Doña Carmen

Juan es un diligente fontanero que atiende a doña Carmen en todas sus necesidades.

DOÑA CARMEN

Adolfo respiró lenta pero profundamente el almizclado aroma que había quedado en el ambiente tras la salida de su última clienta y notó la presión de la tímida erección bajo el mono de trabajo. Movió la cabeza negativamente y se pasó la mano ante la cara, como intentando apartar cualquier pensamiento lujurioso que pudiese entrar en su bien amueblada cabeza.

"Tú eres imbécil, ¡como se te ocurre una cosa así! Y menos con la edad de Doña Carmen"- pensó-mientras la erección se tornaba franca y molesta, recordando la visión de las redondas rodillas de la dama cuando se sentó frente a el, cruzando las lindas piernas envueltas en el tenue brillo de las medias de nylon blanco.

-¿Entonces, Juan, les espero mañana a las nueve?, esa vieja lavadora no para de perder agua…y no están los tiempos para cambios caprichosos.

Doña Carmen permaneció en la sombra mientras vivió su marido. Con él trataba de reparaciones e instalaciones en la vetusta casa familiar que requería algo más que aquellas ocasionales chapuzas en la instalación eléctrica y en las anticuadas cañerías de plomo. Desde que dos años atrás, falleció el consorte, ella se dejaba ver mucho más por el pueblo y conservaba la innata elegancia que siempre caracterizó a las de su familia. Quizá pasaba de los cincuenta pero su esbeltez y buen gusto en el vestir lo disimulaban muy bien…además-¡que narices!- tenía unas tetas grandes y un culo precioso.

Puntualmente, apareció Juan en casa de la viuda que, a pesar de tan temprana hora ya se encontraba vestida, peinada y maquillada; esplendorosa, como le gustaba decir a Juan.

Le acompañó hasta la cocina y allí se acuclilló ante la lavadora, mostrando de nuevo aquellas sugerentes rodillas y buena parte del muslo que se insinuaba calido y mórbido.

-Mire, mírelo usted mismo, Juan, por aquí se escapa el agua….

Se agachó el fontanero frente a la señora de la casa y no pudo evitar el ver…y mirar la blancura de la más intima prenda de su clienta que se mostraba desafiante a sus sentidos al final de aquellas hermosas piernas. Si notó la turbada mirada del muchacho, lo disimuló con sabieza…o estudiada provocación, el caso es que la falda se desplazó un poco más hacía arriba dejando ver, ya de forma clara, las braguitas de encaje.

Se incorporó, satisfecha del efecto que había causado en Juan su "descuido" y preguntó con voz insinuante:

-¿Crees que costará mucho?, ya sabes que mi economía no está para muchos trotes pero que si puedo compensar tu trabajo de otra manera no tienes más que decírmelo.

La exhibición de lencería fina y el repentino tuteo no cayeron en saco roto, ya he dicho que Juan no era lerdo, y aspirando profundamente (ahora olía el perfume y el deseo, mezclados) respondió con rotundidad e implícita malicia:

-Lo primero es lo primero; cambiaré esas bridas, los manguitos defectuosos y después buscaré si hay algún atasco en otro sitio…que de seguro lo hay.

Había tardado mucho, Carmen, en dar tan burdo y anhelado paso pero estaba bien meditado. Desde la muerte de Paco no había decaído su buen apetito sexual, es más, el largo periodo de abstinencia lo había incrementado y aquel sustituto plástico que compró en un viaje a la capital ya no surtía los terapéuticos efectos de los primeros días. La rígida moral pueblerina y su alta alcurnia le impedían tener un amante conocido. Por otro lado, siempre había notado el efecto que causaba en Juan, el muchacho le gustaba y la argucia de hacerle creer que vendía sus favores, evitaría, un más que probable enamoramiento del gañán.

El fontanero sin embargo, tras la inicial baladronada, creía poco ético el trueque y el recuerdo del señor Paco (con el que le unía una firme amistad) entorpecía, todavía más, la materialización de sus desmadradas fantasías sexuales con: ¡nada más y nada menos que Doña Carmen!.

Pasó pues, la mañana, sin que ninguno de los dos se decidiese a la tan deseada acción y solo cuando ya Juan hubo reparado la lavadora y recogía la caja de herramientas, vio Carmen que perdía su oportunidad y se cruzó, decidida en la puerta:

-¿No olvidas nada? –sus palabras, sus ojos y su cuerpo entero trasmitían un profundo deseo sexual-

El la miraba, más indeciso que asombrado.

¡Juan, Juan, que estoy muy sola, que necesito un hombre!- gritó desconsolada mientras las lágrimas corrían el rimel de sus pestañas-

No imaginéis un reguero de ropas en el camino hacía el tálamo, ni un rodar convulso de cuerpos entrelazados en el recibidor de la casa, no, Juan se tomó su tiempo; se despojó cuidadosamente del sucio mono, que dobló cuidadosamente sobre la abandonada caja de herramientas y entonces, entonces si, abrazó solícito a la señora que hipaba asombrada ante tan extraño comportamiento.

-Doña Carmen, ¿Por qué no lo dijo antes?, yo estoy aquí para complacer sus más recónditos deseos. Mientras esto decía, sus toscas manos limpiaban con insólita dulzura los gruesos lagrimones de la viuda, que apretaba su frágil cuerpo contra el musculoso de Juan buscando con su pelvis la dureza de un miembro que presumía desmesurado.

Por fin, sus labios se encontraron y sus lenguas se enzarzaron en feroz batalla salpicada de gemidos y ansiosas manos que exploraban cuerpos e insólitas sensaciones largo tiempo intuidas.

Uno de los dormitorios de invitados (detalle que complació al fontanero, que de ese modo obviaba un tanto su remordimiento) fue mudo testigo, como convenía al caso, del segundo acto de amor en el que Juan se demoró con exasperante lentitud (en opinión de Carmen) desnudando el cuerpo de su diva. Desabrochó los botones de la blanca camisa uno a uno mientras sus asombrados ojos veían aparecer lentamente el esplendoroso busto que, todavía, cubría un primoroso sujetador de negra blonda remarcando la blancura de los palpitantes pechos. Antes de soltar el cierre de este, se entretuvo en cubrir de besos aquel prometedor coronamiento y sus dedos resiguieron, una a una las vértebras de la mujer (que comenzaba a impacientarse) y con suma delicadeza bajó la cremallera de la falda y soltó el gancho que la sujetaba a la cintura.

No fue obstáculo el elástico "culotte", que disimulaba una incipiente barriguita, para las hábiles manos que consiguieron deslizarlo piernas abajo mientras su propietario quedaba boquiabierto ante la aparición de la negra y ensortijada pelambrera del pubis de sus sueños. Ya no hubo más demoras innecesarias, su boca buscó ansiosa el vértice inferior de aquel sugerente triangulo que, como punta de flecha, indicaba la dirección correcta y aquí acabaron los padecimientos de la señora y comenzó un éxtasis extraordinario que se prolongó por un tiempo que, nunca fue capaz de definir.

No fue ella tan cuidadosa con la ropa del muchacho, arrancada la camiseta a tiras y destrozada, en su ansia, la cremallera de los vaqueros, finalizó destrozando el "boxer" de un manotazo mientras su boca, glotona, engullía aquel pene, que sino enorme, era granito comparado con el de su llorado Paco.

Aquella desmesurada y asombrosa felación dejó tan conmocionado a su oponente que por un momento creyó tener su falo en la sabia boca de la Juani, la puta del pueblo, y gritó exaltado:

-¡Así, putita, así me gusta que me la chupes, sigue, guarra!

Advirtió su error y quiso rectificar la frase

-¡Si, si, doña Carmen, así me gusta mucho, siga!

Ella detuvo la sublime mamada, sacó de su boca el juguete y le miró seriamente:

-¡Llámame puta, si, es lo que soy, una puta!- y prosiguió con su delicada labor-

Excitado por aquella frase y libre ya de tabúes, Juan tumbó a la señora sobre la cama y la penetró sin miramientos ni contemplaciones.

Repitieron aquella escena varias veces aquel día pero en esa primera ocasión, Carmen, no pudo evitar un prolongado "¡ooooohhhhhhh! Cuando notó, alborozada, la entrada del duro pene en su ansiosa, húmeda y solitaria vagina.

La hembra, hambrienta y multi orgásmica pudo con la desenfrenada potencia sexual del fontanero que, a las tres de la tarde yacía exhausto con un jadeo entrecortado sobre el revoltijo de la cama.

-Voy a preparar algo de comer mientras descansas –dijo la viuda, fresca como una rosa, mientras se dirigía al baño y él la miraba, todavía incrédulo ante tal exuberancia y capacidad amatoria.

Durante las siguientes semanas, Juan visitó la casa de doña Carmen para reparar la cisterna del inodoro, el calentador de agua, el desagüe de la cocina, el grifo de la bañera y un sinfín de minucias. Mientras él se iba demacrando a ojos vista, ella lucía cada día más lozana y hermosa.

Ya al borde del colapso físico, el fontanero tuvo el valor de decirle:

-Doña Carmen, he reparado todo lo que mis fuerzas son capaces de reparar. Creo que debería empezar a prestar atención a las obras de albañilería, los desconchones de la pintura y el mal estado de su televisor. Yo hablaré con mis amigos para que se hagan cargo de esas reparaciones y en todo caso sabe que me tiene a su disposición para cualquier nueva avería que surgiese en el futuro

Miró la dama, comprensiva, al muchacho y aceptó resignada.

-Dile al albañil que puede comenzar mañana por la mañana y adviértele de lo mal que están mis finanzas

Y así fue como Doña Carmen salvó su hacienda, su honra y su paz….y también como la puta Juani se quedó sin trabajo.