Dominicana mon amour (1)

Un joven distinguido decide tomar unas vacaciones en el Caribe y vivirá calientes historias.

Dominicana Mon Amour (1).

Hace un par de años, cansado por el ajetreo de mi vida laboral, decidí que era ya tiempo de emprender unas vacaciones como jamás lo había hecho antes.

Claro, con 35 años, ya no estaba en edad de emprender esas aventuras tipo "la vuelta de Sudamérica en moto". Lo mío era un deseo más banal: un buen hotel cinco estrellas del Caribe y mucho lujo en un paquete de 15 días.

El dinero, por suerte, no era mi problema. Me desempeñaba como alto ejecutivo de una prestigiosa empresa familiar y eso tiene sus ventajas económicas y de disponibilidad de los tiempos.

Después de haber consultado a algunos amigos del rubro turístico terminé optando por Punta Cana y un hermoso hotel español del cuál me dieron excelentes referencias.

Un poco más difícil fue explicar que quería ir solo y ni siquiera aceptar las ofertas de "solos y solas". Supongo que estaba un poco librado a mis propias fuerzas en materia de conquistas femeninas y rechacé todo lo que pudiera ser considerado una "pequeña ayuda".

Un mes después me alojé en el Hotel, donde realmente comprobé que todo lo que de él me habían dicho con palabras se quedaba corto frente a la experiencia directa. Me recibieron con turistas de todo el mundo, principalmente españoles y alemanes, en un cocktail de bienvenida en el que solo hubo tiempo para "ojear" gente distinta que seguramente durante al menos una semana cruzaría en la playa y los demás paseos del lugar.

Llamó principalmente la atención que el grueso de los turistas se componía de matrimonios con una característica que parecía repetirse: ellas eran sofisticadas cuarentonas y ellos parecían ser mayores en edad que sus cónyuges, pero sin dudas muy adinerados. Había algunas mujeres más jóvenes, de aproximadamente mi edad, pero no eran más de media docena. En particular me llamaron la atención aquel día un par de rubias holandesas que parecían salidas de la portada de playboy.

Ya instalado en mi habitación comprendí que mi cansancio no era poco y quedé profundamente dormido hasta el amanecer.

Mi plan para el primer día fue disfrutar de un suculento desayuno y luego del gym de musculación, actividad de la cuál soy afecto y me mantiene en excelente forma.

Finalizado, al fin me dirigí a disfrutar de un hermoso día de playa y de sol.

Con el correr del tiempo pude observar la fauna que me rodeaba. Las cuarentonas que había visto al llegar me parecieron unas auténticas zorronas. Llegaban a la playa con minúsculas tangas y cuerpos esculturales y en todos los casos practicaban el top less. Sus maridos, en cambio, exhibían menudas tripas que caían rollizas sobre sus zungas y usaban todo tipo de ridículos sombreros para cubrir sus calvas del potente sol del Caribe.

En muchos casos, noté que algunas de ellas desviaban a veces sus ojos hacia la tumbona dónde yo descansaba y me percaté de que salvo alguna que otra excepción yo era lo único que llamaba la atención en ese lugar. Esa sensación se consolidó con el correr de los días, cuando al circular por el complejo comencé a notar que algunas mujeres –aún estando acompañadas de sus esposos- trataban de clavar sus miradas en mí, cuestión que no dejaba de incomodarme un poco.

Perdón, llegado aquí no me he descrito yo mismo. Como dije antes, tengo 35 años, mido 1,90, soy castaño y provengo de una familia acomodada de Buenos Aires. En mi educación influyó mucho el hecho de haber pasado 10 años como oficial en el Ejército, cuestión que modeló mi cuerpo hasta hacerlo muy tonificado y atlético. Tengo la cara un poco estropeada por las actividades castrenses, pero según mis amigas es un rostro atractivo. De hecho, jamás me han faltado mujeres, pero nunca me decidí a dar con alguna "el gran paso". Después del Ejército y un poco forzado por la familia, mi paso a la actividad privad me había parecido siempre un paso abismal al tedio.

Esa noche, con un bronceado incipiente, decidí que cenaría solo y luego exploraría el casino, el bar y tal vez mas tarde la discoteca.

En el comedor. Vestido de elegante sport, continué observando con curiosidad los matrimonios que me rodeaban. Comprobé que mi primera impresión había sido bastante acertada. Por ejemplo, había cerca de mi mesa una pareja que reconocí de la playa y que bien podía servir de modelo para retratar a todas las demás. Ella era una cuarentona con cuidados de Gym y cirugías pagadas por su esposo. Rubia, cuerpo escultural resaltado por interminables zapatos de tacón, recargada en joyas, rostro angelical de putita en celo y algo aburrido también. El, por su parte, era un cincuentón largo. Muy adinerado, seguro, tal vez luciendo a su segunda esposa, con cadenas de oro en las muñecas, reloj recargado de lujo y abandonado físicamente a los placeres de la vida. Ya saben, aunque la mona se vista de seda

En todas las mesas podría decirse que el panorama era similar. Variaban los colores de pelo y de vestido o las marcas y tamaños del reloj pulsera, pero todas ellas eran diosas maduras y ellos ejecutivos en decadencia. También observé que con disimulo, las miradas curiosas de la playa se repetían constantemente.

Durante el postre, un muchacho negro muy bien vestido, que identifiqué como del servicio del hotel, se acercó a mi mesa a preguntarme que tal la estaba pasando.

Se llamaba Jordan, era dominicano y efectivamente su tarea en el hotel era la de "maestro de distracciones". Verificaba que todos la pasaran bien, y lo hacía acercándose al huesped y brindando asesoramiento sobre las actividades.

Congenié de inmediato con Jordan y él se percató de que hallándome solo, tal vez quisiera compañía femenina, por lo que rápidamente me recetó la discoteca que abriría unas horas más tarde y antes de eso una visita al casino.

Nunca me gustó jugar. Pero en ese casino la atracción –para mí- no era la ruleta. Pasé un par de horas admirando a las bellezas maduras apostando parvas de dólares de sus ricachones esposos y a sus fabulosos cuerpos.

En particular me detuve en la rubia del comedor. Era española y estaba sentada en Black Jack. Sus piernas cruzadas, sus medias y zapatos regalaban la visión espectacular de unos muslos para no cansarse de besar. Por momentos y con delicadeza, sus ojos se clavaban en los míos enviando inconfundibles mensajes.

Mi curiosidad se despertó. ¿Qué pretendía esa mujer que hiciera yo si ella estaba "clavada" al lado de su esposo que no la dejaba ni a sol ni a sombra?

Después de un rato en que ella jugaba mano tras mano, noté que giraba su cabeza para hablar al oído de su esposo y se incorporaba de su asiento. Noté también que su esposo asentía y ocupaba su lugar, por lo que supuse que ella quería ir al sanitario. Y algo más. Antes de girar su cuerpo para encaminarse a la puerta, la muy perra también clavó sus ojos un segundo en los míos.

No dudé en seguirla sin disimulo ante los demás, dado que siendo todos desconocidos el movimiento parecía algo casual para cualquiera que no hubiese estado atento al personal y secreto cruce de miradas previo.

Fuera del salón, y sin saber bien como proceder, decidí seguirla unos pasos detrás y esperar el lugar dónde atacar, si es que esa posibilidad se daba.

A distancia prudente me deleité mirando el contorneo de su culo, su melena rubia, su andar altivo y el taconeo de sus zapatos.

Ella ingresó al hall y adiviné que se dirigía a los lujosos excusados de cortesía que el hotel tenía en un amplio, bien decorado y –a esas horas- desierto patio interno.

Cuando la ví ingresar, no dudé. Conté hasta diez y abrí la puerta del baño de mujeres introduciéndome en él. Había una docena de excusados, pero sólo uno con la puerta cerrada.

Aguardé a que saliera. Cuando sentí que la puerta se abría, sin dejarla salir, me metí dentro y volví a cerrarla.

Ella no se sorprendió. Yo estaba tan a tope por la morbosidad de la situación que sentía mi verga aprisionada. La tomé de su culito con ambas manos y la besé en los labios sintiendo su lengua en mi boca.

Mis manos levantaron su falda y ella liberó mi pija. La muy puta llevaba liguero e hilo dental.

Con mi garrote en libertad, la giré poniéndola de espaldas y apartando su hilo le clavé la estaca en su mojada raja.

Ella contorneaba su cintura y respondía con un suave jadeo a mis calientes embestidas. Sin despegar sus labios sentí su acabada cuando su vagina se contrajo sobre mi herramienta hasta casi aplastarla. Al sentirlo, con mi boca en su oreja le grité mi lechazo en voz muy baja: "es para el cornudo de tu esposo putita"

Ella se relajó, sacó mi pene, se sentó en el excusado y comenzó a chuparla con agitación, bebiéndose toda la carga y dejándola reluciente.

Yo la miré, sin decir nada guardé mi polla y salí discretamente del sanitario al patio dónde afortunadamente no había nadie. Todo había durado cinco escasos minutos.

Encendí un cigarrillo y esperé a que saliera. Ella no me miró siquiera y se encaminó de regreso al casino. Nuevamente la seguí no pudiendo creer el tremendo putón que acababa de cepillarme.

Ella giró su cabeza antes de entrar al casino, me regaló una sonrisa y caminó hacia su marido, a quien –frente a mis ojos- besó en los labios con la misma boca que dos minutos antes había bebido mi néctar.

Continuará

clark.jonatan@yahoo.es