosa facilidad.

Los muchos besos con lengua, las suaves caricias en los pechos, los pellizcos en los pezones, el repertorio de jadeos, el ritmo de los contoneos, y otro tipo de actos lujuriosos que ambas mantienen a partir de ahora, resultan hartamente aburridos, por lo que aparece un salto en el tiempo de unos quince minutos, justo cuando, exhaustas, deciden parar y sentarse al lado de la camilla, a la altura de la pelvis de Fred.

—Dos minutos cada una. A quien se le corra dentro, se lo traga. Dejo aquí el reloj (colocándolo sobre el vientre de Fred). La que no esté chupando controla el tiempo y avisa a la otra del cambio, ¿de acuerdo?

—Está bien —contesta Ashley.

—Pues vamos allá. Empieza.

Ashley se inclina sobre el miembro de Fred, bañado, esta vez, por los fluidos vaginales de su amiga, y se lo mete en la boca. Durante dos minutos, la joven menea la cabeza mientras la otra lo masturba con la mano. Pasado ese tiempo, se cambian el puesto. Ahora es Sarah quien succiona, mientras que Ashley masturba con fogosidad, pues tragar semen no es de su agrado y prefiere que sea su amiga quien lo haga. Pero, de repente, como dos fantasmas que surgen de las sombras, aparecen de entre los arbustos dos hombres muy corpulentos y muy trajeados, con tremendas gafas de sol oscuras —aun siendo de noche— cada uno. Ambos, como dos grandes armarios, se quedan ahí plantados. Uno de ellos mete la mano en el bolsillo interior de su traje y saca una identificación que ninguno de los presentes logra distinguir.

—¿¡Señor Pankiewicz!? —pregunta uno de los hombres, elevando la voz— ¡Somos el agente Thompson y el agente Ramos, Señor, del servicio de inteligencia de los Estados Unidos, Señor! ¡Llevamos toda la noche buscándole! ¡Tenemos órdenes de llevarle inmediatamente al centro espacial de la N.A.S.A, Señor! ¡El despegue de su nave está previsto para dentro de una hora, Señor!. ¡Señor! ¡con su permiso…!

Los extraños agentes se agachan, agarran la camilla, uno por cada extremo, la levantan y se pierden entre los arbustos, lugar de donde han salido.

Sarah, sentada frente a su amiga, levanta el quinqué y dice:

—Nos hemos follado a Frederick Pankiewicz… ¡al gran Frederick Pankiewicz! ¿te lo puedes creer? Verás cuando lo cuente a las chicas

Ashley, con la boca abierta y cara de alelada, asiente con la cabeza.


Como ya viene siendo habitual, Anna sorprende a Bruno cambiando de sitio las enormes macetas que hay a lo largo del pasillo de la tercera planta del centro de salud mental de Carrabelle.

—¿Qué haces, Bruno? —pregunta Anna, con serenidad.

Bruno, con la expresión de un niño que ha sido sorprendido haciendo una travesura, mira todas y cada una de las macetas que ha ido moviendo. Su respiración se vuelve profunda y agitada. Está nervioso y le tiembla el rostro. Con la voz entrecortada, dice:

—Debo… debo colocarlas… no están bien; debo colocarlas bien; debo colocarlas como es debido. Debo hacerlo. No… no están bien. Así están mejor.

—¿Has visto hoy a Fred? —pregunta Anna, ignorando las palabras de su paciente.

Bruno cierra los ojos con fuerza y agita la cabeza de un lado a otro como respuesta.

—Está bien. Por cierto, Bruno: alguien está moviendo las macetas de la segunda planta.

Bruno titubea unos segundos, mira fugazmente las macetas que le faltan por colocar y sale corriendo a toda prisa, con su particular cojera. Anna, alejándose por el pasillo, llega a la habitación setenta y ocho, abre la puerta y entra.

—Hola Fred ¿Cómo estás? —Ana se guarda las manos en los bolsillos de la bata, se sienta junto a Fred y, en un tono sereno, cariñoso, le dice: — Me han contado que te has vuelto a hacer daño. Tienes un buen corte en la frente. ¿Me lo dejas ver?— Mientras Fred permanece inmóvil, sujeto por la camisa de fuerza y con la mirada perdida, Anna le reclina la cabeza y le observa la herida— Me temo que vas a necesitar unos puntos.

Durante unos segundos se hace el silencio. Pasado este tiempo, Anna pregunta:

—¿Dónde estás, Fred?

Fred acaba de escapar del campo gravitacional terrestre y viaja con destino a Plutón; un viaje que presume ser excitante y que durará el resto de su vida. Tiene las manos atadas al asiento. Eso hace que la tripulación, formada en su totalidad por un gran número de mujeres, jóvenes y bellas todas ellas, se sienta más segura. A su lado, la comandante Yvon, una mujer espectacularmente bella, de piel oscura y ojos azules —Bueno, azules no; mejor verdes—, le dice:

—Permítame decirle, Señor, que es un orgullo viajar con usted. Toda la tripulación está deseando cumplir sus órdenes. ¿Desea en este momento que alguna de las chicas se la chupe?