¡Domada por mi sobrino! Capítulo 02
No lo tragues aún dice él, mientras me hace avanzar, con la boca llena del sabor de su líquido caliente... Doña Isabel, la 'milf' esclavizada por su sobrino conocerá hoy el dolor intenso, el sexo duro y la humillación total. **SOLO PARA ADULTOS**
Al fin he salido de mi casa hacia la oficina, furiosa y decidida a no ceder al chantaje de Rafa. “Se imagina que voy a ser su ‘esclava’, vamos, qué disparate. Estoy dispuesta a luchar, iré a la policía si es necesario”. Sé bien que es complicado librarse de una coacción así, pero estoy firmemente determinada a resistir. Mi mente trabaja a cien por hora durante todo el trayecto en coche hasta el ministerio, tramando diversos planes para zafarme de las amenazas de mi sobrino y contraatacar. “Se va a enterar este gallito”.
Sí he de reconocer que alguna vez se ha colado Rafa en mis fantasías nocturnas. “Es que tiene su encanto el niño, quién lo duda”. Actúa con una prepotencia que resulta perturbadora. Pero que pretenda abusar de mí, que soy de la familia, valiéndose de extorsiones… Mi dignidad me impide considerarlo siquiera. “Si al menos no fuera mi sobrino…”.
Llego al trabajo, me siento fuerte, animosa, combativa… Me estoy instalando en mi mesa, cuando me llama Rosana, mi ayudante, para que vea algo chocante en su pantalla:
—Mira lo que me han mandado, ¡qué guarrilla la tía, masturbándose!
Mi corazón da un vuelco de infarto y a punto estoy del desmayo. “¡El muy canalla lo ha enviado!”. No puedo creerlo, toda mi vida se desmorona de golpe: el trabajo, mi carrera profesional, está hundida. Y mi familia… no quiero ni pensar cómo les puede afectar. Ya me imagino incluso saliendo en la televisión, en pleno escarnio público. Me acerco con las rodillas temblando. En efecto soy yo la del vídeo pero… ¡milagro!: mi cara está pixelada, así como mi habitación, que se ve al fondo, y son irreconocibles. El alivio es tan grande que estoy a punto de gritar.
—¡Cómo se lo pasa la muy indecente! Ya me gustaría saber quién es —dice Rosana escuchándome gemir al alcanzar el orgasmo—. ¿Por qué me lo habrán mandado?
Entonces algo hace clic dentro de mí. Veo claramente que toda mi anterior decisión, todos mis planes de luchar contra Rafa, han sido una pura ficción mía para darme ánimos. Acabo de ver, en boceto, lo que podría ser mañana la realidad, y comprendo que me someteré a sus deseos. Sin duda es inevitable hacerlo, e incluso me entra la urgencia de aceptar cuanto antes, pasar el mal trago y verme tranquila y en paz. Y así me siento ahora tras asumir con realismo mi situación, en paz, aliviada de la tensión. Durante toda la jornada dejo que mi mente flote relajada mientras yo saco adelante ‘en piloto automático’ las tareas laborales.
Al salir, tal y como Rafa me ha ordenado, paso por un cajero y saco, no mil, sino seiscientos euros, que es el máximo estipulado por la entidad. Luego conduzco hacia casa, nerviosa ante lo desconocido. Pero él no ha llegado todavía. Hago como siempre: desnudarme y darme una ducha relajante. Después, ante el espejo, no hago la revisión habitual de mi cuerpo, sino que lo miro con los ojos de él, imaginando la valoración que podría hacer Rafa de mis carnes. “¿Acaso pretenderá que esté ‘bajo sus órdenes’, como él dice, también en este sentido?”. Me pregunto cómo reaccionaré yo, llegado ese caso...
He picado algo y me he puesto otro conjunto de ropa interior y un vestido de punto, hasta medio muslo, de un gris muy oscuro, ceñido pero discreto. No tengo ganas de mirar el ordenador, así que me siento en el sofá de la sala, la televisión apagada, con el sobre del dinero y una revista en las rodillas, y espero.
Al fin se oye el ruido de la puerta y, tras pasar por su habitación unos momento, aparece Rafa, con unos vaqueros negros de talle bajo y una camiseta caqui, con dibujos en el pecho.
—Hola, tía; ¿qué tal la jornada? —dice con mirada y tono sarcásticos—. ¿Lo has pasado bien con tu compañera Rosana?
—La jornada, bien —respondo, sin poder sostenerle la mirada—. Y, sí, ya he captado tu indirecta…
—Lo suponía —dice—. Ah, veo que has traído el dinero, perfecto. —Como no hace ademán de levantarse, yo misma voy hasta el sillón donde se ha acomodado y le ofrezco el sobre. Él lo coge y entonces tira hacia abajo de mi mano—. Ven, arrodíllate aquí a mi lado —dice. Yo obedezco sin decir nada. Siento un hormigueo insistente que me sube de la entrepierna húmeda hasta el ombligo. Estoy prácticamente entre sus rodillas. “Al final, todo esto del chantaje va a ser para que se la chupe. El muy cerdo”. Pero Rafa me acaricia el pelo y dice —: ¿Ves cómo sabía yo que aceptarías de buen grado estar a mis órdenes? ¿O me equivoco? Quiero oírlo de tus labios.
—Si, Rafa —digo con voz apagada—, en lo sucesivo haré lo que me mandes.
—Estupendo, me alegra oírlo, tía —dice con amplia sonrisa—. Y estoy seguro de que será así.
“Bueno, ya está hecho. A ver por dónde me sale este chulito de gimnasio; de momento vamos salvando la situación”. A pesar del dolor considerable que siento en las rodillas, por la dureza de las baldosas, tengo una sensación de descanso mental y de plenitud. Pero la tranquilidad va a durar poco: Rafa ha abierto el sobre y está contando el dinero.
—¿No te he dicho mil? —dice con irritación.
—Es el máximo que daba el cajero…
—Podías haberlo previsto antes, tía. Y haber pensado una solución para ello… —Ha arrugado el entrecejo y su expresión crispada le da un aire demoniaco que asusta —. Levántate —dice. Yo salto como un resorte, aunque con las rodillas temblorosas por el dolor—. Mira, tía, no quiero que vuelvas a desobedecerme nunca, eso no lo puedo tolerar…
—Rafa, perdóname, de verdad que… —Una bofetada me estalla en la mejilla. La sorpresa es total: me quedo de piedra, paralizada, con el rostro ardiendo, en llamas. “¡Será cabrón!”.
—Quítate el vestido. —No me puedo creer que mi sobrino de veintipocos años me acaba de volver la cara de un guantazo. Lágrimas de impotencia me vienen a los ojos. “Se me va a emborronar toda la cara de negro”. No sé cómo, pero me he quitado el vestido y estoy otra vez en ropa interior ante él, con todo el cuerpo estremecido—. Tienes las bragas mojadas, tía; quítatelas ahora mismo.
—Rafa, las bragas no… —Ahora el tortazo me llega del otro lado, de revés. Más que el dolor, es el ultraje, la humildad absoluta en que me sume, haciéndome olvidar todo lo que me rodea. Me bajo la prenda con prontitud, ahora ya calmada la mente. Solo lamento tener que entregarle las bragas pringadas de abundante flujo bien visible. “Están asquerosas; qué vergüenza”.
—¡Vaya felpudo que tienes, tía! —dice. Me coge en un puñado todo el vello púbico y tira de él hacia arriba, hasta ponerme de puntillas. Se divierte así un rato, haciéndome bailar a tirones y riendo de buena gana. Luego, no sé cómo, me ha despojado del sujetador y veo mis pechos bambolearse ante él. Sus manos los estrujan, pellizcan dolorosamente los pezones y los estiran hacia arriba, hacia abajo, separándolos lateralmente… Yo gimo y suplico. La vergüenza de verme tratada así por mi sobrino es inconcebible. Pero, a la vez, noto toda la piel electrizada, somo si sus manos y el dolor que me causan devolvieran la vida a mis células largo tiempo aletargadas…
Me lleva del cuello hasta el sofá y me pone a cuatro patas en él, con la cabeza en el reposabrazos. Noto como recorre con las manos mis caderas, estruja mis nalgas, las separa con fuerza, abre y examina con todo descaro mis agujeros. “Me abre como a un animal, qué horror, y yo llena de pelos por la zona del culete…”. Me amasa las carnes, tiene las manos fuertes y noto el dolor de la celulitis en los muslos cuando me los aprieta sin piedad. Yo hundo la cara contra el tejido del sofa, gimiendo abochornada, más abierta de lo que nunca antes había estado.
Creo que se está preparando para el acto sexual, cuando de pronto se oye un fuerte ruido restallar en la habitación y, a la vez, noto un dolor agudo, insoportable, en la nalga derecha. Grito. Me giro con incredulidad y puedo ver que me ha golpeado con una gran cuchara de madera, con la cuchara de bambú, grande —mide más de treinta centímetros—, que yo misma compré este invierno en una tienda de artesanía hipster … Me quejo, pero los golpes siguen, rítmicos, arrancándome gritos de dolor. Quiero retorcerme, escapar, pero su mano abierta, plantada en mis riñones, me quema, me inmoviliza, y mantiene mi culo en pompa para recibir de plano los zurriagazos. “Es increíble lo que pica esta cuchara, no puedo soportarlo más”. Pero mi sobrino sigue golpeándome, incansable. Nalgas y muslos me arden con un fuego que se intensifica en cada golpe.
—Bien, espero que así aprendas a obedecer mis órdenes —dice— al pie de la letra, siempre.
—¡Para ya, Rafa, por favor!
—No me estás escuchando, tía Isabel. —Recibo otra tanda de golpes, especialmente dirigidos, parece ser, a las zonas más sensibles, más dolorosas. “¡Qué dolor! Me estás castigando a base de bien, hijoputa”. Al acabar, me acaricia con las yemas de los dedos; mi piel reacciona a cada roce—. Bonitas marcas, luego las verás, tienen un color increíble —dice. Creo entonces que va a enviarme ya a la habitación; pero, al contrario, me abre los labios vaginales me penetra profundamente con los dedos, haciéndome estremecer de pies a cabeza—. Tía, estás ardiendo… Entonces, ¿crees que has aprendido la lección?
—Si, Rafa, te lo aseguro —respondo con voz ronca, casi sin aliento.
—¿Sabrás obedecer puntualmente las órdenes que recibas? —insiste él sin dejar de hurgar en mis entrañas.
—¡Las cumpliré al pie de la letra!
En algún momento se ha subido también al sofá y ahora noto como su pene entra en mí, sin aviso, con una penetración lenta y decidida, hasta llegar al final. Sus manos me aferran las nalgas en carne viva. Debe tener el miembro realmente grueso, pues noto como me ensancha la vagina a cada mete-saca. “Me estás reventando, cabronazo”. Las acometidas impactan sin piedad en el fondo de mi vientre, sacándome todo el aire con cada golpe.
Va acelerando el ritmo hasta que los enviones son rápidos, rotundos. También su respiración se hace más agitada, hasta que al fin se corre con un largo y ronco gruñido. Es la guinda: me basta sentir sus convulsiones y oír ese rugido animal para que yo misma alcance tal orgasmo que no puedo evitar gritar. Me derrumbo sobre el sofá, jadeando. Rafa está de pie, junto a mi, me abre la boca y vierte en ella el semen acumulado en el preservativo que se acaba de quitar.
—No lo tragues aún —dice. Me conduce, cogida del cuello, a mi habitación. Avanzo con paso vacilante, llena del sabor de su líquido caliente—. Yo tengo cosas que hacer. Tú vete a la cama de inmediato. A partir de ahora dormirás desnuda; y vete olvidando de la ropa interior, ¿entendido? —Respondo que sí con la cabeza—. Que descanses, tía; mañana te daré más instrucciones. Ah, ya puedes tragar. —Así lo hago. Desde la puerta ve como me tumbo directamente sobre las sábanas, cierra y desaparece.
Si pudiera pensar, me preguntaría qué ha pasado con mi vida en solo veinticuatro horas de increíbles acontecimientos, en qué me he convertido. Pero solo puedo sentir: el dolor sordo que me relaja todo el cuerpo, el frescor de las sábanas sobre mis nalgas y muslos ardientes, mi entrepierna bien abierta y usada. En pocos segundos, aún con el regusto del semen de Rafa en el paladar, caigo en un sueño relajado, largo y profundo.
CONTINUARÁ...
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