Doña Luisa 03: black mail
Otra vuelta de tuerca a la historia de nuestra dulce viuda amorosa y Plas.
Titubeo antes de tirar del picaporte. Estuvo a punto de echarse atrás. Doña Luisa siempre le había impuesto respeto. Pero había caminado hasta el chalé desde la parada del autobús fantaseando, recordando las horas muertas que había pasado agazapado tras el parterre del jardín, observándola cuando, tras caer la noche, se recogía en casa con su perro. En el momento en que, por fin, se encontró ante la puerta, dudó. Entonces recordó su rostro al recibir al perro, la crispación de su gesto, el modo en que movía sus caderas anchas y se bamboleaban aquellas enormes tetas pálidas, los gemidos que imaginó escapando entre sus labios tras los cristales mientras se masturbaba frenéticamente contemplándola y escupía su leche sobre las flores con los ojos cerrados y su imagen grabada a fuego en el deseo.
Tuvo conciencia de que estaba agarrando su polla dura por encima del pantalón. Alargó la mano temblorosa. La puerta estaba abierta, tal y cómo había exigido. Hizo acopio de todo su valor, entró en la casa, y se dirigió hacia la única luz encendida en el salón. Esperaba sentada en un lado del sofá, recostada en un cojín. Tenía los ojos irritados. Debía haber llorado. Aun así, estaba preciosa, con la melena negra ondulada cayendo sobre sus hombros y uno de aquellos conjuntos ibicencos blancos y vaporosos modelando cada una de las curvas que componían su silueta carnal y apetecible. Ya no había vuelta atrás.
Se plantó frente a ella observándola con decisión. Incluso consiguió componer una sonrisa forzada, evidentemente fingida, incapaz de esconder la inseguridad que le embargaba.
Doña Luisa le miró apenas un instante antes de humillar la cabeza. Sentía una profunda pena, por sí misma y por el muchacho, y una vergüenza demoledora, que la incapacitaba. Sin saber por qué, se fijó en el bulto aparatoso que se apreciaba con claridad bajo la tela basta de lino del pantalón, que parecía exhibir con más orgullo que timidez.
¡Jaime...! -apenas acertó a pronunciar su nombre. No se sintió sorprendida-.
¿Y el perro?
Está... Está atado detrás de la casa, en el jardín...
…
¿Por qué...?
¡Levántate!
No le pasó inadvertido aquel tuteo ofensivo. Sintió como si la llamara puta. Y aquella orden tajante, que se apresuró a obedecer. Era como descender en la escala social. A ojos de su pupilo, había pasado de “doña Luisa” a una ramera que follaba con un perro y a quien, se temía, tenía pensado violar. Obedeció. Comprendió que le temblaban las manos y sujetó la una con la otra en un esfuerzo vano por disimularlo.
Se acercó a ella hasta situarse apenas a un paso. Giró a su alrededor contemplando su culo poderoso, que palpó con descaro; las grandes tetas con las que había soñado, que se habían bamboleado en su imaginación mientras se corría pronunciando su nombre, y que ahora se amoldaban a su mano; los muslos generosos que la transparencia de la falda al trasluz de la lámpara de pantalla permitía observar; los rasgos rotundamente sensuales de su rostro de formas redondeadas; sus labios...
¿Por qué? -repitió armándose de valor-.
Un año.
¿Có... cómo?
Un año restregándome las tetas en la espalda y susurrándome al oído, y yo respetándote, conformándome con verte a través de las ventanas, aguantándome, para terminar viéndote follar como una perra con ese animal...
Pero...
¡Cállate, puta! Desnúdame.
Pronunció su invectiva lentamente, sin levantar la voz, paladeando cada sílaba, recreándose en ellas, regodeándose del inmenso poder que aquellas fotos casuales le había otorgado, y sonrió al comprobar que, tras un breve titubeo, la viuda se acercaba y cumplía sus deseos. Sintió sus dedos rozándole la piel al desabrochar uno tras otro los botones de la camisa.
- ¡No te pares!
Con manos temblorosas, desabrochó torpemente el cinturón y el botón del pantalón. Tiró hacia abajo despojándole al mismo tiempo de este y los calzoncillos. Tuvo que vencer la resistencia que oponía su sexo erecto, tenso y duro, que saltó como un resorte al liberarse de la presión. Un paso corto le permitió acercarse hasta pegar su cuerpo a ella. Con decisión, la abrazó y comenzó a besar sus párpados, su cuello y, finalmente, sus labios temblorosos.
- ¡Tócala!
Obedeció sollozando, y la lágrima solitaria que se deslizó por su mejilla terminó por volverle loco de deseo. La agarró tímidamente y comenzó a acariciarla mientras el muchacho bebía la gota salada, mordía su boca, y acariciaba por fin sus pechos amplios y carnales, generosos, que parecían temblar bajo sus manos. Por complacerle, hizo ademán de empezar a desnudarse hasta que otra orden tajante la detuvo. Una baba transparente hacía su mano pegajosa.
- ¡No te quites la ropa!
Por alguna razón, le gustaba verla así, cubierta con aquella blusa amplia, con aquella falda amplia, inmaculada. Obtenía un cierto placer al mancillarla, al disponer de ella con aquella misma precisa imagen que se había convertido en su obsesión durante el año de lecciones que había padecido deseándola.
La besó una vez más, entreteniéndose ahora, regodeándose en el contacto templado y húmedo. Jugó a meter la lengua en su boca, a gozar del temblor lloroso de sus labios, a estrecharla apretando su cuerpo mullido, frotando su polla dura y húmeda en el vestido blanco, aferrándose a su culo con las manos y atrayéndola hacia sí, clavando los dedos, amasando aquellas nalgas grandes y tiernas, que cedían a la presión amorosamente. Tras unos segundos, doña Luisa parecía responder tímidamente a sus caricias torpes y rudas. Sus pezones comenzaban a contraerse y su lengua se movía. El temblor asustado que sentía en su cuerpo le excitaba.
- Arrodíllate, puta.
Lo hizo, y se quedó muy quieta frente a él. Cada vez que le escuchaba dirigirse a ella de aquel modo, sentía un golpe, como un aldabonazo. En cierto modo, sentía que era así, que no era mas que una puta, una mujer madura y solitaria que se había entregado al placer con un animal, dejándose llevar por un instinto malsano. Contempló la polla frente a su rostro. Era gruesa y dura, recta, venosa. Su capullo brillaba violáceo mientras se balanceaba frente a ella.
- Jaime... Esto... esto es una locura... No ha pasado nada... Todavía puedes, podemos...
Ni siquiera respondió. Sujetando su cabeza con las menos, la atrajo hasta introducírsela en la boca. Gimió al sentir por primera vez el contacto cálido y húmedo de otro cuerpo. Doña Luisa, resignada al hecho de que nada parecía haber capaz de disuadirle, comenzó a chuparla, lentamente primero, apenas paladeando el capullo grueso y suave, que manaba en su lengua aquel liquidillo viscoso; tratando después de tragársela entera, sorprendiéndose a sí misma excitada.
- ¡Aa... a... síiiii...!
Apenas tardó un instante, unos pocos minutos, en correrse. Doña Luisa, al sentir en la garganta el primer chorro de esperma, trató de apartarse sin lograrlo. El muchacho sujetaba con fuerza su cabeza con las manos. Gimoteaba eyaculando en su boca, en su garganta, clavándole aquello hasta ahogarla con aquella consciencia de estar vertiendo su esperma por vez primera en el interior de otra persona. Rebosaba por su nariz, resbalaba entre sus labios, chorreando sobre la pechera de la blusa, manchándola. Doña Luisa, sin saber en qué momento preciso había sucedido, se dio cuenta de que acariciaba su vulva por encima de la falda. Jaime también se dio cuenta.
- ¿Estás caliente, puta? ¿Te gusta tragar leche?
Parecía haber enloquecido. Agarrándola del brazo, comenzó a zarandearla con fuerza obligándola a incorporarse. Doña Luisa, lloraba sintiéndose víctima de aquel arrebato violento, de aquel cambio radical en el ritmo de los acontecimientos. Parecía fuera de sí. Su polla, firme todavía, se balanceaba en el aire. La condujo hacia la mesa y, empujándola con fuerza, la lanzó sobre el tablero boca abajo. La visión de su culo, rotundo y abundante, contribuyó a excitarle más si cabe. Levantó su falda blanca y tiró con fuerza de las bragas, que se rasgaron antes de quedar detenidas, rotas, por encima de sus rodillas. Azotaba sus nalgas y la insultaba. Le fascinaba la visión de las ondas que se recorrían su carne cada vez que descargaba uno de aquellos azotes.
- ¿Por qué lloras, zorra? ¿No es esto lo que te gusta? ¿Solo quieres polla de perro?
Comenzó a clavar los dedos en su coño con fuerza, haciéndole daño. Doña Luisa sollozaba rendida sobre la mesa. Notó que estaba húmeda. Chillaba cada vez que recibía un golpe más en su culo, que temblaba al recibirlos, y enloquecía.
- No sabes cuanto he soñado con esto, perra. Ni te imaginas las veces que te he imaginado así, gimoteando mientras te follo.
Clavó su polla en ella haciéndola gemir, y comenzó a follarla con una rabia inusitada, imposible de adivinar en aquel muchacho tímido y delicado, un poco afeminado, de melena rubia. Bombeaba con fuerza, haciendo que la mesa incluso se desplazara a veces unos milímetros al empujarla. Descargaba las manos en sus nalgas amplias, que temblaban como flanes y enrojecían. A lo lejos, se escuchaban amortiguados los ladridos desesperados de Plas, que debía oírla chillar.
Sin comprenderlo, la viuda constató que le excitaba, que gozaba con aquel comportamiento brutal. Alguna parte de sí, contra su voluntad, parecía desear aquel trato. Sentía su polla deslizarse en su interior húmedo, temblaba y gemía, chillaba al recibir los cachetes, que resonaban en sus oídos. El muchacho tiraba de su cabello, la llamaba perra, y puta, y taladraba su coño con aquella polla que parecía de piedra; la pegaba, la vejaba, y, pese a todo, su cuerpo respondía al estímulo con placer, con miedo, con dolor, y con placer...
Sintió que se corría. Todo se hizo oscuro cuando cerró los ojos temblando, lanzando un chillido agudo de placer al notarse inundada de esperma, rebosando esperma. Chilló temblorosa, presa de un escalofrío que la recorría entera, que la hacía estremecerse hasta el cabello. Chilló cómo una loca, presa de espasmos violentos, de convulsiones violentas que la desarmaban.
¡¡¡Puta, puta, puta perra!!!
¡Sí! ¡Soy una puta! ¡¡¡Fóllame así!!!
Quedó finalmente rendida. Su cuerpo ni siquiera reaccionaba cuando el muchacho, sacando la polla todavía dura de su interior, volvió a clavar los dedos en su coño. Resbalaban. Solo cuando sintió que usaba su propio esperma para lubricar su culo, entendió lo que pasaba. Sin fuerzas para resistirse, apenas baluceó una súplica casi sin voz.
- No... no lo hagas... No hagas... eso... Por... por favor... Noooooo...
La clavó entre sus nalgas de un solo golpe bestial arrancándole un grito de dolor insoportable. La destrozaba. Aquella bestia en que Jaime se había convertido perforaba su culo con la misma violencia animal con que la había follado apenas un minuto antes. Trataba de escabullirse, de huir, pero sus manos en la espalda la apastaban sobre el tablero de la mesa. Ardía, dolía, la desgarraba. Su llanto angustiado parecía excitar todavía más al muchacho, que la azotaba sin piedad mientras la barrenaba deprisa, con rabia.
Se sentía poderoso, brutalmente poderoso. Sus gritos le excitaban, le impulsaban a causarle más dolor, a imponer con mayor rigor aquella autoridad animal que ejercía sobre ella. La veía debatirse llorando, chillando y suplicando mientras sentía la presión de aquel agujero estrecho en su polla. La mujer chillaba impotente, incapaz de impedirle cumplir cualquiera de sus deseos. Se rebajaba a implorar piedad, y el la ignoraba, y volvía una vez más a clavarse en ella, a arrancar un nuevo chillido de dolor de su garganta. Estaba a punto de correrse. Quería llenarla de esperma una vez más, hacerla entender que era eso: una puta a su disposición, una ramera temblorosa que suplicaba compasión y lloriqueaba mientras llenaba su culo de leche...
Y, de repente, el mundo entero pareció estallar en pedazos: con la cadena rota a rastras, Plas atravesó los ventanales del jardín rugiendo y ladrando. Jaime apenas comprendió lo que pasaba. Solo sintió un miedo atroz, un pánico cerval al ver al enorme animal corriendo hacia él entre cristales rotos. Representaba la misma imagen del demonio, iracundo, rabioso. Trató de huir y cayó al tropezar con la mesita de café. Plas, a su vez, resbaló sobre el suelo pulido de parquet. Su cuerpazo enorme se estrelló contra el mueble de la tele con estruendo. Cuando se incorporaba de nuevo, doña Luisa sujetaba su collar a duras penas.
- ¡Quieto, quieto, Plas! ¡Quieto!
A duras penas, acariciando su cuello y hablándole con dulzura, consiguió hacerse con él. El animal no perdía de vista al muchacho, que temblaba aterrorizado, hecho un ovillo a los pies del sofá, lloriqueando.
- ¡Quieto, cariño, tranquilo, tranquilo...!
Sin soltarle, se acercó a Jaime muy despacio. Plas emitía un gruñido ronco y sostenido que invitaba al terror. Permitió que acercara su cara a él. Era un pelele amedrantado, lloroso. Se acuclilló a su lado y comenzó a acariciarle. El perro la olfateaba ante el muchacho, como mostrándole su dominio, explicándole de quien era la perra. Alternaba sus gruñidos con lametones a su dueña, que iba deslizando la mano hacia su sexo sin soltar su collar ni por un momento.
- Tranquilo, cariño, tranquilo... Jaime no va a hacernos daño ¿Verdad?
Su mano de dedos largos acariciaba la polla del animal, que, poco a poco, iba adquiriendo sus brutales dimensiones.
Tranquilo, macho mío, tranquilo, mi amor... ¡Tú, a cuatro patas!
¿Qué?
¡A cuatro patas, cabrón!
Un gruñido terrible le hizo comprender que no podía negarse.
- Te voy a explicar cómo funciona, cielo, y lo demás será responsabilidad tuya. Es sencillo: tú te humillas, él se impone; tú a cuatro patas, con la cabeza humillada, hacia un lado, le ofreces tu cuello; él te gruñe, quizás te monte... Cuando sienta que te domina, todo habrá terminado.
Aterrorizado, no tuvo más remedio que obedecer. Sintió pánico cuando el enorme animal acercó aquella boca monstruosa a su cuello. Giraba a su alrededor, empujándole a veces con aquel cuerpazo que parecía de piedra, sin dejar de gruñir en ningún momento.
Doña Luisa, comprendiendo que la situación se desenvolvía tal y como había supuesto, se sentó en el silloncito, frente a ellos, contemplando la escena excitada, sorprendiéndose una vez más al verse capaz de aquella depravación. Plas exhibía su polla monstruosamente erecta; la de Jaime, sorprendentemente, se mantenía dura, sacudiéndose bajo su cuerpo tembloroso. Aquella tiritera espasmódica le beneficiaba a los ojos de su macho, pensó, le protegía de su ira.
Por fin, en un último ritual de dominio, se alzó sobre los cuartos traseros abrazándose a su pecho. El chiquillo soportó su peso a duras penas. Plas culeaba en el aire golpeando su culo con aquella polla gigantesca. Temía que realmente llegara a sodomizarle. El miedo le impedía resistirse. Soportaba estoicamente sus embates rogando a la providencia que el animal se conformara con aquello, que no quisiera hacerle daño.
Un destello repentino le desconcertó. Pronto le siguió otro, y otro más. Doña Luisa, desde el sillón, mientras acariciaba su sexo con la mano izquierda, pulsaba el disparador de la cámara una vez tras otra sonriendo. La dejó en la mesita y, tomando el teléfono, marcó un número y, tras unos segundos de espera, empezó a conversar.
Sandra, cielo, soy Luisa.
…
No, no sé. Salió de aquí a su hora. No sé. Se habrá entretenido con los amigos...
…
Sí, bueno... Precisamente quería hablarte sobre eso... No es que vaya mal, pero le falta un poco, y solo queda un mes para el examen... Había pensado que quizás pudiera quedarse aquí hasta el quince...
…
No, mujer, qué va a molestarme, si es un cielo...
…
Ya... Así podríamos dedicarle horas al asunto... Yo creo que en un mes, con trabajo...
…
No, mujer, no te preocupes, que eso no será problema... ¿Por qué no te vienes mañana con él y lo hablamos tranquilamente?
…
Vale, pues a las siete. Dile que se traiga la maleta ¿Vale?
…
Bueno, cariño, pues hasta mañana. Un beso.
Sintió que se le venía el mundo encima. En el momento mismo en que colgó, la polla monstruosa de Plas acertó con el agujerito virgen de su culo. Chilló lastimosamente. Frente a ellos, doña Luisa, con la falda arrebujada en la cintura, acariciaba su coño enfrebrecida. Sus tetas se bamboleaban temblorosas, blancas y tiernas como flanes dulces de leche, tan hermosas...