Doña Cachonda. Cap.2.

Doña Lola continúa gozando de los placeres que brinda la vida a manera de sucesos eventuales de contenido erótico y sexual, generando una serie de situaciones a su entorno por su sola personalidad, cual si quien estuviese a su lado se mimetizara con su esencia cachonda...

Capítulo II

El chaval aquel seguía inquietando a doña Lola, ése que laboraba de ayudante general en la abarrotera luego de haber desertado de la preparatoria antes sus malas notas y que optó por buscar un ingreso de dinero mientras concluía sus estudios mediante el sistema abierto. Le gustaba mucho a doña Lola, le apetecía, se le antojaba bastante. Guapo, alto, esbelto, un tanto atlético debido a que practicaba deporte, de buen porte, que acostumbraba usar jeans muy ajustados que delineaban su varonil y juvenil figura al igual que sus camisas entalladas. Era un como un pequeño manjar que doña Lola se quería devorar. Y, dejándose llevar por ese deseo, comenzó a seducirlo de a poco. Charlaba con él sin pretexto alguno, por el simple hecho de convivir un poco, preguntándole cosas de su vida que quizá resultaban banales pero que mostraban el camino a seguir y, la vez, lo allanaban. Conocer más de la presa, es lo que le da una ventaja al depredador.

Ella, varias veces, se inclinó descaradamente para que él la viera cuando sólo él podía hacerlo, ya fuera en alguna de las bodegas, en un pasillo semivacío, en algún rincón de las instalaciones de la abarrotera, donde se pudiera. Lo hacía para que él pudiera apreciar esas tremendas nalgas apretadas contra la tela de los delgados pantalones o de los mallones que, por definición, eran ajustados. A ella le encantaba ir tentando al chaval, irle despertando el apetito al insinuarse poco a poco. Le gustaba saber que él la veía con atención cuando ella estaba sí, empinada intencionalmente, permitiendo que se le remarcara o transparentara la tanga. Y luego se incorporaba y se fajaba el pantalón reacomodándoselo y, por añadidura, mostrando la estampa de la tela estirándose y amoldándose a sus curvilíneas carnes. Gozó cuando se percató de que quien ahora buscaba la ocasión... era él. El chico hacía lo posible para quedar en el mejor ángulo cuando a ella se le ahuecaba el escote y sus redondos senos se apreciaban casi a punto de escaparse del sostén. Lo que ella no sabía, es que el jovenzuelo imberbe aquel ya venía predispuesto a sentirse atraído por ella pues, de un tiempo a la fecha, le había surgido la inquietud por la maduras luego de escuchar a un amigo suyo que era algunos años mayor, relatar cómo se había enredado con una señora casada a la que se tiró por varios meses.

Se llamaba Mauricio aquel chaval. Era hijo de un matrimonio de clase media-baja que habían logrado la prosperidad al sólo haberlo procreado a él y a un hermano mayor que ya se había independizado tiempo atrás. Por las noches, navegando en La Red gracias a la tableta electrónica que hubo comprado con su primer sueldo, indagaba en las páginas web de contenido pornográfico, buscando siempre en la categoría de “Maduras”. Veía algunos videos en variedad dentro de ese género, y luego acababa pajeándose despreocupadamente dentro de la intimidad de su habitación y bajo el arropo de su cobija. Y una de la imágenes más recurrentes en su enfebrecida cabeza, era la de doña Lola, ya que ella sí era mayormente tangible, estaba más al alcance que las señoras cuarentonas y de sabrosas formas que aparecían en los videoclips o en los fragmentos de largometrajes, las famosas MILfs. Se descubría el cuero medianamente quitándose la cobija, y ahora sí, con total libertad, extraía su miembro de entre los calzoncillos y se lo frotaba al tiempo que perdía la mirada en la oscuridad evocando a doña Lola. La imaginaba en poca ropa, semidesnuda y en posturas sugerentes; luego fornicando alegremente y dejando escapar sus agudos gemidos, exclamando frases donde exigía que su compañero de acto no cesara, que no se la sacara, que no se detuviera, que le diera más duro. Subía y bajaba el prepucio de su falo sujetándolo por el tronco, luego reducía el recorrido de su mano y se concentraba justo bajo su glande, zona que a él le generaba mucho placer, y continuaba las acciones hasta que sentía la llegada de una brutal eyaculación, se recolocaba el calzoncillo sobre el pene, lo soltaba, y gozaba de aquella explosión retorciéndose ligeramente. Y así, se quedaba dormida plácidamente, arrullado por el éxtasis que sólo una puñeta podía generarle.

Doña Lola se había convertido en un fetiche para Mauricio, pero era simplemente una estimulación periódica, un inspiración masturbadora que había llegado a reemplazar a otra: a la tía Rosy.

Rosaura Beltrán, La tía Rosy, era una mujer de su pasado reciente que también había detonado su lascivia juvenil. Era prima de su madre, y luego de divorciarse dos años atrás, asistía constantemente a su casa en busca de compañía, de una amiga quizá, para hablar de todas esas cosas que surgen cuando un rompimiento sentimental se consuma. Mauricio jamás entendió cómo es que el exmarido pudo dejar a una mujer como la tía Rosy, “que estaba tan buena”, pues debido a su juventud y poca experiencia estaba aún lejos de comprender que las relaciones humanas, constantemente, se deterioran y fracturan. Y no es que la tía Rosy fuese un bombón, una mujerona, simplemente estaba próxima a la mediana edad luego de cumplir treinta y ocho, y parecía estar floreciendo nuevamente gracias a un cambio que le permitía liberarse un poco. No es que antes fuera fea, ¡no!, en lo absoluto. Rosy Beltrán siempre fue una mujer atractiva, pero desde su separación y como un método para salir de su aflicción, comenzó a arreglar mejor su aspecto y ahora lucía mucho más jovial y apetecible. Y como Mauricio estaba en la etapa de un despertar furibundo a la sexualidad, en la edad de la puñeta salvaje , pues se descubrió fascinado por las formas de la tía Rosy ahora que ella usaba ropas más juveniles, con pantalones ajustados y delgados, blusas de tonos claros y diseños llamativos, faldas modernas, en fin, además de ahora maquillarse de una manera más fresca con la que lucía lozana, y todo eso que las mujeres conocen cuando toman un segundo aire. De hecho, esa cuestión de salir con otros hombres también estaba implícita, aunque ella lo tomaba con calma pues lo que menos necesitaba ante lo reciente de su divorcio era amarrarse nuevamente. En fin, ¡qué buena se veía la tía Rosy ahora! Qué buena estaba pese a ser una mujer promedio cercana a los cuarenta. ¿Que si estaba un poco rellenita?, eso no importaba, ¡qué va! La señora aguantaba un piano , y punto.

Recordaba cómo una vez, aprovechando la oportunidad, él la había estado espiando mientras ella se cambiaba de ropa tranquilamente al omitir el detalle de que había un hueco bajo la perilla de la puerta de la habitación. “Qué rica se veía la tía Rosy así en calzones y sostén –pensaba al recordarlo mientras se pajeaba despreocupadamente en su dormitorio–. Se le metía muy rico el bikini entre las nalgas cuando se quitó el pantalón. ¡Ah, tiene unas patotas y unas nalgotas ! ¡Me encantaría venirme en sus muslos, ah!”. Disfrutaba bastante viéndole las tetas a través del escote, y buscaba la ocasión para hacer, así como gozaba de verla en pantalones elásticos antes de irse a las sesiones zumba en un disque gimnasio de ahí por la colonia, pasando a saludarlos antes de llegar. “¡Ay, qué nalgotas tan sabrosas... ah... qué panochuda estás... oh! ¡Sí, ah, te quiero ver la panocha, tía Rosy, te quiero ver la panocha...!” musitaba agitado y se corría en los calzoncillos.

Un día fueron a una fiesta e invitaron a la tía Rosy quien fue acompañada por un fulano con el que estaba saliendo pero quien se retiró temprano pues debía madrugar al día siguiente para trabajar. Eso fue un golpe de mucha suerte para Mauricio, pues mientras el otro sujeto se marchaba pronto, la tía Rosy se quedaba para seguir disfrutando de la fiesta portando aquel vestido que eligió para verse sumamente atractiva. Llevaba un vestido corto y ajustado, pegadito, de color turquesa, y unas zapatillas altas. La ropa se le entallaba de manera tan sugerente, que revelaba sus formas de hembra frondosa. Una leve lonja se podía apreciar en su abdomen al estar sentada, ¡pero qué va!, eso no mermaba su atractivo, hasta varios tipejos se acercaron para invitarla a bailar e intentaron conversar con ella. Sus muslos jugosos se podían apreciar de buena forma cuando ella se sentaba, y ni hablar de cuando estando de pie tomaba ciertas posturas con las que se le marcaba deliciosamente la tanga de hilo ancho que llevaba.

Esa noche todos se embriagaron bastante, y él tuvo que conducir de regreso a casa donde también pernoctaría la tía Rosy pues era fin de semana y sus hijos debían pasarlo con su exesposo y pues, para no quedarse solita y menos en ese estado, tenía que dormir ahí. Mauricio le cedió su habitación como gesto de buena voluntad, argumentando que él prefería quedarse en la sala y así poder ver películas hasta tarde. Todos se durmieron rápidamente dado los alcoholizados que estaban. Y una hora más tarde, aprovechando las penumbras de la casa, dejando encendido el televisor para disimular, subió a su cuarto y pretextaría el buscar un edredón si acaso era detectado. No fue así. Él entró en el dormitorio que lucía más amplio al no tener que compartirlo más con su hermano mayor que trabajaba fueras, y descubrió el bulto que generaba su tía al estar tirada en la cama y apenas cubierta ligeramente por una cobija. Le susurró un par de cosas para cerciorarse de que estaba en el sueño profundo, y luego fue deslizando la cobija para dejar a la vista lo que había debajo. La lámpara de cama estaba encendida, así que eso mejoraba todo.

El nerviosismo creció cuando vio que la tía Rosy aún portaba el vestido de la fiesta y sólo se hubo descalzado para dormir, y su calentura se intensificó al ver la falda de aquella prenda un poco corrida hacia arriba. Despacio, con sutileza, subió más el vestido hasta que pudo ver aquellos muslos dejando lugar a las apetecibles trigueñas nalgas de la inconsciente mujer. Era una tanga azul lo que la cubría en lo más interior, una tanga azul que hacía juego con su vestido. Llevado por la curiosidad y el ímpetu, le empezó a acariciar las piernas de arriba abajo, y luego las nalgas, sintiendo no sólo su piel con las manos, sino una tremenda erección que ya se manifestaba ampliando la entrepierna de su pijama. Estaba sumamente excitado ante tal situación. Ella estaba de costado, y él empezó a sobarle suavecito la pucha por entre las caras posteriores de los muslos. Se sentían abultados aquellos labios, y él no cesó sus movimientos hasta que Rosy pareció reaccionar entre sueños, pero sólo para reacomodarse, quedando ahora bocarriba. Allí estaba ella, borracha, dormida, tirada en el colchón, con el vestido corrido hasta el ombligo y mostrando el frente de su tanga. Mauricio, instintivamente, se había comenzado a tocar el miembro por encima del pantalón del pijama, y con la mano derecha ahora le frotaba la pucha a Rosy. La curiosidad fue tal, que decidió levantar la tela de las bragas para ver al natural aquella zona tan íntima que tanta lo estaba obsesionando en ese momento. Lo hizo. Apartó la tela, y encontró un pubis liso, recién depilado, y unos labios gruesos y cerrados por la presión ejercida por la prenda. Pasó su dedo por en medio en dos ocasiones, y Rosy dejó escapar un suspiro agudo y leve, como si entre sueños disfrutara del furtivo tocamiento. Finalmente, incapaz de llegar a más dadas las circunstancias de constante riesgo, acabó haciéndose una puñeta sentado en la cama, mientras contemplaba a la tía Rosy semidesnuda de la cintura hacia abajo y con las piernas ligeramente abiertas.

Por esa razón el jovenzuelo aquel era más propenso a sentirse atraído por doña Lola. Ella representaba una de sus mayores fantasías sexuales: follarse a una madura cachonda.

Un día doña Lola vio la oportunidad de un mayor acercamiento cuando lo encontró solo en la bodega de la abarrotera durante el horario en el que todos los empleados salían a comer, y la aprovechó. Sedujo al chico, lo llevó hasta atrás, a un pasillo formado por cajas de cartón apiladas, y le brindó un gran y caliente escarceo. Se dejó besar por el chico, se dejó tocar, manosear obscenamente, masajear sus carnes de manera descarada; le frotó el bulto de la entrepierna con sus nalgas, luego con su pubis; le enseñó las tetas, le mostró la tanga, le agarró la polla cuando él, desesperado, se la sacó; se la frotó un buen rato, pero lo dejó sumamente caliente ante el peligro de ser descubiertos. Ya habría oportunidad de completar la obra, por lo pronto sólo le daba una probadita de lo que ella podía ofrecer.

– ¡Sí, ah! Me bajé un poco las mallas y le mostré la tanga, él quería verla, estaba obsesionado con eso y lo complací. Lo dejé que viera cómo se me metía la tela entre las nalgas, y la verga se le paró de inmediato, se le puso durísima de poder verme así y más aún de poder sentir mi piel con su manos cuando me sujetó de las caderas –comentaba agitada y animosamente doña Lola al Zarco en un posterior encuentro.

Él la tenía tirada sobre la cama, le había subido hasta la cintura la falda que llevaba puesta, sin dejarla desprenderse de las zapatillas, despojándola por completo de las bragas y, abriéndole las piernas y obligándola a que las flexionara, la sujetaba por los muslos y le pasaba la lengua por entre sus labios íntimos, abriéndolos con la acción, tallándolos y luego lengüeteándole el clítoris. Ella se retorcía cachondamente al tiempo que se masajeaba los senos por encima de la blusa, misma que luego se fue desbotonando para poder tocarse de mejor manera, más al natural.

El Zarco también disfrutaba el someterla de esa forma, teniéndola a su merced para proba, para degustar el sabor de su conchita empapada. Por momentos le empujaba más las piernas con ambas manos, echándola un poco más hacia atrás, y entonces aparecía ante él aquel ojete oscuro y estrecho que de igual forma lo enloquecía y no titubeaba en relamer y ensalivar, consiguiendo que ella gimiera por la estimulación que se volvía completa en la parte baja de su cuerpo. Por intervalos daba leves punterazos con la lengua en ese orificio ahora dispuesto para él, empujando con suavidad e incrementando el gozo. Había días en los que no fornicaban consumando el acto sexual como tal, pero aun así deliraban brindándose placeres orales mutuamente.

– ¡Es un mocoso, pinche Lola tan puta!

– ¡No me importa! Sé que lo es pero, la verdad, se me antoja mucho el chavo... ¡ah! No estaré tranquila hasta que no pruebe su juvenil y fresca leche, su semen jovial.

La lengua del Zarco enloqueció desde siempre a doña Lola, por eso ella jamás protestó cuando él la tiraba sobre la cama para prodigarle aquellos lengüetazos frenéticos...

Doña Lola era toda una hembra, monopolizarla resultaba casi antinatural, aunque Willy, su Macho, no lo entendiera del todo. Él la gozaba, claro que sí, pero al no comprenderla no lograba explotar todo su potencial, no conseguía realmente exprimir todo su jugo como si ella fuese una lujuriosa fruta que ha alcanzado su mejor momento, que ha enverado para estar mejor que nunca. Disfrutaba siendo cabalgado por ella o montándola enérgicamente, domándola como una potra salvaje y briosa, pero de haber abierto un poco su mente, quizá hubiese conocido placeres nunca antes experimentados.

A doña Lola le gustaba calentar braguetas, eso era muy cierto, disfrutaba sintiéndose observada, a veces admirada, muchas otras deseada, apetecida, pero había algunos tipos que le despertaban la cachondez y a los que les brindaba la oportunidad de gozar de sus favores, o a los que simplemente consentía dándoles una estampa para recordar, un taquito de ojo, por llamarle de algún modo, o cualquier otra cosa, justo como lo venía haciendo con Mauricio, el chavo de la abarrotera, o con algunos más según se presentaran las circunstancias.

En ocasiones le gustaba dejarse rosar en el autobús, sobre todo cuando éste iba a reventar en las horas pico. Sí, le gustaba sentir que alguien se acercaba mucho y que le pegaba la entrepierna contra su cuerpo, a veces en la cadera, otras en el muslo y otras más en sus voluptuosas nalgas. Incluso, cuando se podía y existía el ambiente necesario, ella lo propiciaba, fingiendo reacomodarse o desplazarse con los movimientos bruscos del autobús de doble cabina, y se pagaba a algún hombre, maduro o joven, el que le agradara, ella escogía. Nunca fue rechazada, nunca percibió incomodidad en alguna de sus víctimas pues, aunque no externaran su acuerdo verbalmente, se reacomodaban de tal forma que pudieran sentir mejor la redondez de sus nalgas cuando ella pegaba a sus cuerpos. En una ocasión ella fue rozando durante un breve trayecto su pubis contra la rodilla de un joven como de veintitantos, y por supuesto que éste jamás se movió, jamás retrajo la pierna siquiera para no dejar de gozar de aquel erótico frotamiento. Después, cuando ella estaba por bajarse, dio media vuelta para buscar salir de entre aquella sobresaturada cabina, y el tipo colocó estratégicamente su mano sobre la rodilla, para con ello lograr rozar las nalgas de la cachonda mujer disimuladamente.

Si en este mundo todos fuéramos un poco más francos, quizá nos evitaríamos muchos problemas. Así como a doña Lola le gustaba aquella práctica pareciéndole excitante, también había muchas otras mujeres que lo disfrutaban pero que difícilmente se habrían de abandonar a gozar un poco de aquellos roces indecentes en el autobús. A La Güera también le atraían dichas situaciones, ella también las disfrutaba cuando se daban de manera espontánea, aunque no lo quisiera aceptar ni en las charlas entre amigas, quizá salvo cuando llevaba algunas cervezas encima y la desinhibición comenzaba a imperar. Esporádicamente La Güera recordaba cómo una vez no había podido quitarle los ojos de encima a un mancebo bien parecido, que usaba ropas ajustadas, incluido un pantalón sumamente entallado de tono claro con el que el bulto de la entrepierna se le notaba de una forma casi obscena. Al parecer el joven aquel disfrutaba de ser observado, y al percatarse de la mirada constante de ella, empezó a experimentar una ligera erección que permitió que se le remarcara la polla contra la tela del pantalón en dirección descendente y pegada al muslo. “Este cabrón de seguro no trae calzones”, fue lo que pensó La Güera debido a que la nitidez de aquella silueta así lo sugería. Se excitó viendo aquel miembro obligado a bajar la cabeza por lo entallado de la prenda, pero que mostraba parte de su longitud y grosor, inundándola con imágenes variadas como tratando de adivinar cómo era al natural.

La Güera también recordaba de vez en vez, el día en el que, llevada por las condiciones del lugar y por el momento en el que se desarrollaba todo, en medio de los empujones y apretujones, ella había estado rozándole la entrepierna con la mano a un sujeto que quedó a su alcance y que le pareció que no estaba nada despreciable pese a no ser un adonis. El desconocido iba ataviado con ropa formal, quizá laboraba en alguna oficina o algo relacionado, y terminó junto a ella durante un tramo del recorrido luego de los reacomodos. Ella llevaba su bolso pendiendo del hombro y con el brazo encima, como sujetándolo para que no se le fuese a caer. El punto es que su mano estaba abajo y un tanto extendida por el efecto que el artículo de piel generaba, y entonces comenzó a sentir la entrepierna de aquel hombre chocando constantemente contra su mano cuando el autobús frenaba. Ella pudo retraer el brazo, salir de esa postura incomoda, evitar que aquello se repitiera, pero no lo hizo; no quiso hacerlo. Ella tuvo la decisión en sus manos, y se decantó por seguir sintiendo aquella forma con los dedos. Ella dedujo que había unos calzoncillos ajustados debajo, debido a que todo aquello que conformaba esa erógena zona se percibía apretado dentro de una bolsa de tela, con el pene pegado a los cojones, abultándose de una manera generosa. Qué rico y qué gratificante era para La Güera sentir aquellos huevos y aquella polla contenidos por unos calzoncillos entallados, hubiera querido abrir la mano y sobar esa área a placer... pero en esa ocasión... no se atrevió. Ya habrían próximas ocasiones, quizá tarde o temprano se repetirían las circunstancias con alguien más, de eso estaba casi segura al ser a veces tan predecible lo que sucede ahí en el enorme y largo autobús verdoso de doble cabina que asemejaba a un gusano gigantesco en el que la gente se traslada de un punto a otro de la ciudad...

Doña Lola, por su parte, seguía disfrutando de esa faceta cachonda que la caracterizaba y que, desde luego, era su preferida y la mejor que podía mostrar. Era una empleado cumplidora, una buena vendedora, una ama de casa afanosa en sus días de descanso, una amiga con la que se podían tener largas y divertidas charlas y más aún por su carácter alegre y dicharachero que salía a relucir cuando realmente ya había confianza puesto que con cualquier extraño no conversaba con misma amenidad que con un viejo conocido. Pero su mejor versión, esa parte más agradable e interesante de su temperamental personalidad, era su cachondez natural.

Se siguió fajando con discreción a Mauricio por un tiempo, teniéndolo como una opción para divertirse. Para ella, ese aspecto de su vida, era como asistir a la feria y decantarse por una u otra alternativa con tal de hacer cada visita a dicho lugar una experiencia entretenida, divertida y placentera. Disfrutaba la aventura. Nada más por eso le seguía dando probaditas al chico sin dejarle por completo al alcance aquel delicioso pastel que ofrecía. En varias y espaciadas ocasiones se entregaron a calientes escarceos en la bodega del lugar, a ambos les encantaba esa situación, en una de ésas ella llevaba puesta una falda medianamente corta y ajustada, puesto que esa tarde tenía cita para mostrar una casa en venta y precisaba lucir formal, así que optó por arreglarse de esa manera desde temprano pues luego el tiempo se le vendría encima se decidía pasar a cambiarse. También lo hizo con una segunda intención, pero la primera era la excusa perfecta para los cuestionamientos de Willy quien no tardó en preguntar entre refunfuños “¿a poco así te vas a ir a trabajar hoy, Lola?”, y entonces ella respondió: “¿qué quieres cabrón? Hoy voy a mostrar una casa y debo lucir formal, ya sabes que así es esto”.

Y por supuesto que el chaval agradeció la presencia de aquella falda estando a solas con doña Lola en la bodega carente de cualquier otro ocupante por ser nuevamente la hora de la comida. Él se dio gusto acariciándole las piernas de arriba abajo, colando sus manos por debajo de su falda para sentir sus jugosos muslos al natural, para amasarle las nalgas con desesperación, para apretarle las caderas, para frotarle la entrepierna por encima de la tela de las bragas, mismas que se empezó a percibir humedecida por los jugos que, inevitablemente, brotaban de doña Lola al ser estimulada con tanta enjundia. Él le subió la falda hasta poco más arriba de las caderas, y pudo ver aquella tanga negra que por el frente apenas lograba cubrir esa área tan excitante en la que se mostraba una piel ligeramente rasposa por el crecimiento del vello luego de una semana de la última depilación, y donde la tela parecía amoldarse tomando la forma de los labios en la parte inferior; y por detrás la prenda metiéndose entre las trémulas y generosas nalgas morenas. Eso lo excitó hasta el límite, era tan estimulante ver así a doña Lola, con la falda subida y mostrando sus carnosas formas de hembra cachonda, que la erección que experimentó comenzaba a doler. Ella ya lo había dejado anteriormente sacarle las tetas por el escote en un par de ocasiones y hasta le permitió masajeárselas y mamárselas cual becerro hambriento, y ahora que le permitía verla semidesnuda de la cintura para abajo, le parecía la gloria del erotismo al jovenzuelo calentón aquel. Sin duda aquella imagen habría de regresar constantemente invitándolo, ¡no!, obligándolo a pajearse desenfrenadamente evocando a doña Lola entangada.

Ya por aquel entonces, doña Lola había encontrado una nueva situación excitante, erótica y recurrente; había empezado a disfrutar los cachondeos leves, a manera de voyerismo y exhibicionismo, con un hombre joven también, de veinticinco años, de nombre Teodoro, “Teo” para los cuates, y que era su yerno, el concubinario de Melina, su hija la menor. Sí, ellos, Melina y Teo, vivían en la casa de doña Lola después de juntarse un año atrás, cuando la mencionada descendiente apenas tenía diecisiete. A doña Lola nunca la cayó muy en gracia que Melina hubiera optado por empezar un concubinato con el tipejo ése, pero supo que de oponerse rotundamente, y tomando en cuenta la rebeldía mal encausada de la mocosa, ésta terminaría fugándose más temprano que tarde con él. Así que por eso, a regañadientes al inicio, accedió en que se vivieran ahí en unión libre. Y no era solamente que el mentado Teo fuese varios años mayor a su hija, al contrario, eso podría hablar de una cierta madurez, lo que no la convencía es que el hombre era un tanto... conformista en algunos aspectos, pues, a sabiendas de que debía hacerse cargo de un hogar, no buscó salir de su zona de confort como empleado en un taller de calzado en el que había trabajado desde los quince años luego de terminar, a duras penas, la secundaria. No quiso buscar algo mejor, y Melina lo justificó diciendo: “¡es que a él le gusta lo que hace, amá ! Además dice que ya aprendió a pespuntar y que en cuanto “hayga” una chance lo van a poner en ese puesto, y ahí les pagan más”. Otra cuestión en contra de Teo, era el hecho de que solía reunirse con los vagos de la colonia, sí, era amigo de ellos y le gustaba andar en el desmadre, algo que hacía suponer que no sentaría cabeza. Pero bueno, no quedó más que concederles el beneficio de la duda.

Pero Teo, sabiendo que no era del agrado de su suegra y que habrían de morar en la misma casa, decidió comportarse a la altura, ponerse las pilas , y ganarse la confianza de la que aún no gozaba. Dejó sus compañías perniciosas parcialmente, ya sólo para el sábado pues algunos de sus amigos trabajaban con él en el taller, y la mayor parte del tiempo libre lo pasaba en el hogar, donde vivía de arrimado, ayudando con algunas labores, acomidiéndose, granjeándose y desquitando lo que se le daba, y pues así, luego de unos meses ya había cambiado la imagen que doña Lola tenía de él.

Doña Lola, de un día para otro, no sólo se sintió satisfecha con su comportamiento, sino que hasta que como que empezaba a bromear con él de una manera pícara, sobre todo porque el tipo acostumbraba andar sin camisa en las tardes calurosas antes de ducharse, y mostraba una figura medianamente atlética pues se ejercitaba con pesas constantemente. Tenía algunos tatuajes pero eso, lejos de desagradarle a ella, le generaba cierto morbo pues lucía como un tipo rudo, un chico malo. “La verdad sí está sabroso el cabrón, por una parte entiendo a la pinche Melina, si no es pendeja la culera”, le confesó doña Lola a La Güera un día que estaban platicando precisamente sobre la estadía indefinida de la pareja.

De vez en cuando, doña Lola salía de su habitación por las noches, misma que estaba aislada del resto de la casa por un pasillo descubierto ya que gran parte de la construcción de había quedado en obra negra luego de su divorcio con El Zarco, y llegaba hasta la cocina para beber un vaso de agua. El detalle es que lo hacía portando sólo la ropa que usaba para dormir, sobre todo si la estación era calurosa. Eso lo había hecho desde siempre, y no pensaba cambiar sólo porque hubiese alguien más en el lugar, él tenía que adaptarse y no ella. Allí estaba en la cocina, portando apenas ropas ligeras, a sabiendas de que en cualquier momento podría ser descubierta por Teo. Y así pasó. Varias veces el hombre, llevado por la curiosidad, se había levantado de la cama para ir supuestamente a mear, y veía las curvilíneas formas de doña Lola escasamente cubiertas por un short diminuto y una blusa desgastada y delgada. Él también salía sólo en calzoncillos, un bóxer holgado y delgado comúnmente, y luego de saludar con un “buenas noches”, se acercaba al baño, encendía la luz, permanecía unos segundos en la puerta, y luego ingresaba. Doña Lola no perdía detalle de eso pues, con la luz emergiendo del cuarto mencionado, se iluminaba el bóxer y se dibujaba la silueta de aquel miembro colgando entre sus piernas. Teo fingía no percatarse de nada, y cerraba la puerta posteriormente.

Era un jugueteo erótico y perverso, sobre todo tomando en cuenta que se trataba de su yerno, pero mientras todo quedara en eso no habría problema alguno, al menos eso era lo que ella pensaba al respecto. En algunas ocasiones, doña Lola se percató de que Teo la espiaba cuando ella se cambiaba de ropa, pero no le molestó en lo absoluto, al contrario, le agradó, le resultó excitante y más aún porque, supuestamente, ninguno se daba cuenta de que ambos sabían de esa situación. Cuando ella estaba en casa durante la semana y solamente la acompañaba Teo, se ponía a realizar cualquiera de sus quehaceres despreocupadamente, pero procuraba ponerse las mallas más viejas que tuviera en su ropero, ésas que se transparentan bastante luego de haberse desgastado con un sinfín de lavadas y, por supuesto, con unas bragas sexys debajo de éstas. Se agachaba y se le veían deliciosamente las nalgas atrapadas por aquellas bragas cortas y entalladas, y Teo no podía evitar el sentir una creciente excitación. Ver así a su suegra, que estaba “bien sabrosa” a su entender, lo calentaba sobremanera. Y más aún cuando la veía usando el lavadero para tallar algunas prendas que no podía echar a la vieja lavadora, mientras portaba una blusa de escote generoso que con la postura y los movimientos duplicaba su amplitud mostrando aquellas tetas balanceándose y amenazando con salirse de la tela.

Sí, a Teo se le calentaban los huevos de mirar en dichas condiciones a su suegra, y muchas veces terminaba follándose enérgicamente a Melina pensando en la primera. Sí, cuando tenía a la jovenzuela por las noches tirada sobre el colchón, desnuda de la cintura hacia abajo y con las tetas al aire, con las piernas abiertas, levantadas y apoyadas de las pantorrillas en sus brazos, y la penetraba sin cesar sintiendo su calor, humedad y estrechez, lo hacía recordando a doña Lola si es que acaso ese día hubiera existido una situación insinuante y erótica entre ambos. Cogerse a su suegra se estaba convirtiendo en una de sus mejores fantasías sexuales, de las más recurrentes, por encima de muchas otras que constantemente lo acosaban. Y melina gozaba y gozaba, era tan desquiciante tener a aquel macho entre las piernas, embistiéndola desbocadamente, metiéndole todo su miembro hasta el fondo y regalándole sendos orgasmos que concluían cuando él la bañaba por dentro con su abundante y consistente semen.

Ella lo gozaba, ¡claro que sí! Supo aplicar algunos consejos recibidos de amigas muy cercanas o hasta de su hermana la mayor, Vanesa, quien ya tenía varios años de casada y que trabajaba como edecán de Telcel en Coppel. Ella le sugirió cosas, artimañas, posturas y cualquier otra cuestión que pudiera enriquecer su repertorio en la intimidad ahora en su nueva vida en pareja. Melina era sumamente joven, dieciocho recién cumplidos apenas, pero era una zorrita, una loba en la cama. Ya desde que eran novios disfrutaba de aquellas situaciones eróticas y sensuales que se daban en compañía de Teo. Recordaba constantemente cómo él la manoseaba todita aprovechando que el alumbrado público de la calle estaba defectuoso y por momentos se apagaba dejando la cuadra sumida en penumbras. Recordaba cómo él, en una ocasión, le había estado restregando el pene contra su pubis luego de bajarle un poco los leggins junto a un camión de volteo que se aparcaba junto a su casa y que era propiedad de un vecino que vivía en frente. O cuando él le hacía lo mismo pero ahora teniéndola de espaldas y lubricándole las nalgas con el néctar pre-seminal que comenzaba a brotar cuando los besos y tocamientos eran mayormente ardientes y obscenos. Recordó cómo lo había hecho eyacular un día que fueron sorprendidos por la noche en un parque que, debido a ser jueves, lucía semivacío con apenas escasas personas ejercitándose en los jardines o por los caminos adoquinados o de arcilla. La situación se calentó con los besos y caricias intensas y, a la vez, discretas, y ella optó por bajarle ligeramente el pantalón deportivo que él llevaba puesto, le sacó la polla y se la empezó a frotar vigorosamente luego de retraerle el prepucio para ver aquel hongo brilloso que tanta curiosidad le generaba. Lo masturbaba por intervalos largo, pero luego cesaba y lo cubría con la chamarra cuando alguien pasaba cerca de ellos al transitar despreocupadamente por el lugar al ser público. Luego continuó una y otra vez, hasta que él no soportó más y se corrió abundantemente conteniendo aquella descarga en el suéter con el que ella lo cubría por momentos. Sin embargo ella le sujetó el miembro por el troncó mientras la eyaculación duraba, y sintió cómo éste se hinchaba y hasta palpitaba. Eso fue sumamente cachondo para ella. “Tengo el aroma de tu pitote en mi mano, papacito”, le comentó ella mediante un mensaje de texto horas más tarde cuando se comunicaban de esa manera y ella se masturbaba despreocupadamente en la intimidad de su habitación. Recordaba también que no eran los únicos que acudían a tal lugar a realizar actos semejantes, pues una de sus amigas le había platicado que fue ahí con su novio por la tarde hasta que oscureció, y mientras él se sentaba en el respaldo de una de las bancas de piedra ella lo hizo en el asiento, y como él llevaba unas bermudas, ella consiguió meter su mano por ahí retrayendo la tela lo necesario para extraer su miembro, y chupárselo golosamente.

Melina disfrutaba esa etapa de su vida lo más que podía, por eso todos los sábados esperaba a Teo bañadita y ligeramente arreglada y perfumada, y entonces se entregaban a los placeres de la carne luego de que él llegaba de un billar donde solía tomarse unas cervezas en compañía de sus amigos del trabajo. Había aprendido a mamarle la polla hasta desquiciarlo, sujetándola del tronco para sobarla al mismo tiempo que chupaba la purpúrea cabecita, y la seguía masajeando cuando succionaba uno a uno sus huevos. Había aprendido a enloquecerlo cuando, apostándolo a la orilla de la cama, desnudos por completo, ella se acomodaba encima de él como si fuera una silla, y comenzaba a darse un sinfín de sentones mientras él se sujetaba a la cama. Había aprendido a hacerlo gozar al máximo logrando con ello gozar también. Así era Melina.

Por eso ella no notaba diferencia alguna cuando Teo la sometía para poseerle salvajemente, haciéndola jadear de manera aguda y provocándole el éxtasis, pensando en doña Lola, en lo que había visto de ella, en sus formas de hembra, ¡en su cachondez de hembra ganosa...!