Doña Gadea. Parte 1

Doña Gadea me hizo feliz a su manera durante diez años.

Para R. y L. Espero que lo disfrutéis, sois las protagonistas, sobre todo tu L.

Capítulo 1.

Me hacen gracia esas estadísticas que dicen que una persona a los 60 años se ha pasado 20 durmiendo, uno buscando donde aparcar, ocho viendo la tele... Yo a ese ranking aportaría que me he pasado media vida jugando con mi coño y la otra media con los coños de tres mujeres extraordinarias. Acabo de cumplir cincuenta y cada década de mi vida ha estado marcada por la presencia de una de ellas, Gadea fue la primera y seguro que la más especial. A su manera me ayudó a construir un pasado en el que refugiarme, con ella acumulé ese bagaje de vivencias que rememorar cuando las cosas no van bien, a falta de una infancia o adolescencia feliz, cuando no consigo conciliar el sueño, viajo a esos años y revivo aquellos momentos. Con ella también aprendí que la bondad y la maldad pueden ser las caras de una misma moneda.

Me llamo Rosa y mi relación con Gadea fue cualquier cosa menos un romántico amor de juventud. Nací en Galicia, mis primeros veinte años  los viví  en un lugar perdido en medio de ninguna parte, apenas pasé un mes al año con mis padres hasta que cumplí los quince, ellos, emigrantes en Suiza, se mataron a trabajar durante veinticinco años hasta que pudieron regresar para comprar un coche, un tractor y un piso en el pueblo, cualquiera que conozca esta tierra, o cualquier otra zona deprimida de España, sabe que esa es la máxima aspiración de todo emigrante. Así que yo y mi hermano crecimos con nuestros abuelos que nos educaron lo mejor que pudieron. Si tuviese que definir aquellos años en la aldea con una palabra, esta sería: aburrimiento. Llegué a adorar ir al colegio y luego al instituto porque era la única manera de visitar la civilización. El pueblo del que hablo estaba a unos veinte kilómetros de mi aldea, pueden parecer pocos, pero en aquellos años eran muchos.

Tuve la suerte de que mi padre se cansase de llevarme y traerme a trabajar todos los días y, teniendo el piso vacío, por fin accedió a que me quedase en él con las obvias condiciones de visitarlos el fin de semana y no llevar chicos a casa.

Una fría mañana de domingo mi padre y mi hermano me ayudaron a instalarme. El piso tenía ya todos los muebles y cocina hacía más de un año, así que, en unas horas, era ya una ciudadana más de aquella "gran urbe" de quince mil habitantes. Y para mí lo era, viniendo de un lugar donde no llegábamos a cincuenta vecinos. Mi padre mostró su preocupación por el hecho de que prácticamente todo el edificio estuviese vacío. En invierno sólo uno de los dos primeros estaba ocupado por una academia de inglés y los dos más altos, los cuartos, por mi vecina Gadea y el otro por mí. En total ocho viviendas de las que cinco estaban cerradas casi todo el año. La verdad, imponía un poco aquel silencio, pero es algo habitual en toda la costa gallega donde la gente pasa el verano y en septiembre se vuelve a su residencia habitual.

En cuanto me quedé sola respiré profundo y recorrí las tres habitaciones de mi nueva casa, el baño, el salón, la cocina. En aquella época, principios de los noventa, los pisos eran ridículamente grandes, nada que ver con los de hoy en día. Decidí que inauguraría mi castillo con un baño de espuma. Me quedé unos minutos disfrutando del silencio, solo se oía el chisporroteo de la lluvia golpeando la cubierta del patio al que daban la cocina y el baño. Pude oír que alguien subía, solo podía ser mi vecina con su bebé, meses atrás la habíamos conocido cuando mi padre y yo subíamos para echar un vistazo y ver que todo estaba bien en el piso. Estaba embarazada y ante la falta de ascensor, recuerdo que la ayudamos a subir la compra. Era Gadea, bueno, debería decir Doña Gadea, porque en realidad yo la conocía de haber dado clase en mi instituto mi último año allí. Aunque no había sido mi profesora yo me había fijado muchas veces en ella, a mí me parecía muy guapa, aunque no tenía una belleza, digamos "estándar". Tenía solo unos treinta años y era pelirroja, con muchas pecas, pelo liso, media melena, muy delgada pero no flaca, quiero decir, que su figura era muy proporcionada, tenía un muy buen culo, muslos muy marcados, no era lo que se suele decir "un saco de huesos". Eso sí, por encima de todo, recordaba el tremendo par de tetas que tenía, maldecía mi suerte cada vez que me cruzaba con ella en los pasillos, entre clase y clase, por no haber sido su alumna.

Estaba empezando a jugar con mi coño cuando oí como cerraba la puerta de su casa y la luz de su cocina iluminaba el pequeño patio interior. Yo tenía la luz del baño apagada y ella no sabía que me había instalado ese mismo día. Me faltó tiempo para secarme y ponerme mi albornoz, la persiana del baño estaba bajada, pero desde mi cocina podía ver la suya, ya era casi de noche y sus cortinas estaban abiertas. Estuve esperando hasta que apareció en la cocina, llevaba vaqueros y un jersey, no había tenido tiempo de cambiarse, pero bajo el jersey vi que aquellos dos melones se habían convertido en sandías xxl con la maternidad, aun dándome la espalda las veía sobresalir hacia los lados, llegaban hasta su ombligo, y no parecía que las tuviese caídas.

Me excitó muchísimo el observarla agazapada en la oscuridad de mi casa, estuve esperando más de una hora a que se cambiase, me preparé un sándwich a oscuras para que no descubriese que tenía compañía. Me puse tan cachonda que, impaciente porque apareciese de nuevo en la cocina, empecé a toquetear mi rajita y me corrí observando su encimera. Por fin, la vi de nuevo y... bueno apareció con un viejo pijama, la goma del pantalón había dado de sí y cada vez que se agachaba podía ver un culito precioso, se lo subía constantemente pero se caía de nuevo. Aquel sube y baja me puso a tono rápidamente y agarre mis tetas como preámbulo de la segunda paja que iba a hacerme. La maldecía por no ponerse algo más sexy pero la excitación de ver sin ser vista obró milagros. Mientras ella se preparaba algo de cenar yo, apoyada en la pared de mi cocina, junto a la ventana, con uno de mis pies sobre una silla, respiraba profundamente y dibujaba círculos con mi dedo corazón sobre la entrada de mi coño, era la primera vez que me masturbaba viendo una mujer de verdad y no una fruto de mi imaginación. Un par de veces salió de la cocina, probablemente para echar un vistazo al pequeño, y acabó trayendo uno de esos interfonos para escuchar su llanto.

La segunda vez estaba a punto de correrme y aguanté hasta que volvió. Se puso la tele mientras cenaba y yo me quité el albornoz para abrir bien mis piernas y correrme mientras ella se tomaba el postre.

Aún esperé a que lavase los platos y volví a excitarme con el dichoso pantalón del pijama que se caía hacia sus muslos y me dejaba ver a medias su culo. Me quedé con ganas de ver sus enormes tetas y tuve que imaginármelas. Ya metida en mi cama, seguía tan cachonda, que por primera vez en bastante tiempo no pensé en Áurea, la chica que me gustaba desde que yo recordaba, estaba tan enamorada, que hasta en mis pajas la respetaba y no pasaba de imaginarme que la besaba o como mucho la recordaba en bikini cuando íbamos a la playa. Pero aquella noche la Áurea que se había instalado en mi cerebro años atrás comenzaba a empaquetar sus cosas y hacer las maletas para dejar sitio a Gadea, que traería consigo un torbellino de morbo y deseo sin los peajes sentimentales de la adolescencia. En mi imaginación le hice de todo, me comí su coño, la besé, la desnudé y la vestí, me corrí imaginándome mamando de sus pechos y bebiéndome su leche.

Capítulo 2.

A la mañana siguiente me desperté muerta de sueño, helada con el frío que hacía en casa, seguía tan sola como lo había estado toda mi adolescencia, a mis veinte todavía no me había estrenado, el día estaba tan oscuro como el anterior y probablemente como el siguiente, seguía lloviendo. Quien no se haya levantado así de negativa más de un lunes que levante la mano.

Sali de casa intentando hacer el menor ruido posible. No quería delatar mi presencia todavía. Algo que la gente joven de ahora nunca podrá entender es la excitación que a las de mi generación nos producía un simple desnudo, algo que ahora tienes con solo desbloquear tu móvil.

Quería probar suerte un día más y esperaba que Doña Gadea me obsequiase con algo mejor que su pijama por la noche.

Llegué tarde a trabajar, me disculpé con mi jefe. Era un buen hombre, algo muy raro en el sector inmobiliario, tenía unos sesenta años. En aquella oficina yo era su única empleada, solía pasar un par de horas conmigo cada mañana leyendo el periódico y luego se iba. La verdad, en invierno había muy poco trabajo. La que no me miraba tan bien era su mujer, tenía unos cuarenta y cada vez que aparecía por la oficina me amargaba el día, creo que estaba celosa o temía que le quitase a su marido o simplemente le intimidaban mis veinte años. ¡Si supiese que de buen gusto me metería con ella en la cama antes que con su marido! Lo buena que estaba "mi jefa" era lo único que me hacía sobrellevar aquella situación como podía.

En cuanto a mí, pues sí, creo que era comprensible que algunas mujeres huyesen despavoridas con sus maridos ante mi presencia. Hacía años que había descubierto cuántas puertas podía abrirte una bonita minifalda y un botón extra desabrochado en la blusa. Aparte de guapa, la naturaleza me había obsequiado un cuerpo que de momento solo yo misma había aprovechado. Mido un metro setenta y cinco y mi carita de ángel me permite llevar, si quiero, el pelo muy corto, aunque prefiero algo de melena, tengo dos rotundos pechos que, si aún hoy siguen en su sitio, en aquella época tenía que esconder de mí misma. Más de una vez solo con vérmelos en el espejo he tenido que hacerme una paja para calmarme. Mi trasero era grande para la época, aunque hoy en día creo que ya no llamaría tanto la atención, aun así, a mí me parecía lo mejor de mí, me gustaba acariciármelo cada noche antes de dormirme y más desde que descubrí que su agujerito podía darme tanto placer. Mi coño era como una magdalena y al vivir sola empecé a depilármelo del todo, mis pajas eran más reconfortantes sin el obstáculo del vello y pasaba horas cuidándomelo y arrancando hasta el más insignificante pelillo que me salía, llegué a tenerlo tan suave y sedoso que casi me gustaba más tocarlo por fuera que por dentro. Creo que no tenía ni un solo pantalón, eso sí, los pantys y las minifaldas se llevaban mi presupuesto para ropa y las miradas de toda la calle cuando me contoneaba por el pueblo. He visto balbucear a más de un hombre delante de mí al echar un vistazo a una minifalda escocesa que me ponía mucho, no solo era muy corta, además se abría lo suficiente para que se viese casi mi ingle.

Lo del presupuesto en pantys es literal, cogí el vicio de masturbarme con ellos puestos y claro, necesitaba darles un tijeretazo en la zona de la entrepierna. Acabé imponiéndome el límite de unos por semana. Solía reservarlos para el viernes por la noche.

Pero bueno, en aquel momento de mi vida estaba centrada en todo lo contrario, quería dejar atrás el sexo en solitario y conocer otra piel, que no fuese de nylon, pero: ¿qué sentido tenía soñar siquiera con que mi vecina del cuarto fuese a aceptar el honor de ser la primera?

Dos días y dos noches más pase viviendo como un fantasma en mi propia casa. Pasaba horas cada noche en mi puesto de vigía, junto a la ventana. Cayeron sus buenas pajas, pero más producto de mi calentura que de otra cosa. Que podía esperar, que una mujer sola en casa, con el cansancio de ocuparse de su pequeño todo el día, se pusiese algo sexy o se pasease desnuda por la cocina para mi disfrute. Era absurdo.

Así que, tras unos días, salí del anonimato. Al llegar a casa, a eso de las ocho, encendí todas las luces y disfruté de mi nuevo hogar. Me puse a preparar algo de cenar y enseguida vi que la cocina de Doña Gadea también se iluminaba. Había abierto mis cortinas y vi que ella se interesaba por la novedad. Noté que me miraba, como esperando mi atención y me giré sonriente, ella me devolvió la sonrisa al instante y abrió un momento la ventana, yo hice lo mismo y nos saludamos. Fue una conversación breve, a ella le sonaba mi cara, y yo reconocí recordarla de mi último año de instituto y le mostré mi alegría por saber que no estaba sola en el edificio. Ella dijo sentirse aliviada de tener una vecina porque a esa hora la academia del primero cerraba y se quedaba sola. No me sorprendió que me preguntase si era de alguna aldea cercana, ella pertenecía a la pequeña burguesía del pueblo y conocía a todo el mundo, las cosas en Galicia son así. Ese aire de superioridad hacia mí me hacía más gracia que otra cosa, no era su caso, pero hay gente en todas partes que lo más importante que hacen a lo largo de su vida es nacer en un lugar concreto.

Me alegré de haber hecho la luz en mi casa, por fin mi vecina había echado a lavar el pijama, mientras yo terminaba de cenar, la vi en su cocina con un pantalón de chándal y nada más y nada menos que una camiseta blanca de algodón, con tirantes. Encima le quedaba bastante ajustada y se marcaban muchísimo sus enormes cántaros. En menos de cinco minutos estaba yo fregando mis cacharros y apagando la luz de mi cocina, encendí la del baño unos minutos para simular que me iba a la cama y me coloqué en mi puesto de observación. No había prisa, sabía que ella cenaba muy tarde. Yo me había puesto un jersey de punto que tenía, muy calentito, me llegaba hasta la mitad del muslo, solía dejarme un rato puesto el tanga, algo que pocas llevábamos en ese tiempo por cierto, me erotizaba esa minúscula pieza de tela, me gustaba acariciarme los muslos, subir mis manos hacia arriba y encontrarme las tiras del tanga, los destrozaba todos a base de tirar de ellas para que la tela se metiese en medio de mi rajita y se empapase bien de mi jugo. Esa noche los tiempos fueron perfectos, Gadea dejó su cocina iluminada hasta que estuvo lista para cenar y justo en ese momento yo me quitaba el tanga para pasar a la acción y dejar de jugar. Estaba impresionante con su camiseta, sus tetones contrastaban con sus brazos, que parecían delgadísimos y le daba un aire mucho más joven y pensé que a lo mejor se la había puesto para mí. Al fin y al cabo, cuando habíamos charlado antes todavía llevaba mi odiado pijama.

Esa fue la última paja que me hice antes de depilarme completamente. La recuerdo por eso y porque había tomado unos melocotones en conserva de postre y descubrí que el almíbar que traen te hace una saliva deliciosa, no es que necesitase lubricación extra, pero me gusta de vez en cuando extender algo de saliva sobre el clítoris y sacarlo de su escondite para maltratarlo un poco. Mientras me tocaba mis labios vaginales con una mano me metía los dedos de la otra en la boca y me imaginaba que eran sus dedos, me tocaba la parte interna de mis mofletes como si tuviese mis dedos dentro de su coño. Tenía limpio y listo un precioso pepino que me había comprado por la tarde, era mi plan para cuando me acostase, pero no pude esperar, subí mi pie izquierdo, con cuidado de no hacer ruido, sobre una silla y empecé a trabajar la entrada del coño con el extremo de la hortaliza, se me había ido un poco la mano con el calibre al comprarlo, pero es que eran todos enormes. La postura no ayudaba mucho así que sin metérmelo continué jugando con él.

Me ponía tan cachonda aquella mujer a solo cuatro o cinco metros de mí, al otro lado del patio, cenando aburrida con la tele como única compañía. Cuando ya me daba por satisfecha ella se levantó y las dos a la vez nos dimos cuenta de que tenía dos manchas de leche en la camiseta, casi a la altura del ombligo, solo dejaban transparentar ligeramente sus areolas, pero en cambio sus pezones parecía que iban a agujerear la tela. Me preguntaba cómo se podía vivir con esas tetas y no matarse a pajas frente al espejo. Me llevé el pepino a la boca y lo embadurne bien de saliva, me lo clavé bien coño arriba y vi como ella se levantaba la camiseta, maldita sea, de espaldas a mí y se secaba los pezones con una servilleta. Estuve a punto de abrir la ventana y gritar: ¡quítatela por Dios! Me corrí follada por el pepino viendo su espalda preciosa, llena de pecas y como sus enormes melones aparecían a los lados, algo es algo, pero me moría de ganas por ver bien aquellas maravillas. Era raro en mí no terminar frotando mi clítoris, le agradecí a Doña Gadea descubrir que había otros modos de llegar al orgasmo. El espectáculo por aquella noche se acabó ahí, lamí bien el pepino y me fui disparada al baño, me estaba meando. Me lo llevé a la cama para relajarme y dormir mejor, estuve acariciándome el trasero y pensando, me pregunté si realmente me gustarían semejantes pechos, no había visto muchos en mi vida, solo en la playa, los más grandes que había visto bien, eran los de la madre de Marga, una de mis amigas que a veces me invitaban a la playa. Solía hacer topless cuando su marido no nos acompañaba y sí, me gustaban y mucho, tenía unos cuarenta y cinco años y, aunque no llegaban al tamaño de Gadea, los tenía bastante caídos, más de una vez me había quedado embobada mirándolos.

En el diálogo que entablaba conmigo misma mientras me metía de nuevo el pepino, mi yo más cachondo le hacía ver a mi yo racional que el morbo que Doña Gadea me producía iba ya, tras solo unos días viviendo allí, más allá del tamaño o lo bien hechas que estuviesen sus tetas, era su cuerpo entero lo que me hacía sentirme viva, su espalda, sus brazos, su culito precioso que ya había visto casi entero, su cara y sus ojos, su belleza irlandesa. Era además aquel edificio vacío, nosotras solas, viviendo allí arriba, rodeadas de invierno.

Y que bien estaba amortizando mi compra en el supermercado, el pepino me estaba dando mucho placer, estaba bastante maduro y su suave piel y mi lubricación me dejaba meterlo y sacarlo bastante rápido sin hacerme daño. Mi cerebro volaba de la playa y las tetas de la madre de Marga a la cocina de mi vecina y cuando ya estaba a punto de correrme de nuevo le fui infiel a las dos con la chica que me había atendido en la frutería del supermercado. Era de mi edad, guapa y más bien delgada. La faldita azul del uniforme le sentaba tan bien con unos pantys negros, me miraba curiosa mientras yo escogía con mi mirada el pepino, esbozó una sonrisa cuando yo lo rodee con mis índice y pulgar, haciendo un círculo para medir su calibre. Yo ni siquiera disimulé comprando alguna fruta más, la observé mientras pesaba el pepino y acabamos dándonos mutuamente las gracias con nuestras mejillas enrojecidas.

Al final mientras me sacaba la hortaliza para correrme frotando mi clítoris Gadea volvió a mi mente y volví a mamar y beberme la leche de sus pechos mientras un seísmo recorría mi cuerpo con epicentro en mi chochito. Dormí muy bien.

Capítulo 3

Los días siguientes no hubo grandes novedades, por las mañanas me despertaba pensando que tenía que buscar una chica de mi edad, irme a un lugar más grande, Santiago o quizás Coruña. En aquellos tiempos una tenía la sensación de que era la única lesbiana sino del planeta si de aquel pueblo. ¿Cuándo iba a poder dar rienda suelta a mi sexualidad allí?

El fin de semana mis padres y mi hermano vinieron a visitarme, me inventé una excusa y les hice mover mi cama y todos los muebles a la habitación que estaba pared con pared con la de Gadea, lo había comprobado una noche escuchando como se metía en cama. Me apetecía mucho dormir a su lado, aunque fuese con un tabique en medio. A lo largo de la semana fui enterándome poco a poco de cómo era su vida. Es lo bueno de vivir en un sitio así, menos yo, allí todo el mundo parecía conocerlo todo de los demás. Se había casado embarazada hacia poco más de un año, su marido era marinero, por eso vivía sola. Bueno, para ser exacta capitán en un barco mercante, daba igual, capitán o marinero su familia se había llevado un disgusto gordo. Su padre era el notario y su abuelo lo había sido también, su hermana la secretaria del ayuntamiento y su madre era funcionaria en el juzgado. Que Gadea quisiese dedicarse a la enseñanza fue un contratiempo, pero lo del marino mercante resultó, según me contaron, en una baja médica de varios meses de su madre. Caray con Doña Gadea.

Tardé casi dos semanas en conseguir coincidir con ella en el portal, estuve estudiando sus horarios, pero teniendo que trabajar era difícil. Al final tuve suerte y cuando subía a casa para comer al mediodía ella llegaba cargada con el pequeño y las bolsas de la compra. Por supuesto la ayudé con las bolsas y subimos juntas. Tuvimos la típica conversación sobre el tiempo y la ausencia de ascensor. Al llegar arriba me invitó a entrar en su casa y me pidió que esperase unos minutos si me apetecía charlar un rato, quería pedirme que hablase con mis padres sobre la posibilidad de instalar un ascensor. Yo accedí y me quedé sola en el salón frente a un cuadro enorme de la madre Teresa de Jesús, no digo que me diese miedo la decoración, pero no parecía la casa de una joven de treinta años, todo era, no sé... mis padres a sus cincuenta tenían más gusto para la decoración que ella. Estaba claro que era una persona bastante religiosa, pensé en ese momento que si conociese mi condición sexual me consideraría una enferma en el mejor de los casos. El niño era un bendito, nunca mejor dicho, porque en diez minutos estaba durmiendo la siesta, ella entró en el salón disculpándose por no haberme ofrecido nada. Yo me olvidé de todo cuando la vi bien de cerca, ya sin abrigo, llevaba unos vaqueros que le quedaban muy bien y un jersey de punto que dejaba entrever el enorme sujetador que aguantaba todo aquello como un andamio.

Cuando crucé los dos metros de rellano de vuelta a mí piso, con el tiempo justo para comer y volver al trabajo, lo hice más preocupada que excitada. Me gustaba tanto aquella mujer, no era como Áurea, mi eterno amor platónico de juventud. Gadea era otra cosa, era una mujer, una madre ya, no era etérea como Áurea, tenía defectos, volvió a hablarme con un aire de superioridad despreciable y quedaba por comprobar que su cuerpo me gustase tanto como intuía que lo haría, pero me producía un morbo, unas ganas de odiarla y quererla al mismo tiempo, era eso lo que me preocupaba, que fácil sería que simplemente me gustase espiarla, sin más. No fui capaz de comer, me masturbé dos veces, la primera me corrí en un par de minutos, me imaginé orinando sobre ella, empapando su cara y viendo como mi meada acariciaba su piel cuerpo abajo hasta mojar su chocho. Mientras me meaba la obligaba a comerse mi coño, sentada en la bañera. Me corrí en la taza del váter y me dejé caer sobre la cisterna. La segunda vez fue más placentera y se me ocurrió que lo que me imaginaba mientras me masturbaba era algo que fácilmente podía llevar a la práctica.

Y así fue, pero antes, por la tarde ocurrió algo que marcaría el devenir mi vida en los próximos meses. Como no había comido a mediodía, a eso de las cinco, cerré un momento la oficina y crucé la calle para comprar algo en el supermercado de enfrente. Mi amiga de la frutería me lanzó una preciosa sonrisa cuando me vio y en menos de tres minutos estaba de vuelta en el trabajo. Un rato después en cuanto pude me puse a comer la enorme palmera de chocolate que me había comprado. La mala o la buena suerte hizo que en ese momento entrase la mujer de mi jefe. Me hizo un comentario muy desagradable y yo le contesté algo así como que me tenía envidia por poder comerme la palmera cuando ella estaba como una foca. Fue un comentario con la clara intención de hacer daño, igual que el suyo, además, ni siquiera estaba gorda, solo rellenita y ya he dicho que incluso su cuerpo me agradaba. Pero la cosa se nos fue de las manos y tuvimos una discusión muy acalorada. Aquella noche me fui a casa asumiendo que lo ocurrido tendría consecuencias y sintiendo de verdad poner a mi jefe en aquella situación.

El caso es que me olvidé del tema y puse en práctica mi fantasía "realizable" del mediodía.

Cené como siempre a eso de las nueve y fingí irme a la cama. Me duche rápidamente, apenas me seque el pelo, para que estuviese bien húmedo, me puse uno de mis tangas, si no el más atrevido si el más bonito. Busqué la camiseta más corta que tenía y resultó ser una de Mickey Mouse, quería que mi culo se viese bien. Conocía todas las rutinas de Gadea a esa hora y cuando terminaba de cenar, sola como siempre, solía lavar los platos. Ese día, debió sorprenderla la lampara de mi cocina, encendiéndose perezosa pues empezaba a fallar. Yo salte al escenario, irrumpí en la cocina y me preparé un sándwich, lo hice justo frente a la ventana para que viese bien mi culo, no me di la vuelta, pero, como en mi fantasía, ella apagó la luz más rápido de lo habitual. Daba igual si me estaba mirando o no, en cuanto se apagó su luz yo me sentía observada y eso era bueno, muy bueno. Si mi corta experiencia como voyeur había sido muy sabrosa, el creerme observada era todavía mejor, a pesar del frío salí un momento de la cocina, me quité la camiseta, esperé un minuto y volví a entrar con solo el tanga. Yo si le iba a dar a ella lo que ella no me había dado a mí. Me comí el sándwich de pie, de vez en cuando me apoyaba en la encimera para variar la postura. Pensaba si al día siguiente me afearía la conducta o me advertiría de que ni se me ocurriera hacerlo con su marido en casa. Estaba convencida de que me estaba viendo, o mejor aún, espiando. Pensé en ir más allá y acariciarme, pero no pase de colocarme bien el tanga y asegurarme que intuyese que mi coño estaba perfectamente depilado. Tras unos diez minutos di la función por terminada. Apagué la luz e inconscientemente metí mi mano bajo el tanga para acariciarme. Su casa estaba completamente a oscuras, no había luz ni en la cocina ni en el baño, si la hubiese en el salón o en alguna habitación me habría dado cuenta. Corrí a oscuras y me puse de rodillas sobre mí cama, pegando la oreja a la pared, oí lo que yo creía era el interruptor de una lámpara de mesita, Doña Gadea estaba acostándose, luego mi imaginación puso lo demás, me metí bajo las sábanas y me imaginé que éramos dos las que dormiríamos relajadas aquella noche. Me corrí ruidosamente para que pudiese escucharme.

Me dormí pensando lo difícil que podía ser el día siguiente en el trabajo, pero también en lo emocionante de ver o entrever la reacción de mi vecina a mi exhibición. Que fácil se ve todo cuando se tienen veinte años.

Capítulo 4

Me desperté como siempre con el tiempo justo pero lo primero que hice fue intentar ver si los platos de mi vecina seguían sucios al lado del fregadero. Estaba bastante oscuro, pero pude ver que sí, con lo metódica que ella era, estaba claro que mi desnudo había perturbado sus rutinas.

Mi jefe entró a trabajar suspirando y antes de que dijese nada yo le pedí disculpas sinceramente. Las aceptó, pero me contó aquello de que tenía dos noticias, una buena y otra mala. El resumen era que tenía que reducirme la jornada a la mitad, pero que ya había ordenado, sin que su mujer lo supiese, un aumento de sueldo que me compensase en parte y que en un par de meses se comprometía a pasarme de nuevo a jornada completa manteniendo mi nuevo salario. Me pidió por favor que no dijese nada y que tuviese paciencia con su mujer y yo hice propósito de enmienda. Cuando se fue, a media mañana, estuve a punto de ponerme a dar saltos, pero me contuve y seguí a lo mío. Las nuevas condiciones eran muy buenas para mí y además tendría más tiempo libre. Entonces miré un momento hacia la acera delante de la oficina y vi a Gadea que echaba un vistazo a los anuncios de nuestras casas en venta. No pude evitar que me viese, tragué saliva temiendo que me mirase como a una fresca o peor, que entrase a reprobar mi espectáculo de la noche pasada. Definitivamente era mi día, me regaló una sonrisa angelical que no le conocía, y entró con el carrito del niño a saludarme. Tuvimos esa absurda conversación en que yo hablaba con el pequeño de apenas unos meses y su madre contestaba por él. Llevaba minifalda y me atreví a decirle que era preciosa y le quedaba muy bien, agradeció el cumplido y como era viernes me invitó a tomar un café por la noche si es que no tenía que madrugar el sábado. La agencia no abría los sábados en invierno, acepté con mucho gusto.

A última hora de la mañana salió el sol y antes de ir a casa para comer compré un billete de lotería. No me tocó, pero fue lo único que salió mal aquel día.

Por la noche a eso de las nueve llegué a casa con unos pasteles y la saludé a través del patio, estaba tendiendo ropa, abrí la ventana. Estaba sola como siempre.

Me dirigí a ella llamándola Doña Gadea.

-Por favor llámame Gadea o yo te llamaré Doña Rosa.

-Lo intentaré, pero...

-Pero que, no soy tan mayor.

-Eres muy joven, pero me imponen mucho los profesores.

Podía ser realmente encantadora si se lo proponía. Me estuve fijando en la ropa que tendía, los sujetadores eran indescriptibles pero las bragas, a mí no me gusta decir braguitas, eran preciosas, bastante pequeñas y con mucha transparencia. Quedamos en que me iba a duchar y llamaría suavemente a su puerta en media hora. No sabía que ponerme y le pregunté directamente.

  • Esperas a alguien por cierto? Quiero decir puedo ponerme ropa de estar por casa.

  • Estamos solas en el faro. Ponte lo que quieras.

  • Que faro?, le pregunté.

  • No tienes la sensación cuando subes las escaleras de vivir en un faro?

Era cierto, no era sólo la falta de ascensor, las escaleras eran muy empinadas y esa sensación existía. Su frase: ponte lo que quieras, fue resonando en mi cabeza.

Me sentí infantil o por lo menos inmadura preparándome como si de una cita se tratase, me probé tantas cosas que acabé diciéndome que estaba sacando aquello de madre. Quería enseñarle mis piernas, pero no iba a ir en bragas. Tenía un pijama corto, pero no me gustaba. Me decidí por un vestido blanco de punto que solía llevar a la playa. Era bastante corto, pero no se me vería nada, eso sí, tenía que ponerme sujetador porque tenía agujeritos entre punto y punto por donde se me saldrían los pezones. Me miré al espejo y me vi genial, transparentaba bastante, sobre todo por detrás. El tanga azul oscuro resaltaba muchísimo bajo el hilo blanco.

Me daba igual, estaba a cien y respiré profundamente antes de cerrar mi puerta y llamar a la de Gadea. Me abrió con el niño medio dormido en sus brazos y me susurro que pasase y me pusiese cómoda. Me dejó sola y entré en la cocina que tan bien conocía, no me apetecía sentarme en el salón frente a Teresa de Calcuta. Tras unos diez minutos se unió a mi exclamando su admiración por mi vestido que le parecía precioso y por los pasteles.

  • Cuantos pasteles!  Muchísimas gracias. No tenías que haberte molestado. Como sois la gente del campo, cuanto os gusta la abundancia.

¿Era para matarla o no? Pensé si realmente estaba lo suficientemente buena para aguantarle comentarios así... Y si, lo estaba, llevaba la misma minifalda que a mediodía, pero ahora con dos de los botones del cierre frontal desabrochados. Además, no llevaba pantys, sus piernas estaban perfectamente depiladas. Llevaba sujetador, pero aun así su pecho eclipsaba todo lo demás, tenía una chaqueta tipo suéter sin blusa debajo, y de nuevo un par de botones desabrochados dejaban ver un canalillo que quitaba el hipo y metía hambre y sed de abalanzarse sobre él.

Me quedé de piedra cuando tras hervir agua y poner el descafeinado soluble y el azúcar en una bandeja me pidió que cogiese los pasteles y la siguiese hasta su habitación. Recorrí el pasillo pensando si iba a meterme en su cama el primer día, pero no hubo suerte. La distribución de su casa no era exactamente igual a la mía. Su habitación era enorme, al fondo tenía incluso un sofá y una pequeña mesa. Bueno, al menos me alegré de no pasar la noche en el salón y, que caray, aquello tenía más morbo. Además, comprobé que sí que dormíamos pared con pared.

Otra buena razón para estar allí era que tanto su habitación como la del niño estaban mucho más templadas, estábamos a finales de noviembre y fuera hacía ya bastante frío.

Nos sentamos en el sofá y dimos cuenta de los pasteles, las dos teníamos hambre. Al rato de estar charlando, inconscientemente, acabamos girándonos la una hacia la otra y subiendo una de nuestras piernas flexionadas sobre el sofá. Estábamos tan cerca que solo podía mirarla a la cara, de vez en cuando yo  bajaba la vista pretendiendo colocarme bien una zapatilla o algo así y observaba sus muslos, deliciosos, no tan blancos como esperaba, de un color casi miel, tenía unas piernas largas y muy bien proporcionadas, no había flacidez ni celulitis, al fin y al cabo, aunque yo la viese desde mis veinte años como a una señora, solo tenía treinta, estaba empezando a vivir, tenía sus mejores años por delante.

Aquel pedacito de tela beige semitransparente que cubría su coño y que, con el transcurrir de la noche, yo empezaba a ver perfectamente, me estaba volviendo loca, por los lados salía algo de vello del mismo color que su pelo, no era nada exagerado, era ligeramente peludo, igual que yo me lo imaginaba en mis pajas. Yo le correspondía a ella manteniendo la misma postura, para que pudiese ver mis muslos, pero temía empapar el sofá con mi coño, me lo notaba mojado y el escueto tanga que llevaba no podría hacer frente a ese caudal de jugo que su presencia iba destilando como un imparable glaciar valle abajo. Perdón por la cursilada.

Intentaba distraerme con la conversación, pero su cara también me ponía cachonda, la muy condenada no llevaba pendientes ni nada de maquillaje ni siquiera lápiz de labios, pero me parecía guapísima, sus ojos azules, su boquita, su oreja derecha tras la que robóticamente se sujetaba ese lado de su melenita una y otra vez...

Y me di cuenta de que en el fondo debía sentirse sola, muy sola. Hablaba y hablaba sin parar, yo la escuchaba con la atención que seguro hacía tiempo que nadie le prestaba. Serían más de las doce cuando creí que era el momento de sugerir que era muy tarde y ella estaría muy cansada, su respuesta fue tomarnos otro café, así que quedaba claro que las dos estábamos a gusto. Mientras ella preparaba agua yo fui al baño y me sequé el coño lo mejor que pude.

En cuanto nos pusimos cómodas me quejé un par de veces del sujetador que llevaba, no era ninguna triquiñuela, era de esos sin tirantes y me molestaba de verdad. A la segunda Doña Gadea sugirió que me lo quitase. No le advertí que tenía que levantarme el vestido, pero era evidente, así que me puse de pie y me lo subí y sin prisa le mostré mis encantos a un palmo de su cara. Se hizo el silencio hasta que puse mi trasero de vuelta en el sofá y con el vestido todavía en mis sobacos le pedí que desabrochase mi sujetador. Gadea no se sorprendió de ver mi tanga, sin duda lo había visto la noche anterior.

-Son cómodos los tangas estos? Están muy de moda ahora.

-A mí me encantan, tengo unos cuantos y son muy cómodos.

Me levanté de nuevo y dejé que mi vestido se deslizase poco a poco hacia abajo, al llegar a mis caderas se detuvo y antes de que me diese cuenta ella tiró suavemente de él, rozando mis muslos con el anverso de sus manos. Continuamos la conversación y me di cuenta que ella buscaba mis cumplidos, ya le había dado conversación y ahora necesitaba que la ayudase a levantar un poco su maltrecha autoestima.

-No sé... Quizás es una moda que a mí me llega un poco tarde.

-Qué quieres decir?

-Pues que tengo ya una edad que no sé yo si...

-Por favor ni que fueses mi abuela, estás empezando a vivir, tienes un cuerpazo, eres guapa y no veo que hay de malo en estar cómoda.

-Creo que ni me atrevería a entrar en una tienda y pedir un tanga.

Eso no era problema, prometí prestarle uno de los míos y ella aceptó.

Era ya muy tarde cuando ella sacó el tema de sus pechos, no es que se sintiese acomplejada, pero estaba alarmada del tamaño al que habían llegado con la lactancia. Volví a deshacerme en elogios y a punto estuve de pedirle que me los enseñase.

Casi al final de la noche debió sentirse ridícula al darse cuenta que habíamos hablado solo de ella, empezó a interrogarme sobre lo típico, novios, trabajo, familia... Le conté lo de mi reducción de jornada y en cuanto a chicos fui bastante clara al decirle que no me interesaban. A punto estuvo de ir más allá con la pregunta, pero ahí se quedó la cosa.

Me gustó que me despidiese en la puerta de su casa con dos besos. Serían las tres de la madrugada. Me cepillé los dientes rápidamente y me metí en cama para masturbarme, no necesitaba hacer nada especial para que ella me escuchase a través del tabique mientras se metía en cama, mi somier hacia un ruido terrible y me follé con mis dedos moviendo las caderas como una posesa. Me corrí exagerando un poco mis jadeos, se me hubiese podido escuchar en el primero.

Capítulo 5

Los días siguientes nuestra amistad fue afianzándose. Como tenía las tardes libres raro era el día en que ella no se pasaba a tomar un café en mi casa o yo en la suya. Me sorprendió con una propuesta que no me esperaba, aunque visto el aire de superioridad con que solía tratarme debería haber esperado algo así. Me ofreció trabajar en su casa por las tardes, un par de horas, ayudándole con el niño, la limpieza, la compra etc...  Yo lo rechacé amablemente y le dije que sería un placer ayudarla siempre que lo necesitase, sobre todo ahora que tenía tiempo, pero no quería comprometerme sabiendo que en unos meses volvería a trabajar a jornada completa.

La verdad es que unas semanas atrás hubiese aceptado sin titubear con tal de estar con ella, pero ahora eso ya lo tenía. Además, algo que ella no sabía, era que a pesar de mi edad mi situación económica era más que holgada, el año que estaba finalizando había vendido unos quince pisos, sólo eso, sín contar mi sueldo fijo y las comisiones por alquileres, era más que su sueldo de profesora. Quiero decir que, respeto mucho a todas las chicas que se dedican al servicio doméstico, mi propia madre lo hizo durante veinte años en Suiza, pero yo no lo necesitaba.

En cuanto a mi vida sexual, me ocurrió algo muy agradable al día siguiente de nuestro primer café. Como he dicho prometí dejarle alguno de mis tangas para que viese si le resultaban cómodos. A mediodía la vi en su cocina desde la mía, nuestras ventanas estaban cerradas porque hacía frío. Le hice un gesto para que esperase un momento y no se fuese, corrí a mi habitación y agarré los dos tangas que más me apetecía que estuviesen sobre su piel. Se los mostré frente a la ventana y ella sonrió y me pidió con la palma de su mano que esperase también. Volvió en un minuto enseñándome mi sujetador, me lo había dejado en su habitación. Abrimos nuestras puertas y nos intercambiamos las prendas. De cerca pude ver que el camisón que llevaba transparentaba bastante y no llevaba sujetador, era muy bonito, color púrpura, tenía la espalda completamente desnuda, los tirantes se ataban detrás del cuello como un bikini, supongo que le resultaba cómodo para dar de mamar y no era demasiado largo, sus piernas debían lucir muy bien, era casi como un vestido de verano. Digo debían porque yo no conseguía sacar mi vista de aquellos pechos cargados de leche y balanceándose hacia los lados a la altura de su ombligo. Se le veían perfectamente las areolas a través de la tela y pude confirmar que sus pezones sobresalían más un centímetro sobre ellas. Me prometió probarse los tangas y yo me prometí a mí misma seguir con la limpieza de mi casa y no correr a masturbarme.

Un par de horas más tarde entré en la cocina y Doña Gadea echó un buen bidón de gasolina sobre el fuego que ardía en mi interior desde que vivíamos "juntas". Seguía con el mismo camisón y frente a la ventana me hizo un gesto para llamar mi atención y se levantó el camisón hasta encima de la cintura, me enseño el tanga por delante y por detrás, yo disimulé como pude mi sorpresa y le pregunté qué tal con un gesto. Ella hizo el signo de O. K. y un gesto de agradecimiento y leí en sus labios un: ya hablaremos.

Y esta vez sí que corrí al salón y me acomodé en una butaca que me encantaba, me hundía en ella y colocaba mis piernas sobre los apoyabrazos, tan abierta que mi coñito se tragaba de todo en esa postura. Nunca agradeceré lo bastante a mis abuelos la figurita de Lladró que me regalaron para el salón, su cabecita suave y fría de porcelana se calentaba poco a poco rozando los labios de mi coñito y ya había estado dentro de mi más de una vez, pero aquel día tras la cabeza fue el resto del cuerpo. A pesar de ser tan irregular me encantaba sentirla abriéndose paso hacia dentro de mí, tan suave. La dejé un rato dentro y  luego la saqué despacito para que se produzcan esos hilillos de jugo vaginal que parecen queso fundido. La lamí a conciencia. Era curioso lo mucho que me gustaba cualquier objeto con aspecto fálico y el poco interés que en mi despertaban los hombres. Aún a mis veinte años, me preguntaba a veces, que pasaría conmigo si llegado el momento de comerme mi primer chocho no me gustaba. ¿Tendría que ser asexual toda mi vida? Me preocupaba si el olor y el sabor me gustaría. Me tranquilizaba que el mío me encantaba y que años atrás, en la playa, mientras mi amiga Marga y su madre se bañaban, un día que apenas había gente, había cogido discretamente sus bragas de la bolsa y su olor me había excitado muchísimo.

Capítulo 6

Fue un día a principio de diciembre cuando nuestra relación tomó su primera gran curva, yo tenía mucho miedo de correr demasiado y que la fuerza centrífuga me diese el gran hostiazo contra la cuneta, y debo reconocer que no fue mérito mío el dar aquel giro, si de mi dependiese todavía estaríamos en la línea de salida.

Salí de trabajar y como tantos días en Galicia llovía y hacia viento. El coche de la policía local pedía con un megáfono que todo el mundo asegurase puertas y ventanas. No eran ni las tres y ya parecía de noche. Al día siguiente era festivo, me acerqué al portal de mi casa y llamé a Gadea para ver si necesitaba algo del supermercado. Me transmitió su preocupación por el tiempo y me pidió algunas cosas. También me avisó que mis padres no vendrían a cenar conmigo. Es que ella tenía teléfono en casa y yo no, y ella misma, un domingo, le había dado el número a mi padre por si necesitaba algo. Una hora más tarde llegaba al cuarto piso tras trepar escaleras arriba con un montón de bolsas, estaba empapada. Gadea me invitó a comer con ella así que fui a mi casa a cambiarme. Me di una ducha caliente y me puse una sudadera gris sin sujetador y mi minifalda más corta con pantys negros muy transparentes y sin nada debajo. Ella tenía unas mallas grises muy ajustadas y un jersey de lana con arbolitos de Navidad.

No era una gran cocinera, la verdad, no lo recuerdo, pero supongo que tomaríamos alguna sopa o lasaña precocinada o algo así. Lo que si recuerdo es que bajo sus mallas se marcaba perfectamente uno de mis tangas. No reprimí mi fascinación por aquel culito tan bien hecho contoneándose por toda la cocina para prepararme un café después de comer.

-Guau. Te estás acostumbrado a usar tanga.

Se dio la vuelta sonriéndome y pretendiendo cierto rubor.

-Qué vergüenza, aún no te los he devuelto, me encantan. Nunca creí que me resultasen tan cómodos.

-Quédatelos, yo tengo muchos. Considéralo un regalo.

-Te lo agradezco, porque yo no me atrevo a pedir esto en una tienda.

-Otra vez estás con eso, pero si eres una jovencita, todas llevamos tanga ahora.

-Tú me comprarías algunos? tienes muy buen gusto para la ropa.

Debo aclarar, sobre todo para la gente más joven, que la venta de ropa en grandes superficies es algo relativamente reciente, al menos en Galicia. En esa época si querías ropa o lencería tenías que ir a una tienda y pedirla.

Acepté y le pedí un favor a cambio. La lámpara de mi cocina ya no encendía, había comprado una nueva y esperaba que mi padre me la cambiase, pero mis padres no iban a venir y tendría que hacerlo yo. En cuanto ella pudo cruzamos a mi casa con el interfono para escuchar si el pequeño lloraba. Doña Gadea debía sujetarme mientras yo, subida a una silla e intentaba cambiar la lámpara. A esa hora ya estábamos en penumbra, encendí la luz de la entrada para que iluminase lo mejor posible la cocina. Puse unas velas sobre la mesa y con cuidado me subí a la silla. Gadea bromeaba con la falta que nos haría un hombre en aquel momento y me rogaba que tuviese cuidado. Me sujetaba por las rodillas, no se atrevía a agarrarme más arriba y yo no conseguía acertar con la lámpara en los enganches. Le dije que o me agarraba bien o lo dejábamos y por fin subió sus manos un poco más arriba, yo se las agarré y las puse sobre lo más alto de mis muslos, casi en las nalgas. Me gustó, realmente no quería caerme, pero me encantó sentir sus manos y sus finos dedos apretar el nylon de mis pantys y casi clavarme las uñas para que no me cayese. Cuando por fin coloque la Lámpara en su sitio, esta se encendió directamente, me gire para bajar, Gadea vio mi tesoro perfectamente depilado bajo los pantys, se hizo el silencio, vi que se quedó mirándolo hacia arriba unos segundos, lo tenía a dos palmos de su cara pero ninguna dijo nada, yo no sabía cómo explicar ese silencio, si era de sorpresa, de disgusto, de admiración, de curiosidad. Se despidió de mí, le di las gracias y se fue a casa.

Yo, fui al baño rápidamente, no a masturbarme, sino a ver como estaba aquello por allí abajo. Tenía los pantys totalmente empapados del jugo de mi vagina. Al estar totalmente depilada enseguida mojaba lo que llevase puesto. Menudo panorama acababa de contemplar Doña Gadea.

Me había gustado mucho sentir sus manos en mis piernas, pero no me apetecía tocarme. Estuve un rato en la ventana de mi habitación viendo llover sobre los tejados. Recordé cuando Gadea decía que vivir allí era como vivir en un faro. El edificio era más alto que todos los que lo rodeaban y me gustaba ver aquel mar de tejas a mi alrededor, me calmaba. Estaba preocupada por haber podido ofender a mi vecina. No sabía cómo interpretar su reacción tras lo que había visto, quería creer que al día siguiente la normalidad volvería, pero no estaba segura. Poco a poco la luz casi ámbar de las farolas de la calle iba iluminando la cortina de agua que estaba cayendo y el viento iba arreciando más. Me metí en cama sin cenar dándole vueltas a la cuestión de hacia dónde iba mi vida. A lo lejos el megáfono de la policía local seguía incansable lanzando su mensaje de precaución.

Serían las once de la noche cuando me despertó el timbre de mi puerta. Salté de cama preocupada por si habría ocurrido algo, pero me di cuenta que solo podía ser mi vecina. Y así era.

  • ¿Estás bien Gadea, necesitas algo?

-Tranquila, tranquila, no pasa nada. Estoy bien.

-Que susto. Estaba dormida.

-Lo siento Rosa, pero es que estoy muerta de miedo con este viento. Duerme conmigo por favor.

Me lo pidió en tono de súplica y amanerando su voz como si realmente estuviese muy asustada. Ella tenía tres habitaciones, pero una sola cama, la suya, la del niño solo tenía la cuna y la tercera habitación solo tenía trastos. Por lo tanto, cuando decía dormir con ella, era literalmente pasar la noche juntas en la misma cama. Por supuesto acepté si dudarlo. Yo dormía desnuda y solo me cubrí con el edredón para ir a abrir.

-Tranquilízate, dame diez minutos que busque algo para ponerme y voy.

-Es igual, no te preocupes vente por favor.

Cogí las llaves y crucé el descansillo ataviada con mi edredón. La veía realmente asustada. Le pregunté lo primero si el pequeño estaba bien y, el bendito dormía en su cuna hacía un rato. Fui al baño y entré en la habitación, Gadea había abierto el armario para que yo me pusiese lo que quisiera para dormir. Mientras ella estaba en el baño me metí en cama desnuda, si tanto me necesitaba tendría que respetar que a mí me gustaba dormir así.

Le susurré que la cama estaba helada, que viniese rápido. Una de las lámparas de la mesita estaba encendida y cuando se metió en cama pudo ver que yo estaba completamente desnuda. No hizo ningún comentario, llevaba puesto un camisón exactamente igual al púrpura que tanto me gustaba, pero éste en color blanco. Se tumbó boca arriba en la cama, apago la luz y respiró profundamente. Me susurró un gracias y se puso a rezar. Yo no sabía que hacer ni que decir, ardía de deseo, solo el ligero contacto de la piel de nuestros muslos me disparaba el corazón y ya me decía mi coño que no me iba a dejar dormir. Pasaron unos veinte minutos de rezo y yo mientras dudaba si atacar o no. Si atacaba y la cosa salía mal, me imaginaba como sería vivir luego con una vecina con la que has tenido un traspiés así. Tenía claro que no me aguantaría sin hacer algo que la ofendiese o violentase. Tendría que encontrármela en la escalera, coincidiríamos en la calle y lo peor: que fuese contando por el pueblo que yo era lesbiana.

Terminó el rezo y me dio la espalda. Yo me dije que había sido ella la que me había metido en su cama. Me puse también de lado y me abracé a su espalda. Pasé mi brazo izquierdo sobre ella y dejé caer mi mano sobre la zona de su garganta, ella reaccionó bien, agarró mi mano con la suya y apretó fuerte. No le incomodaba tener mis dos buenas tetas pegadas a su espalda desnuda y mi pierna izquierda cabalgando sobre la suya. Lentamente fui abrazándola cada vez más fuerte, pegué mis labios a su hombro y esbocé una especie de beso. Esperaba un codazo de un momento a otro y tener que salir disparada de su cama, pero mientras tanto yo no paraba. Su piel me encantaba, nunca he vuelto a sentir lo que sentí aquella noche con Gadea, era la primera mujer que caía en mis brazos. Mientras besaba su espalda y la parte de atrás de su cuello ella agarró mi mano y la puso sobre su culo. ¡Bingo Doña Gadea! Sorpresas que te da la vida. Acaricié su trasero como si de una joya se tratase, tenía puesto el tanga que le había regalado. Recorrí sus glúteos con las yemas de mis dedos. Si se me humedecían las manos con los nervios lo cubría con el camisón y se lo acariciaba con la tela. Un par de veces intenté pasar mi mano a sus pechos, pero me la agarró y la volvió a su trasero. La segunda vez se puso boca arriba y tiro del tanga hasta debajo de sus rodillas. Aprovechó para echar una de las mantas hacia atrás porque empezaba a hacer demasiado calor allí. Yo terminé de quitarle el tanga y me llevé a la boca el triángulo que venía calentito y húmedo de su coño. Me tranquilizó que me resultase agradable su sabor. Ella respiró muy profundo al verme oler y chupar prenda tan íntima y yo abrí paso con las yemas de mis dedos entre su poblado y pelirrojo coño hasta encontrarme con la fuente de aquel delicioso néctar. Doña Gadea flexionó una de sus piernas y pude tocar su coño perfectamente, rebosaba jugo y yo empecé a masturbarla lo mejor que pude, era la primera vez que me veía en una así, pero supuse que lo que me gustaba a mi le gustaría a ella. Alternativamente masajeaba sus labios y la entrada y también metía un par de dedos hasta el fondo. Estaba muy excitada y parecía que le gustaba más que la penetrase, llegué a meter un tercer dedo y entraban con facilidad. Quería dejar el clítoris para el final, pero aquello se me fue de las manos. Cuando iba a sacar los dedos para jugar un poco con él ella agarró mi muñeca y con un grito sordo pedía más y más. Ya no pude hacer más que follarla con mis dedos hasta que se corrió. Era la primera mujer que se corría junto a mí, intenté besarla en los labios, pero me rechazó, intenté apartar la tela de su camisón y comerme sus pechos, pero tampoco me dejó. No sabía si le había gustado o no. Yo no me corría como ella, sus gestos, sus suspiros parecían más de sufrimiento que de placer.

Yo tenía el interior de mis muslos empapados con todo lo que salía de mi coño, pero en ese momento no existía nada ni nadie más en el universo que esa mujer. Tras unos minutos volvió a rechazar otro beso y yo me limité a besar y lamer su brazo como un perrito, eso parecía estarme permitido. Fui bajando hasta su mano y metí dos de sus dedos en mi boca, eso le gustó porque empezó a moverlos, a tocar el interior de mi boca, mi lengua, el interior de mis labios. Saqué su mano y se la besé, la puse sobre uno de sus pechos para que, ya que yo no podía, al menos ella pudiese tocárselos. Me dejó que deshiciese el nudo que sujetaba el camisón tras su cuello y se incorporó ligeramente sobre la almohada, se destapó hasta la cintura y los descubrió. Al menos era un gesto de generosidad por su parte. Yo me incorporé también e impresionada de ver aquellos melones tan de cerca me puse a masturbarme. Se veía bien con la luz de la calle y ni se me ocurrió pedirle que encendiese la lámpara. Mientras avanzaba con mi paja volví a intentar tocárselas. Volví a ser rechazada pero esta vez ella empezó a mareárselas, tenía las tetas tan grandes que, en esa postura, llegaban hasta su cintura, eran como dos peras enormes, tenía que sobárselas de una en una porque necesitaba las dos manos para poder agarrar cada una. Aguanté lo que pude, pero cuando se puso a jugar con uno de los pezones, apretándolo suavemente para que creciese y se pusiese duro, las yemas de sus dedos se llenaron de leche y un hilillo blanco empezó a correr hacia su pubis y mojar la parte superior de su coño. Fue demasiado para mí, me dejé llevar y tuve el mejor orgasmo de mi vida hasta ese momento.

No me di ni un segundo de aliento y probé suerte, mientras aún mi orgasmo sacudía mi vientre bajé hasta sus rodillas y me puse a besar sus muslos, Doña Gadea parecía querer más y flexionó y abrió sus piernas y en penumbra puso su coño frente a mi cara. Percibí el aroma que de él me llegaba, no se parecía en nada al del mío. Saboreé lo poquito de leche que mojaba el vello de la parte superior, era muy dulce. No dudé y lo lamí de abajo a arriba y sí, me gustaban las mujeres más que nada en el mundo, que cosa tan deliciosa. Gadea se estremecía con cada lengüetazo. Me sentía poderosa y frustrada al mismo tiempo. Pero qué clase de mujer me niega un beso y sin embargo me abre su coño para que me lo coma. En señal de protesta, y ya que no podía besar su boca, estuve besando su chocho, sus labios eran grandes y los besé del modo más parecido posible a como lo haría con su boca. En vez de meter mi lengua hasta su garganta la metía todo lo que podía en la entrada del coño. Quería que quedase claro que mi boca quería besar la suya, que aquello era una protesta, que si la besaba entre las piernas también quería hacerlo en la boca. Cuando me di cuenta tenía mis mofletes llenos del jugo de mi vecina del cuarto y sus manos, que habían empezado a acariciar mi pelo, consiguieron mi perdón. Me gustaba mucho ese mínimo gesto de afecto. Te voy a regalar la corrida de tu vida, pensé. Me separé unos centímetros y le lancé, literalmente, un sonoro salivazo al clítoris, esto la volvió loca porque las caricias en mi pelo se hicieron más y más fuertes, casi violentas. Yo aguanté el tipo y jugué con su clítoris muchísimo tiempo, cuando ya me suplicaba que acabase, que no podía más, su tamaño se había multiplicado por dos, yo hubiese seguido horas jugando con aquella almendrita, pero no quería que ella se llevase un mal recuerdo de aquella noche, empezaba a preocuparme porque parecía a punto de llorar. Hice que se corriese y explotó, aunque intentó no hacer ruido era imposible, aquellos sonidos guturales, casi de agonía me hacían creer que, o lo había hecho muy bien o muy mal. Estábamos empapadas de sudor y las sábanas también. Dormimos el resto de la noche entre dos mantas. Intenté en vano que ella me devolviese el favor. Nos abrazamos para dormir y le pedí que me dijese, al menos, si lo había hecho bien. No me contestó, pero besó mi mano.

Capítulo 7

Me desperté a eso de las nueve cuando ella se levantó, se quitó el camisón a los pies de la cama mientras yo la observaba. Pude verla completamente desnuda por primera vez y no era capaz de sacar mis ojos de sus descomunales tetas. Se puso el otro tanga que le había regalado y al agacharse sus pechos colgaban sujetados solo por sus brazos a los lados. A continuación, los pantys, pero esta vez se sentó en el sofá del fondo y mientras se los ponía en los pies los pechos descansaban sobre sus muslos. Me fijé que la piel de sus pechos apenas tenía pecas, eran más blancos que el resto de su cuerpo, las areolas no eran demasiado grandes y los pezones eran rosados y ahora sí, pude ver que no tenía las tetas caídas, simplemente eran descomunales en aquel cuerpecito de muñeca. Gadea se dio cuenta que yo me estaba haciendo una paja mientras ella se vestía y continuó todavía más despacio. Se puso una minifalda de tela, como de pana, que también se abrochaba por delante y generosamente dejó varios botones sin abrochar. Con el torso desnudo recogió la habitación y echó un vistazo por la ventana, seguía lloviendo y soplaba el viento. Quería darme tiempo a que acabase mi paja. Yo seguía hipnotizada por aquellos pechos llenos de leche a reventar y comprendí que tenía que darme prisa. En su cara tenía una media sonrisa, mezcla de orgullo y placer, estaba disfrutando la situación. Me hubiese gustado que se acercase y al menos me besase, aunque fuese en la mejilla, pero verla así, paseándose por la habitación me producía mucho morbo. No intercambiamos ni una sola palabra y mientras ella escogía algo para ponerse con la falda me corrí y me dejé escurrir entre las mantas.

Allí me quede un rato mientras ella cumplía con sus obligaciones de madre. No sabía qué hacer. me levantaba y me iba a mi casa? No tenía nada que ponerme, solo el edredón con el que había llegado la noche anterior. Me tomé la libertad de coger unas mallas y una sudadera de su armario. La sensación al ponerme su ropa fue muy agradable, los pezones se me pusieron exageradamente duros.

Ni la mejor actriz del mundo hubiese sido capaz de aparentar absoluta normalidad al día siguiente como Gadea lo hizo. ¿Como puede estar alguien tan segura de sí misma y actuar como si nada? ¿Era yo la primera chica que se adentraba entre sus piernas? ¿Qué iba a ocurrir a partir de ese momento? Esa era la clase de preguntas que iban y venían por mi cabeza. Lo cierto era que casi nada dependía de mí, ella tenía una superioridad sobre mí que me era imposible revertir. Lo digo porque fueron pasando los días y cualquier observador neutral apostaría a que yo podría desaparecer de su vida y ella ni se inmutaría, en cambio si ella me faltase yo lo pasaría muy mal, como así fue.

Las siguientes semanas, hasta Navidad, yo, que tenía las tardes libres, me pasaba un montón de tiempo en su casa. Allí, en lo alto de aquel edificio, teníamos nuestro nido, a salvo del resto del mundo. Yo era feliz, a pesar de que no tenía de Gadea todo lo que deseaba. Pasábamos muchas noches juntas y le regalaba dos o tres orgasmos cada día, pero, a cambio recibía muy poco. Ella a mí, casi ni me tocaba y yo no podía besarla ni tocar sus pechos, se incomodaba cada vez que yo intentaba hablar de eso y la respuesta siempre era la misma: no puede ser. Y el caso es que yo podía ver en sus ojos el deseo de abalanzarse sobre mis veinte años y comerse mi cuerpo y beberse mi juventud. Se le caían los ojos mirando mi coñito depilado.

Pero qué demonios le impedía disfrutar plenamente de lo nuestro, acaso así sentía no estar engañando a su marido o le parecía que desde un punto de vista religioso era menos pecaminoso.

Me pasaba el día pensando en ella, incluso en el trabajo creía sentir el olor de su coño, me masturbaba en su casa muchas veces, ella me enseñaba su cuerpo para excitarme o a veces yo misma me tocaba mientras comía su tesoro e intentaba correrme a la vez que ella, pero, aun así, a veces cerraba la puerta de la agencia cinco minutos y me hacía algo rápido en el baño. Yo estaba caliente a todas horas, había un sentimiento de amor, un enamoramiento brutal por mi parte, era mi primer gran amor, un amor que barrió para siempre a Áurea, mi amor de juventud, pero había también mucho morbo, deseo, ganas de experimentar con mi cuerpo y el suyo y por supuesto una dosis importante de frustración.

Recuerdo una conversación que tuvimos una noche, fue muy breve y muy surrealista también. Gadea me sorprendió con una pregunta directa.

-Rosa, a ti, ¿desde cuándo se te ha dado por esto?

  • ¿A qué llamas tú esto?

-Ya sabes, a lo de que te gusten las mujeres.

-Se llama lesbianismo, no debería darte miedo la palabra.

-Sabes que no me da miedo.

  • ¿Entonces?

-Es igual, olvídalo.

Como digo su superioridad moral sobre mí era tal, que en vez de enfadarme por preguntarme por mi lesbianismo como si fuese una ocurrencia mía o un capricho pasajero, fui yo la que me disculpé por mi tono y acabé contándole mi gran secreto, ese amor que siempre había sentido por Áurea y nunca había llegado a nada. Por supuesto ella conocía a su familia y a Áurea, eran propietarios de una de las farmacias del pueblo y ella estudiaba ahora farmacia en Santiago. Mostró muchísima curiosidad por mi historia e incluso insistió en saber si había habido algo sexual o no entre nosotras. Yo le espete que ella era la primera y única mujer con la que me había acostado y eso le provocaba una gran incomodidad. Pero la curiosidad es una de las grandes fuerzas que mueve el mundo y siguió preguntándome cosas, así decía ella: cuéntame cosas. Yo confiaba en que nadie mejor en el mundo me guardaría mis confidencias, por cuenta que le traía. Le confesé mi gran debilidad, las madres de mis amigas y me hizo repasar una por una todas aquellas que habían despertado mi lívido, conocía a la mayoría, le hablé de sus cuerpos, lo que más me gustaba de cada una y escuchaba mi voz en silencio. Estábamos en el sofá de su habitación, a los pies de la cama, tapadas con una manta, era ya muy tarde. De las madres pasé a las hijas y eso le gustaba todavía más a Doña Gadea, le dimos un buen repaso a las jovencitas más atractivas del pueblo. Por primera vez ella comenzó a masturbarse, siempre se lo hacía yo, pero aquel día descubrió lo bien que dos chicas pueden pasárselo hablando, a poco que se suelten y olviden los prejuicios. Yo aparté la manta porque me daba mucho morbo ver como una mujer, que no era yo, se hacía una paja, a ella no le gustó, pero si quería que yo siguiese poniéndola cachonda tenía que aguantarse. Yo empecé a tocarme también. Acabé descubriendo que a ella le gustaban rellenitas, tanto las madres como las hijas. Pero lo que de verdad la puso en órbita fue cuando recordé el año que había llegado ella a dar clase a mi instituto, le recordé como vestía, como me fijaba en ella cuando la veía en los pasillos, como me gustaban sus pechos y sus minifaldas. Nos pusimos frente a frente en el sofá y nos corrimos viendo nuestros chochos. Aquella noche descubrí que mi vecina tenía un punto débil, le gustaba la conversación.

Fue una pequeña victoria para mí y algo bueno para mi autoestima. A veces sentía que cuando pasábamos la noche juntas ella me hacía un favor, era como una limosna, ella no mostraba ningún sentimiento hacia mi más allá de una buena amistad, pero incluso esa amistad tenía un punto que no me gustaba nada, había demasiada condescendencia por su parte.

Unos días antes de Nochebuena, me parece que era el día de la lotería, ocurrió algo terrible, no a mi sino a ella, pero desde entonces tengo siempre muchísimo cuidado con un determinado tipo de gente. Gadea me pidió el día anterior si podía ocuparme del pequeño porque quería reunir a sus mejores amigas en casa. Muchas no conocían al pequeño aún y a otras casi no las había visto desde que se había casado.

Ese día cuando volví de trabajar a mediodía me fui ya para su casa, comimos rápido y ordenamos y limpiamos todo. A eso de las cuatro y media yo salí a recoger los encargos que ella había hecho de pasteles y canapés. Cuando regresé su hermana estaba con ella, la conocía de vista, pero no sabía que era su hermana. Estaba cañón, ahora que las veía juntas sí que sus caras me resultaban parecidas. La había visto por la calle, no dejaba indiferente a nadie. No era pelirroja como su hermana, tenía el pelo moreno y una larga melena lisa. No estaba tan delgada como Gadea y tenía un par de tetas que estaban muy bien, aunque varias tallas menos que su hermana. Me impactó su aspecto, con botas vaqueras, un vestido bastante corto estampado y con algo de vuelo que parecía de verano, pantys transparentes y una chaqueta de tela vaquera que luego se quitó, parecía que volvía de un rodeo, pero que buena estaba, era como un rayo de sol en medio del largo invierno.

Trataba a Gadea con la misma medicina que Gadea me trataba a mí: superioridad. Se quejó de todo, nada le parecía bien, ella todo lo hubiese hecho de otra manera. Pensé que menuda tarde me esperaba y no me equivocaba.

Estuve a punto de irme a mi casa cuando desde la habitación del niño las oí referirse a mi como "la chica". ¡La madre que las parió a las dos! Eso en Galicia es muy ofensivo. ¿Acaso no tenía nombre yo? Me llamo Rosa y te estoy regalando noches inolvidables pensé, de su hermana me lo podía esperar, pero de ella me dolió muchísimo. Me engañe a mí misma diciéndome que no me iba porque le había cogido muchísimo cariño al pequeño y no quería que estuviese desatendido. Su madre ni siquiera se dio cuenta de mi enfado, estaba demasiado pendiente de recibir a sus amigas, ni siquiera me las presentó, yo pasé un par de veces frente a la puerta del salón, pero era “la chica” invisible. Casi mejor. Unas seis amigas acabaron llenando ruidosamente el salón. Hubo un momento en que lloré de rabia porque volvieron a referirse a mi como "la chica" y al mismo tiempo me reía al oír los absurdos nombres de cada nueva recién llegada, ninguna se llamaba María o Paula o Beatriz. Todas tenían un nombre en diminutivo de máximo dos sílabas y me hacía gracia que ya casi era capaz de adivinar el nombre de la siguiente, las combinaciones posibles se agotaban.

Nunca he vuelto a ver gente tan superficial, en cuanto dieron cuenta del ágape empezaron a alardear de sus maridos, todas creían estar casadas con el hombre más maravilloso del mundo. La que no estaba casada con un concejal lo estaba con un procurador o un abogado o un alto mando de la Benemérita. Apenas oía a Gadea, su hermana llevaba la voz cantante y fue ella la que empezó a vacilarla preguntando cuando vendría su marinerito a visitarla. Gadea intentó aclarar, como hacía siempre, que su marido era capitán de un mercante y no marinero, pero ya era demasiado tarde, las lobas habían olido sangre y las indirectas empezaron a volar por el salón, ella al principio intentaba encajarlas con buen humor, pero poco a poco dejé de oírla. ¿Pero qué problema había en casarse con un marinero? El aquelarre continuó toda la tarde, cuando se cansaron del tema de su marido empezaron a meterse con como tenía la casa, yo misma me daba cuenta que la decoración, sobre todo del salón, era horrible, pero que clase de gente se dedica a ir a la casa de alguien a quejarse de todo. Después de comerse los pasteles y canapés alguna de ellas preguntó dónde los había comprado porque no estaban muy frescos.

La tarde fue interminable, a pesar del disgusto que tenía por cómo se había referido a mí no pude evitar sufrir con ella el vapuleo que recibió durante horas. No sé de dónde sacó la fuerza para ir despidiendo, una a una, a todas las víboras con una sonrisa y buenas palabras, pero lo hizo. Oí desde la habitación del niño como se hacía el silencio. Le di diez minutos y llegué al salón intentando disimular, pero no hacía falta. Las lágrimas recorrían sus mejillas, eran como dos ríos caudalosos. Nunca más he visto lágrimas así, tan abundantes ni tampoco a nadie llorar tan desgarradoramente en absoluto silencio. Cosas que la gente de origen humilde nunca dominaremos. La abracé tan fuerte como pude y le robé un beso en los labios, lo confieso, no me supo a nada, bueno me supo a sal, pero no me gustó aprovecharme de alguien que estaba viviendo un momento muy bajo. Ella me tuvo abrazada un buen rato hasta que oímos a su hijo llorar. Ni entonces quería soltarme. Era comprensible, después de pasar toda la tarde entre reptiles, le reconfortaba abrazar a alguien de su especie.

Le traje a su hijo de la habitación y empecé a recoger el salón, esa era otra, menudas cerdas, como lo habían dejado todo. Poco a poco fui expresando en voz alta todos estos pensamientos y acabé arrancándole una sonrisa. Me llevó horas adecentar aquel salón y luego la cocina. Cuando terminé Gadea me ofreció un sobre con dinero que rechacé. Rompió a llorar otra vez. Pasé la noche con ella, pero simplemente dormimos abrazadas. Al día siguiente yo trabajaba, me fui temprano y le di un inocente beso en los labios, pero ella abrió los ojos y reprobó mi acción con la mirada.

Capítulo 8

Esa tarde apenas pude hablar con ella cinco minutos porque tenía que ir de compras con mis padres y el día de Nochebuena y Navidad hube de pasarlo en la aldea. Sabía que ella estaría un día con sus suegros y otro con sus padres. Volví a verla el día veinticinco por la noche y enseguida comprendí que algo ocurría, llamé a su puerta y ella la abrió apenas un par de palmos, del modo que abriría a un vendedor de aspiradoras, dejando claro que no quería que entrase. Me dijo que su marido llegaba al día siguiente, su barco estaba averiado en Canarias y eso le permitía volar a Santiago y pasar un tiempo en casa.

No se me ocurrió preguntar cuantos días iba a estar con ella ni nada por el estilo, solo quería volver a mi casa y llorar hasta el día siguiente. Y así fue.

Por si no me sentía lo bastante mal, al día siguiente mientras desayunaba antes de irme a trabajar, llamó a mi puerta y me resultó muy violento escuchar de su boca, casi en tono amenazante, que lo mejor era que las dos olvidásemos todo lo sucedido y nunca hablásemos de ello con nadie. Yo no abrí la boca, asentí intimidada a todo lo que me decía y me fui a la agencia sintiéndome la persona más idiota del planeta. Intenté convencerme a mí misma de que me lo había pasado muy bien aquellas semanas y que el mundo estaba lleno de mujeres, pero en el fondo, a pesar de sus continuos desprecios, sabía que me iba a costar muchísimo superarlo.

Intenté por todos los medios quitármela de la cabeza, acabé quedando con la chica de la frutería, en plan amigas, pero resultó un fiasco, lo que a mí me ponía de verdad era la faldita azul del uniforme y el modo en que me miraba mientras yo manoseaba pepinos y berenjenas. Vestida de calle perdía mucho y su tema de conversación favorito eran las telenovelas, realmente no estaba en mi onda.

Mi actividad sexual se volvió esporádica, no conseguía hacerme una paja sin pensar en Gadea, sobre todo cuando me corría.

La cortina de su cocina estaba siempre echada, tampoco quería verla, yo cerré la mía también. Tenía mucho cuidado de no coincidir con ellos en las escaleras, pero un día su marido entró en el portal tras de mí y no tuve más remedio que saludarlo. Era guapo, alto y corpulento. Me dolió pensar lo que haría cada noche con su mujer, que en sus brazos sería una muñequita, y lo difícil que sería competir con la polla que debía tener. Encima era educado, amable y agradable. Sabía muy poco de mí, pero me agradeció que le hubiese echado una mano de vez en cuando a Gadea con el niño. Era todo lo que ella le había contado. Se despidió de mí diciendo que solo le quedaban un par de días en casa y dándome las gracias de nuevo si no nos veíamos.

Yo me alegré como una pánfila y estuve atontada el resto del día pensando que lo mío con su mujer se podía recuperar.

Una mañana temprano oí un claxon en la calle, miré por la ventana y vi que era un taxi que se llevaba a mi competencia al aeropuerto. Pasaron los días y la cortina de Doña Gadea solo se abría ocasionalmente para tender la ropa. Llegué a la conclusión de que era lo mejor, volver a mi casi humillante relación con ella, en las mismas condiciones no me traería nada bueno. Además, por fin había conseguido quitármela de la cabeza, mi amiga y gran amor platónico Áurea me había pedido ayuda para comprar un piso en Santiago. Era un regalo de sus padres y como yo conocía el sector pensó que le sería de gran ayuda. Me presentó a su novio, eso fue lo peor, pero sabía desde siempre que no tenía nada que hacer con ella.

Así que cada vez que podíamos las dos íbamos juntas a Santiago para intentar encontrar algo que se ajustase a su presupuesto.

Al final la cortina de Doña Gadea empezó a abrirse. Poco a poco noté que empezaba a buscar el acercamiento conmigo. Si coincidíamos cada una en su cocina, normalmente preparando la cena, notaba su mirada buscando mi saludo. Yo la evitaba, quería imaginarme que no existía, pero al mismo tiempo abría mi cortina, aunque me decía que era para no sentirme tan sola. La muy... estaba guapísima y vestía para mí cada noche, nada vulgar, pero siempre muy sugerente. Se había comprado ropa nueva y acabé apagando la luz y masturbándome mientras la miraba, ella intuía que la estaba observando, pero no quería darle el gusto de estar segura. Cada noche actuaba para mí, la mejor fue un sábado. Se puso un vestido que me recordaba además a la buenorra de su hermana. Era muy de verano, con estampados amarillos sobre azul, sin tirantes en los hombros, con elásticos para sujetarlo al busto, la cintura muy alta y muy cortito y con vuelo, de esos que no te puedes poner un día de viento. Con semejantes cántaros podía bajárselo muchísimo sin que se le viesen los pezones y seguía siendo cortito. Se paseó por la cocina, se lo levantó varias veces pretendiendo mirarse un granito para que viese que no llevaba nada debajo. Cuando se bajó la parte de arriba y se sacó los dos pechos fuera yo ya me había corrido una vez, los echaba de menos, por muchas veces que los viese nunca dejarían de hipnotizarme, su cuerpo era tan proporcionado en todo, que aquellos pechos, fuera de lugar, parecían obra de un dibujante de uno de esos cómics eróticos. Se me secó la garganta cuando la vi coger de un armario el chisme de sacarse leche. Hablé sola en voz alta, dije un taco y algo así como: sí que empieza a estar desesperada mi vecina. Se quedó de pie frente a la ventana con el culo apoyado en la encimera, se colocó la cosa esa en el pecho y empezó a accionar el artilugio para bombear poco a poco la leche. Yo comencé a tocarme de nuevo, quería correrme otra vez y quitarme de la cabeza las ganas de cruzar el rellano y llamar a su puerta o echarla abajo. Llegó a llenar la mitad de la botella y se cambió el sacaleches al otro pecho. En su cara se esbozaba una ligera sonrisa. El primer pecho continuó segregando leche por un rato y, sin duda Gadea conocía muy bien mis fantasías, se lo agarró como pudo, con una sola mano y se lo llevó a la boca para lamer la leche que se deslizaba areola abajo. Luego le dio una chupada al pezón y continuó con la tarea de llenar el recipiente de leche. Recuerdo esa paja por la morbosa exhibición de aquella mujer intentando recuperar mi cariño, mi compañía y los orgasmos que yo le daba y por las terribles ganas de orinar que tenía, mientras clavaba mi mirada en aquellos pechos me dejé llevar y dejé caer una tremenda meada junto a la ventana que se juntó con el orgasmo, una nueva experiencia que me encantó, pero tuve que fregar todo el suelo. Mear y correrme a la vez me tranquilizó bastante. En penumbra me puse a limpiar el suelo, Doña Gadea seguía en su cocina, su cara ya no sonreía, sin duda se había hecho ilusiones de oír mis nudillos golpeando su puerta, pero yo había resistido. Se acercó a la ventana, levantó sus brazos y pegó los pechos al cristal, mientras miraba hacia mi ventana, me quedé mirándola desde la oscuridad, no creo que pudiese verme, luego besó el cristal con sus labios sacando la lengua, ese beso era para mí. Que desinhibida la veía con lo formalita que era ella. No podía negar que al menos había encontrado una manera original de buscar mi perdón. Dejé la fregona y me fui al baño a limpiarme y me metí en cama, si hubiese podido, me habría atado a ella porque la tentación de acabar llamando a su puerta volvía entre paja y paja. Cada vez que pensaba en ella llevándose el pecho a la boca y saboreando su propia leche recordaba también el día en que yo la había saboreado entre el vello de su pubis, casi llegando a su clítoris. En la última pude oír además que al otro lado del tabique ella también apagaba su fuego ruidosamente.

Me dormí pensando que follando se pasa muy bien pero que rechazar a alguien también tenía su punto. Mi yo racional me decía que había hecho lo correcto y no debía volver con ella, mi yo de veinteañera salida veinticuatro horas al día, decía que la dejaría sufrir unos días más y luego asaltaría su casa y me la comería enterita.

Al día siguiente, mientras desayunaba, no pude evitar tener que volverme a la cama. Vi dos manchas de leche en su ventana que había dejado al aplastar sus tetones contra el cristal y la marca de su lengua y sus labios un poco más arriba. Saqué una pequeña berenjena y una zanahoria de la nevera y las puse en agua caliente mientras terminaba de desayunar. Descubrí el placer de volver a cama un domingo por la mañana, apenas utilicé la berenjena, la zanahoria me tuvo entretenida una hora entrando y saliendo de mi culo, quería correrme por detrás porque tenía el coño muy sensible, me prometí que, si la profesora se me ponía a tiro de nuevo tenia que iniciarla, si es que no lo había hecho su marido, en el sexo anal. Me corrí recordando la primera vez que me había metido algo en el culo, un lápiz, y la sensación inesperada de placer prohibido, culpa y morbo.

Capítulo 9

La próxima curva cerrada y peligrosa de nuestra relación llegó unos días más tarde, pero esta vez yo llevaba el cinturón de seguridad puesto. Quizás lo que ocurrió hubiese sucedido igualmente unos días o semanas más tarde, o quizás yo hubiese caído antes en sus manos como un pajarito. El caso es que un viernes por la tarde el azar quiso que Gadea nos viese a Áurea y a mí yéndonos juntas en coche hacia Santiago. Nosotras la vimos también y la saludamos con educación, las dos la conocíamos. La razón de nuestro viaje era tan simple e inocente como volver a ver un apartamento por el que mi amiga ya casi se había decidido, pero al saludarla yo noté que su sonrisa y saludo eran muy forzados. No le di mayor importancia y me olvidé del tema.

Áurea pago la señal y firmó el precontrato de compra aquella tarde, me invitó a cenar para agradecerme la ayuda y luego nos fuimos a dar una vuelta por Santiago. Nos lo pasamos muy bien. No serían menos de las dos de la madrugada cuando subí hasta lo alto del faro y abrí mi puerta. Oí un ruido tras de mí y me llevé un susto de muerte. Era Gadea con la cara llena de lágrimas y los ojos rojos de haber estado horas llorando. Se abalanzó sobre mí entre sollozos, dudé por segundos si para agredirme o para abrazarme. Se agarró a mi cuello balbuceando y lanzándome preguntas.

  • ¿Por qué me haces esto?  ¿Por qué no me perdonas? ¿Quieres que me muera de celos? Vuelve conmigo por favor. Dime que no te has acostado con ella.

Hablaba atropelladamente, no me gustaba verla en ese estado, no me ponía nada. Le pedí que se tranquilizara, encima oímos que el niño estaba llorando y entré en su casa para ver que estuviese bien. Conseguí que se durmiese y volví a la cocina donde ella esperaba, al menos había parado de llorar. No sabía qué hacer, ninguna decíamos nada, me dolía verla allí hecha una piltrafa, con la mirada perdida. Le hablé para asegurarme que me podía ir y saber que ella estaba en condiciones de ocuparse del niño.

-Menos mal que no tenemos vecinos porque menuda hemos liado.

-Perdóname Rosa, menuda he liado yo. ¡Qué vergüenza!

  • ¿Vergüenza? Por lo menos has dejado salir lo que tenías dentro.

  • ¿Te estás acostando con ella?

-No es asunto tuyo.

Yo no iba a cometer los mismos errores otra vez, ahora tenía la sartén por el mango. Fui dulce y cortante a la vez, tuve mano derecha y mano izquierda, le dije que mi amistad la tenía asegurada pero que mi amor tenía que ganárselo de nuevo y que no le sería fácil. Por su reacción comprendí que estaba convencida de que Áurea y yo estábamos liadas y tardó meses en perder ese miedo. No me importaba.

-Pero como voy a competir con una jovencita preciosa y que además es el sueño de tu vida?

-Has oído alguna vez la expresión: ¿la tierra para quien la trabaja?

-Por supuesto.

-Pues ya sabes.

Gadea era de todo menos tonta. Me entendió perfectamente, si me quería de vuelta en su cama tenía que ganárselo.

La verdad es que me dolió verla humillarse ante mí, muerta de celos, despertaba un sentimiento nuevo para mí, desconocido, tener a alguien rendida, suplicando amor y perdón, si ya una se siente poderosa e inmortal a esa los veinte…

Acabé emborrachándome de ese placer que me daba ver a la altiva Doña Gadea convertida en un cachorrito dispuesto a seguirme a todas partes. En las siguientes semanas mi vida fue un desenfreno.

Capítulo 10

Esa noche me fui a mi casa, le negué un beso en los labios y la dejé dándole uno en la mejilla, le dije que estuviese tranquila y que me diese tiempo. Pero Gadea se puso manos a la obra y la noche siguiente me sorprendió de verdad. Yo estaba en mi baño y con el mango de la escoba golpeó varias veces mi ventana, simplemente me dijo que en cinco minutos nos veíamos. Acudí a la "cita" y la vi completamente desnuda en su cocina desde la mía, su chochito pelirrojo estaba completamente depilado, apuntó su dedo hacia una esquina de la cocina señalándome el chisme de la cera, desde luego le había echado bemoles, yo nunca me he atrevido con la cera ahí. En un momento de debilidad estuve a punto de sonreírle y felicitarla, pero fingí cierta indiferencia. Se había quedado con mi frase de la tierra para quien la trabaja, porque movió un poco la mesa y se subió a ella para abrirse de piernas y mostrarme el magnífico trabajo depilatorio. Su coño estaba precioso, era el primero que veía así, aparte del mío. Me mostró su vagina rosadita que tanto extrañaba yo, brillaba con esa luz que delata una buena lubricación. Tenía las palmas de sus manos apoyadas en la mesa, tras su espalda, y la piernas flexionadas y muy abiertas para que sus tetones destacasen más descansando sobre su vientre. Parecía haber un guion porque, tenía un huevo cocido enorme preparado, no era de gallina, por el tamaño solo podía ser de pato o probablemente de pavo. Lo agarró, se lo llevó a la boca y lo lamio como simulando una felación. Yo le sonreí ligeramente. Me pregunté si la hija y nieta de notario y miembro de la alta sociedad de mi pueblo se metería el huevo en el coño y la respuesta fue que sí, pensé que tenía que probarlo yo, porque, la muy calentorra se puso y me puso a mí a cien. Se lo insertó facilísimamente y se bajó de la mesa para recoger la cocina. Solo era una mujer desnuda pero el cerebro humano funciona así, al menos el mío, saber que llevaba dentro el huevo me hizo perder la compostura y abrirme el albornoz para hacerme una paja. Ella se acercó a la ventana para verme bien, me suplicó con la mirada y un gesto que me abriese más el albornoz. Fui buena y accedí para que pudiese verme mejor, no me había secado bien y tenía el pelo mojado, mis pezones parecían piedras con el frío, cada vez me gustaba más masturbarme de pie, los orgasmos me parecían más intensos, tardaban más en llegar, pero me encantaban. Le hice un gesto a mi vecina para que esperase un minuto, me estaba meando y no quería limpiar el suelo de nuevo, fui al baño, pero no dejé de masturbarme mientras orinaba.

Al regresar vi a Gadea de nuevo sobre la mesa, temí que se cayese y no poder ni entrar a socorrerla. Me hacía gracia porque era evidente, por la postura que iba a poner un huevo. Me miraba fijamente y yo miraba su raja. Sin ayuda alguna de sus manos su rajita fue abriéndose poco a poco y de su coño fue saliendo el enorme huevo blanco. La madre que la parió, pensé. ¿Como ha hecho eso? Ha puesto el huevo. No hay ser humano en el mundo que no se hubiese corrido como lo hice yo. Ella se bajó de la mesa y lamia el huevo, que se veía lleno de la baba de su chocho, mientras observaba mi corrida

Cuando me recuperé, la vi con las palmas de sus manos juntas pidiéndome que cruzase el rellano para estar juntas. Le pagué con su misma moneda. Leyó en mis labios un "no puede ser". Empezaba a enviciarme en el juego aquel de vernos de ventana a ventana y eso que me moría de ganas por comer su boca. Tenía veinte años y en mi vida había dado un beso con lengua a nadie. Estaba claro que ella no se daba por vencida. Vi como sacaba un vaso del armario y empezaba a ordeñar uno de sus pechos sobre él. Su leche salía a gran presión y golpeaba el fondo del vaso. Parte se iba fuera y caía sobre la mesa. Con el ordeño sus pezones aumentaron mucho de tamaño y parecían más oscuros. Yo miraba embobada. Pasó a ordeñar el otro pecho y enseguida llenó un tercio del vaso. La vi salir de la cocina y oí como abría su puerta y la cerraba en unos segundos. Comprendí que había dejado la leche sobre mi felpudo. La recogí, el vaso estaba templado, no era tan blanca como la leche de vaca. Me pregunté qué demonios quería que hiciese con ella, a mí me gustaría saborearla de sus pechos, pero no bebérmela de un vaso. Cuando regresé a la cocina vi a Doña Gadea lamiendo con una cara de viciosa que asustaba toda la leche que había salpicado la mesa mientras se ordeñaba. No me había fijado nunca en la sabrosa lengua que tenía, pero vista así, lamiendo con vicio la mesa parecía que no fuese a caber de vuelta en su boca.

Me miraba de reojo y yo la recompense dándole un trajo al vaso. Estaba demasiado dulce. ¿Por qué me pongo tan cachonda si ni siquiera me gusta demasiado su sabor? Me pregunté si ella esperaba que me la bebiese toda, pero en cuanto vi que abría un botellín de cerveza, tiraba su contenido y se subía, esta vez a la encimera me olvidé de todo. Comenzó a masturbarse con la botella, estaba tan caliente que desde mi cocina podía ver que el vidrio salía totalmente embadurnado del jugo de su vagina. Yo daba sorbitos a la leche y ya me parecía un licor delicioso. Ella me hizo un gesto y obedecí untando mis dedos en su leche y llevándolos húmedos a mi almejita para que se mezclase con mi jugo. La veía mirando a su alrededor, buscaba algo más contundente para meterse, incluso yo podía ver que el botellín le estaba sabiendo a poco a aquel coño hambriento tras años de escasez. Le hice un gesto para que esperase. Cogí una enorme berenjena de mi nevera, la lave, sin que ella me viese, en agua bien caliente y la dejé dentro de una bolsa en su puerta. Ella me escuchó y oí como la recogía. La hortaliza imponía realmente. Vi como la observaba y limpiaba el tallo del lado menos gordo. Creo que al noventa por ciento de las mujeres no es algo que nos excite especialmente el insertarnos grandes objetos, pero reconozco que, en mi caso si me gusta hacerlo para calentar a mi pareja y lo he hecho muchas veces. Me encanta abrirme bien y exhibirme.

Pero es que aquella berenjena, aunque tuviese cierta flexibilidad era un reto para Gadea y lo afrontó usando una silla que tenía sin respaldo, y ayudándose de algo de aceite. Separando bien sus piernas colocó la silla bajo su coño y en ella apoyó la hortaliza, sujetándola con una mano mientras con la otra se abría los labios del coño. Falló el primer intento, pero embadurno bien sus dedos en aceite y se los metió para lubricarse bien. A la segunda fue dejando caer el peso de su cuerpo sobre su coño y este fue absorbiendo poco a poco la berenjena. Sus pechos eran testigos del momento y respiraba tan profundamente que no dejaban de ondear y chocarse entre ellos. Su cara era un poema, estaba sudando y completamente roja, pero tras la dificultad de meterse todo aquello en el coño parecía que realmente empezaba a disfrutar. Se puso de pie y vi que la berenjena prácticamente había desaparecido. El extremo grueso asomaba algo y Doña Gadea, tras comprobar que yo seguía anonadada el espectáculo desde el otro lado del patio, lo empujaba hacia arriba y se follaba con fuerza al punto que consiguió sacárselo hasta la mitad y clavársela de nuevo, lo hacía repetidamente, cada vez más fácil, puso su pie sobre la silla y empezó a mirarme. Se follaba con fuerza y su coño empezó a gotear y no solo aceite, veía una especie de semen blancuzco de la mezcla del lubricante con sus jugos. Yo llegué a estar tan a gusto, veía que me venía un orgasmo delicioso que, una de las veces que ella clavó su mirada en mi le di un último trago a su leche y me tiré el resto por las tetas y por el vientre para que se metiese en mi coño. El sonido de mis dedos entrando y saliendo de él cambió en cuanto la leche de mi vecina empezó a mojar mis labios y meterse dentro de mí. Me corrí tan bien que caí muerta contra el cristal de la ventana. En cuanto Gadea vio que estaba rendida empezó a ocuparse realmente de su orgasmo, con una mano manejaba la berenjena y con la otra el clítoris, luego se la quitó y se sentó en la silla para frotarse y frotarse hasta casi llorar y correrse con la cara desencajada. No creo que se lo pasase especialmente bien, creo que quería impresionarme y dejarme claro que estaba dispuesta a ser tan generosa conmigo como fuese necesario.

¡Vaya por Dios! Otra vez a limpiar el suelo de la cocina. Nos reímos cuando nos vimos ambas, fregona en mano, adecentando el suelo a media noche. Yo estaba empapada de leche y todo el interior de mis muslos pegajosos del jugo de mi almejita.

Fue una noche inolvidable en muchos aspectos, pero quizás lo que más recuerdo es que mientras me preparaba un baño bien calentito Gadea volvió a golpear la ventana de mi baño con la escoba. Abrí media ventana y no fui capaz de negarle un ratito de conversación. Hacía bastante frío y cada una se metió en su bañera. Ni siquiera necesitábamos levantar la voz, la acústica del patio y la cercanía de los dos baños nos permitía charlar. El edificio estaba completamente vacío y en silencio, pero tampoco hablamos de nada que nos comprometiese, los humanos somos gregarios, necesitamos otros humanos a nuestro alrededor y Doña Gadea necesitaba sentirse acompañada, poco a poco fui descubriendo que, dentro de su familia, ella siempre había sido el patito feo, su hermana era Doña Perfección, gran estudiante, gran deportista, había aportado al capital familiar casarse con un eminente cirujano. En el fondo creo que siempre había estado muy sola, y encima, tuvo la ocurrencia de casarse con un hombre al que vería, como mucho, tres meses al año hasta su jubilación.

Nuestra conversación se alargó más de una hora, nunca olvidaré aquella sensación del agua de la bañera calentita y el tremendo frío que entraba por la ventana, el vapor escapando hacia el patio iluminado por la luz amarillenta que salía desde los dos baños.

Cuando decidimos que ya estaba bien por aquella noche Gadea me invitó amablemente a salir el lunes por la tarde, de compras o quizás a Santiago o Coruña. Yo acepté, pero le pregunté qué haríamos con el niño. Parece que podría quedarse con su madre, o mejor dicho, con una señora que trabajaba en casa de su madre desde que ella era niña y en la que confiaba mucho.

Me metí en cama pensando si esta nueva Gadea era una gemela de la que yo conocía, como había transmutado de tal manera. Me lo había pasado muy bien hablando con ella. Pero yo me decía: Rosa no te fíes.

Capítulo 11

Llegó el lunes, pero antes, el domingo, el anticiclón de las Azores había entrado en nuestras vidas arrasando con todo. En apenas veinticuatro horas la lluvia dejó paso a un cielo azul que ya nadie recordaba y el termómetro sufría de vértigo subiendo de trece a veinticinco grados, no estaba nada mal para marzo.

No teníamos por qué ocultarnos, nadie podía sospechar que entre nosotras había nada más que amistad derivada de nuestra vecindad. Habíamos decidido ir a Santiago, a un centro comercial, pero, por casualidad, Gadea coincidió con mi jefe cuando vino a decirme que ya había dejado al pequeño en casa de su madre. Se conocían de toda la vida y aunque me faltaban más de dos horas me ordenó acabar temprano para no hacer esperar a Gadea. No sé sorprendió de nuestra amistad, sabía que éramos vecinas, estuvieron charlando mientras yo recogía mis cosas y nos fuimos. Decidimos entonces que, teniendo tiempo, nos íbamos a Coruña, estaba un poco más lejos pero no nos encontraríamos con gente del pueblo. Coincidir con alguna de sus amigas nos arruinaría el día.

Gadea se había puesto muy guapa, llevaba una faldita verde, plisada, no era mini, pero enseñaba generosamente sus muslitos y una blusa blanca, imitación de seda, muy holgada. Había dado de mamar y se había quitado leche para no ponerla perdida con sus pezones. El enorme sujetador azul que intentaba contener aquellas dos fuerzas de la naturaleza se transparentaba bajo la falsa seda. Yo llevaba una camiseta de tirantes con un buen escote redondo, muy apretada que me marcaba mucho el pecho, mi sujetador favorito, uno amarillo que la camiseta dejaba ver y minifalda vaquera y unos zapatos sin tacón muy a la moda. Las dos estábamos muy blancas y ya estábamos en su coche cuando Gadea sacó crema solar del bolso y se la puso en la cara y la zona de los antebrazos que no le cubría la blusa.

A mí el olor de la crema solar me excita, me trae recuerdos de momentos grabados a fuego en mi memoria, el descubrimiento de los cuerpos de algunas amigas, la gran excitación de disfrutar de sus madres, a escasos centímetros de mí sobre la arena, sus topless sobre la toalla, sus ingles depiladas y todo rodeado por ese aroma a sal, arena y bronceador.

A veces, en invierno, me untaba un casi nada en mis hombros de ese afrodisíaco antes de hacerme una paja.

Gadea me entretuvo con su agradable conversación hasta que entramos al parking en el sótano del centro comercial. Allí, todavía dentro del coche, le lancé lo que venía excitándome todo el viaje.

  • ¿Doña Gadea, a usted le gustaría que durmiese esta noche con usted y me comiese su chochito durante horas y le proporcionase varios orgasmos?

Se puso completamente roja.

-Pero porqué me hablas de usted? Pues claro que me gustaría.

Agarré su brazo y olí su piel, deliciosa, llena de bronceador.

-Tengo que pedirte algo a cambio, eso hará que lo valore usted y no vuelva a despreciarme.

-Rosa, créeme que lo siento de verdad, no sé qué me ocurrió, yo misma me doy vergüenza por cómo me porté contigo. Pídeme lo que quieras, yo estoy dispuesta a todo.

-Es muy fácil, dame tus bragas.

Mi nulo talento como escritora me aconseja no intentar siquiera describir su cara. Tardó un rato en reaccionar.

-Pero, es que no tengo otras.

-Claro que no, si las tuvieses tendrías que dármelas también.

-Pero, qué quieres, ¿qué me pasee por el centro comercial con esta faldita sin bragas? Si ni siquiera me he atrevido a ponerme tanga por si se me levantaba con el viento.

Doña Gadea me miró con los ojos vidriosos, seguro que en ese momento se decía que ella era una mujer casada y madre de familia y se preguntaba que hacía allí, en aquel parking con una jovencita llena de vicio que extendía la palma de su mano para que ella le entregase su ropa interior.

Por un momento pensé que mi órdago había ido demasiado lejos, ella a punto de llorar, suplicando clemencia con la mirada y yo inflexible, con mis ojos clavados en sus ojos y con mi mano extendida esperando la prenda.

-Vamos Doña Gadea, a lo mejor descubre usted que la sensación le gusta.

-Y tu cómo lo sabes?

Contesté a su pregunta desabrochándome los corchetes de mi falda hasta que pudo ver mi juguete blanquito y perfectamente depilado con solo un poquito de pelusa sobre los labios. Yo para abrumarla todavía le lancé un desafío más.

-Sabe usted, Doña Gadea, que nunca he dado un beso en los labios, un beso de verdad. Me gustaría que fuese usted la primera. Solo lamento que no haya sido usted mi profesora, eso lo haría mucho más interesante. ¿Nunca ha soñado usted con besar a alguna de sus alumnas?

Le excitaba muchísimo que la tratase de usted y también ver que yo no llevaba nada debajo de la falda.

Miró a todos los lados del parking y me plantó mi primer beso, era tan bueno como yo me había imaginado toda mi vida, sentir su lengua sobre mi lengua, sus labios húmedos y su saliva mezclándose con la mía me desarmó, era yo la que en ese momento le hubiese dado a ella todo lo que tenía por otro como ese.

Puso su mano sobre mis muslos y luego me acarició la vulva.

-Supongo que aquí tampoco te ha besado nadie nunca.

-Me he estado reservando siempre para alguien como tú, pero no quiero que sea aquí, en un parking.

Doña Gadea trago saliva y como pudo se subió la faldita, se quitó las bragas y me las entregó. Yo las olí y las dejé en la guantera.

La expresión de su cara se había relajado algo, pero solo hasta que apareció otro desafío, las escaleras mecánicas, nos miramos y se secó el sudor de la frente con la mano, pero esbozando una media sonrisa. Esperamos a que nadie subiese tras nosotras y poco a poco fue relajándose y viendo que no era el fin del mundo pasearse sin bragas por un centro comercial, que además estaba casi vacío. A mí me encantaba esa sensación, no es que lo hiciese siempre, pero si a veces, cuando hacía calor. Fuimos a tomar algo y Doña Gadea ya era capaz de sentarse y cruzar las piernas con soltura. El resto de la tarde lo pasamos como dos buenas amigas, desapareció la tensión que yo había imprimido a nuestra relación desde que volvíamos a hablarnos. Ahora era yo la que estaba por encima de ella, la que llevaba la voz cantante. Me hablaba bajito, aunque no hubiese nadie a nuestro alrededor.

-Nunca creí que esto pudiese gustarme tanto. ¡Qué boba soy!

-En un día, casi de verano, como hoy está muy bien.

-Tú lo haces mucho?

-Alguna vez.

-Rosa, tienes que enseñarme más cosas.

-Acabo de enseñarte el coño en el coche.

-No me refiero a eso tonta. No sé, cosas excitantes.

-Empiezo a conocerte muy bien Gadea y creo que tú eres más viciosa que yo.

Lanzó una carcajada, la primera que le recuerdo, porque a ella le enseñaron que no era de buena educación.

Recorrimos varias veces todo el centro comercial, jugamos a elegir a la trabajadora del centro que más cachonda nos ponía, y me sirvió para comprobar que ella era muy celosa. A mí me encantaba una chica de unos treinta que promocionaba perfumes, era muy guapa, aunque no vestía demasiado sexy, Gadea eligió a la charcutera, no sé si de broma o en serio porque una vez que se soltó la melena se comportó toda la tarde como si fuese la primera vez que la dejaban salir sola de casa. La charcutera no estaba nada mal, era una mujer joven de formas rotundas y un culo que dejaba ver muy bien el pantalón blanco del uniforme, muy transparente, llevaba unas bragas que apenas conseguían cubrirlo.

A eso de las siete tuvimos que regresar, volvimos a besarnos en el parking, pero primero, nada más entrar en el coche, Gadea tuvo que subirse la falda y limpiarse el coño con un kleenex, habíamos estado en el baño hacía diez minutos, pero me confesó que lo que sentía conmigo no tenía nada que ver con lo que había experimentado con su marido o un par de novios que había tenido. Comenzamos una conversación que duró todo el viaje de vuelta y que hizo que se nos acabasen los pañuelos.

Le conté mis anécdotas con la chica del supermercado y lo mucho que me ponía la mujer de mi jefe, aunque era un putón, se deleitaba con mi descripción pormenorizada de aquellas mujeres. Me preguntaba si creía que tendrían el coño depilado o si también andarían sin bragas como nosotras.

A mitad de camino yo reclamé mi momento de gloria. Yo también quería saber.

-Y tú qué? No me digas que eras una santa y no mirabas a las mujeres hasta aquella noche de tormenta.

-Me da mucha vergüenza.

  • ¿El qué, ser lesbiana?

  • ¿Tú crees que lo soy?

-Ah, pero tienes dudas.

-Rosa, a mí me gusta mi marido. Pero también me muero de ganas de llegar a casa y, si me dejas, probar a saborear tu vagina, creo que me gustará. Vamos que lo estoy deseando. Aún me duele el estómago de la sensación del beso que me diste antes.

Con frases así y tardes tan bonitas como la que acababa de pasar mi carácter fue ablandándose y mi fuerza de voluntad para mantenerla a raya también.

-¿Nunca has saboreado ninguna, nunca has besado a otra mujer?

-Por supuesto que no. Pero reconozco que lo he deseado.

-Parece que te cuesta reconocerlo.

-No me cuesta reconocértelo a ti, me cuesta reconocérmelo a mí misma.

-Entonces eres bisexual, supongo. ¿Lo pasas bien con tu marido en cama?

-No como contigo.

Esta última frase la acompañó con una mirada rápida, mientras conducía, que me recorrió de abajo a arriba.

-Siempre que me masturbaba imaginándome a una mujer luego me sentía fatal. Supongo que será la educación que recibí. Cada vez que lo hacía me prometía que sería la última.

-¿Y en qué mujeres pensabas?

-Durante años, en una señora que venía a limpiar a casa. Cuando yo tenía veinte años ella tendría unos cuarenta. Siempre venía por las mañanas, yo intentaba estar en casa a esa hora.

-¿Es la señora que está cuidando al niño hoy?

-Si, es ella. Es agradable, quiero decir que siempre se ha portado muy bien conmigo. Es muy guapa, un poco gordita. En verano no podía soportar la tentación de espiarla, como en casa hacía bastante calor y siempre estábamos solas, solo se ponía una bata naranja de esas cruzadas que se atan delante y que enseñan bastante muslo y pecho.

-¿Que te atrae más de ella?

-Sus piernas, tiene las mejores piernas que he visto en mi vida, bueno después de las tuyas.

-No seas tonta.

-Perdona. Trabaja todo el día y apenas tiene tiempo libre, pero llega el mes de junio y sus piernas están impecables, ya bronceada, siempre bien depiladas.     Me hacía temblar cuando limpiaba mi habitación, te lo digo en serio, mientras yo estudiaba, y la veía a un palmo de mí, con solo aquella tela, tan delgadita cubriéndole el culo y las caderas, me entraban unos sudores.

-Y nunca pasó nada?

-Rosa, estas conversaciones que tenemos, se irán a la tumba con nosotras, ¿verdad?

-Por mi parte si Gadea, no soy el tipo de persona que usaría algo así para atacar a nadie.

-Ya, es que yo me moriría.

-Gadea, te juro que, aunque un día las cosas entre nosotras vayan mal, nunca hablaré de esto con nadie.

-Vale. Yo solía espiarla mientras se cambiaba, usaba una de las habitaciones vacías, en verano se quedaba un momento en bragas y sujetador. Un día le saqué el tema de mis pechos que crecían sin parar, le dije que me horrorizaba que se fuesen cayendo con los años y los hijos y le pedí que me enseñase los suyos, ella tiene dos hijos, ya mayores.

-¿Y te los enseño?

-Y tanto, yo me quite la camiseta y el sujetador, pero ella tuvo que quitarse la bata y el sujetador y quedarse solo con las bragas, nos las estuvimos mirando un rato, pero a mí me interesaba más sus piernas y su vagina.

-¿Te da miedo decir coño?

-Vale, pues su coño. Es que yo me esperaba ver pelo por todas partes, pero aunque la rajita no se la veía, el pubis se lo transparentaba la braga y lo tenía depilado.

Gadea hablaba muy despacio y tragaba saliva cada dos por tres, sin duda era la primera vez que compartía esto con alguien.

-¿Pero, pasó de ahí la cosa o no?

-Ella se dio cuenta de que yo la miraba más de lo normal, además me puse roja como un tomate. ¿Pero qué haces, te vas a masturbar en el coche?

Pues claro que iba a masturbarme, no llevaba bragas, apenas había casas ni tráfico en esa parte del trayecto y no necesitaba quitarme la falda, solo desabrochar un par de botones.

-Gadea, tu sigue, solo voy a toquetear un poco, pero enséñame algo más tus piernas que me pone mucho verte mientras conduces.

-¿Por dónde iba? Ah sí, pues...es que en aquel momento yo solo pasé vergüenza, vergüenza y más vergüenza, pero con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que ella, en realidad no se vistió inmediatamente, estuvo un rato en bragas, e incluso se inclinó sobre mí para que yo viese que sus pechos no estaban apenas caídos. Y luego me dio la espalda para que pudiese verla bien por detrás. Quizás a ella le gustaba la situación.

-Pero cuanto tardó en vestirse?

-Unos cinco minutos.

-Pero que crees, ¿que a ella también le gustabas tu?

-No lo sé, es una mujer casada, tiene dos hijos, si, ya sé lo que vas a decirme, que yo también lo soy. Eso solo ella lo sabe, la verdad es que no trata a nadie de mi familia como a mí, pero nunca lo sabré.

-Cuéntame algo excitante que estoy a punto de correrme.

-Vale, pero, no sé, no sé me ocurre nada.

Reconozco que yo a mis veinte años era muy viciosa, bueno, lo sigo siendo. Le pregunté a Gadea, mientras me abría un poco más de piernas para frotármela mejor por su hermana, estábamos las dos muy calientes por la conversación y eso me salvó de que parase el coche y me dejase allí mismo. El caso es que negociamos y hubo algo de chantaje por mi parte y al final acabamos donde menos nos lo esperábamos las dos.

Gadea acabó confesándome lo inconfesable y jurándome que era algo que nunca creyó que compartiría con nadie. El caso es que en esa misma época había tenido una experiencia que luego no había sido capaz de quitarse de la cabeza en mucho tiempo.

-Un verano visitamos a unos tíos y mi hermana y yo compartimos habitación y cama. Dormíamos con camisón y un día por la mañana, muy temprano, ya entraba mucha luz por la ventana. Yo me desperté, pero no me apetecía levantarme aún, me erguí un poco sobre las almohadas, hacía muchísimo calor, y vi que mi hermana tenía el culo al aire y no llevaba bragas. Dormía profundamente y tenía su cara mirando hacia el otro lado. No pude evitar mirar, era el culo de mi hermana, pero no era capaz de darme la vuelta y seguir durmiendo. La muy guarra tenía el camisón todo arrugado en la cintura y, bueno, tú ya sabes cómo es ella ahora, pues hace diez años también tenía ese tipazo de mujer maciza, con mucha más cadera que yo.

-Cuéntame que pasó por favor que estoy a punto.

-Vale, pues el caso es que empecé a acariciarme el pubis, diciéndome que eso no era una paja, pero luego empecé a ponerme el dedo sobre el clítoris y pasarme la yema del dedo sobre los labios del coño y a mojarlo en la entrada y no podía parar ni de tocarme ni de comerme su culo con los ojos. Ella estaba en una postura, tumbada sobre su pecho y con una pierna un poco flexionada, que era algo bonito de ver, la verdad su culo estaba precioso, yo tenía veinte y ella veintitrés, en lo mejor de la vida, era como un cuadro, y me excitaba muchísimo la marca del bikini. Tenía las nalgas muy morenas porque usaba un bikini bastante escaso y de repente ver la raja de su culo blanca como la leche, ese contraste creo que fue lo que me hipnotizó. Varias veces me di la vuelta e intenté pensar en otra cosa, pero volvía a mirar y estaban también los muslos, super bronceados y, bueno, al final me corrí en silencio mientras ella dormía a mi lado. Me moría de vergüenza y a los diez minutos repetí.

-Es que te corriste dos veces?

-Dos veces esa mañana, pero se me quedó esa imagen grabada y luego, pues... tu misma, tarde años en dejar de pensar...

Mi vecina me mostraba generosa sus piernas mientras conducía y yo me corrí sobrepasada por el morbo que aquella mujer me producía, ya no me importaban todos los malos momentos que me había hecho pasar, estaba dispuesta a que me humillase todo lo que quisiese, a que me llamase "la chica", a lo que sea con tal de regalarme orgasmos como aquel. Por supuesto que me aclaró que se sintió avergonzada durante años por aquello y que se moriría si yo la traicionase contándolo, pero yo solo pensaba en lo aburrida que había sido mi vida hasta aquel momento.