Don Benedicto

El jefe era todo un oso; el secretario un aguililla que le bailaba el agua y qué sé yo, que sólo era un ratón de biblioteca tras el queso de Don Benedicto.

DON BENEDICTO

Era nuevo en la oficina, un pequeño piso en el centro de la ciudad, habilitado como sucursal de una empresa madrileña de la construcción. Constaba de tres espacios principales: el hall, donde estaba mi mesa, un despacho con los archivos, donde reinaba Alonso, y otro más amplio, con baño incorporado, que era la sede del jefe, Don Benedicto.

Era Don Benedicto un cuarentón de mediana estatura, entrado en carnes sin ser obeso, recio y anchote, aunque su característica más peculiar eran su barba negrísima y su increíble pelambrera.

Solía deshacerse de la chaqueta nada más llegar, inundando el ambiente con una fuerte mezcla de olores: after shave, desodorante y una potente colonia con olor a madera. Su camisa transparentaba el vello rizado de su torso y vientre, y hasta la depresión de su ombligo. Al caminar, bamboleaba las nalgas como masas de gelatina.

El otro, Alonso, era un aguililla. Era delgado y algo bajito, con un culo ancho y redondo bajo una curiosa cinturita casi femenina. Era pulcro, y apenas tenía barba, y era quien llevaba el peso de la oficina.

Cuando llegué, me trató como un ministro a un obrero, con esos ojos pequeños de pajarraco malvado.

Mis funciones eran atender a las visitas y al teléfono, ordenar facturas, mecanografiar cartas y, sobre todo, hacer los recados.

Un día me mandó Don Benedicto a comprar papel de pagos del estado. El estanco estaba a la vuelta de la esquina y cuando llegué, estaba completamente vacío, así que regresé a la oficina a los cinco minutos.

Metí la llave y abrí la puerta. Alonso no estaba en su despacho y desde el de Don Benedicto salían unos sonidos muy extraños, como quejidos de dolor.

Me acerqué sigiloso llevado por la curiosidad. La puerta estaba casi cerrada, pero por una rendija pude descubrir el origen de los sonidos. Don Benedicto estaba de pie con los calzones en los tobillos, mostrando un culo asombrosamente cubierto de pelos, unas piernas como columnas peludas, y un pene tan grande que me hizo abrir la boca de asombro. Delante tenía otro culo, redondo y brillante, sin un pelo, en donde clavaba su estaca lentamente. Sin duda, era el de Alonso.

Efectivamente, pude oir la voz melosa de Alonso que gemía:

-Ay, sí, así, jefe, qué bien me folla. Y la de Don Benedicto:

-Calla, maricón, tómala toda y disfruta.

–Ay, sí, qué gorda es, qué gusto me está dando.

Entonces el jefe empezó a embestirlo con fuerza:

-Toma, hijo de puta, trágatela toda hasta los cojones, y empuja fuerte, que te llegue hasta el estómago. Y comenzó a soltar gemidos y blasfemias:

-Me cago en Dios, vaya culo tiene el maricón.

Entonces creo que se corrió. En seguida la sacó y se fue a su baño personal a limpiarse. Alonso se incorporó y se subió el slip y los pantalones. Yo estaba aguantando la respiración, con el pene tieso como un pepino. Fui silenciosamente a la puerta, la abrí y la cerré de golpe para fingir que acababa de entrar.

Salió Alonso muy colorado y me dijo:

-¿Ya estás aquí?

Y me di cuenta de que me miraba la entrepierna. Aún tenía parte de la inflamación anterior, y me puse colorado. Me clavó sus ojillos intentando averiguar si yo había visto algo. Yo bajé la mirada y me puse a ordenar facturas.

Pasaron los días y el incidente aquél no se borraba de mi mente. Delante de mí se comportaban como jefe y empleado, sin nada extraño que los delatase. Pero siempre que yo volvía de un recado encontraba a Alonso algo sofocado.

Otro día, a las 8.30, llamó la mujer de Alonso. Su marido había sufrido una caída y se había roto una pierna. Tenía para un par de meses de baja laboral. Desde entonces su trabajo recayó en mis espaldas. Don Benedicto no dejaba de llamarme para esto, para lo otro, para lo de más allá... Me tenía agobiado con tanta tarea.

Un día, como era habitual, me llamó a su despacho. Cuando entré y no lo vi tras su mesa, me intrigué.

–Quiero que prepares el dossier de GRÚAS LOZANO.

Su voz venía del cuarto de baño. Estaba de pie, de espaldas a mí, meando profusamente en el water, a juzgar por el sonoro ruido de su chorro. Los pantalones estaban medio caídos y pude verle la raja del culo, tan peluda como la de un oso negro. Mi pene dio un brinco en mi bragueta y comencé a empalmarme. Él terminó y se subió los pantalones que, al estarle apretados, marcaban sus nalgas a la perfección. Al salir, notó mi sofoco y me miró el bulto. Yo titubeaba:

-¿El de GRÚAS LOZANO?

–Sí - dijo él, y no me quitaba el ojo de la bragueta-, el de GRÚAS LOZANO.

Yo, que nunca entraba en el archivo de Alonso, no tenía idea de dónde podría estar aquel dossier.

–Es que no sé dónde está –dije con timidez.

–Aquí, hombre –dijo él.

Se metió en el despacho de Alonso y se agachó para abrir un cajón. Estuvo así, en pompa frente a mí, un largo rato, buscando el dichoso dossier. Yo disfrutaba embobado de sus gloriosas nalgas, separadas por una profunda raja; hasta el agujero del culo se le notaba bajo tanta apretura.

–Mira, aquí está, para que lo sepas.

Me acerqué para ver y él se levantó, y al hacerlo me rozó. Me hablaba de lo importante que era tener cada cosa en su sitio, y me volvió a mirar el bulto de mi entrepierna. Entonces se apoyó en el fichero y mi cabeza quedó aprisionada a la altura de su sobaco. Olía a desodorante y a sudor fresco. Tenía su cara junto a la mía y decía:

-¿Te das cuenta? Cada cosa en su sitio.

Y me apretó contra la pared de cajones simulando buscar algo en otro cajón. La polla me iba a romper el pantalón y, aunque mi estado era evidente, él fingía que no se había dado cuenta.

-Mira –dijo-, ahí está también el de CEMENTOS AIRLAND, cógelo.

Tuve que agacharme dándole la espalda y él, pegado a mí, se inclinó para señalarme el sitio exacto. Me puso un señor rabo. Se apretó contra mi culo y noté un agradable calor contra mis nalgas temblorosas. Algo duro e inmenso me presionaba las carnes por detrás. Noté su respiración caliente en mi cuello. No se cortó ni un pelo, sino que empezó a rozarse cada vez con más fuerza. Entonces me pasó un brazo por el estómago y me estranguló contra su bulto. Fue bestial. Me acopló una enorme barra de carne justo a lo largo de mi raja. Yo ya perdí la compostura y me apreté contra aquel poste abrasador. Bajó la mano a mi bragueta y me asió la polla con fuerza.

-Parece que te gusta, maricón.

Me desabotonó los pantalones y me los bajó de un golpe. Luego me pegó una sonora palmada en una nalga y dijo:

-Qué buen culo, nos lo vamos a pasar pipa.

¿Qué os voy a contar de lo que sucedió después? Sólo que me perdí en sus brazos de gorila. Me besó en la boca aunque intenté rechazarlo, me apretó como una boa, me hizo mamársela, comerle el culo peludo, los abultados pezones, y, finalmente, lamiéndome el orificio primero, me la introdujo de golpe. Y aunque me dolió horrores, al cabo me vino un gusto que fue creciendo y creciendo hasta que, al notar su semen ardiente en mi interior, exploté en un orgasmo tan violento que dejé los archivos cubiertos de mi espeso y blanco jugo.

Desde entonces temo el día en que Alonso vuelva al trabajo, y rezo para que se rompa la otra pierna.