¡Domada por mi sobrino! Capítulo 03

—Por supuesto estarás en casa desnuda —dice, siguiendo con su ‘normativa’—, y siempre disponible para... Avanza la dominación de tía Isabel, con varios adiestramientos, castigos, humillaciones y usos sexuales por parte de Rafa, su sobrino. **SOLO PARA ADULTOS**

Es sábado por la mañana y me despierta el sol entrando a raudales por la ventana. Retozo y me estiro en la cama llena de un suave bienestar hasta que las imágenes y sensaciones de ayer me vienen a la mente, recordándome el ultraje del que soy víctima. “Me extorsiona mi sobrino, me tortura y abusa de mí…”. No doy crédito a la situación en la que estoy, pero aun así me siento fuerte: de momento voy evitando bien el chantaje, con su amenaza de desastre laboral y social. En realidad pienso que para Rafa esto no es más que un juego, y estoy convencida de que todo irá cayendo en el olvido según pase el tiempo. Pero mientras tanto no me queda otra que cumplir sus exigencias, al menos un día más…

El suave dolor en los muslos me recuerda las marcas que él grabó ayer en mi cuerpo. Salto de la cama y corro a mirármelas. El color es impresionante, los dibujos carmesí con la forma ovalada de la cuchara que llenan mis nalgas y muslos, las zonas que empiezan ya a amoratarse... Realmente el efecto es muy especial y llamativo. “Se ha pasado diez pueblos, el muy bestia”. No me canso de mirar la imagen de la mujer que me muestra el espejo, fresca y lozana; me contemplo y sonrío, acostumbrándome a mi nueva piel.

Se oyen ruidos por la casa, así pues Rafa está ya despierto. La sola idea de presentarme otra ante él me pone de los nervios. Una ducha rápida, me echo por encima una bata nada más, y salgo con la respiración agitada y hormigas corriéndome por la tripa.

—Buenos días, Rafa —digo, con voz débil. Él está mirando su tablet y tomando el primer café de la mañana. Va muy hogareño, con bermudas azul marino y camiseta del Che.

—Buenos días, tía —responde con el ceño fruncido—. Quítate la bata ahora mismo.

“¿Ya estamos otra vez con la prepotencia y la chulería?”.

—Pero, Rafa… —Sin escucharme, me señala un estante muy visible en el mueble de la sala, justo sobre la televisión. En un marco de plástico transparente, con soporte, ha puesto una foto apaisada, de tamaño folio, sacada de uno de los vídeos que me ha robado, donde se me ve abierta, tocándome con cara de éxtasis, mientras me retuerzo un pezón… —. Ay, por favor, quita eso de la vista —digo, molesta al ver una imagen tan grosera de mí.

—No, tía, al contrario: tienes que tener muy presente tu compromiso de obedecer… Si no, las cosas tienden a olvidarse —lo dice con voz amable. De la misma balda ha cogido la gran cuchara de bambú y ahora la sopesa entre sus manos—. Te explico: la foto es para evitarte la tentación de incumplir tu deber; y la cuchara será para castigarte por cualquier falta, dejadez, descuido, retraso… ¿lo entiendes?

Se me eriza la piel al oír la palabra ‘castigo’… Desde luego, todo esto me parece bastante infantil, pero de momento prefiero aceptar la situación y no entrar en conflicto. Me quito la bata y quedo desnuda ante él. “Me he puesto colorada como una quinceañera”.

Rafa me coge del cuello, como acostumbra, y me inclina para comprobar los efectos de sus golpes de ayer sobre mi cuerpo. Observa mis nalgas, las abre y aprieta, “como se coge una pieza de carne, lo que soy para él”, repasando las distintas marcas y moratones. Igualmente agarra mis muslos con las manos, me fuerza a abrirlos, revisa el color, la sangre recogida… Al fin, pasa los dedos suavemente a lo largo de mis caderas y nalgas, y baja por entre ellas haciéndome estremecer con un exquisito cosquilleo.

—Muy bien, bonitas marcas, tía —dice levantándome. “Me maneja con sus manazas como a una muñeca”—. Bueno, ya sabes como me gusta el desayuno, ponte manos a la obra.

“Ya estamos: otra vez la criada del señorito”. Hago una cafetera, tostadas, zumo natural, “hay que comprar naranjas, que quedan pocas…”, y lo llevo todo en una bandeja, junto con leche tibia, mantequilla, mermelada de albaricoque. Y las tazas, cubiertos y servilletas.

Cuando dejo la bandeja y dispongo el desayuno sobre la mesa, Rafa contempla, con sonrisa pícara, mis pechos colgando y moviéndose al inclinarme. Otra vez me ruborizo. “Toda la vida sintiéndome humillada por estas ubres… Al menos parece que le gustan, pues no les quita ojo”. Como alrededor de la mesa no hay más sillas que la suya, me quedo de pie sin saber qué hacer. Al fin, cojo una taza y voy a servirme de la cafetera.

—A ver, tía, ¿quién te ha mandado que te pongas café?

—Aún no he desayunado…

—Pues espera a que yo te lo diga o pide permiso, ¿entiendes? —dice, y en respuesta a mi cara de extrañeza, señala con el dedo hacia el estante sobre la tele.

“Esto ya es ridículo, ni que tuviéramos diez años”.

—Vale… Rafa, ¿puedo tomar un café?

—¿Cómo sueles tomarlo?

—Con leche y dos de azúcar.

—A partir de ahora lo tomarás solo y sin azúcar. Y validado por mí.

—Pero bueno, ¿esto es una broma?

Hace un gesto de impaciencia y se dirige hacia la estantería. Me coge las manos con decisión y me las levanta por encima de la cabeza. Antes de que pueda plantear alguna resistencia, me da uno, dos, tres golpes fuertes en la parte externa del muslo, que me dejan la pierna temblando. Sin soltarme me gira y repite la operación en la otra pierna. “¡Basta ya, cabronazo!”. El dolor es agudo, la vejación intolerable. Ha traído la foto de mi vídeo y la pone sobre la mesa.

—¿Vamos a tener que estar así a cada nueva orden? —dice con lástima—. Un poco de seriedad, tía Isabel…

Debo de estar granate, pero no de vergüenza sino de furia, porque ahora mismo lo mataría. “Cómo te odio, cerdo asqueroso”. Siento que el dolor me quita toda responsabilidad de resistirme, no puedo hacer nada y esa impotencia me calma, me resulta extrañamente morbosa. Ya me he vuelto a mojar. “¿Por qué seré tan perra?”.

Ordena que me arrodille a su lado, y lo hago dócilmente. Me arden los muslos. Él mismo llena una taza de café, sin leche ni azúcar.

—¿Ves, tía? Este será tu desayuno, solo café bebido. Y cada mañana me lo traerás para que yo te lo valide —dice, y ante mi gesto interrogativo, deja caer de su boca un pequeño hilo de saliva al café—. Así. Ya está validado con mi ADN, ve acostumbrándote a él, pues a menudo tu cuerpo tendrá que procesarlo.

Se me revuelven las tripas. “Qué asco, esto sobrepasa todos los límites”. Me da la taza. Ahora sí que el rojo vivo de mi cara es por la humillación. Él se limita a señalar mi foto con la mano y yo sé lo que me toca hacer. Empiezo a beber sintiendo el escarnio de su mirada. El café está fuerte, caliente, me reconforta. El gusto muy amargo, “cómo odio este sabor”, me mortifica hondamente. Es un amargor que me pone en mi sitio, a ras de suelo, sin privilegios, sin el ‘lujo’ siquiera de una cucharada de azúcar…

El resto de la mañana lo dedica a ‘adiestrarme’, según su propia expresión… “Se creerá que soy un mono de feria”. Por suerte en la zona del comedor sí hay una alfombra donde mis doloridas rótulas pueden instalarse...

—No has de sentarte nunca en los talones cuando estés arrodillada, sino con el cuerpo bien erguido, como si estuvieras rezando. Y deja un trozo así —lo señala con las manos—, de separación entre las rodillas.

Me enseña las posiciones ‘en descanso’, con las manos detrás de la espalda y agarrando los codos; y ‘en atención’, con los dedos entrelazados tras la nuca. Y que ambas valen tanto estando de pie como arrodillada. Bajo sus órdenes, las practico procurando lograr una estética perfecta. Y él evalúa y corrige la colocación de mi cuerpo. En alguna ocasión recibo la cuchara en los muslos por equivocarme.

Me siento un poco pueril ensayando posturas como si estuviera en clase de gimnasia. “Qué papelones le tocan a una en esta vida…”. Sí me agrada que me alabe cuando logro hacerlo bien, y que mire con satisfacción mi cuerpo modelado a su gusto.

—Por supuesto estarás en casa desnuda —dice en otro momento, siguiendo con su ‘normativa’—, y siempre disponible para recibir instrucciones. Cada día yo daré el visto bueno a tu vestuario, ¿lo entiendes, tía?

—Sí, Rafa.

Encuentro bastante ridículas sus pretensiones, “¡darme el visto bueno al vestuario, dice el jovencito!”, aunque son relativamente inofensivas con tal de ir evitando los riesgos del chantaje. “Pronto se le pasarán todas estas ínfulas…”.

Tras el rato de ‘adiestramiento’, mi sobrino se pone a leer en su tablet y yo me quedo arrodillada sobre la alfombra, en posición de ‘descanso’. Debo permanecer inmóvil pues cualquier movimiento detectado me reporta una inmediata bofetada en la mejilla o en la boca. “Tener que soportar una degradación así de este renacuajo…”. Me resulta bastante agotador mantener la posición exacta minuto tras minuto, pero mi vergonzosa foto sobre la mesa me recuerda lo que tengo que hacer, así que tenso los músculos con toda mi energía, intentando no aparentar esfuerzo. “Tampoco quiero que se me vea cansada, ni encorvada…”.

—Ponte ‘en atención’, tía —dice después de una hora larga de lectura. Yo levanto los brazos y pongo las manos tras la cabeza. Siento que es indigno para una mujer de mi edad y dignidad, mostrarse tan dócil en esta situación vejatoria. “Y más con el hijo de mi cuñada”. Esta posición está pensada para que yo reciba sus instrucciones, según me ha explicado. He procurado que el movimiento de levantar los brazos sea grácil, y la postura perfecta. “Me siento como una gimnasta olímpica”. Sé que así, con los brazos alzados y los codos bien separados, “y cuesta mantenerlos abiertos”, mis pechos se ven altos y torneados. Soy muy consciente de su joven mirada sobre ellos, apreciándolos—; ahora vas a ponerte a cocinar —ordena, y añade el menú exacto que desea. “Hazte tú la comida si la quieres, caradura”. Y luego, con una palmadita en la mejilla—: Venga, levántate y ponte a ello, tía.

—Si, Rafa.

Estoy en la cocina, trabajando para él. Paulatinamente mi mente se distrae dando vueltas a mi situación, a las actividades que tenía previstas para el fin de semana... Al poco, como si adivinara mis divagaciones, mi sobrino se acerca y me ordena otra vez la posición ‘en atención’. La adopto de inmediato, abriendo las piernas y subiendo las manos hasta la nuca, ya con movimientos, creo, armoniosos y precisos. Él me coloca en cada pezón una pequeña y aguda pinza metálica.

—Sigue a lo tuyo, tía —dice al alejarse.

La mordedura de las pinzas es cruel, difícilmente aguantable. Ya no puedo pensar en nada más, “¡es una tortura insoportable!”, mi mente se vacía, y me quedo a solas con la tarea que he de cumplir y con el dolor en la carne.

Al cabo de un rato, me siento incapaz de resistir más y me presento ante Rafa, para implorarle:

—Por favor, Rafa, deja que me quite las pinzas, son insoportables. De verdad que no puedo más.

—Vaya… que pena. Estabas ya a punto de terminar con ellas, pero por venirme con quejas tontas, tendrás que empezar de cero… —dice con burla disfrazada de tono lastimero. Me quita las pinzas, “¡Dios, en mi vida he sentido un pinchazo así!”, y me las vuelve a poner a unos milímetros de distancia. Los pezones me palpitan dolorosamente—. Ahora sigue con tu tarea, y medita en lo que has aprendido con esto…, luego te lo preguntaré.

“Cómo te odio, cabronazo, algún día me las pagarás”.

Termino la comida en un estado de concentración total, dominada por el agudo mordisco que me tortura el pecho. “Debo cumplir las órdenes hasta el final, sin quejas”.

Le sirvo la comida, entre cada plato permanezco de pie, ‘en descanso’. “No debo quejarme, Rafa”. Permanezco con la mente en blanco, solo pendiente de atender la mesa, traer más pan, echar vino… Mi postura es perfecta, pese al intenso dolor, pero me preocupa que al tener las piernas abiertas, mi coño pueda gotear sobre el suelo.

—Muy rico todo, tía —dice al terminar. Hace que me arrodille y me quita las dos pincitas a la vez. Por un segundo creo que me desmayaré de dolor… pero él mismo me consuela, me acaricia las axilas, el lateral de los pechos, los flancos hasta las caderas… causándome una gran relajación—. Bueno, ¿y qué has aprendido de lo que ha pasado, tía?

—Que nunca debo protestar ni quejarme, Rafa.

—Eso es, perfecto —dice. De pronto, para mi asombro y profundo placer, pasa su lengua por mis irritados y magullados pezones, los succiona y los hace vibrar—. Ahora vas a comer —ordena tras un rato. Y me sirve los restos de los pucheros en un bol de desayuno.

Tomo mi comida con apetito, sentada en el suelo, a sus pies. Me permite usar una cucharilla y me siento por ello vergonzosamente agradecida. “Me tiene como a un perro, y es lo que soy”. Mientras, él ve la tele recostado en el sofá. Al cabo de un rato tengo la impresión de que se ha adormilado. Una de sus manos descansa sobre mi cabeza; al notarlo me mantengo inmóvil, durante largo rato, para no alterar su reposo.

Más tarde se despereza y, sin mediar palabra se suelta el pantalón y conduce mi cabeza hacia su sexo. Me irrita esta imposición, pero quiero ante todo evitar su mirada de disgusto. “No más golpes de cuchara en los muslos, por favor…”.

En efecto tiene un miembro considerable, sobre todo por lo grueso, debo abrir bien la boca para que me entre. El me guía, con una mano en mi nuca, a introducirlo del todo y, al llegar al final, me aprieta un poquito más hasta producirme una breve arcada. Más tarde deja de guiar mi cabeza y soy yo misma, mirándole a los ojos como me ha ordenado, la que realiza las profundas penetraciones hasta ofrecerle esa arcada final que me hace saltar las lágrimas. “Creo que nunca me he rebajado tanto ante un hombre…”. Una especie de oscuro orgullo me llena, sin embargo, viendo la intensa excitación del joven al poseer completamente mi boca.

Otra vez estoy a cuatro patas sobre el sofá y, cuando él se sube detrás, me resigno —muy húmeda a pesar del trato indigno— a ser follada por mi propio sobrino. Sin embargo, noto que me hurga brevemente en el ano, y entonces soy sin más enculada por su grueso miembro, como él acostumbra a hacerlo, de un único envión lento y decidido, que no para hasta hacer tope al fondo, con fuerza. Grito. Por el dolor y por el brutal ensanchamiento de mi esfínter. “¿Pero me ha lubricado al menos?”.

Él está jadeando de placer a cada dolorosa penetración anal, bien agarrado a mis nalgas aún amoratadas por los golpes de ayer. “¡Dios mío, me está reventando!”. De pronto toma un cojín y me lo encaja bajo el vientre.

—Frótate —ordena, y él mismo me fuerza con sus manos a mover las caderas. El roce del cojín en mis partes me quema de placer y, al poco, yo misma culeo desvergonzadamente, para así frotarme el clítoris y, a la vez, empalar mi propio ano en el grueso pene de mi sobrino.

—Muy bien tía, buena perra —jadea él, inmóvil, solo abriéndome las nalgas con sus manos y disfrutando de las ondulaciones de mi cuerpo. “Sí, eso soy: ¡una perra enculada, qué vergüenza!”.

Mi esfínter, ya bien abierto, succiona su miembro cada vez más rápido, pero Rafa me prohibe correrme antes de que él llegue al orgasmo. Tomo nota de esa nueva regla, una de las muchas que parece regirán mi vida a partir de ahora…

Aunque los frotamientos del clítoris sobre el cojín me mantienen al borde mismo del clímax, logro contenerme hasta que noto sus espasmos de placer y su típico rugido: la señal que me autoriza a gozar, gritando una y otra vez hasta quedar derrengada sobre el sofá.

Se ha levantado y está a mi lado con el preservativo en la mano. Sin que me lo ordene, abro de par en par los labios para recibir su líquido caliente. “Su ADN, según ha dicho”. Lo mantengo en la boca mientras se viste y enciende un cigarrillo, luego se acerca y me da unas palmadas en la mejilla.

—Ya puedes tragar, tía Isabel —dice, y así lo hago dejando que la plenitud de su sabor me invada.


CONTINUARÁ...

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