Dominga, la sirvienta, la madre y yo (1)

Pues eso, Dominga, la sirvienta, la madre y yo, parte primera.

Queridos lectores: aquí estoy, escribiendo frente al ordenador, solo en casa, cerca de la estufa y con un bonito pijama. No soy escritor ni lo pretendo, la naturaleza me ha dotado de algunos atributos, pero no el de la imaginación, así que lo que voy a contaros es totalmente real… Todo empezó por las matemáticas y termina con esta chica que se llama, qué se yo, Dominga, por ejemplo, llevándose mi CD de Al Green de mi casa, hace ya algún tiempo, dejándome de regalo, bajo la almohada, con un corazón dibujado, uno suyo de Britney Spears. Si os reís de pena es que tenemos una edad aproximada para entendernos, si os parece un buen cambio es que sois demasiado jóvenes y no deberías estar leyendo esto.

Trabajo de profesor, que no quiere decir que lo sea. Y como no tengo vocación, pues lo único que consigo son trabajos de profesor particular, ideal para los meses de verano, al menos aquí en el hemisferio norte, amigos suramericanos. Y en esas era el mes de Junio, finales, cuando me llamaron de la empresa en la que me consiguen las clases… sí, me las consiguen. Os habéis parado a pensar cuanta gente hace dinero a costa del trabajo de los demás simplemente haciendo de intermediarios. En fin, por donde iba, sí, me mandaron a una casa situada en uno de los barrios acomodados de la ciudad, que por discreción omitiré… bueno, diré que es en la Moraleja, en Madrid. O mejor, Pedralbes en Barcelona que me queda más lejos. De todos modos supongo que da igual porque vive mucha gente ahí, y matrimonios con hijos que sufren los calores de la juventud también. Y madres con los calores de los cuarenta también. Por no hablar de las sirvientas ilegales que sufren el calor de tener que acatar las ideas de los hijos malcriados. O sirvientas que al final mandan más que los señores de las casas, que lo he visto en películas.

Bueno, ahí que me fui. La niña, a punto de entrar en la universidad, necesitaba repaso de Matemáticas que debería recuperar en Septiembre, y el chico, de su edad aproximada, nada. Llegué y abrió la puerta la sirvienta o asistenta o chacha o como se llame este trabajo, de quien diremos que es del sudeste asiático, porque de hecho lo es. De unos treinta, muy mona, bajita, y con curvas, vestida con ese vestido de chacha negro con el delantal blanco que pensaba que ya no se usaban. Me dio un poco de pena.

-La señorita está en el salón –y ahí fui, y ahí estaba, tumbada en el sofá viendo la televisión. Una preciosidad de criatura, rubita, de ojos castaños, que al levantarse mostró un cuerpito delgadito, con unos pechos considerables para su edad. Tenía algo de vicio en su cara, por la forma en que me miró, y tuve un flash, mi mente se la imaginó chupándomela. Sí, soy tan buen profesional como un psicoanalista mirándole las tetas a una paciente en el sillón.

-Hola –dije- ¿tú debes ser Dominga, no? Soy tu profesor.

-Hola.

-¿Bien, lista para empezar?

-Sí.

-¿Dónde?

-Ahí en la mesa.

Y empezamos. Los padres no estaban, claro. Él trabaja a destajo, o al menos se le supone, y ella, rica y sin nada que hacer, está siempre muy ocupada y preocupada. Alguien dijo alguna vez: una pija es una mujer que como no tiene nada de lo que realmente preocuparse, está siempre preocupada por todo. El hijo no pasó por el salón pero lo escuché un par de veces llamar a la sirvienta. La clase fue un horror, ella sin ganas de estudiar y yo mirándole los labios. Además no paraba de sonreírme. Picarona. Y se mordía el labio. En una discoteca no hubiera tenido dudas, aunque eso no me pasa en una discoteca, y aquí, pensaba, esta niña me está intentando poner cachondo o es que es una inconsciente. Tras dos horas, la clase terminó y yo me fui, no sin antes escuchar de la niña, totalmente fuera de lugar, lo guapo que yo le parecía.

En un par de días fue cogiendo confianza la chica, y prefería hablarme de sus cosas. Como dar clases me aburría a mí más que ella recibirlas, yo le daba cuerda. Al final de las dos horas le decía: ¡mira lo que pasa, te pones a hablar y no avanzamos! A la semana la confianza de la niña ya era tal que todo de lo que hablaba tenía un punto picante: que si hacía mucho calor, que le gusta tomar el sol en top-less porque así no deja marcas, que si tenía yo novia, que ella novio no, pero había tenido, que yo era muy guapo, por qué no tenía, ¡que ya no era virgen!, que si su amiga… qué sé yo, Floren, por ejemplo (es que he leído el AS antes de desahogarme con esto), que estaba muy buena, y que la tal Floren hacía…. y gesticulaba una mamada y se reía, que qué me parecía la sirvienta… hasta que me preguntó: ¿te la tirarías? ¡Niña, pero como me preguntas eso! Pues ella seguro que no dice no… te contaré un secreto, No, no quiero que me cuentes ningún secreto, bonita. Pues tú te lo pierdes.

La cosa es que desde entonces, como soy muy hombre, buscaba a la sirvienta para mirarla con ojos seductores, pero ella seguía con la misma cara de resignación, sonriéndome tímidamente, como el primer día. Como me picaba la curiosidad el viernes de aquella semana llevé la clase al terreno propicio para que saliera el tema de nuevo y ella recogió el guante:

  • ¿Seguro que no quieres que te cuente el secreto?

  • A ver, dime.

  • Pero es un secreto, no lo cuentes a nadie. ¿Me lo prometes?

  • Vale, lo que tú quieras.

  • La chacha le hace pajas a mi hermano –soltó y aquí se me cayó mi cara de desinteresado. Se me abrieron los ojos como platos. Me recuperé y le dije:

  • Sí claro, venga ya, sigamos estudiando.

  • No te lo crees. ¿Qué te apuestas?

  • No apuesto nada.

  • ¿Quieres verlo?

  • No –aunque me moría de ganas, no sé porqué.

  • ¿Qué te apuestas a que lo están haciendo ahora? Espera aquí –y levantándose lentamente, como esperando un respuesta, me miraba. Yo no dije que no y salió.

Se asomó al rato por la puerta por la que había desaparecido y me dijo por lo bajo ‘ven’. Y yo fui. No me sentía cómodo. La verdad, no por hacer de mirón, ni por hacerlo con la chica, ni por estar cachondo con todo eso. Me asustaba que los padres se enterasen. Andamos un pasillo, la casa era grande de cojones, yo me hacía el despistado como si estuviera interesado en el mobiliario e incluso llegué a detenerme en una ventana para ver la piscina que era digna de contemplarse, más grande que la bañera donde me baño con las rodillas en la barbilla. Dominga me llamó la atención. Ya estaba mirando hacia otra habitación. Me acerqué por detrás, su culito parecía estar esperándome. Con su dedo frente a los labios me señaló con los ojos la otra habitación. La puerta estaba entreabierta. Ahí estaba tumbado en una cama el chaval, con todo lo largo que era, con los pantalones en las rodillas, la camiseta en el pecho y con su pene agarrado por la mano de la sirvienta. Ésta lo agitaba arriba y abajo. El chaval daba pequeños gemidos. La sirvienta no parecía muy apasionada, más bien lo hacía maquinalmente. El chaval empezó a tensarse, apretó con su mano el muslo desnudo de la chacha, ella aumentó la velocidad, y el muchacho se corrió en su barriga. Dominga se irguió, caí en la cuenta que estuve todo el rato frotándome con su culito, me empujó suavemente para que volviéramos al salón.

  • ¿Tenía razón o no? –me dijo ya sentados en la mesa.

‘No está bien espiar’ es la única tontería que se me ocurrió. Ya habían pasado dos horas desde que llegué, así que decidí que lo mejor sería marcharse.

  • El lunes, si quieres, te lo puede hacer a ti –me dijo y no contesté. La puerta la abrió la sirvienta (o su gemela) que miraba al suelo. Subía los escalones una mujer:

  • Tú debes ser el profesor, ¿no?

  • Sí, hola, me llamo Jacinto.

  • Muy bien –y se metió en casa. La madre estaba de buen ver, aunque me eche pa tras esa piel oscura y acartonada por los rayos UVA que tienen algunas pijas maduras. De tanto darse al final tienen la piel de una campesina india de 60 años. En fin, por poco que fuera, tuve otro flash en la calle: la madre con la boca abierta mientras yo se la metía.

Querido/a lector/a, estarás ahora con las manos ocupadas en los ratones y el deseo flácido pensando cuando vendrá lo que ha de levantarte el ánimo. Llevo aquí un buen rato, hace un calor de cojones, así que iré al grano. Por cierto, no me llamo Jacinto, claro. Me llamo Andrés, por ejemplo. El lunes siguiente abrió, como de costumbre la chacha, quien me sonrió, como siempre, tímidamente pero un poco más. En el salón estaba Dominga bailando con la música de la Spears a toda ostia. Me vio de reojo pero seguía haciendo pasitos de baile estúpidos. Me dio un poco de vergüenza ajena, que queréis que os diga. Detuvo la música nos sentamos y empezamos la clase. En medio de las derivadas me dijo en broma:

  • Quieres que Lidia (por ejemplo) te haga una paja.

  • No, termina el ejercicio.

  • Si lo resuelvo, te la dejas hacer.

  • No. ¿A ti qué te pasa, que te gusta mirar?

  • No quiero mirar.

  • Habrá que preguntarle a ella si quiere.

  • A ella le gusta. Y si no, lo hace igualmente.

  • Le hace las pajas a tu hermano porque él quiere o porque tú quieres.

  • Si no quieres está bien. A mi me da igual –y se centró en las derivadas.

Ella miraba el papel, fingiendo que calculaba, pero no tenía ni puta idea de qué pintaban ahí esos números. De saberlo hubiera cogido la calculadora. Y como yo tenía un nosequé, fui a darle pie:

  • ¿Lo sabe tu madre?

  • Claro que no.

Me miró pícaramente, se levantó y me dijo ‘voy a por agua’. Ya tardaba en volver cuando apareció la sirvienta. ‘Mierda’, pensé, pero me moría de ganas que me bajara los pantalones. Pasó por detrás de mí poniendo una mano en mi espalda. Acercó la silla de Dominga, se sentó, sin mirarme a la cara, puso su mano entre mis piernas y me masajeó. Estaba dura ya, llevaba aprisionada desde que crucé la puerta hacía unos 40 minutos. Desabrochó mis pantalones, la buscó por debajo de los calzoncillos, costó un mundo sacarla, y empezó un sube y baja. Tuve que bajarme los pantalones un poco. Ella movió la silla y se puso justo al lado para poder trabajar mejor con su mano derecha. Pensé que la golfa estaría mirándome, pero no la vi en ninguna de las puertas. Eché la cabeza hacia atrás, puse mis manos en los lados de la silla y levanté el culo. Ya me venía. Lidia le daba más fuerte, tanto que un par de veces me dolió. La mujer tiene un buen brazo. Puse una mano en su muslo desnudo, apreté y grité entre dientes ‘ya, ya’. Rápidamente puso su mano izquierda que sujetaba un trozo de papel de cocina entre mi pene y el pecho y ahí me corrí. Se quedó en silencio unos segundos, esperando que mi respiración se calmara. Luego me limpió. Me subí la ropa y levantándose, sonriéndome muy tímidamente, Lidia se fue por donde había venido.

Al poco entró Dominga en el salón, colocó su silla en su sitio y se sentó. Sonreía. Yo ponía cara de fastidio. ‘¿Qué tal?’, preguntó. Yo pensaba en ponerle las manos en las tetas. ‘¿Qué tal qué?’, dije. ‘Nada, nada’, respondió. ‘No he mirado’. La verdad, no sabía que decir. Y faltaba una hora de clase.

  • Si tus padres se enteran de esto

  • No se enterarán, no te preocupes. ¿Te ha gustado? Venga, dime.

  • Sí, claro. ¿Y tú dónde estabas?

  • Vigilaba a mi hermano para que no os pillara.

Para hacerme el mártir dije ‘esto no puede volver a ocurrir. No sé cómo me he dejado.’ Me miró con falsa tristeza:

  • Pero yo quiero verlo, al menos una vez. Porfa.

Puse mi cara de sorprendido.

  • Mañana mi hermano no estará, se va con mi madre. Así podré verlo.

  • ¿Pero tú por qué quieres ver a la gente?

  • Da morbo –y se rió.

En ese momento escuchamos abrirse la puerta de entrada, bajamos nuestras cabezas, le señalé el papel y como no sabíamos que hacer con los números ni por dónde íbamos los dos reaccionamos saludando a la madre. Dijo hola y desapareció.

  • ¿Y si llega a entrar hace 20 minutos? –dije en voz baja y enfadado.

  • Qué fuerte ¿te imaginas?

Al día siguiente abrió la pobre Lidia la puerta. Saludé y entré en el salón, sudando por el calor. Le pregunté por Dominga y Lidia me contestó que ahora vendría. Me senté en la silla, preparé los libros, Lidia se sentó a mi lado y empezó a masajearme entre las piernas. ‘Lidia, le dije, no tienes que hacerlo’. Sonrió, por primera vez mirándome a los ojos, me desbrochó el pantalón, con las dos manos los estiró hacia abajo con los calzoncillos. La cogió flácida, en dos sacudidas ya estaba totalmente dura. Busqué a Dominga y encontré su cabeza asomada por una de las puertas. Me sonrió, y me saludó con la mano como hacen los niños. No podía ver porque Lidia le tapaba, agarré la silla de Lidia y la traje a mi lado. Ahora la sirvienta me pajeaba con su mano derecha mientras tenía la izquierda masajeándome los hombros y Dominga podía contemplar todo el espectáculo. Al rato, puse mi mano derecha en el muslo de Lidia, tenía la piel suave, y la subí hasta tocar sus bragas. Miré a Dominga que sonreía feliz mordiéndose el labio inferior. Moví los dedos de mi mano como pude para darle al menos algún placer a la sirvienta, pero yo ya solo podía estar por lo mío, le apreté el muslo, ella agitaba su mano más y más rápido, grité ‘ya, ya’ y me vine otra vez, muy rápida ella desenfundando, en el papel de cocina. Ni el aire acondicionado podía evitar que sudara. Lidia me limpió, me acarició el pelo una vez al levantarse y se fue.

Dominga entró en el salón mientras me colocaba los pantalones y se sentó. Me miraba inocentemente sonriendo, sin decir nada. Al final preguntó:

  • ¿Te ha gustado la sorpresa?

No contesté. No sabía que coño decir. ¿Qué dice uno después de haber sido masturbado por la chacha de su estudiante mientras ésta los mira? No sabía si tirarme sobre ella, si mirar al suelo, irme o decir ‘abre el libro por la página 42’. Y además lo buena que está la chica. El morbo que da. Qué bombón rubito. Con esos ojitos fijos en el libro de Matemáticas, y esa boquita que se había puesto seria, ligeramente abierta, con la punta de la lengua entre los dientes, poniéndole cara de vicio y soltando un suspiro y luego un gemidito. ¡Si se estaba masturbando, presionando la palma de la mano entre sus piernas, por fuera de los pantalones cortos! Volví a mirar su cara y me sonrió pícaramente. Alargué mi mano y toqué su mejilla. Ella buscó el contacto mientras abría aun más su boca. Mi dedo pulgar se fue hacia sus labios y ella se lo tragó. Buscaba su lengua mientras ella gemía profundamente. Sonaba como toda una mujer. Cerró los ojos haciendo fuerza con las dos manos entre sus piernas. Se notaba que estaba muy cerca. Por alguna razón miré hacia una de las puertas y ahí estaba Lidia, mirando, sin importarle ser descubierta. Con la vista fija en Dominga, aunque sabía que yo la miraba a ella. Volví a Dominga: me miró a los ojos, yo le sonreí, cerró los suyos de nuevo, echó la cabeza ligeramente hacia atrás y se corrió con un ahogado gemido.

Cuando se hubo recuperado dijo:

  • Ay, es que lo necesitaba. ¡Qué calor! –y se reía.

La sirvienta entró sonriendo en el salón con dos vasos de agua. Me preguntó si prefería zumo. Dije que agua estaba bien. Dominga le dijo riéndose:

  • La tiene grande, eh?

Lidia se rió avergonzada y salió del salón.

  • Dominga –dije una vez recuperados- ¿no crees que os dais mucha confianza vosotras dos?

  • Hace lo que yo le diga. Puedes pedir lo que quieras. ¿Te la quieres tirar?

  • Oye –le dije en un ataque de dignidad- no hables así, no es una muñeca.

  • Pero si a ella le gusta. Mañana no puede ser, porque mi hermano está aquí, pero el jueves entrena a fútbol otra vez.

  • ¿Y si viene tu madre?

  • Mi madre lleva a mi hermano, luego hace yoga y lo va a buscar. Estaréis solos los dos.

  • Contigo mirando.

  • Si no quieres no miro.

Al día siguiente que era miércoles el niño no tenía fútbol y la madre no tenía yoga, aunque ella, para variar no estaba. Dominga se tomó en serio la clase para mi sorpresa al menos la primera hora. Luego ya se relajó.

  • Lo de ayer me encantó –dijo sonriendo.

  • A mí también –me atreví a decir.

  • ¿Puedo veros mañana?

  • Pregúntale a Lidia –dije por dejar que la sirvienta tuviera algún poder en el asunto.

  • Gracias –y sonreía como si ya tuviera lo que quería.

Al terminar la clase, recogiendo los libros entró la madre de piel tostada que había llegado a casa media hora antes y preguntó qué tal se portaba Dominga. Me sorprendió que se preocupara. Me sorprendió también su buen humor. Le dije que muy bien: ‘aprende rápido’. Me preguntó donde vivía y como ella tenía que ‘bajar a la ciudad’ (yo pensaba que el barrio era la ciudad -cosas de clase alta) se ofreció a dejarme en algún lugar del centro. Acepté. En el coche empezamos hablando de nada, pero extrañamente nos sentimos muy cómodos y el ambiente se hizo propicio para la intimidad.: qué dura es la vida, ahora te doy pena, tu me consuelas, si yo fuera joven, no señora que es usted muy guapa, eso lo dirás para hacerme sentir mejor, un joven como tú debe tener muchas chicas detrás, etc. Así transcurrió el viaje, no muy largo además. Los que sean de esta ciudad sabrán que bajando por una de las calles principales, haciendo a la mitad de ésta un pequeño rodeo por otras, se llega a una plaza con una iglesia; ahí nos despedimos:

  • Eres un chico encantador, seguiremos nuestra charla más adelante –dijo sonriendo.

  • Claro, adiós –y eché a andar sintiendo entre mis piernas el miembro que había crecido en el coche.

El jueves llegué a la casa diez minutos antes, raro en mí. Abrió Lidia.

  • Hola, Lidia. ¿Cómo estás?

  • Bien –dijo sonriendo-, acompáñeme.

Pasamos el salón, y fuimos a una habitación donde había una cama de matrimonio. ‘¿Aquí?’, pregunté, ‘Es la habitación de invitados,’ dijo Dominga que apareció detrás de la sirvienta.

  • ¿Me dejas que os vea? Porfa –preguntó con una sonrisa.

  • Pregúntale a Lidia –contesté.

  • Por mí puede usted mirar –dijo Lidia, y se rió mientras me tomaba de la mano.

  • Traeré algo para beber – se ofreció Dominga y salió de la habitación.

Al estar solos le pregunté a Lidia:

  • ¿Seguro que quieres hacerlo?

  • Es usted muy guapo –contestó.

No me había fijado antes en los labios carnosos que Lidia tiene, me agaché y la besé. Al poco ya peleaban nuestras lenguas y mis manos agarraban su culo. Nos movimos hacia la cama nos dejamos caer y mis manos fueron a sus pechos. Redondos. Lidia era pequeña pero tenía fuerza. Me fue empujando hasta quedar ella encima mío. Nuestros besos eran ya un morreo violento y se cruzaban nuestros gemidos. Me quitó la camisa y lamió mi pecho mientras sus manos me recorrían hasta la boca. Ahora podía ver a Dominga sentada en una silla, a cierta distancia que no la escondía pero no parecía estar con nosotros. Tenía los ojos como platos y su mano masajeaba lentamente su entrepierna por encima la falda corta. Lidia me agarró la cara y volvió a besarme. Con las piernas abiertas, encima de mí, se frotaba con mi pene descaradamente y gemía. Yo tenía mis manos en su culo debajo del traje, le bajé las bragas lo que pude para poder estar en contacto con su piel. Me lamía el cuello, soltaba su aliento en mi oreja, se apretaba más y más fuerte, frotándose sobre mi entrepierna hasta que se corrió. Eso no la detuvo, al contrario, pareció ser un aperitivo. Sin dejar de besarme y lamerme fue bajando hasta llegar a mi pantalón. Los desabrochó y me dejó desnudo. Dominga miraba mi pene totalmente erecto en la mano de la sirvienta y vio perfectamente como ésta se lo metió en la boca. Y arriba y abajo y arriba y abajo. Yo cerraba los ojos y pensaba en Dominga mirándonos. En Dominga tocándose. En Dominga corriéndose. Quería darle a Dominga un polvazo así que cogí a Lidia de los brazos la llevé arriba y la tumbé a mi lado. Puse una mano entre sus piernas, pude notar el calor, y froté sobre sus bragas mientras nos besábamos. Le baje las bragas hasta las rodillas y volví al trabajo ahora sintiendo su coño ligeramente húmedo. Quería quitarle toda la ropa y dejarla desnuda. Me daba miedo enfrentarme a ese traje de trabajo del cual no sabía ni donde estaban los botones, pero fue fácil. Va con cremallera. Ella puso mucho de su parte también. Enseguida estaba desnuda. Y lancé mi cabeza entre sus piernas. Se notaba el olor de haberse limpiado bien antes. Olía un poco a melocotón. Lidia gemía, me hundía la cabeza con sus manos. Ahora estaba toda mojada, subí besándola y puse mi pene en la entrada. Ella me frenó. Estaba claro que a la señorita le gustaba mandar y me apartó de encima. Sacó un condón de su bolsillo, me lo puso con la mano, se sentó a horcajadas sobre mí, cogió mi pene y lo dirigió a su vagina. Fue entrando poco a poco, abriendo la tierra a su paso sin detenerse hasta el fondo. Los dos dimos un suspiro de placer. Y ya todo fue cabalgar. Los dos nos descubríamos de vez en cuando mirando a Dominga. El ruido de mi polla perforando su mojada vagina, el choque de nuestras pelvis, mis suspiros, los gemidos de Lidia, todo a la vista y oído de Dominga que se masturbaba frenéticamente en la silla. Lidia se corrió con un grito largo, yo agarré su cintura con mis manos y la movía arriba y abajo sobre mi polla, cerré los ojos, pensé en Dominga viéndome y me vine gritando, para que lo supiera, para que lo oyera bien. ‘Ya, ya’ y me vacié. Cayeron mis brazos y Lidia salió lentamente de mí tumbándose a mi lado. Levanté la cabeza para ver a Dominga que ponía cara satisfecha de haberse corrido también, con las piernas abiertas y sus manos en ellas, sobre la falda.

El silencio lo rompió Lidia recogiendo la ropa y saliendo de la habitación.

  • ¿Qué hora es? –pregunté.

  • Nos quedan cincuenta minutos de clase –y se rió.

Me vestí y salimos los dos dirección al salón. Nos sentamos en la mesa sacamos los libros y ahora sí nos relajamos sabiendo que no podíamos ser cogidos en situación embarazosa. Una vez más no sabía que decir. Dominga me sonreía dulcemente. Cerraba los ojos y volvía a sonreírme. Su mano estaba otra vez entre sus piernas. Con cara de pena dijo: ‘necesito otra vez’ y apretaba con sus dedos la falda entre sus piernas. ‘Acerca la silla’, dije. Ella me miró contenta. Con una mano en el respaldo de su silla, puse la otra entre sus piernas y empecé a frotar. ‘Debes correrte rápido’, dije y asintió con la cabeza. Metí mi mano bajo la falda y donde esperaba encontrarme una braga húmeda resbalé contra un coño gelatinoso. Ahora entiendo aquello de ‘derretirse’. Ella pegó un gemido. Busqué el clítoris y lo encontré al verle la cara de placer. Dominga puso su mano sobre la mía y apretó con fuerzas. Estiró sus piernas, los dedos de sus pies, me aprisionó los dedos con sus muslos. Tenía todo el cuerpo en tensión. Yo ni tan siquiera movía nada, sólo apretaba. Y así, en un par de minutos, se corrió. ‘Ya, ya’, dijo y lentamente se relajó.

El resto de la clase no creo que os interese. Hablamos de música. De la Britney y de Al Green que ella no conocía. Y tras dos horas salí por la puerta despidiéndome con una sonrisa de Lidia, que estaba de nuevo metida en su traje.

El día siguiente, viernes, ni fútbol ni yoga, así que nos tocó matemáticas. En medio de la clase la madre, que estuvo toda la tarde se ofreció a llevarme y acepté. A mi me dio apuro porque era evidente que había algo en el aire entre la madre y yo, pero Dominga no parecía intuir nada. Mejor. Me quedé sorprendido de lo mucho que avanzamos en esas dos horas. Realmente parecía una clase de matemáticas. Sólo una vez Dominga se salió del guión para empezar un diálogo en un papel: ‘Qué pena que no nos veamos hasta el lunes’

  • Una pena –escribí.

  • Si podemos el lunes, yo te toco –puso ella.

  • ¿

  • Tú me tocaste ayer. Yo el lunes –Y me miró con cara de ‘porfa’.

Y yo la miré con cara de ‘ya veremos’

Me subí en el coche de la madre, un BMW muy bonito, y bajamos a la ciudad, como dice ella. Como no sabíamos que decir yo miraba las aceras por la ventana. Hacia el final del camino hablamos de mi vida, nada profundo, y llegamos a la plaza con la iglesia. Como no quería que pensara que no tenía interés en ella decidí mirarla a los ojos, sin poner cara de gigoló, claro, y ella me sonrió y me tanteó la mano. ‘Hasta el lunes’.

  • Hasta el lunes… – respondí y me di cuenta que no sabía su nombre-. Cualquier cosa que necesite ustedes tienen mi número de teléfono.

Me pareció una buena manera de decirle a la mujer las ganas que tenía de follarla sin meterme en un callejón sin salida.

Permitidme, queridos lectores y lectoras, que haga un alto en el camino, mientras me fumo un cigarrito y reflexiono. ¿Por qué un hombre a quien le ha sido dada la gran suerte de vivir una experiencia donde una joven y su criada se entregan a él en el placer tiene el ímpetu, llamémoslo así, de enredar el rizo con la madre de ésta? ¿Está el hombre destinado a no descansar nunca del deseo? ¿Qué es esta fuerza que le empuja y lo domina? ¿Existe alguna esperanza de encontrar al fin una cueva en la que descansar para siempre y abandonar la búsqueda? Queridas lectoras ¿sufrís vosotras de este mismo mal? En fin, el fin de semana pasó y nada pasó.

El siguiente lunes abrió Lidia la puerta con su timidez de siempre. Ya me lo tomaba como marca de la casa. El hermano de Dominga y yo nos vimos las caras por primera vez en el salón. Nos dijimos hola y salió de la casa. ‘Genial’, pensé. ‘Mi madre tampoco está, pero volverá en una hora,’ dijo Dominga, y nos sentamos en la mesa. Me miraba sonriendo pícaramente. Sabía muy bien lo que estaba pensando. ‘Hoy me toca a mí’, dijo. Abrí los brazos, estiré las piernas y le di vía libre.

  • ¿Qué hago? –preguntó con picardía.

  • Yo me desabrocho los pantalones, la saco y tú la miras –dicho y hecho. Dominga la miraba con la boca abierta. –Ahora cógela.

La cogió y empezó a menearla arriba y abajo. ‘¿Así?’ preguntó con una sonrisa. Y ya no hicieron falta más indicaciones.

  • ¿A cuánta gente se la has hecho?

  • A tres –respondió con la vista en el trabajo.

  • ¿Y ya lo has hecho?

  • Si he hecho qué

No sabía si decir ‘echar un polvo’, ‘follar’ o qué porque la seguía viendo como una jovencita con cara pícara.

  • el am

  • ¿si he echado un polvo? Sí, con dos. Mi ex novio y mi ex ex novio. ¿Te gustaría que lo hiciéramos? ¡Qué dura está ahora!

  • ¿Te gustaría que lo hiciéramos? –repetí su pregunta.

  • Sí, mañana. Estaremos solos. ¿Ya te vas a correr? Lo sé porque esto se pone duro –dijo agarrándome con la otra mano los huevos.

  • Muy pronto, no pares –y siguió dándole mucho más rápido- ¡Espera, lo voy a manchar todo!

  • No te preocupes, córrete.

Dominga le ponía mucha dedicación y seriedad.

  • Qué dura está, la tienes más grande que mis ex. ¡Qué dura! ¿Lo hago bien?

  • Muy bien, no pares, no pares. ¡Ya, ya! –y me derramé en el suelo bajo la mesa.

Dominga se detuvo, pero le pedí que siguiera un rato más, hasta que todo mi cuerpo se relajó. Dominga se miraba la mano manchada y sonreía. ‘Ahora vengo’, dijo. Pero la primera en venir fue Lidia con papel de cocina. Me sonrió mirándome a los ojos, se agacho bajo la mesa y limpió el suelo entre mis piernas. ‘Gracias’, dije. Miró hacia arriba y vio mi polla aun fuera de los pantalones. La agarró suavemente y también la limpió, me la metió en los pantalones y me abroché.

  • ¿Necesita algo el señor? –preguntó antes de irse.

  • No, gracias, Lidia.

Dominga volvió y recuperamos nuestra posición de estudio.

  • ¿Te ha gustado?

  • Mucho.

  • Mañana lo hacemos, ¿vale? Prométemelo.

  • Vale.

Ya dijo el Arcipreste de Hita que el hombre se esfuerza por dos cosas: una por el alimento, la otra por juntarse con hembra que le dé placer, y yo aquel martes subía la calle de la casa de mi alumna con dos cosas en mi mente: esa misma mañana había cobrado y Dominga y yo íbamos a echar un polvo. Era feliz.

Llamé al timbre y abrió Lidia, sonriéndome. Pasé al salón donde estaba Dominga. Llevaba puesto un vestido de verano blanco y amarillo. Estaba preciosa. Se acercó sonriendo, me cogió de la mano y dijo ‘vamos’. Fuimos a la sala de invitados donde el otro día Lidia y yo montamos el numerito para Dominga. Esta vez Dominga se sentó en la cama.

  • Lidia vigilará para que no venga nadie, si ve venir el coche de mamá nos avisará con tiempo –dijo.

No sabía qué hacer ni qué decir. Me senté. La miré. Me acerqué y nos besamos. Primero dulcemente, luego nuestras lenguas se enzarzaron. ¡Hay prisa! como decía la abuela de La Asturiana. Y mientras nos besábamos, por fin, pude poner mi mano en sus tetas, las que tanto había mirado. Las masajeaba, cuando tenía una quería la otra. Le bajé los tirantes del vestido y saqué una de ellas. Le lamí el pezón, un pezón grande. Dominga respiraba por la boca con las manos en la cama, sólo movía su pecho. Llevé mi mano a su cintura, su muslo, y adentro. Froté su coño por encima de las bragas y escuché su primer gemido. Me lancé a su cuello como un vampiro, lamiendo, mordiendo suavemente, mientras por el lateral de las bragas mis dedos se colaron y se mojaron en su coño. No pude reprimir meterle un dedo, dejar que resbalara hacia dentro, luego lo saqué y me centré en su clítoris, frotándolo mientras le besaba y mordía el cuello, los labios, los pechos, hasta que se corrió. Me miró con una sonrisa, y le besé la cara, dándole tiempo a coger aire. Le saqué las bragas lentamente y cuando ya iba a ponerme encima se sentó y empezó a quitarse el vestido. Luego se tumbó otra vez. ‘Ahora’, dijo. Me saqué los pantalones, ella me iba sacando la camisa, luego los calzoncillos, de los que me compra mi madre, y ya en pelotas recordé que el condón estaba en el bolsillo. Me agaché y mientras buscaba Dominga me pegó una bofetada en la nalga: ‘déjame que te lo muerda’ y me lo mordió. Me alegré de no tener novia porque me dejó marcado como una res. Me giré apuntándola con mi pene. ‘No sé si entrará’, dijo con una sonrisa mientras me colocaba el condón. Me tumbé sobre ella, nos mirábamos a los ojos, dirigí mi pene con la mano hacia el agujero que me esperaba y le metí la cabeza. El placer de esa primera incursión fue maravilloso, también para Dominga que abría la boca. El resto fue entrando poco a poco y al estar todo dentro empecé a bombear mientras ella se agarraba a mi espalda. Empezamos a sudar, mucho, muchísimo, cada vez más rápido, y ella se corrió, creo, luego lento, luego rápido, y aun más rápido, y se corrió otra vez –esta vez seguro, porque pegó un aullido largo- hasta que sentí que ya me venía, me moví sin compasión, escuchando los gritos de Dominga, ‘¡ya, ya!’ grité y me corrí yo también. Y me caí boca arriba, buscando aire. Con lo que fumo casi me da un ataque. Por eso no me gustan las chicas primerizas, se mueven poco y yo no soporto el ejercicio. Giré la cabeza y me la encontré mirándome.

  • ¿Te ha gustado? –preguntó.

  • Mucho, y ¿a ti?

  • Me ha encantado, ha sido el mejor de mi vida.

  • A tu edad tampoco creo que eso sea un elogio –dije sonriendo.

  • Y tú qué sabes, tonto –me contestó dándome un empujoncito.

Me acerqué a ella, estaba totalmente desnuda, tumbada. Era digna de contemplarse. Los pechos que suavemente caían por los costados, las costillas ligeramente marcadas, el estómago plano, el bello entre sus piernas.

  • Vistámonos –dijo.

Nos vestimos, nos dimos un par de besos y fuimos a la sala donde le daba las clases. Una vez sentados Dominga pidió agua fría a Lidia. Cuando Lidia trajo dos vasos, Dominga dijo:

  • Lidia, ha sido fantástico. ¿Nos has visto?

  • No, señorita, estaba vigilando.

  • A que folla bien –dijo, riendo.

  • Sí, muy bien –y se reía ella también.

Me sentía un poco hombre-objeto, pero tampoco me iba a quejar.

Una vez con los libros abiertos no había manera de centrarse, así que hablamos de cosas sin importancia. A las dos horas me fui hasta el día siguiente.

Quedaban dos semanas de clase. Aquel miércoles llegué a casa de Dominga, saludé al hermano que salía, saludé a la madre que me sonrió muy amablemente en el recibidor y pasé al salón donde Dominga me esperaba con sus libros. Y le enseñé cosas útiles para mejorar sus notas y ella atendió y pareció aprender. A la hora y media, Dominga me dijo:

  • ¿A quien te quieres tirar mañana, a Lidia o a mí?

  • Me da miedo que nos pille tu madre –dije recordando que era su profesor.

Con su bolígrafo escribió en una hoja: ‘fóllame mañana aquí en la sala’

Guardé el papel tan rápido como pude, la miré y resoplé. Y ella sonreía, la muy pícara.

Al terminar la clase, la madre se cruzó llevando una bolsa de una tienda de ropa, de esas donde las mujeres miran y miran y los hombres las siguen como un perrito.

  • Tengo que bajar a la ciudad a devolver esto. ¿Te bajo?

‘Los pantalones’, pensé.

En el coche hablamos de su hija, que era muy vaga y no le gustaba estudiar. A esa edad piensan en otras cosas, dijo. Si ella supiera. Me preguntó si quería acompañarla a la tienda y acepté.

Dejamos el coche en un parking y entramos en la tienda, en el centro de la ciudad. En el mostrador les dijo que quería devolver la blusa, que era azul, por otra blanca. Mientras la traían quiso probarse un vestido.

  • Ven, necesito una opinión masculina.

Entró en el probador y esperé sentado. Cuando salió le sonreí. El vestido era de color crema y le quedaba muy bien en contraste con esa piel requemada de rayos UVA.

  • Le queda muy bien.

  • ¿Si? Cuando era más joven estos vestidos me quedaban mejor.

Callé un rato, para hacerla sufrir. Luego dije lo que ella quería escuchar.

  • Pues yo creo que le queda perfecto. Está usted muy guapa.

  • A lo mejor me miran incluso los chicos jóvenes cuando esté en la costa.

Ella no dijo la costa, sino el nombre del pueblo donde tienen la casa, que debe ser una pedazo casa, me imagino, pero omitiré el dato.

  • Seguro que sí.

Me sonrió con picardía y exclamó ‘me lo quedo’. Se metió en el probador, esperé, salió, pagó y ya estábamos en la calle. Se ofreció a invitarme a un café. No os aburriré con la conversación del bar, aunque flirteamos. Como cuando estaba en su coche aquella primera vez, había algo en el aire. Qué ganas tenía de invitarla a mi casa y

Al día siguiente, era jueves, la madre tenía yoga, el hijo fútbol, y yo otro tipo de gimnasia.

Abrió Lidia, mirando al suelo, claro. Dominga estaba en el salón. Vino hacia mí corriendo, se lanzó a mis brazos y me estampó un beso en los labios. De la mano me llevó hasta el sofá del salón. Nos sentamos. Lidia nos miraba de pie.

  • ¿A quién te quieres tirar hoy? –dijo riéndose.

  • Me sabe mal elegir –contesté, y era verdad. Ya quisiera a las dos a la vez.

  • Yo quiero que me hagas lo que hiciste con Lidia.

  • ¿Qué hice?

  • Lo de tu cabeza entre sus piernas –dijo riéndose.

  • Será un placer.

Miré a Lidia que nos miraba. ‘¿Ahora?’, pregunté. Dominga sonrió, se recostó en el sofá y abrió muy ligeramente las piernas. Empecé por darle besitos en la cara y el cuello. Quería darle una gran experiencia, modestia aparte, pero no pude evitar echar mi mano a su pecho. Es como un imán. Aún hoy, recordándola, es lo que más me pone. Aparecen sus pechos en mi cabeza y la otra cabeza responde. Y qué decir del placer que da –cualquiera de vosotros, chicos o chicas, que hayáis tenido un cuerpo de mujer en vuestras manos lo entendéis seguro-, el placer que da, decía, meter la mano por lo alto del vestido, y buscar el pezón escondido bajo el sujetador, alcanzarlo y sacarlo por encima. Verlo aparecer, acercar los labios y besarlo. ¡Ay! Eso es lo que hice. A Dominga le complacía, podía escucharlo. Me entretuve un rato y baje. Me senté en el suelo frente a ella, puse las manos en las rodillas. Nos miramos. Sonreímos y centré mi vista en su bajo vientre. Separé lentamente sus piernas, eché atrás la tela del vestido hasta que llegaron mis dedos a sus braguitas. Blancas, rasas. Tiré de ellas y levantó su trasero. No pude evitar dejarlas en su rodilla y echar una mirada. Es lo más sexy que he visto en mi corta vida sexual. Y creo que si cuando tenga 80 años tengo un accidente y mi vida pasa por delante de mis ojos en un segundo, lo único que veré será eso. ¿Me estoy entreteniendo, no? Se las quité y besé sus muslos. Le entraron cosquillas, pero no me detuve. Fui más directo hacia dentro. Le abrí más las piernas, ella echó la cintura hacia delante y mis labios tocaron el bello. Lamí el clítoris y pegó un grito. Hice círculos con la lengua. Puso sus manos a los lados, apretando los cojines del sofá, y yo las mías en su trasero. Ahí ya fue todo apretar, y ella gemía. Decidí practicar algo que siempre me ha dado buenos resultados: escribir con mi lengua sobre su clítoris el abecedario. Aviso, las mayúsculas dan más placer. Al rato, estirando las piernas, levantando su cuerpo, Dominga se corrió dando fuertes gemidos. Había ido deslizándose y tras el orgasmo estaba ya casi tumbada con el culo fuera del sofá.

La miré y estaba roja como un tomate. Me senté a su lado, acariciándole el pelo. Ella se dio aire con las manos mientras me sonreía. Lidia, a quien habíamos dejado en la puerta, estaba ahora un poco más cerca. Supongo que había buscado mejor vista. Con un atrevimiento fuera de lo normal le dije:

  • ¿Quieres lo mismo, Lidia?

Sonrió, con ojos de vicio, y Dominga contestó:

  • Sí, ahora ella.

Lidia se acercó, mientras Dominga se recomponía, levantaba y se dirigía a la puerta. A vigilar, pero como no podía ver bien desde ahí se acercó al mismo punto donde había estado Lidia. Ésta se sentó, abrió las piernas y echó atrás la ropa dejando al aire su coño. Me pregunto si normalmente trabaja sin bragas. Iba a darle un beso, pero con la mano fue guiándome hacia abajo. Me puse de rodillas, como con Dominga, y empujó mi cabeza. Olía bien, como aquella otra vez. Con ella me atreví a más: lamía todo, sin centrarme en el clítoris. Lidia gemía y fui un poco más allá. Levanté sus piernas e intenté llegar con mi lengua a su ano. Primero de pasada, esperando una respuesta de sus manos en mi cabeza; como no me frenaba, luego fui más descarado, con la lengua perforándola por el ano. Subí y me centré en su clítoris. Esta vez no escribí nada, porque la verdad, tenía la boca que lo único que podía hacer era apretar con los labios. Arrastré a Lidia hacia mí, le abrí bien las piernas y mientras lamía o apretaba su clítoris, con un dedo, mojándolo en su vagina, apreté su ano. Lentamente, haciendo círculos, apretándolo hacia adentro. Conseguí meter la mitad y una vez dentro, moviéndolo suavemente en círculos, me centré con mi boca en su clítoris. La verdad, quería que se corriera ya porque me dolía la mandíbula y las rodillas. Cuado miraba hacia arriba veía a Lidia, con la boca abierta y los ojos cerrados, apretándome fuerte la cabeza hacia ella. Un par de veces la vi mirando como un animal a Dominga, con los ojos abiertos y gimiendo rítmicamente. Al final, entre fuertes gemidos, apretaba tanto mi cabeza que sentí que estaba utilizando mi cabeza para masturbarse. Y así se corrió. Casi me quedo tumbado en el suelo, pero pude sentarme en el sofá.

Miré el reloj. Habían pasado 45 minutos. Dominga, con las mejillas todavía rojas, se acercó y dijo:

  • ¿Te ha gustado, Lidia?

  • Mucho, señorita.

  • ¡Qué bien lo comes!- me dijo riéndose.

  • Ahora toca estudiar un poco –dije esperando que se negaran y me dieran lo que me correspondía. Y así pasó.

  • Primero te toca correrte –contestó picarona.

Dominga se arrodilló, me desabrochó los pantalones, los bajó, y me la cogió, masajeándola lentamente. Cuando ya se puso dura, toda larga como era, mirándola de cerca, movió su mano más rápido. Mucha práctica no tenía, no. Pero me encantaba. Y luego hizo algo que no esperaba. Se la metió en la boca y con los ojos cerrados se puso a subir y bajar la cabeza. Puse una mano sobre el muslo de Lidia, para agarrarme a algo. Lidia miraba a Dominga succionar mi polla.

  • Lo hace muy bien –le dije a Lidia. Sonrió. Miramos a Dominga que había abierto los ojos y nos miraba, sonriendo también, aunque con la boca totalmente ocupada. Se la sacó y dijo:

  • Ahora te toca a ti, Lidia.

Se intercambiaron posiciones. Lidia se centró en mi pene, con la mano y la boca. No había diferencia: lo hacía muchísimo mejor. Dominga la miraba a mi lado con mucha atención. Aquí ya estaba yo muy excitado. Y mientras Lidia hacía lo suyo, yo apreté la mano de Dominga. Lidia lo hacía a la perfección, masturbándome con una mano manteniendo la cabeza de mi polla en la boca. Me iba a correr pronto y apreté más la mano de Dominga. Me hubiera gustado que me besara, pero miraba hipnotizada a Lidia. Grité ‘ya, ya’, estiré las piernas, me venía. Lidia no se apartó, así que me abandoné, dejándome que todo mi semen saliera dentro de su boca. Cuando terminé de sacudirme, cuando se relajó mi cuerpo, Lidia apartó sus labios, dejando la cabeza de mi pene brillante y sin abrir la boca se levanto y salió.

Lidia me miraba, sonriendo. ‘¿Que bien lo hace, no?’, dijo.

  • Muy bien, -contesté- pero tú también lo haces muy bien.

  • ¿Quién lo hace mejor? –preguntó, mientras me subía los pantalones.

No sabía como mentir, así que se lo dije sonriendo: ‘ella’.

  • Tendré que practicar más –dijo picarona.

  • Estaré encantado de hacer de sparring –y por alguna razón pensé en ese momento que esta chica me empezaba a gustar mucho.

Nos dimos un besito en los labios, pero nos quedamos pegados, suavemente, un rato.

  • ¡Vamos a la mesa! Mi madre llegará pronto.

Tras haber probado los coños de Dominga y Lidia, volví a casa, no pasó nada digno de mención. Al menos no lo recuerdo. Y tampoco recuerdo el día siguiente. Creó que lo que contaré pasó a la semana siguiente. Era lunes. La madre estaba en casa y se quedó en el salón con Dominga y conmigo. Dominga sonreía picarona de vez en cuando. Me escribió una nota: ‘me pica el chichi’. Precioso, pensé. Al terminar la clase, la madre se ofreció a llevarme. Se había convertido en una tradición. En el coche insistió en dejarme en casa porque debía bajar a la ciudad de todos modos. Y allá fuimos. Durante el trayecto me preguntó tantas veces sobre mi ‘casa’ -pisito de mierda, lo llamo yo- que le ofrecí verlo. En seguida me arrepentí por ser tan directo, pero contestó afirmativamente. Al cruzar el portal me tocó la espalda, en el ascensor el brazo, en la puerta la cintura y en mi apartamento se quitó la chaqueta y sentó en el sofá. Le ofrecí agua y me senté junto a ella, pero no muy junto. Ella me miraba y yo me daba golpecitos en la cabeza con los dedos. Alguien debería empezar.

  • Espero que mi hija no se enamore de un profesor tan guapo –empezó.

  • Seguro que tiene otras cosas en qué pensar –contesté sonriendo.

  • ¿Alguna vez te ha sucedido? -siguió

  • No, nunca –contesté tajante.

  • Qué raro. ¿Alguna madre, quizás? –tanteó el terreno.

  • ¿Esas cosas pasan? Siempre creí que estas historias son una leyenda urbana. –enfrié.

  • ¿Y no lo has pensado nunca? –calentó.

  • Bueno, es que soy muy profesional –enfrié.

  • Un joven como tu, viviendo solo, y con tanto calor –comentó, dándose aire con la mano.

  • ¿Quieres el ventilador? –enfrié.

  • ¡Señor, que cruz! ¿No te gusto?

  • Sí –dije haciéndome el avergonzado..

  • ¿Y a qué esperas para besarme o hacer algo?

  • ¿A que tú me beses primero?

Y tras sonreír, se acercó y nos besamos, suavemente al principio, por compromiso, porque enseguida abrimos nuestras bocas para lanzar nuestras lenguas en un cuerpo a cuerpo. La tensión acumulada de tantos calentones por fin podía salir. Era la mujer más ‘madura’ con la que he estado nunca. Me daba miedo sacarle los pechos. ¿Estarían requemados como su cara de esquiadora pija? Ella soltaba ‘oh, sí, sí’ mientras le lamía el cuello. Le desabroché la blusa, palpé su piel, llevé mi boca bajo su barbilla, metí la mano bajo la ropa. El pecho estaba duro, liso, mi mano se acoplaba perfectamente. Le desabroché todos los botones. Vamos a la cama, dije. Del sofá a la cama van 3 segundos a paso normal, así que no pasó nada durante el trayecto. Se tumbó, mirándome, me senté sobre ella, le ayudé a sacarse la blusa, el sujetador y ahí estaban. Buenos pechos. Gracias a dios se los había operado. Me saqué la camiseta y me incliné. Nos besábamos y decidió que ya era hora de tomar las riendas. Me desabrochó los pantalones, los bajó tanto como pudo y empezó a manosearme el culo. ‘Oh, Jacinto’, gemía, ‘túmbate’. Sin perder un instante tiró de los pantalones abajo. Cogiéndolo con una mano, miró el pene y sin reprimirse dijo: ‘así que es verdad: es grande’. ‘¿Eh?’, la miré.

  • Que es tan grande como me la imaginé cuando te miraba entre las piernas. –aclaró.

  • Sí, ya, como si yo fuera marcando paquete

  • Déjame que juegue con él.

Eché la cabeza atrás y la dejé con su nuevo juguete. Lo masajeaba mientras se relamía. Acercó su boca, le dio un beso, lo miró de nuevo y, ahora sí, abriendo su boca se la introdujo y sentí el húmedo calor invadir mi pene. De rodillas sobre la cama, empezó a mover la cabeza arriba y abajo emitiendo sonidos guturales. Se la sacó y mirándome a la cara, con una sonrisa lujuriosa me pajeaba con fuerza. Puso una mano entre sus piernas, la falda la tenía subida en su cintura, y la restregó sobre las bragas. Con las dos manos ocupadas, sin perder el ritmo de ambas, echó la cabeza hacia atrás. Gemía mientras gritaba varias veces ‘¡no te corras, tú no te corras!’ y ella se corrió. ‘¡Cómo me pones, cabrón!’, dijo sonriendo. Sin dejar de pajearme, me montó, se apartó las bragas y dirigió su juguete a las puertas de su coño. Entró suave, tan mojada como estaba, y apoyándose en mi pecho se movió adelante atrás y arriba abajo. ‘¡Qué cabrón, que placer!’, decía. Puse mis manos a los lados de su culo y bombeé yo también. La madre de Dominga gemía cada vez más alto, gritaba. Recuerdo perfectamente que sudábamos mucho, se oía el chop chop de su coño perforado. ‘¡Me voy a correr, cabrón, me voy a correr!’ Aceleré la intensidad de mis movimientos, ella gritaba. ‘¡No te corras, tú no te corras!’, dijo de nuevo, y de nuevo se vino echando la cabeza hacia atrás.

‘Oh, que placer, que gusto, Dios mío, que bien lo haces’, me dijo, como si yo hubiera hecho mucho. No sacó mi polla de su cueva. Movía las cinturas lentamente, estábamos empapados. Poco a poco fue cogiendo fuerza de nuevo. ¿Para eso hacen yoga las ricachonas maduras, para follar como máquinas? ‘Ponte encima’, me ordenó. Sin sacarla -¡que flexibilidad la mujer!- acabé encima, moviendo la cintura. Cada vez más rápido. Me agarró el culo fuertemente, empujándome, abofeteándome las nalgas, arañándome. ‘Así, así’, gemía, ‘qué bien, qué placer’. Clavó las uñas en mi culo, ‘otra vez, otra vez, no pares, cabrón’ y yo le daba más fuerte y rápido, también porque ya no podía aguantar más y quería correrme. ‘Córrete, córrete conmigo, córrete dentro’ y gritó viniéndose mientras me corría yo también. ‘Oh, qué bien, puedo sentirlo calentito, sigue, sigue, no te pares’, decía mientras me acariciaba el pelo. Caí sobre ella, y, tan sudados como estábamos, fui resbalando hacia su lado.

  • Me ha encantado, Jacinto –me dijo mientras acariciaba mi espalda.

  • A mí también –contesté casi quedándome dormido. La madre de Dominga paseaba su mano por mi cogote, mi espalda, mi trasero.

  • ¡Caramba! –dijo- menudo golpe tienes en la nalga. ¿Qué has estado haciendo, nene malo?

‘Cielos, pensé, el mordisco que me dio Dominga’.

  • Me caí de culo.

  • Pues parece un mordisco. No te preocupes, no quiero saberlo todo de tu vida. Además será mejor que me vaya o mis hijos sospecharán –dijo sonriendo.

Dicho y hecho, se fue. Yo me quedé roque.

Al día siguiente, la madre y el hijo, como correspondía a los días pares, no estarían. Abrió la puerta Lidia.

  • Hola, Lidia.

  • Hola –contestó con la cabeza gacha. Cualquiera diría que nunca habíamos follado.

Me senté frente a la mesa, saqué los papeles y llegó Dominga con sus libros, llevando un vestido amarillo de hilo. Se sentó muy pegadita a mí.

  • Profe, me pica aquí –dijo con sorna señalándose entre las piernas.

  • Deberíamos estudiar un poco –dije sin creérmelo.

  • Quiero que me la metas.

  • Párate. Vamos a hacer una cosa. Quiero que me cuentes algo.

  • Vale, pero luego me la metes. –dijo sonriendo.

  • Quizás. Cuéntame esta relación que tienes con Lidia.

  • Es la sirvienta

  • Ya graciosa, pero cómo es que… os lleváis tan bien. ¿Cuánto hace que trabaja para vosotros?

  • Algo más de año.

  • Y… es que me cuesta entender esta relación que tenéis. ¿Hace todo lo que tú le dices?

  • Pues claro, le gusta.

  • ¿Cómo empezó todo?

  • Pues, no sé. Nos llevamos muy bien desde el primer día. Nos lo contamos todo. No te lo vas a creer pero un día, estábamos solas, y como estábamos hablando de sexo le dije: ‘Lidia, mastúrbate’ –y Dominga se reía mientras lo contaba.

  • ¿Y que hizo ella?

  • Que yo no soy lesbiana eh, que no me gustan las mujeres. Pero ella hace todo lo que le digo.

Ya sé que debería hacerlo bonito, queridos lectores, para que os diera más gusto, pero es que los adolescentes se explican con una claridad sin igual y Dominga no es muy locuaz.

  • ¿Y qué hizo ella? –insistí.

  • Pues yo estaba sentada ahí en el sofá y ella de pie. Se metió la mano por debajo de la falda –y aquí Dominga susurraba- y empezó a tocárselo. Casi se cae –y se reía- ¿Te gustaría verlo?

Vaya si me gustaría. Pero le dije a Dominga que me sabía mal que Lidia tuviera que hacer esas cosas por culpa de una niña caprichosa.

  • Si a ella le gusta, tonto. ¡Lidia, ven! –gritó dejándome medio sordo.

Lidia entró en el salón y se acercó donde estábamos. ‘Mastúrbate, Lidia’, dijo Dominga y para mi sorpresa, Lidia, mirando a su ‘señorita’ sonrió levemente. ‘¿Aquí?’, preguntó.

‘Sí’, le contestó Dominga.

Lidia metió su mano por debajo del traje de sirvienta que le hacen llevar en esa casa. Restregaba la mano, entre los pelos. Siempre sin bragas la señora. De pie, mirando al suelo, o con los ojos cerrados, o a veces mirando a Dominga. A mí ni caso. Miré a Dominga, quien me miró sonriendo con cierta lascivia: volvimos a fijarnos en Lidia que movía los cuatro dedos de la mano sobre el clítoris. Al aumentar la presión puso su mano libre en su estómago y ya la oíamos gemir levemente, un poco abierta esa boca de gruesos labios. Doblaba ligeramente sus piernas morenas. La situación era realmente cachonda. Me moría de ganas de sacármela y darle a Dominga lo ella me daba. Dominga se mordía el labio con los ojos fijos en la entrepierna de Lidia. Ésta ya se daba prisa, resoplaba, tenía ahora las dos manos entre sus piernas, se venía, sin gemir muy fuerte, más bien resoplando, nos dimos cuenta que se había corrido cuando empezó a bajar el ritmo de sus manos, hasta quedarse quieta. Cogió aire, sonrió, y dijo:

  • Señorita, ahora voy a la cocina.

  • Gracias, Lidia –contestó Dominga.

Y así nos dejó, con calentura los dos. Dominga desprendía calor. No será lesbiana, pero ver a Lidia masturbarse le pone cien. Debe ser el poder que tenía sobre la pobre sirvienta.

  • Me ha puesto a cien –me atreví a decirle. Total ya podía tener confianza.

  • Y a mí –contesto- Métemela, porfi.

  • No, espera. Cuéntame más.

  • ¡Jopé! Tendré que tocarme –dijo con cara de vicio- ¿Qué quieres saber?

  • ¿También hace todo lo que tu hermano le dice?

  • ¿Mi hermano? Pero si mi hermano es tonto. Se la casca todo el día pensando en Lidia. Un día le dije a Lidia: hazle una paja a...

Ahí me dijo el nombre de su hermano, pero ahora ni me acuerdo. Le llamaremos Pipi que he oído hoy ese nombre en televisión y el chaval tiene cara de llamarse así.

  • hazle una paja a Pipi –me dijo mirándome a los ojos.

  • ¡Qué pervertida! –le dije.

  • Ella me dijo que no… -y se calló.

  • Oh, pero yo la vi haciéndolo.

  • Bueno, pero es que… todo esto es un secreto, eh. No lo cuentes nunca.

Se lo prometí, aunque ahora me doy cuenta que estoy faltando a la promesa. ¡Qué dilema! En fin, ahora ya sigo.

  • Le pregunté que quería a cambio. Lidia es muy tímida y no me contestó. Pero le dije: si le haces una paja a Pipi yo te dejo verme mientras me masturbo. Le daba mucho corte, pero como le pongo –y se reía- pues aceptó.

Ahora entendía algo que explicaba esta extraña relación. Lidia debía estar enamoradísima de Dominga. Pobre Lidia, pensé.

  • ¿Cómo lo hiciste? -pregunté.

  • Qué curioso eres –rió y lanzó su mano entre mis piernas- Métemela. Si me la metes te lo cuento.

  • Vale –contesté. Me desabroché los pantalones, la saqué, dura, y sonreí.

Se levantó de la silla, pasó una pierna por encima y mirándome la fue metiendo. Otra a quien le gusta ir sin bragas. Nos costó un poco porque Dominga no estaba aun mojada, pero a medida que apretábamos pude sentir más y más humedad. Al rato ya estaba dentro.

  • Sigue, que pasó.

  • Pues quedamos por la tarde, la llamé y yo ya estaba en la cama tumbada. Le pregunté si quería que estuviera vestida o desnuda, pero como me dijo que como yo quisiera, pues me quité los pantalones. Y me masturbé. Oh, está dura, eh.

  • ¿Ella que hizo mientras te tocabas?

  • Nada, bueno, tú no te muevas, yo lo hago, empezó a tocarse, pero le dije, le dije que no valía, que sólo podía mirar.

  • ¡Qué cruel eres!

  • ¡Que gusto! –susurraba mientras me chupaba la oreja.

  • ¿Te corriste?

  • Sí, sí, la verdad que me daba morbo, como ahora. Pero ahora me gusta más. ¿Te gusta como me muevo?

  • Sí, mucho.

  • ¿Seguro? ¿Lo hago bien?

  • Muy bien –y puse mis manos en sus tetas.

  • Sin condón es mejor. ¿Te gusta más así o con condón?

  • Así, así, mucho mejor, lo haces bien.

  • ¿Y cuando masturbó a tu hermano?

  • Después, al día siguiente, oh, me voy a correr.

  • Espera, poco a poco, cuéntame lo de tu hermano.

  • Al día siguiente, mi hermano siempre se la pela en su habitación por la tarde y le dije a Dominga que, oh, no puedo más, no te corras dentro, que no quiero tener un niño, le… le dije a Lidia que tenía que entrar cuando él se la estuviera machacando. Lidia entró a saco en la habitación y lo pilló ahí, en la cama, como un mono ¡me voy a correr, ahora, ahora!

La agarré por el culo, subiéndola y bajando. Tuve que hacer virguerías mentales para no correrme yo también. Dominga gemía alto y gritando se corrió, lamiéndome, chupándome, mordiéndome el hombro. Poco a poco se dejó caer sobre mí, mientras respiraba fuertemente. Tras descansar un poco se levantó y se sentó en la silla.

  • Se me doblan las piernas. Ahora te toca a ti, pero debes darte prisa.

Empecé a tocármela, pero ella quitó mi mano.

  • Yo lo hago, que tengo que practicar –dijo pícaramente.

  • ¿Tu viste mientras se lo hacía a tu hermano?

  • Sí, desde la ventana del patio. Mi hermano se quedó acojonado, se subió los pantalones. Lidia cerró la puerta, se acercó a él y se sentó en la cama. Mi hermano debió alucinar. Tienes la polla mojada. Es culpa mía –me miró sonriendo.

  • Me voy a correr pronto. ¿Qué más pasó?

  • Pues Pipi ni se movía, así que Lidia se la sacó. Anda que iba a decir que no mi hermano. Y le hizo una paja, así como te la hago yo. ¿Quieres saber lo más cachondo? Cuando mi hermano se iba a correr y Lidia le daba más caña, ella miraba donde yo estaba. Qué morbo, ¿no? Ya te vas a correr, ya.

  • Sí, no pares, no pares, fuerte, ¡ya, ya! –y empecé a soltar chorretones que dieron en el suelo y en mis pantalones. Me quedé como pocas veces. Vacío, en todos los sentidos.

No hizo falta llamarla, al poco Lidia llegaba con papel y limpiaba mi pene, mis pantalones y el suelo, la mano de Dominga.

  • Gracias Lidia –dije.

Ya repuesto y bien sentado, Dominga y yo nos miramos. Nos tocamos las manos y nos besamos durante el resto de la clase. Pero pronto fue hora de irme. No quería. Yo quería seguir cerca de Dominga. Pero era mejor dejarlo ahí. Marché antes de que volvieran la madre y el tal Pipi.