Doña Cachonda.
Una mujer que se va convenciendo que está en el mundo para disfrutar, para gozar y para brindar placeres por añadidura. Una madura atractiva que se desinhibe y se arrebata a los impulsos, que se abandona a experimentar situaciones cachondas, eróticas y sexuales de la vida cotidiana.
Capítulo I
A doña Lola le gustaba dormir en ropas ligeras y cortas, se ponía un short deportivo de algodón que apenas si le llegaba a los muslos y que se le corría con los movimientos, y una camiseta desgastada o alguna blusa con la que casi se le transparentaban las tetas, además de que se le marcaban los pezones. Era una señora sabrosa y cachonda, voluptuosa, pícara, ganosa, ¡una hembra! Era sabedora de lo que tenía y por eso tenía muchísima autoconfianza, era hasta un poco ególatra. Medía como 1.65 de estatura, pero con las zapatillas altas tomaba algunos centímetros extra; morena, rellenita, más bien gordibuena , de cabello largo un poco más abajo de los hombros y ligeramente rizado; caderas anchas, piernas carnosas, nalgas generosas y senos medianos pero bastante apetecibles, disfrutables.
Vivía en una colonia medio jodida por el norte de la ciudad, en una casa que había ido edificando desde que estaba casada con su exmarido, un tipo que trabajaba como transportista desde muy joven al que le decían El Zarco debido a sus ojos verdes que contrastaban extrañamente con su piel morena. Sin embargo, cuando doña Lola se separó de él, del Zarco, se quedó con aquella vivienda y el hombre se mudó a un departamento que compró mediante un crédito de interés social. Ya llevaban ocho años separados, así que era más que obvio que doña Lola ya no lo extrañaba, y menos con ese carácter tan temperamental que ella poseía.
Doña Lola había tenido un par de romances con tipos que conoció ya fuera en el trabajo o en los lugares que ella acostumbraba visitar para divertirse, pero para ese entonces vivía con un tipo diez años menor que se dedicaba al comercio y que era divorciado, al que ella llamaba cariñosa, o cachondamente: <>. Sí, así se refería a él cuando hablaba con sus amigas en medio de alguna plática cualquiera, de ésas que son tan comunes como intrascendentes. <>, decía ella cuando charlaba con La Güera, una de sus compañeras del trabajo con la que tenía una relación de total hipocresía porque era obvio que, a final de cuentas, ninguna de las dos mujeres se soportaban en entre ellas, pero igual convivían nada más por estarse tirando y por fingir simpatía.
Para dormir, como ya lo comenté, a doña Lola le gustaban esas prendas ligeras y viejas, pero que le quedaban muy bien desde la perspectiva de algún hombre, por supuesto. A veces se ponía una blusa amarilla ya muy rala y que se negaba a tirar o a regalar o lo que fuera, que no tenía mangas y se sujetaba a sus hombros por medio de delgados tirantes a los que incluso ya les había hecho un nudo al estar tan guangos luego de años de poseer aquella prenda. Con esa blusa, al no llevar nada debajo, se le notaban mucho los pezones y hasta como que se le transparentaban con la debida iluminación; sí, se apreciaba aquella coloración oscura de sus amplias areolas. Luego se ponía algún short, casi todos del mismo estilo: cortitos, pegados, con una ligera abertura a los costados, como de esos que usan los maratonistas pero de algodón y con estampados de colores que ya lucían opacos por el uso de detergente en ellos. En la época más recrudecida del invierno igual y se colocaba algún pantalón deportivo o una mallas térmicas, pero durante las estaciones calurosas no podía evitar el dormir así, en prendas cortitas y ajustadas, y apenas cubierta por alguna sábana aunque a media noche se la quitara, y es que en esa zona de la ciudad dónde ella vivía el calor se sentía más intenso. Así que terminaba en su cama, tirada ya fuera bocabajo, bocarriba o de costado, apenas cubierta por un short que se le corría hacia arriba cuando ella flexionaba una rodilla, convirtiéndose casi en uno de esos bóxer de estilo cachetero.
En ocasiones, en la temporada calurosa, despertaba a mitad de la noche sintiéndose un tanto cachonda, como deseosa de carne humana, y buscaba con sutileza a su Macho bajo las sábanas, encontrándolo con las manos y descubriéndolo semidesnudo, apenas portando un bóxer holgado pues así acostumbraba dormir él. Se le acercaba mucho, se le pegaba, y comenzaba a toquetearlo de arriba abajo, acariciándole el pecho, los brazos, los muslos, hasta que llegaba a su entrepierna y luego metía su mano por debajo de la tela de los calzoncillos, ya fuera por arriba, levantando el elástico, o por abajo luego de retraer ese tramo de la prenda. Le sobaba los huevos, y luego le sujetaba el miembro y se lo frotaba con suavidad, estimulando y provocando una casi involuntaria erección. Y cuando aquel falo ya estaba endurecido casi por completo, ella lo extraía de entre las ropas, se acomodaba para tenerlo al alcance, y comenzaba a chupárselo glotonamente pero con lentitud. Le bajaba el prepucio dejando relucir aquella cabecita rosada que coronaba un miembro largo y de tono claro, y la chupaba cual si fuese una paleta dulce y rica. Cuando Willy –El Macho– despertaba lentamente, descubría a doña Lola arrodillada y empinada, ya con las tetas al aire luego de habérselas sacado por el escote o de haberse subido la blusa, con el trasero muy levantado en dirección a su rostro, y con la cara pegada a su pubis mamando gustosamente su miembro. Él dejaba escapar un suave jadeo y un suspiro, mientras le susurraba un <>, y le comenzaba a acariciar los muslos, subiendo su mano hasta sus nalgas por debajo de la escasa tela del short, y se dejaba consentir.
Doña Lola le frotaba la verga con suavidad y luego con fuerza, masturbándolo sin cesar alternando aquella acción con las chupadas, y por intervalos también se tallaba la punta de aquel miembro endurecido contra los pezones, lubricándoselos con la saliva y el néctar que comenzaba a brotar para recubrir el glande, consiguiente que también se le pusieran muy duros con ello. Casi siempre se la mamaba hasta que se venía, hasta que él estallaba con potencia en aquella oscura habitación apenas iluminada por la escasa luz de la luna que se colaba por una ventana cubierta por una cobija que fungía como cortina. Ella gozaba bastante al ver aquel semen brotando en cantidades generosas, cayendo sobre el abdomen de él y escurriéndose por el tronco de su polla, embarrándole los dedos a doña Lola quien se la seguía sobando ya con suavidad para incrementar el placer de su macho. A ella le gustaba verlo eyacular, lo disfrutaba, saber que lo había deslechado era una idea que le encantaba pensar. En ocasiones se lo hacía por la madrugada poco antes de que llegara el momento de levantarse de la cama para mandarlo al trabajo, pues decía que enviaría con los huevos exprimidos para que no se le antojara andar de cabrón durante la jornada de labores. Eso era lo que pensaba doña Lola, aunque realmente lo hacía porque tenía esa manía, esa fijación de, de vez en vez, tomar dormido a su macho y manosearlo obscenamente hasta verlo apretar los ojos, pujar mordiéndose un labio, quedarse con el cuerpo tenso unos segundos para luego relajarlo al dejar escapar su descarga. <>.
Doña Lola, por momentos, era una auténtica calientabraguetas, una provocadora natural, y vaya que si disfrutaba esa faceta, era una de sus preferidas. Le gustaba ser una mujer autosuficiente y trabajadora, que no necesitaba que un hombre la mantuviera, económicamente hablando, para progresar, que no dependía de un ingreso por parte de su pareja para vivir, pero también le gustaba mucho saberse deseada por varios hombres, admirada en ocasiones según el caso y el sujeto. Disfrutaba que algunos hombres, de edades distintas, se acercaran a ella con cualquier pretexto sólo para entablar una comunicación con miras a una probable amistad que les permitiera ser más íntimos, quizá pensando en llegar a seducirla o al menos a intentarlo.
Ella vendía de todo un poco para conseguir sus ingresos. Trabajaba medio tiempo como representante de ventas de una marca de enlatados y visitaba a una cartera de clientes durante el mes en distintos puntos de la ciudad, aunque la mayoría se concentraban en el centro de ésta. También comercializaba con calzado por su cuenta, mismo que ella conseguía a precios de mayoreo con su pareja sentimental, Willy, su Macho, pues él tenía un negocio en ese rubro en un local de uno de tantos mercados populares de la ciudad, Zapatería Willy, precisamente, aunque no fuera tan grande o tan diversamente surtida como se pudiera pensar. De hecho ella lo conoció en parte por eso, y dicho sea de paso, porque un día le compró un par de zapatillas nuevas en aquel lugar luego de haber andado un buen rato comparando precios y calidad. También era promotora inmobiliaria por su cuenta, cuando el tiempo se lo permitía. Trabajaba con un colega que le enseñó el oficio y, de manera independiente, visitaban potenciales compradores acordando citas previas y los llevaban a ver viviendas nuevas o desocupadas para que éstos se decidieran a adquirirlas. Era mucho más difícil así que trabajando directamente con una constructora, pero doña Lola lo veía sólo como un ingreso adicional, no como el principal, por eso se conformaba con vender una casa al mes o al bimestre.
Y por esa razón, la mayor parte del tiempo, andaba con su aspecto muy bien arreglado. Se duchaba todas las mañanas, se vestía, se perfumaba y se maquillaba para salir a trabajar dando las ocho o nueve de la mañana según su itinerario que era muy variable. A veces se ponía un pantalón de lycra en tono beige, que le quedaba excelente. Esa prenda se le ajustaba perfectamente a los contornos de su cuerpo, a sus piernas, a sus caderas, a sus nalgas haciéndola lucir deliciosa pese a que trajera algunos kilitos de más. ¡Qué rica se veía doña Lola con ese pantalón!, independientemente de la blusa que eligiera para combinarlo. Y como debajo todo el tiempo llevaba tanga, ¡mmm! Se apreciaba muy bien la redondez de sus nalgas, mismas que hasta parecían temblar un poco cuando ella caminaba sobre unas zapatillas de tacón corrido que le ayudaban a estilizar la figura sin cansarse tanto, máxime al saber que permanecería de pie gran parte del tiempo; y, cuando se agachaba, se le marcaba toda la tanga y hasta se le alcanzaba a transparentar un poco. También prefería las mallas, esos leggins que fácilmente hacen juego con cualquier cosa que te pongas, y de igual forma se veía apetecible, rica, mamacita. Sobre todo cuando eran claras porque con esas se le apreciaban mejor las nalgas, por no decir que, de igual forma, cuando se inclinaba se le marcaba más la tanga. Esa doña Lola era una ricura, al menos para los que tienen preferencia por las maduras voluptuosas y cachondas; era toda una hotwife o igual una MILF.
A ella le gustaba que la mirara, la verdad, y hasta disfrutaba discretamente los piropos que se generaban de vez en vez en algún punto por donde ella hubiera cruzado en su recorrido. Le gustaba escuchar un <>, o <> o un <<¡qué rica estás, mi amor!>>. Se sabía buenota y disfrutaba presumiéndolo. Incluso, por momentos, a su cabeza llegaban fantasías en las que alguno que otro hombre, sobre todo los chavitos, se masturbaban pensando en ella, recordándola, evocándola empinadita frente a alguna estantería mientras inventariaba el producto para luego sugerir una orden de compra al patrón o en cargado del negocio. Imaginaba a uno en particular, a un jovenzuelo como de diecisiete años que recién se había integrado a laborar en una de las abarroteras que visitaba, y que a sus ojos estaba muy guapo y muy apetecible; <>, pensaba ella cuando llegaba a su mente aquel mancebo que estibaba bultos en la bodega o que se hacía cualquier labor que le solicitaran al ser <>.
– Podría ser tu hijo, culera –le dijo La Güera cuando escuchó la confesión de doña Lola de sentirse atraída por el mocoso aquel.
– Per no lo es, cabrona –repuso sonriendo pícaramente–. ¿A poco no está guapísimo el morrito ése? ¿Qué... acaso no te lo cogerías?
Y La Güera dejó escapar una ligera carcajada para entonces responder simplemente con un <>.
La Güera era una mujer muy del estilo de doña Lola, digamos que hasta hacían buen juego siendo amigas, bastante hipócritas, pero de algún modo amigas, envidiándose todo el tiempo, pero amigas a final de cuentas. También era una madura sabrosona, caderona, piernona, culona y tetona, cachonda aunque, aparentemente, en menor proporción a doña Lola, o quizá sólo más mustia y modosita, fingiendo recato al comentar en varias ocasiones <>, aunque luego aplicara en ella aquel dicho que reza que cae más rápido un hablador... que un cojo , en este caso, habladora. Sí, La Güera también era cachonda y medio putona, ella y doña Lola se sabían un par de secretos una de la otra que guardaban fielmente sólo porque les convenía que ninguna abriera la boca de más.
La Güera había tenido un romance extramarital con un tipo que fue su jefe directo en el trabajo durante unos meses. Le fue infiel a su marido con ese sujeto en algunas ocasiones, y eso lo sabía y capitalizaba bien doña Lola para sus intereses. El sujeto, el corneador, era un tipo foráneo que viajaba mensualmente a León para supervisar las ventas a cargo de La Güera y de otras promotoras en la zona, y no perdía oportunidad para intentar seducir a la mujer en cuestión. A ella le gustaba porque era un hombre medianamente joven, treinta y tantos quizá, bien parecido y que todo el tiempo lucía impecable debido a su trabajo, portando ropas limpias, formales y perfectamente planchadas, oliendo a una fragancia fresca y varonil, engomado del cabello y siempre recién afeitado. A ella le gustaba lo bien que el tipo lucía, su carácter amable y seductor, su facilidad de palabra, y sus glúteos redondos que se apreciaban de mejor forma cuando él usaba unos Dockers de tono claro, mismos que permitían apreciar mejor el bulto de su entrepierna cuando él se sentaba a conducir el auto en el que ella también abordaba para hacer el recorrido de los clientes. La Güera miraba, de vez en vez, aquel paquete regordete que se exhibía entre los muslos del sujeto cuando él tomaba el volante con una mano y la palanca de la transmisión con la otra, y se quedaban atorados en el tráfico pesado al mediodía. El tipo era un calentón de igual forma, estaba casado pero eso no lo limitaba para irse de aventura cada vez que visitaba esta ciudad dejando a su esposa en la otra, y un día se sintió estimulado al notar la mirada de La Güera, tanto que una erección apareció paulatinamente hasta que la forma de su miembro se fue dibujando sobre su muslo y bajo la tela del pantalón, luego de salírsele por un costado de la trusa que portaba.
Doña Lola sabía de eso porque la misma Güera se lo platicó, y hasta comenzó a desarrollar una atracción por el mismo sujeto, el supervisor, aunque luego tuvo que resignarse a no verlo más pues él fue despedido por falta de resultados. Y cómo no lo iban a correr si nada más venía a la ciudad a pasearse, a ver nalgas, a emborracharse, a divertirse y no a trabajar en forma. Así fue como terminó por seducir a la mujer mencionada.
El marido de La Güera, un tal Charly, trabajaba como encargado de mantenimiento de una cadena de cines y, ante la apertura de un nuevo complejo de pequeño tamaño en un pueblo ubicado como a dos horas de León, él tuvo que ir a supervisar la instalación de muchos de los aparatos tecnológicos que le incumben a alguien que realiza su labor, y por tal razón se quedó unos días allá. El punto es que esa ausencia coincidió con una de las visitas del sátiro supervisor de La Güera, y ésta terminó aceptándole una invitación a comer un día que el trabajo estuvo supuestamente ligero, aunque realmente fue que el tipo ése dejó la chamba tirada por andar de cabrón, y así se fueron a un restaurante-bar de buena calidad. Sí, al tipo no le importó un carajo dilapidar lo que traía en la cartera con tal de mostrase generoso, desprendido, ante los ojos de ella. Comieron, bebieron, tomaron impulso, siguieron bebiendo en otro lugar ya un poco más discreto y él la emborrachó bastante. Ya ebria, cualquier renuencia en La Güera se disipó por completo, y aceptó gustosa cuando él le propuso que se fueran a un lugar... <
Y es que el relato de La Güera fue descrito con bastante detalle:
No, amiga, la neta yo ni suponía que eso iba a pasar, ni siquiera que me iba a invitar comer. Yo me arreglé normal, como cualquier día...
Yo al principio pues guardaba mi distancia, pero ya medio peda me empecé a relajar de más. Estando en el segundo bar, en el que estaba más discreto, nos empezamos a dar un faje leve. Él me besaba cachondamente pero tranquilo. De pronto yo le acaricié la pierna hasta arroba, hasta que me topé con su cosa. Ya tenía el pito bien parado desde ese momento, se le sentía apretado contra el pantalón, y como la tela era delgada pues mucho más. La neta si se lo toqué ahí, bueno, se lo rocé con el dedo como para más o menos saber del tamaño y grosor, pero la verdad sí me puso muy caliente hacer eso.
El motel estaba chido, era de buena calidad. Desde que entramos al cuarto se me fue encima y me empezó a besar y a manosear por todos lados, y eso me puso muy cachonda, hasta me hizo jadear nada más con sus tocamientos mientras me besaba el cuello y los hombros. Se me pegaba mucho, se me restregaba y yo sentía toda su verga bien parada, y se la empecé a sobar por encima del pantalón. Me fue encuerando todita sin dejar de besarme. Yo me sentía bastante mareada así que me tiré en la cama y lo dejé hacer de todo sin mucho problema . Me dijo que le encantaban las mujeres que se depilaban la conchita luego de quitarme el pantalón verme así en tanga para notar que estaba lisa del pubis. Dijo que lo calentaban mucho mis tetas, pero más aún mis pezones rosaditos, y no dejó de chupármelas luego de quitarme la blusa y bajarme las copas del sostén. Yo sentía bien rico porque él se frotaba contra mí, tallándome su bulto todavía con la trusa puesta contra mi panocha por encima de la tanga. De pronto se le salió la verga por un lado de la trusa, y finalmente se la vi. La tiene bien sabrosa, más grande que mi marido, y la traía toda pelada porque cuando se le paró se le bajó el gorrito, con la cabecita mojada de fuera. Al principio yo no quería cuando me lo pidió, pero, estando tan peda, me puso la polla en la cara y me la talló sobre los labios, y yo acabé dándole unas mamadas que luego fueron mamadotas. Primero me cogió así, de misionero de principio a fin, y sentí toda su venida adentro, me empapó toda. Andaba muy cargado el cabrón. Luego de un rato de recuperarnos y eso, empezamos a ver una película porno en uno de los canales que tiene el paquete de ahí del motel, y que se vuelva a calentar. Me puso de ladito y así me la volvió a meter toda mientras me apretaba las tetas y me mordía la espalda. Esa segunda vez se salió antes de venirse y se corrió entre mis muslos muy rico. Me cogía como desesperado, ansioso, y la verdad me encantó, me dejó bien enlechada.
Así fue como doña Lola supo de las andanzas de su “querida” amiga. Al principio le dio envidia, pero luego le empezó a generar morbo, sobre todo porque, de algún modo, conocía al tipo ése sin ropa debido a los comentarios de su amiga, y fue desarrollando una cierta atracción por él. Le traía ganas, ¡claro que sí!, pero lo malo fue, como ya lo comenté, que el sujeto fue despedido y no lo volvieron a ver más en León.
Sin embargo doña Lola también tenía sus secretillos, sus cositas furtivas. Ella se seguía viendo periódicamente con El Zarco, no con tanta frecuencia para evitar broncas, pero se encontraban de vez en cuando para ir a follar. Ella no lograba desprenderse por completo de él, y así recordaban viejos tiempos aunque ya cada uno tuviera su pareja respectiva.
El Zarco era un hombre alto, como de 1.85, robusto, de brazos y piernas fuertes, parecía un oso y más aún por su tupida barba y sus antebrazos velludos de manos grandes como de ogro; de hecho le apodaban “El Shrek” por su aspecto imponente. Pero lo que más le gustaba a doña Lola y que era lo único que le obligaba a no olvidarlo, era su tremenda polla, larga, gruesa, prieta y cabezona, y sus grandes cojones pesados y permanentemente rellenos de semen. Además también le encantaba su carácter intenso, era un calentón como pocos, un sátiro auténtico que necesitaba estar vaciando sus huevos constantemente. Se encontraban, por lo regular, en un hotel del centro que tenía una segunda entrada por una calle solitaria y discreta. Se veían ahí para fornicar sin para durante dos horas, y en algunas ocasiones él llegó a aparcar el tráiler que conducía cerca de la casa de doña Lola, y él lo visitaba para retozar en el camarote en las noches en las que al Willy le tocaba estar entregando o recibiendo algún pedido, o que simplemente estaba ausente y bebiendo en algún bar con sus amigos del mercado.
Doña Lola gemía agudamente como puta cada vez que El Zarco la poseía teniéndola de misionero o de perrito, sus posturas favoritas, al tiempo que le apretaba las tetas con fuerza, chupándole glotonamente los pezones alargados y oscuros, ordeñándola, sacándole la leche que aún ella producía debido a la estimulación periódica. Sí, a doña Lola todavía le seguía saliendo leche de los senos porque le encantaba que se los mamaran con fuerza en la succión, y al Zarco desde siempre había disfrutado bastante de aquel líquido que brotaba no con tanta presión ni en cantidades tan generosas como en pasado, pero que salía para satisfacer ese extraño placer; él creía fielmente en que esa leche le daba vigor sexual, que era como un afrodisiaco. Mientras se la tiraba de perrito, le ensalivaba el culito con un dedo y hasta se lo iba introduciendo lentamente, y, al ser ese miembro tan regordete, simulaba a un pequeño pene que doña Lola gozaba cual si fuese una excitante doble penetración. Ella gemía, jadeaba, pujaba y hasta sollozaba al ser follada tan intensamente por El Zarco, e invariablemente, cuando él estaba por llegar al orgasmo, ella le pedía que le diera su descarga en la boca. <<¡Dame tu leche en la boquita! ¡Échamelos en la boca, cabrón! ¡Quiero saborear tus mecos!>>, decía ella con autoridad, al tiempo que se acomodaba para sujetarle la polla al Zarco, frotándosela como con rabia, bajándole el prepucio y dejando bien descubierto el glande, y se pegaba a él para recibir la generosa descarga. Ella decía que el sabor del semen del Zarco era mayormente intenso, concentrado, y que nunca había probado uno igual aunque fuesen pocas las ocasiones que lo hubiera hecho con otra persona. <>.
– ¿Se la mamas a ese cabrón? –solía preguntar El Zarco a manera de jugueteo perverso, refiriéndose a Willy, mientras jadeaba al copular con doña Lola. Era una extraña manía que ambos habían desarrollado al fornicar, como si ambos gozaran con esa serie de preguntas que, a la vez, sugerían una respuesta.
– ¡Sí, sí... ah! ¡Sí lo hago! ¡Sí se la mamo cada vez que me da la gana! ¡Me gusta mamarle la verga! –respondía ella entre gemidos, estimulada por tan extraño cuestionamiento que le resultaba sumamente erotizante.
– ¡Eres una puta! ¡Te encanta la verga... lo sé... oh! ¿Cómo la tiene?
– ¡Ah...! Es blanca, grande, con la cabecita rosadita y la venas muy marcadas, ¡ah! A veces lo despierto con una mamada, y le chupo la verga hasta que se viene... ¡oh... ah! ¡Así, Zarco, así, cabrón... te siento muy duro, muy hinchado! ¡Así, chúpame las tetas, sácame la leche, hijo de tu puta madre! ¡Ay, qué vergudo estás... ah...!Sí, doña Lola también tenía sus secretillos, aunque muchos de ellos se los reservaba sólo para su consciencia, mismos que de repente la asaltaban y la llenaban de calores que precisaba apaciguar ya fuera con su Macho, con El Zarco, o con el afortunado que se hubiera cruzado en su camino cuando algún mal pensamiento le poseía y la enloquecía. Ella era una hembra ardiente, ganosa, gozadora y dadora de placeres de todo tipo, para los mirones que disfrutaban viéndola andar, o para aquellos suertudos que lograban acceder a sus favores; y el único pecado hubiera sido querer controlar y monopolizar a tan fogosa mujer. María Dolores Fonseca, simplemente era... doña Cachonda, una hembra digna de ser reverenciada y jamás censurada...