¡Domada por mi sobrino! Capítulo 04

"...comienza a manosearme las tetas, a apretarlas, haciendo que los pinchos se hinquen en la zona más sensible de los senos". Sigue la dominación de tía Isabel, con varios adiestramientos, castigos, humillaciones y usos sexuales ¡ahora también en el trabajo! **SOLO PARA ADULTOS**

Es domingo por la mañana y me he despertado con el cuerpo suavemente dolorido, el ano irritado…, pero llena de una dulce pereza y abandono. Me aseo y salgo de mi habitación, ya decidida y sin complejos, completamente desnuda. Veo que Rafa no está en casa, aún así, tras dudarlo un poco, me pongo a hacer el desayuno. Preparo la mesa y lo dejo todo bien dispuesto.

A pesar de no tener instrucciones al respecto, pienso que Rafa me marcaría la obligación de esperar arrodillada. Así lo hago, bien abiertos los muslos y erguido el cuerpo como me enseñó ayer. “Lo correcto sería poner las manos atrás, ‘en descanso’”. Aun así, prefiero subir los brazos, aunque a la larga me resulta doloroso en los hombros, a fin de presentarme de forma más atractiva. Me concentro en el esfuerzo muscular y en una respiración acompasada. “Es como en el cursillo de yoga que hice…”. Esa tensión consciente de cada músculo de mi cuerpo hace que mi mente flote en blanco, sosegada.

Al rato (no llevo reloj, pero habrá pasado una media hora), llega Rafa, “ya se nota su aroma mentolado”, con el periódico y unas revistas.

—Buenos días, Rafa —saludo—, el café está en la vitro para que no se enfríe.

—Muy bien, tía —responde con una sonrisa. Me pasa el dorso de los dedos por la mejilla. Luego, su carantoña clásica: recorre con la mano mi pecho derecho, lo toma entero, lo estruja un segundo, y luego lo deja escapar hasta quedarse solo con el pezón, que pellizca y retuerce hasta hacerme gemir—, puedes ir a traerlo.

Sirvo los cafés y, otra vez de rodillas, alzo mi taza con las dos manos, y la mantengo así, esperando. “Hasta que la condimente con su ADN”. Sé que me degrado profundamente con esta acción, y me maravilla la tranquilidad con que lo hago, pero prefiero no disgustar a Rafa ni plantear conflictos. Cuando al fin añade su dosis de saliva al café, todo el abdomen me hormiguea. Bebo a grandes tragos el líquido, llenándome de su amargor mortificante y de la fuerza de la cafeína, que me activa y reanima.

Hojea la prensa mientras desayuna, luego me da algunas nuevas indicaciones que debo cumplir en lo sucesivo.

—Aquí en casa no usarás sillas ni sofá —dice, como si fuera lo más normal del mundo—, salvo que se te mande; tu lugar es el suelo. Y fuera de casa nunca te sentarás con las piernas cruzadas ni las rodillas apretadas. —Y me explica con precisión la posición correcta.

“Son caprichos y juegos infantiles, ¡en el fondo es un niño!”.

—Si, Rafa.

—Y no volverás a usar bragas —añade—, si no es con permiso especial.

—Como quieras, Rafa.

Me alarma la idea de ir sin ropa interior al ministerio. Pero dejo el problema para resolverlo más adelante. También me prohibe masturbarme en el futuro. Aunque ni se me ocurriría volver a masturbarme, “eso es propio de la solterona frustrada que era antes…”.

Paso la mañana limpiando a fondo la cocina y el baño, como me ha mandado. “¡Yo, una funcionaria de alto nivel!”. A ratos se acerca a controlar mi tarea. “Este viene a ver cómo balanceo las tetas y el culo al frotar…”. Durante un buen rato me hace trabajar llevando en los pezones esas pinzas metálicas, “¡qué dolor!, se me saltan las lágrimas, pero no me quejaré”, que extrañamente me repercuten en el clítoris sin necesidad de tocarlo.

Cerca del mediodía le digo que debo salir a comer con mi madre. Comprende que es una obligación ineludible y no pone pegas. Luego, mientras me visto, entra en mi habitación con una caja bastante grande, de cartón marrón, que imagino ha traído esta mañana.

—Tía, ve metiendo aquí los pantalones, las bragas y pantis —dice. Como yo me he quedado parada como una tonta, una bofetada me recuerda la postura que debo adoptar: como un soldado me abro ante él y elevo los brazos ‘en atención’—, en general mete cualquier prenda que cierre o impida el libre acceso a tus agujeros.

—Sí, Rafa.

“El libre acceso a mis agujeros”, me repito la frase una y otra vez, mientras cumplo las órdenes, cono hipnotizada, sintiendo en dichos agujeros un espontáneo cosquilleo…

Regreso a última hora de la tarde, ya cansada de las quejas y manías de mi madre. Al abrir la puerta, quedo muy sorprendida al oír voces desconocidas. Me encuentro en el sofá a Rafa con otro chico de su edad, moreno y agradable, pero de hechuras menos elegantes que mi sobrino, jugando a videojuegos en la tele.

—Hola, tía. Mira, te presento a mi amigo Chema.

—Encantado, señora, ¿qué tal? —dice el amigo, sonriente, mirándome el cuerpo con el mayor descaro.

—Tía, quítate la ropa y arrodíllate aquí a mi lado —me ordena Rafa. Me quedo paralizada, siento que la situación me supera totalmente y huyo corriendo a mi habitación.

Viene Rafa e intenta tranquilizarme, pero yo estoy muy nerviosa, chocada, no había previsto que pudiera plantearse un escenario así…

—No, Rafa; lo siento —le digo, entre lágrimas, sonándome la nariz—. Esto no lo puedo aceptar, ya me he dejado llevar contigo mucho más de lo razonable; pero esto no: servir de diversión a tus amigos, no. Por ahí no puedo pasar.

—Cálmate, tía. De verdad que no habrá ningún problema —responde él intentando ser persuasivo—. Y no olvides el efecto que tendrían tus vídeos en el ministerio.

“Basta de amenazas, métete los vídeos por donde te quepan”.

—Rafa, lo que pase en el ministerio ya me da igual, afrontaré lo que sea. Pero esto no puede seguir así, todo capricho tiene un límite.

Le cierro la puerta en las narices y echo el pestillo.

—Lo siento, tía —dice él—, tendrás que atenerte a las consecuencias.

Me tumbo en la cama; me siento victoriosa y fuerte, ”Se acabó esta locura, ¿cómo he podido llegar a estos extremos vergonzosos?”. No puedo quitarme un nudo en el estómago. Me acuesto sin cenar, me es imposible conciliar el sueño, la cabeza me va a mil, ¿cómo podré mantener la lucha que he empezado? Casi no duermo, me levanto prontísimo y salgo sin desayunar y sin ver a Rafa, “no podría soportar otra trifulca”.

Luego, en el coche, otra vez giran en mi cabeza todo tipo de planes para manejar el escándalo  que se me avecina en el ministerio… Llego a la oficina y veo a Rosana esperándome ya de pie en el despacho.

—Buenos días, Rosana, ¿qué…?

Sin terminar la frase recibo tal par de bofetadas en la cara que a punto estoy de caer al suelo. He de apoyarme en la mesa. Ella señala el ordenador donde se ven, sin sonido, las mismas imágenes que ya recibió días atrás, ¡pero esta vez sin pixelar!

—¡Conque eras tú la del vídeo, cacho cerda! —Y de otra bofetada me sienta en la silla, mareada, solo quiero escapar, “morirme”.

—Ay, Isabel, cuántas vueltas da la vida… —dice mirándome con asco—. He tenido una conversación muy interesante con tu sobrino. Tranquila, que no difundiré el vídeo por el ministerio, aunque ganas no me faltan… Rafa me ha convencido de que serás mucho más útil aquí que en el paro, ¿no estás de acuerdo?

Se acerca a la puerta y la cierra con pestillo.

—Levántate —me dice, y yo lo hago, vacilante. Ella toma el borde de mi falda y, de un solo tirón, me la sube hasta la cintura—. Quítate esas bragas ahora mismo, ¿es que no sabes que no puedes usarlas?

Empiezo a bajármelas ante ella, temblando. Pero como no acierto, y se atascan en los muslos, ella misma las corta con unas tijeras de su escritorio y me las arranca de un tirón.

—De rodillas, cerda. —Más que arrodillarme, caigo sobre la moqueta de la oficina—. ¿Es que ya has olvidado la postura que has de adoptar?, ¡ponte ‘en atención’ ahora mismo! —dice cruzándome la cara con otra bofetada.

Yo obedezco en el acto, sin poder reprimir las lágrimas y los sollozos.

—Calla, a ver si te van a oír…

Y me mete en la boca mis bragas hechas un gurruño. Se sienta entonces ante mí, muy cerca, y me habla sujetándome el rostro lloroso con las manos. “Morirme, morirme, morirme…”.

—Escúchame bien —dice—, a partir de ahora vas a estar a mis ordenes. Yo controlaré que cumplas con tu obligación aquí en la oficina. Estaré en comunicación constante con tu sobrino, no sea que intentes escaquearte. ¿Has comprendido?

Asiento con la cabeza, sorbiéndome los mocos. Todo mi mundo se ha trastocado, se ha desmoronado. “¿Aquí, en el ministerio? ¿De rodillas y recibiendo órdenes nada menos que de Rosana, mi peor enemiga?”. No lo puedo creer, es el infierno… Y sin embargo, acepto esta nueva esclavitud con cierto alivio, pues milagrosamente me he vuelto a librar del hundimiento de mi carrera, del escándalo, de verme en la picota.

—Y por supuesto en esta oficina estarás a mi servicio para lo que yo desee, solo así evitarás que todo el personal de ministerio reciba tus vídeos… ¿te queda claro? —Asiento—. Bueno, ahora levántate y arréglate un poco, no quiero que llames la atención.

Así lo hago, en silencio; siento una pasividad dulce, la calma de la impotencia. “No debí cuestionar a Rafa; y ahora… ya sé lo que me toca, y aún me doy con un canto en los dientes…”. Me arreglo como puedo y ocupo mi sitio.

—Ya te iré comentando tus obligaciones —me dice Rosana con el mayor desprecio—, de momento, los tres expedientes que me mandaste gestionar ayer, van a correr de tu cuenta.

—Pero no voy a tener tiempo de hacerlo todo hoy, y sabes que deben salir esta misma tarde…

—Pues te quedas aquí a la hora de la comida si es necesario, así pruebas los sándwiches de la máquina —dice riendo de buena gana. Y luego disfrutando del escarnio—: Y quiero las cositas bien hechas, como te gustan a ti. Ahora te voy a controlar, y seré tan puntillosa como tú solías serlo conmigo, ¿lo entiendes, cerda?

Asiendo con un gruñido. De inmediato ella me cruza la boca con el revés de la mano, su anillo me corta el labio y he de enjugar una gota de sangre. “¡Mala puta!”.

—Quiero oírtelo decir, con educación. Y que no se repita.

—Sí, Rosana.

Nos sentamos en nuestros escritorios, una frente a la otra.

—Me ha dicho Rafa que te castigue cualquier falta, y ya veo que estás con las piernas cruzadas. Las descruzo enseguida, adoptando la postura que Rafa me enseñó: con las rodillas paralelas, sin llegar a tocarse.

—Sí, ya sé cómo tienes que poner las piernas en general —dice—, pero ante mí prefiero que las abras del todo, así podré comprobar que vas sin bragas como es tu obligación. ¿Entendido?

—Sí, Rosana. —Separo completamente los muslos, dejando al descubierto mi sexo desnudo. Ella no me quita ojo, sabiéndome profundamente mortificada. “Nunca hubiera imaginado lo humillante que es abrirse de piernas ante otra mujer, que además te odia…”.

En efecto, he tenido que quedarme sin salir a comer para poder para completar todo el trabajo. He comido, pues un, un emparedado frente al ordenador y he traído luego un café de la máquina. Llega Rosana del restaurante: al ver mi café, lo coge y se lo lleva sin decir nada, al poco regresa y me da otro.

—Toma, sin leche ni azúcar, creo que se te había olvidado… Vaya, ya te has ganado otro castigo —dice triunfante—. Y falta el ADN, por supuesto.

Debo sostener el vaso ante ella mientras me echa una generosa ración de saliva. Se me queda mirando con sorna y deleite mientras lo ingiero. “Qué repugnancia, qué degradación”. Bebo sorbo tras sorbo, conteniendo las lágrimas. No solo por la vejación, sino por el hecho de que Rafa le ha explicado y trasferido todos los detalles de mi entrega a él. “Quizá son una especie de celos absurdos, pero me siento doblemente humillada y traicionada”.

—Bueno, yo me marcho ya —dice Rosana más tarde, aunque aun falta casi media hora para su hora de salida, pero está claro que está decidida a abusar—. Tú quédate hasta que termines.

—Sí, Rosana.

—Antes de irme te voy a dejar el castigo que te has ganado, suéltate la camisa, todos los botones.

Lo hago temiéndome cualquier cosa de ella, por la inquina que me tiene. Trae de su mesa dos anchas bandas de cinta adhesiva, marrón. En cada una de ellas ha fijado diez o doce chinchetas. Me baja el sujetador e introduce una de las bandas en cada copa, con las afiladas y frías puntas presionando la zona inferior de los pechos. Una vez ajustado el sujetador y abrochada la camisa, comienza a manosearme las tetas, a apretarlas, haciendo que los pinchos se hinquen en la zona más sensible de los senos. Reprimo un grito de dolor, “disfruta, mala pécora, que alguna vez te daré tu merecido”, pues noto la puntas penetrar en mi carne.

—Así, muy bien: señora Isabel Mansueto, este es el trato que usted se merece —dice con sorna, alternando los dolorosos manoseos en uno y otro pecho—; he puesto un wasap a Rafa: él te quitará las chinchetas ya en casa, ¿entendido?

—Sí, Rosana.

Con una última bofetada en mi rostro, sale de la oficina. Decir que estoy en shock es quedarse cortos. Mi estado es tal que que no me atrevo ni a cerrar las piernas, a pesar de estar sola; ni a tomar verdadera conciencia de en qué se ha convertido mi vida. Solo me repito que un día más he mantenido mi estatus y he contenido el escándalo. Me quedo varias horas más sentada, con los muslos bien abiertos y los pechos atravesados, hasta que puedo terminar el trabajo y salir yo también.

Llego a casa descompuesta, mi aspecto debe de ser horrible, pues Rafa me recibe con cierta actitud de consuelo que agradezco infinitamente.

—Tranquila, tía —dice cuando casi me derrumbo en sus brazos—, todo va a ir bien…

Él mismo me desnuda y me ayuda a arrodillarme. Luego, sentado frente a mi, desprende con cuidado las bandas adhesivas, desclavando las chinchetas, algunas de ellas profundamente introducidas en la carne. Grito de dolor. Luego me limpia la sangre y aplica desinfectante a los pinchazos.

—Ya está… Espero que esta experiencia te sirva de escarmiento.

—Si, Rafa. —Y realmente lo digo con el corazón en la mano…

e pasa los dedos por las axilas, por los flancos, por el vientre, haciéndome estremecer. Me introduce sus dedos profundamente en la vagina que se abre y arde. Entonces me ofrece la mano para levantarme, me instala en el sofá y, como hace dos días, me penetra analmente de manera larga e intensa, haciéndome gritar. Siento que esta acción es para él como una ceremonia, un sacramento con el que rubrica en momentos especiales su pleno poder sobre mí.

Según su costumbre me pone debajo el cojín, para que sea yo misma la que me ondule mis caderas, frotándome y empalándome a la vez en su ancho miembro que me revienta, dándole placer. Mi excitación es incontenible, me preparo ya para estallar en un orgasmo en cuanto él alcance la satisfacción. Mi mente solo piensa por adelantado en el gusto de su semen inundándome el paladar.


CONTINUARÁ...

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