Dolo
Puedes ganar una batalla, puedes perder una batalla, pero siempre debes luchar la batalla
DOLO
Me tenía harto. Desde que hacía dos años había fichado por la compañía cada día iba a peor. Me avisaron. No lo hicieron antes de llegar, pero sí durante la primera semana, los miembros de mi nuevo equipo.
Después de cuatro años levantando el departamento comercial de una compañía pequeña, me llegó la oportunidad, la gran oportunidad, de la mano de una empresa mediana de mi sector. Me fichó un competidor, vamos. Acabados de cumplir los 30 se abrían ante mí las puertas de un futuro profesional muy atractivo. Un plan de carrera lo llaman los profesionales de recursos humanos, así que acepté y me incorporé como director comercial a una empresa sólida, con muy buenas perspectivas de crecimiento, en la que asumí el compromiso de hacer crecer las ventas a un ritmo de doble dígito.
Curiosamente, aunque no sea algo tan insólito en entornos multinacionales o de alta competitividad, el principal enemigo estaba en casa. En el departamento de marketing, con el que debíamos apoyarnos en muchas campañas. Dolo era la directora del área, una ejecutiva con la que nadie quería trabajar.
Como cualquier hijo de vecino con ojos en la cara hice lo que consideré más eficaz para mi empresa y para mí. Allí donde fueres haz lo que vieres, así que me integré en la empresa lo mejor que pude, asimilé hábitos internos para no desentonar, me apoyé en aquellas personas que me parecieron más eficientes y proactivas y traté de esquivar los conflictos con mano izquierda y mucho trabajo.
Con Dolo fue imposible. Los chuzos caían de punta, así que no llevaba ni seis meses cuando tuve que pararle los pies por primera vez. Saltaron chispas, pues mi jefe, propietario de la firma además de socio mayoritario, no lograba ponerla en vereda pues era hija de su socio minoritario además de ser el cliente principal. Con tamaño salvavidas, la mujer hacía y deshacía sin que nadie se atreviera a toserle.
Los seis comerciales de mi departamento, así como la administrativa que nos daba soporte, e incluso la propia directora de recursos humanos, me aconsejaron dejarlo pasar y hacer mi trabajo obviándola. El problema venía cuando sus decisiones afectaban a mi equipo, limitaban mis resultados o directamente capaban mis atribuciones.
Cualquier día voy a cometer una barbaridad, verbalizaba a menudo cuando habíamos sido víctimas de otra de sus encerronas. Incluso cometí el error de lograr cierta confianza con una de las ejecutivas de su departamento buscando aliados con los que contar en un área crítica para nuestro devenir diario. No sólo Eva, la chica de marras, fue despedida fulminantemente cuando Dolo se dio cuenta, es que tuve que aguantar una bronca monumental de mi jefe en la sala de juntas responsabilizándome de haber tenido que prescindir de una buena profesional, mientras la hija de puta me miraba orgullosa desde el otro lado de la mesa con aquella media sonrisa de triunfo dibujada en la cara.
Cuando aquel viernes por la tarde me reuní con mi equipo, el departamento parecía un funeral. Fermín me avisó que el siguiente en la rampa de despegue sería yo. Jorge buscó reanimar al grupo quitándole hierro al asunto, hemos equivocado la estrategia. Clara y Gemma optaron por apoyarme mientras se cagaban en Dolo y proponían mirar hacia adelante. Carlos se abstuvo de opinar aunque su cara era un poema. Extrañamente en un comercial, era muy tímido y prudente, de lo que resultaba el peor vendedor del grupo, limitación que compensaba con una visión estratégica a medio plazo que ya me gustaría poseer, por lo que me apoyaba mucho en él para tomar decisiones. Pero mi mano derecha en el equipo era Sara. El único miembro del grupo que superaba los 40 años, fiel, honesta y muy trabajadora. Fue ella la que soltó la sentencia, sorprendentemente machista proviniendo de una mujer bastante culta, además de lesbiana declarada.
-El problema de la bruja es que es una amargada que no folla lo que debe. Su marido debe ser medio maricón. A ver si encuentra a alguien que le pega un buen repaso y calma un poco a la mal follada esa.
Inés, la responsable de recursos humanos, me llamó a su despacho un jueves a última hora de la tarde. Tenemos un problema serio. Mi respuesta fue de sorpresa pues no sabía de qué me hablaba, pero cuando la mujer se explicó, monté en cólera.
Después de unos meses de relativa calma, Dolo atacaba de nuevo. Era cierto que yo había encendido la mecha proponiendo unas fechas alternativas a una convención de clientes norte-americanos que estábamos preparando, pero su contestación, su argumentación, no debería haber sido el ataque sin paliativos rebozado de venganza y alevosía. Pues sí, ese fue. No sólo no permitía que alguien le llevara la contraria, arremetía con toda la artillería.
Según un informe interno de su departamento, las ventas de la compañía se estaban resintiendo por los pobres resultados de uno de los comerciales. Carlos. Matemáticamente, era innegable que después de mejorar resultados en un 11% el primer año de mi gestión comercial, en este segundo nos quedaríamos entre un 6 y un 8% dependiendo del devenir de la convención yankee, cifras insuficientes a tenor de las expectativas creadas y del presupuesto previsto. Así que la conclusión a la que llegaba la directora de marketing era tan simple como demoledora. Uno de los miembros del equipo no estaba a la altura así que nos convenía prescindir de él.
Negué la mayor, defendiendo al excelente profesional cuyas habilidades superaban con creces sus discutibles limitaciones comerciales. Pero no pude salvarle. La decisión estaba tomada. Inés me mostraba la documentación que el viernes por la tarde le haríamos firmar, acompañada del cheque preceptivo. Estaba tan jodida como yo, había tratado de hacer cambiar de parecer a nuestro jefe, pero había sido en balde.
Afortunadamente para mí, cuando volví a mi despacho ya no quedaba nadie de mi equipo pues eran más de las 7 de la tarde. Me senté en mi sillón y leí el informe con detenimiento. Cuatro páginas llenas de juicios de valor escritos por una mano enferma, regidas por el rencor.
Mi sangre hervía. Entré en ebullición. Mejor dicho, en combustión, lo que me llevó a cometer un error garrafal.
Me levanté permitiendo que el estómago dominara a mi mente, crucé media planta hasta el despacho de mi jefe y llamé a su puerta dispuesto a encararme con él si era necesario para defender a Carlos y joder a la arpía. Pero ya no estaba, lo que provocó que mi rabia aumentara. Miré alrededor. A las 8 menos cuarto parecía no quedar nadie en la planta. Estaba a punto de aporrear la puerta, de pegarle un puñetazo a un jarrón de cristal azul posado sobre la mesita de la mini sala de espera anterior al despacho del mierda que se dejaba manipular por Dolo, cuando oí voces.
-Adiós, hasta mañana –se despedía Marta, una de las ejecutivas de marketing de la empresa. Ni me había visto ni venía hacia mí, pues las escaleras estaban al fondo de la planta. Así que sólo podía haberse despedido de una persona.
La sangre había dejado de regar mi cerebro. Tenía demasiado trabajo incendiando mis entrañas, así que mis pies se movieron con paso firme hacia el despacho de la bruja. No saldrá nada bueno hoy de aquí, pero al menos te pondré de vuelta y media. Eso si era capaz de contenerme, pues el cuerpo me pedía pegarle cuatro hostias.
Allí estaba, sentada en su despacho respondiendo un mensaje en el Iphone6 que la empresa le pagaba con aquella sonrisa de orgullo que tanto le conocía. Levantó la vista cuando crucé el marco de la puerta, altiva.
-¿Qué se te ha perdido por aquí a estas horas?
-Eres una hija de puta. Lo que has hecho hoy no tiene nombre.
-No lo he hecho hoy –respondió en un tono burlón pero calmado, relamiéndose en su victoria. –Lo redacté la semana pasada. Creo que no le dediqué ni una hora. –Volvió la vista hacia su teléfono móvil.
-No te importa nada ni nadie. Ni el bien de la empresa, ni la vida de ningún compañero. Sólo piensas en ganar la batalla, la personal, y no te detienes hasta que lo consigues. –Me miró de reojo, levantando momentáneamente la vista de su juguete, pero decidió ningunearme. -¿En algún momento te has planteado los beneficios de la jugada? Para la empresa, me refiero. Para mi departamento, para el tuyo. –Seguía sin hacerme ni puto caso, así que cambié la estrategia. -¿Sabes que Carlos tiene dos hijos?
No sé si fue la apelación a lo personal o que ya había acabado de escribir el mensaje, pero se levantó tomando la chaqueta de un perchero metálico que tenía detrás del escritorio y, ahora sí, me miró, soberbia.
-Yo también tengo dos hijos. Y por su bien, gano siempre las batallas.
-Eso lo es todo para ti. Joder a los demás. Tarde o temprano habrá alguien que te pondrá en tu sitio –escupí con el mayor desprecio que fui capaz.
Se detuvo mirándome, retándome, dio un paso adelante, divertida, arrogante, acercándose a escaso centímetros de mí, para responderme con todo el desprecio que fue capaz.
-¿Y esperas ser tú?
Jugar con fuego suele provocar que te acabes quemando. No sé quién dijo una vez que el inventor de la dinamita fue el primero al que le petó en los morros. Ojalá hubiera sido solamente dinamita lo que anidaba en mi estómago. Pero era una bomba atómica, que en ese momento estalló.
Le solté una bofetada. Con la mano abierta, impactó de lleno en su cara. Cayó hacia atrás, de lado, pero logró apoyarse en el escritorio. Se incorporó con la mano en la mejilla, mirándome con el odio más profundo que jamás he percibido. Contraatacó, tratando de devolverme el golpe mientras me gritaba qué te has creído hijo de puta. Logré detenerla, agarrando la muñeca agresora, mientras ella forcejeaba para que la soltara y poder devolverme el golpe. La empujé hacia atrás para sacármela de encima. Volvió a ladearse al chocar contra el escritorio. Y en ese momento, perdí el norte, si no lo había perdido ya.
La empujé contra la mesa, sujetándola con mi peso. Teníamos alturas parecidas, pero yo debía pesar 20 kilos más que ella. Cayó de bruces contra el mueble, sobre papeles, archivo e informes seguramente infames. Mi entrepierna tomó el relevo a mi estómago. Mi pubis había quedado apoyado en sus nalgas. A sus treinta y muchos, Dolo tenía un buen culo.
-Te vas a enterar hija de puta. Vas a ver quién jode a quién.
Estaba fuera de mí. Mis manos bajaron a sus muslos, asiendo el bajo de la falda, tirando de la tela para levantarla. Dolo se resistía, tratando de revolverse mientras me gritaba suéltame cabrón, qué coño te has creído, pero mi cerebro había dejado de funcionar. No era yo. Logré apartar la tela apareciendo ante mis ojos dos nalgas aún jóvenes, cubiertas por un panty transparente. Tiré de él, con fuerza, rompiendo el elástico tejido, mientras la mujer trataba de impedírmelo con antinaturales movimientos de brazos y manos, chillándome. Pero no la oía, no oía nada. Le pegué una cachetada, el cachete más fuerte que he pegado nunca en una nalga ajena. Quedó paralizada. Tiré de su cuerpo hacia atrás, acomodando sus caderas a las mías, me desabroché el pantalón a una velocidad inusual, aparté el tanga claro y me encajé.
Creo que es la vez que he penetrado a una mujer con más facilidad. La posición no lo hacía presagiar, menos su resistencia, pero aún hoy no entiendo cómo di en el blanco al primer envite.
Dolo había dejado de resistirse. La sorpresa, tal vez el miedo, la tenían paralizada. Yo, en cambio, estaba desbocado. Arremetí con fuerza contra aquel cuerpo mientras mi boca sacaba espuma.
-¿Qué me dices ahora, hija de puta? ¿Quién está jodiendo a quién?
La había agarrado del cabello, acercando su nuca a mi cara, mientras la martilleaba oral y vaginalmente. Dolo estaba en shock. No decía nada. Se apoyaba en la mesa con los antebrazos, pero solamente la oía respirar. Aumenté la potencia de mis impactos, la velocidad de mis caderas, hasta que me vine, sin soltar su oscura melena, bramado como un verraco.
Fue al detenerme, al separarme de ella, que me di cuenta de lo que había hecho, de lo lejos que había llegado. Desconozco los procedimientos penales, menos aún los agravantes psicológicos, pero en la tele he oído aquello de eximente por enajenación mental pasajera, así que en las horas siguientes me agarré a ese concepto.
Dolo me miró. Primero de reojo, medio aturdida cuando se incorporaba lentamente, a los pocos segundos, henchida en rabia mientras me insultaba y amenazaba.
-No sabes lo que has hecho. Esta me la pagas, hijo de puta.
No tengo un recuerdo claro de los minutos u horas siguientes. Llegué a casa y me tumbé en el sofá, pero soy incapaz de rememorar mi salida del despacho de la directora de marketing, el trayecto en coche a casa ni la entrada en mi hogar.
No pegué ojo en toda la noche. Ni siquiera lo intenté. Tumbado en el comedor esperaba que en cualquier momento llamaran a la puerta y me sacaran del ático esposado, con la certeza de no volver en varios años.
Pero no ocurrió. Amaneció sin que yo fuera capaz de darme una explicación plausible a lo que había ocurrido. A lo que yo había hecho. Los remordimientos, que habían comenzado a martillear a los pocos segundos de haber cometido uno de los actos más despreciables a los que un hombre puede someter a una mujer, habían mutado en pinchazos de angustia en lo más profundo de mi ser.
Sopesé no ir a trabajar. No quería ir. No me merecía ir. ¿Con qué cara la miraba? ¿Con qué cara miraba a mis compañeros cuando la policía viniera a buscarme a las oficinas? Porque estaba convencido que sería así. La había jodido, sí, a ella, pero también me había jodido a mí mismo y Dolo se vengaría jodiéndome del todo, avergonzándome. Me lo merecía. Era innegable.
Me duché como si el agua y el jabón fueran a sacudirme el olor a delincuente. Me vestí y salí de mi casa convencido que comenzaba el último día de mi vida.
No ocurrió nada el viernes. Tampoco la vi. La verdad es que a penas asomé la cabeza fuera de mi despacho. Alguien me preguntó si me encontraba bien, pero solamente Inés, que creía conocer mi pesadumbre, vino una vez a preguntarme si podía ayudarme de algún modo.
Despedir a Carlos fue durísimo. Para él, en primer lugar, pero también para los demás, comenzando por mí, siguiendo por sus compañeros que dejaron caer algunas lágrimas, acabando por Inés, que temblaba cada vez que tenía que mirarlo a la cara.
Tampoco ocurrió nada la semana siguiente. Tal vez, pensé, la policía no te detiene hasta que tiene más evidencias. Informes médicos, o de ADN, pues mi semilla había entrado en las profundidades de aquel ser ignominioso. Otra posibilidad es que Dolo estuviera planeando una venganza a la altura de la afrenta. ¿Pero qué podía haber peor que ser apresado y acusado de violación?
Mi jefe me había citado en su despacho el viernes por la mañana. Teníamos que cerrar un tema relacionado con Portugal, así como comentar la posibilidad de contratar a alguien que cubriera con garantías el puesto de Carlos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando entré en su despacho y sentada en la mesa de juntas de seis plazas me encontré a Dolo.
Mientras mi jefe me pedía que me sentara, pasa, pasa, te estábamos esperando, mi víctima me miró orgullosa, tan desafiante como cualquier otro día de los más de 500 que habíamos compartido.
En aquella reunión supe que la policía no me detendría. También supe que mi relación profesional con la directora de marketing no variaría ni un milímetro. Pero no vi venir ni por asomo por dónde irían los tiros, algo que me incomodaba sobremanera.
Más inquieto me sentí aún cuando unos días después, Dolo me llamó directamente al teléfono de mi despacho y me propuso invitarme a comer. Acepté, no sin antes preguntarle por qué.
-¿Por qué no? -fue su respuesta. –Creo que deberíamos aclarar algunos hechos recientes. –Asentí con la desagradable sensación de que había gato encerrado.
Me citó en el parking del edificio a las 2 menos cuarto, cogeríamos su coche. Bajé a la planta asignada a nuestro parque automovilístico y me encaminé hacia el VW Golf blanco de su propiedad, pero aún no estaba. Tardó más de quince minutos en aparecer embutida en un traje chaqueta blanco de falda por encima de las rodillas. Caminaba altiva, pero no tenía ninguna prisa. Obviamente no se disculpó por llegar tarde ni yo esperaba que lo hiciera.
Salimos del parking dirección playa, mientras le preguntaba dónde quería ir. No me atrevía a consultar de qué quería hablar pues la respuesta me pareció evidente. Solamente me senté esperando llegar a puerto.
-¿Qué tal la mañana? –La pregunta me descolocó. ¿Realmente le interesaba? ¿Ahora íbamos a ser amigos? ¿Era una pregunta de cortesía? Normal, como cada día, fue mi escueta respuesta.
Me miró en un rápido gesto de cabeza para no despistarse de la carretera acompañada de una leve sonrisa. Yo también la miré, más intrigado aún si cabe. También me fijé en su escote. No se había quitado la americana para conducir, parecía más bien una americana-blusa, pero el cinturón cruzando sus pechos los resaltaba enormemente. Que la tía tenía un buen par de tetas era una evidencia en la que nos habíamos fijado alguna vez todos los hombres de la empresa, pero ahora me parecían más prominentes.
En estos pensamientos estaba cuando el coche giró en una calle lateral anterior al paseo marítimo hasta llegar a uno de los aparcamientos preparados para que los turistas y bañistas dejen sus coches al ir a la playa. Un mediodía entre semana de noviembre el espacio estaba desierto.
Detuvo el coche, lo apagó, se soltó el cinturón y se giró hacia mí. Así que de invitarme a comer nada, pensé, solo quiere cantarme la caña, eso suponiendo que no me amenace o chantajee.
-Lo que ocurrió el otro día no me había pasado nunca –arrancó. Su tono era calmado, como solía ser, su gesto, altivo, como también acostumbraba. No se había quietado las gafas de sol, así que no podía ver su mirada, pero la notaba clavada en mí. Empecé una disculpa pero no me escuchó. –No soy una mujer que permita que nadie la trate sin respeto, menos un tío, así que lo que hiciste, lo que me hiciste, merece ser castigado. Como tú bien dijiste, soy una mujer orgullosa acostumbrada a ganar todas las batallas en las que me enfrasco, por lo que esta tampoco la voy a perder. De ti depende como se desarrollen las cosas entre nosotros a partir de ahora. –Hizo la primera pausa, que aproveché para preguntarle exactamente qué podía hacer por ella. –Compensarme. -¿Cómo? Pregunté. Su respuesta me alucinó.
Agarró la maneta inferior del asiento para tirarlo tan atrás como las guías permitían. Se recostó en el mismo en diagonal, apoyando la nuca entre el cristal y el reposacabezas, estiró las piernas, la izquierda bajo el volante, la derecha abriéndose hasta reposarla sobre mis muslos. ¿Qué? A penas pude musitar.
-Tú te corriste pero a mí me dejaste a medias. Me debes un buen orgasmo, así que quiero que me comas el coño. –Dobló la pierna derecha para apoyar el pie en mi costado, empujándome por las costillas, mientras me mostraba el sexo protegido por una braga blanca y las medias color carne. -¿A qué esperas hijo de puta?
Me agaché. Sorprendido a la vez que excitado. Receloso también, pues no comprendía el proceder de la mujer, pero en cuanto asomé la cabeza en aquel manjar mi cerebro dejó de funcionar. Alargué las manos para tirar de los panties pero me lo impidió. Rómpemelos. Eso hice, clavar las uñas y tirar hacia los lados para desgarrar la tela. Emitió un suspiro profundo acompañado del primer jadeo, mientras me miraba a través de los cristales polarizados con los labios entreabiertos y la respiración acelerada.
Bajé la mirada a su entrepierna, aparté la tela de la bragas, era un tanga, con dos dedos mientras los de la otra mano acariciaban aquellos labios empapados. Cómemelo cabrón, ordenó agarrándome del pelo.
Me zambullí en aquellos sabores acres, ácidos, también dulzones, de las entrañas de una mujer, mientras Dolo gemía con ganas. A saber el tiempo que hacía que no le comían el coño como es debido. Tal vez Sara había dado en el clavo cuando había dicho que su marido debía ser maricón. O puede que fuera una fémina ardiente que necesitara una cana al aire de cuando en cuando.
Como fuera, allí estaba yo, con la lengua recorriendo los labios interiores y exteriores de la mujer más odiada de la empresa, subiendo al clítoris, volviendo a los labios, mientras dos dedos se movían en el interior de aquella mujer, que gemía con fuerza además de agarrarme la cabellera con más ahínco. La aceleración del vaivén de sus caderas coincidió con una menor presión en mi cabeza hasta que su mano me liberó. Come cabrón, come, era todo lo que salía de sus labios, además de profundos suspiros y húmedos gemidos.
La vencí un poco, estirándola ligeramente para llegar más profundamente a su vagina, lo que me permitió ver por qué había dejado libre mi cabello. Se había desbrochado la americana, había bajado los tirantes de una camiseta fina de algodón para descubrir sus pechos que había desnudado de las copas del sujetador y se amasaba con deleite. Hundí los dedos de la mano izquierda en su feminidad, mientras estiraba la mano derecha para agarrar una de aquellas mamas. Primero colisioné con su mano, que se apartó dejándome vía libre. Mi palma no abastaba aquella teta pero la sobé con ganas, mientras mis dedos pellizcaban el pezón con saña. Pegó un grito además de aumentar el volumen de su audición. A los pocos segundos estalló en un orgasmo bestial, que la sacudió de arriba abajo mientras seguía llamándome cabrón.
Tardó unos minutos en recuperar la calma. La dejé tranquilizarse mientras esperaba tirármela, pues tenía mi músculo principal desbocado. Pero no fue así. Estamos en paz, fue lo único que dijo mientras se arreglaba la ropa, recolocaba el asiento, se abrochaba el cinturón, arrancaba y volvíamos a la base. No dijo nada en los diez minutos que duró el camino de vuelta. Yo tampoco.
Si esperaba que la relación con Dolo cambiara mínimamente, estaba muy equivocado. Los días posteriores a mi trabajo oral sirvieron para confirmar que la bruja seguía encerrada en la torre más alta del castillo lanzando fuego a discreción. Pocos días después, tuvo una bronca monumental con el director financiero de la que fui testigo por la que se merecía ser asada en pimentón picante y devorada por hormigas. Pero tampoco Julián pudo con ella. Tenía patente de corso.
A las tres semanas, a última hora de la mañana, sonó mi teléfono. Te invito a comer. En el parking en quince minutos. No tuve tiempo de responder. A penas abrí la boca ya había colgado.
Tardé más de un cuarto de hora en bajar, pero ella no estaba. Aún tardaría unos diez minutos en aparecer embutida en un vestido de una pieza azul hasta medio muslo, recto, cubierto con una chaqueta de lana en tono marfil, a juego con las medias. Se acercó al coche, accionó el mando a distancia y ordenó, sube.
No dije nada hasta el aparcamiento de la playa. Ella tampoco. Parece que ese día no le interesaba mi mañana. Estacionó en el mismo espacio que la primera vez, se desabrochó el cinturón y se giró hacia mí, pero no dijo nada. Solamente me miró. Yo hice lo mismo.
-¿Me vas a comer el coño o no? –arrancó al cabo de unos minutos.
-¿Me vas a comer la polla o no? –respondí tan altivo como ella.
Me sostuvo la mirada hasta que una ligera sonrisa se dibujó en su rostro. Conocía ese gesto y no solía presagiar nada bueno. Pero me equivocaba. Sácatela. Mi primer impulso fue responderle que me la sacara ella, para no permitirle ninguna ventaja, ningún triunfo por pequeño que fuera, pero preferí no tentar tanto a la suerte. Me desabroché el pantalón, aparté el bóxer y la saqué, a media asta. La miró con detenimiento para lo que se levantó las gafas de sol poniéndoselas a modo de diadema, hasta que rompió el silencio de nuevo mirándome a la cara.
-¿Eso es lo que me metiste?
-Eso es lo que te metí. Y lo que te meteré. Aunque primero te la meterás tú en la boca.
Sin apartarme la mirada, la sonrisa burlona volvía a su semblante. En aquel momento aún no lo sabía pero en el interior de aquella mujer se libraba una batalla entre su excitación y su orgullo. En esta ocasión fui yo el que tiró del asiento hacia atrás.
-Si quieres que te coma el coño, que te arranque las medias y el tanga, vas a tener que poner de tu parte.
No tardé mucho en obtener respuesta. La sonrisa se había congelado, sus ojos se había desviado a mi masculinidad, y su busto aumentaba y descendía a mayor velocidad de lo habitual. Estiró el cuerpo hacia adelante y, con decisión, se metió mi polla en la boca. Sus labios recorrieron el miembro varias veces, de arriba abajo, de abajo arriba, pero no era ni por asomo una buena mamada. La agarré del cabello, haciéndole una cola con la mano izquierda. Chupa cabrona, copié su cantinela, chupa. Ganó en intensidad, aunque lo que realmente me excitaba era hundir mi hombría en aquella mujer, más que sus escasas habilidades orales. Debido a ello, la cambié de posición. Tiré de su cabello para separarla, la miré a los ojos, la besé con lascivia, y le ordené:
-Una polla se come arrodillada. Arrodíllate en el piso, delante de mi asiento. Haz un buen trabajo si esperas que te devuelva el favor.
Obedeció al instante. Me sorprendió incluso que no pusiera pegas. Pero sí las puso cuando había logrado encajar su cuerpo entre el salpicadero y el asiento del copiloto. No te corras en mi boca cabrón.
Ahora sí, el juego tenía gracia. Al menos para mí. Cada vez, Dolo le ponía más ganas, gemía cuando engullía, cuando la liberaba para respirar. Nunca olvidaré la estampa, la directora de marketing devorándome la polla con ansia. Hasta que se hartó y decidió volver a tomar las riendas de la batalla.
Se irguió con facilidad a pesar de la limitación de espacios. Puso un pie a cada lado de mis muslos, apoyando las rodillas en lo alto del asiento, se levantó el vestido y me ordenó, cómeme el coño cabrón.
Lo tenía a un palmo de la cara, espacio suficiente para estirar las manos, agarrar las medias y rajárselas, lo que la hizo gemir con fuerza. Nos miramos, ella apremiante, yo haciéndome de rogar. Tiró de mi pelo hacia su pubis, pero antes de lamer, tiré fuerte del tanga que también se rompió. Pegó un grito mientras su respiración tomaba una velocidad de vértigo.
Acerqué la cara, saqué la lengua y comencé mi parte. No es que estuviera empapada, es que había flujo en todas partes, denso, aceitoso. Sorbí sonoramente, lamí con ganas, mientras mis manos la aferraban de las nalgas para sostenerla.
Come cabrón se alternaba con gemidos y jadeos. Pero yo había decidido que llegaríamos a más. Si no me había corrido en su boca ella no lo haría en la mía. La batalla debía ser justa. Sus caderas ya se movían descontroladas, completamente alocadas, cuando aparté mi cara de su entrepierna y bruscamente la obligué a bajar. La sorpresa me facilitó el trabajo, pues solamente tuvo tiempo de preguntarme qué haces. Le respondí encajándola sobre mi pene mientras mis labios compartían con los suyos el sabor de sus entrañas.
Esta vez fue ella la que guió el miembro a su vagina, pues yo no había acertado. Empezó un vaivén suave mientras nos mirábamos a los ojos, desafiantes. Subí la apuesta. Le pegué un cachete en la nalga izquierda, muévete, aceleró, le pegué otro más fuerte, muévete zorra, aceleró besándome, el tercero se lo pegué con ganas, marcándole la nalga, aceleró más gritando, dame cabrón.
Explotó, poco antes de que yo lo hiciera, gimiendo, gritando, insultándome. La tenía cogida por las nalgas, una mano en cada una, así que la seguí meciendo al ritmo que más me convenía para acabar también. No tardé, bufando, besándola, lamiéndola.
Otra vez necesitó un rato para reponerse. Más largo que la vez anterior, o eso me pareció. Estaba encima de mí, en cuclillas, acoplados aunque quietos. Me había apoyado la cabeza en el hombro. En un suspiro musitó, cabrón. Zorra, respondí.
El tercer capítulo de nuestra impensable relación se dio a la semana siguiente. Me llamó al móvil directamente, algo que nunca había hecho, pero no le quedó más remedio pues yo no estaba en el despacho.
-¿Dónde estás?
-De visita con Gemma.
-Quiero verte para comer.
-Hoy no podrá ser. No llegaremos al despacho hasta última hora de la tarde.
Colgó.
Mi compañera me miró extrañada. Había oído una conversación tensa pero no la había entendido. A diferencia de otros colegas, nunca he instalado un manos libres en el coche. De haber sido así, ahora tendría que dar explicaciones que no me apetecía ni me convenía dar.
No fui a verla cuando llegamos. Repasé documentación del día, respondí emails, devolví una llamada y me largué para casa.
A la mañana siguiente me crucé a Dolo yendo a comentar un tema importante con mi jefe. Vas a tener que esperar a que acabe yo, fue lo único que me dijo, adelantándose para entrar en su despacho. Di media vuelta y volví a mi madriguera. No pensé en ella, o no quise hacerlo.
Un tema menor me retuvo a la hora de la comida, así que no bajé con mis compañeros. Estaba enfrascado en el problema que crecía por momentos cuando me la encontré en la puerta del despacho. Levanté la vista y le devolví una antigua pulla.
-¿Qué se te ha perdido por aquí?
Miró hacia atrás, asegurándose de que nadie la oía, aunque a aquellas horas las oficinas estaban vacías, me miró con soberbia y respondió.
-Eres un cabrón. Lo que me hiciste ayer no tiene nombre.
-Ayer estaba ocupado, pero si te sirve, hoy puedo dedicarte cinco minutos.
Ahora era odio lo que proliferaba en su mirada. Pero entró en mi despacho, cerrando la puerta tras de sí. Se me acercó decidida, rodeó mi mesa, se apoyó en ella abriendo las piernas dejando la izquierda en el suelo y posando la derecha sobre mi silla, ofreciéndome su intimidad.
-Me basta con cinco minutos.
La falda era morada, bastante corta, por encima de medio muslo. Las medias eran de color carne y la blusa, rosa. Sin separarme del respaldo de mi asiento, alargué las manos, agarré la tela de lycra sobándole un poco el coño vestido, lo que provocó que suspirara suavemente mientras me preguntaba a qué esperas cabrón.
Las rompí, provocando un grito ahogado que cubrió tapándose la boca con una mano. Tiré del tanga, rojo, apartándolo de su sexo mientras mis dedos la acariciaban. Me miraba fijamente, soberbia, hambrienta, mientras su respiración trataba de expeler lo que su mano asfixiaba.
Acerqué la cara, lamí suavemente el clítoris mientras dos dedos acariciaban los labios externos, hasta que sin previo aviso, tiré fuertemente del tanga para romperlo. Su mano me impidió oír el grito, pero sus piernas temblaron haciéndole perder el equilibrio. Tuvo que apoyarse en mis hombros. Seguí un rato, sin llegar a los cinco minutos estipulados, momento en que me detuve.
-¿Qué haces cabrón?
Apoyé la cabeza en el respaldo, me desabroché el pantalón, liberé mi polla, dolorida de la excitación y, señalándola, le ordené, te toca. Eres un cabrón, insistió, pero se arrodilló dócilmente.
No eran sus habilidades, pues en una semana no podía haber aprendido mucho, aunque sorbía con verdadera voracidad, pero yo estaba muy excitado. Estar en mi despacho, sentado en mi mesa, con la mujer más odiada de la compañía chupando. Notaba que no dudaría mucho. Además, a través del escote de la blusa divisaba más de lo esperado debido a la posición y al vaivén del cuello de Dolo, por lo que no pude evitar colar la mano. Tuve que desabrocharle un par de botones si no quería rompérsela, pues seguro que le excitaría pero cómo lo explicaba. Las medias y el tanga podían disimularse, una blusa sin botones, no.
Las sobé con ganas, mientras comenzaban los insultos. Chupa zorra. Vas de dura y eres una cualquiera, un pendón Tendría que verte toda la empresa, arrodillada, humillada. Cuanto más hablaba más sorbía, más tragaba, más jadeaba.
Ese pensamiento, la humillación, desencadenó el fin. No era mi intención, pero no pude evitarlo. Cuando las compuertas se abrieron, no quise pararlo. Solté las tetas, la agarré del cuello, de la nuca, y la forcé. El primer chorro la pilló por sorpresa. El segundo aún impactó en su paladar. El tercero, el cuarto y el quinto también cayeron en su boca pero no tan profundamente pues había logrado soltarse.
Tosió sonoramente, tuvo un par de arcadas, escupió, aunque supuse que una parte de mi simiente debía estar bajando por su tráquea.
-Eres un hijo de puta –me espetó. Ahora era yo el que tenía la media sonrisa de triunfo en el rostro, pero no iba a darse por vencida. Levantándose, se me acercó para que también yo acabara el trabajo. Pero oímos ruidos en el pasillo. Las dos chicas de mi equipo volvían de comer. Dolo se detuvo, dudando, así que fui yo el que cogió el toro por los cuernos.
-¿No querrás que nadie sepa que la orgullosa directora de marketing se la ha chupado al cabrón del director comercial?
Miró hacia la puerta, me miró a mí, sacando azufre por los ojos.
-Esta me la pagas, hijo de puta.
Aquella tarde di el juego por acabado. Me había pasado tres pueblos. Sentía haberme cobrado las afrentas de aquella complicada mujer, involuntariamente, así que opté por ver el vaso medio lleno. No volvería a tirármela, por lo que preferí quedarme con el recuerdo. Fue bonito mientras duró.
Esa fue mi sensación hasta el fin de semana. El lunes nos reunimos los ocho jefes de departamento de la compañía, Dolo incluida, para tratar varios temas estratégicos que no vienen al caso. La directora de marketing me dedicó el mismo tono seco y soberbio que le dedicó a los otros seis responsables de área, así que ni me sentí mejor ni peor tratado. Acabada la junta, no me levanté hasta responder un whatsapp de mi hermana, así que fui el último en salir de la sala. La penúltima fue Dolo, que me detuvo en la puerta cuando nadie estaba alrededor para ordenarme, esta tarde cuando todos se vayan vienes a mi despacho a pagarme lo que me debes cabrón.
No hay mucho que contar del pago de la deuda. Me llamó sobre las 7.30, cuando la zona quedó vacía, a qué esperas cabrón, aunque me presenté a los pocos minutos pues no fui inmediatamente. Al verme llegar, se levantó de su silla, rodeó la mesa y se sentó al borde de la misma apoyando las puntas de los pies en el suelo mientras se levantaba el vestido hasta la cintura con la mayor cara de vicio que he visto nunca. No llevaba tanga. Solamente medias, muy brillantes debido a una extensa mancha de flujo.
-De rodillas, cabrón. –Agarrándome del pelo: -No dejes de chupar hasta que me dejes seca.
No me hice de rogar. Le arranqué las medias con manos y dientes para darle el juego que tanto la excitaba y la llevé al orgasmo. Había levantado una pierna, apoyándola sobre mi hombro, así que cayó rendida hacia atrás, tratando de acompasar su respiración.
No esperé ninguna orden ni pedí permiso. Me levanté, me desabroché el pantalón mientras me preguntaba qué haces cabrón, follarte, respondí. No se opuso. Se dejó hacer rendida, enroscándose en mi cintura, mientras mis manos utilizaron aquel buen par de tetas como asidero.
No volvimos a tener relaciones en la empresa. Me parecía una barbaridad, aunque no puedo negar que es de las cosas más morbosas que he hecho nunca. Tampoco volvimos al coche. O mejor dicho, debido a un problema en el coche, tomé una decisión que provocó dar una vuelta de tuerca más en la relación.
Después del último lunes, tardamos en quedar más de dos semanas, pues la siguiente al encuentro estuve de viaje en Portugal. Al lunes siguiente, quince días después de nuestro encuentro, Dolo estaba desbocada. Me llamó para invitarme a comer, hoy no puedo, comía con mi jefe comida digerible, pues ven a última hora, no te lo prometo. Como preveía, a última hora no pude pues no puedo estar una semana fuera del despacho sin tener la mesa llena de marrones.
Al día siguiente más de lo mismo. Ella me buscaba, yo no podía. El miércoles, peor pues a penas estuve un par de horas en la oficina. Así que aquella noche la relación comenzó un giro que al día siguiente sería definitivo. Era tarde, más de las 11, cuando sonó mi móvil. Me llamaba un número oculto así que estuve a punto de no contestar, pero la hora, demasiado tarde para un teleoperador, me empujó a ello.
-Me tienes desesperada. Necesito que mañana encuentres un hueco en tu agenda y me comas, cabrón. –Esta había sido la respuesta literal a mi ¿diga?
-No sé si podré, sigo con la agenda muy llena.
-Te arrepentirás si no lo haces.
-Tú te arrepentirás si no lo hago. Tal vez debas ofrecerme algo más –seguí el juego.
-Yo te comeré a ti.
-¿Y si quiero follarte?
-Podrás follarme.
-A lo mejor no quiero follarte…
-Haré lo que quieras, pero necesito que me comas el coño. Estoy desesperada.
-¿Lo que quiera? –Asintió. –Creo que me conformaré con una mamada, quiero que me la chupes. ¿Lo harás?
-Sabes que sí.
-Dímelo.
-Te la chuparé.
-No, así no. Quiero que me digas que quieres chupármela.
-Quiero chupártela. -¿La qué? –La polla. Quiero chuparte la polla.
-Me correré en tu boca. –No respondió. Insistí. –Me la chuparás y me correré en tu boca. ¿Me oyes? –Sí. –Yo a ti no.
-Te la chuparé y te correrás en mi boca cabrón.
-Hasta mañana zorra.
Esta vez fue ella la que me esperó en el parking, al lado del Golf blanco. Me acerqué tranquilamente mientras ella entraba en el coche y lo ponía en marcha a toda prisa. Me senté y le dije lo guapa que estaba, en un conjunto ejecutivo de falda y chaqueta azul eléctrico. Gracias pero déjate de piropos, me cortó.
-¿Dónde estabas ayer cuando me llamaste? –pregunté al llegar al aparcamiento.
-En casa, ¿por?
-¿En casa con tu marido y tus hijos? –Asintió abriendo las piernas para mostrarme que de nuevo no llevaba ropa interior. -¿Dónde estaban ellos?
-Los niños acostados. Juan viendo la tele.
-Así que Juan no te hace ni puto caso y tienes que llamarme a mí.
-Soy yo la que no le hace caso a él –escupió orgullosa, aunque el juego la excitaba. Sonreí ladinamente, con un gesto incrédulo, pero no me dejó continuar. –Cómeme el coño cabrón si pretendes correrte en mi boca. ¿A qué esperas?, come cabrón. –Insistió ante mi fingida pasividad mientras movía las caderas sensualmente.
Me agaché, rompí la lycra y me zambullí. No mucho rato. Había decidido jugar con ella, así que me separé y le mostré el camino.
-No me fío de que cumplas tu parte, así que te dejaré para el final –le dije señalándome el paquete.
-Cabrón, -fue su respuesta, -venga sácatela. –Negué, sácamela tú.
Lo hizo y comenzó una mamada que mejoraba en mucho las últimas. Ansiosa, voraz, profunda, un pelín rápida así que tuve que sostenerle la cabeza para suavizar el ritmo. Joder con Dolo, no sé dónde estaba practicando pero era en una buena escuela.
Entonces ocurrió. Había dos tíos en la ventana, a mi lado. Mirando como posesos. Dolo notó mi gesto de sorpresa, así que se detuvo mirando hacia arriba. En cuanto los vio pegó un grito desgarrador. Estábamos a salvo pues los seguros estaban echados, así que golpeé el cristal para que se largaran, pero solo logré envalentonarlos más mientras soltaban guarradas. Déjanos participar, nosotros también queremos una mamada, mira qué pollas tenemos, cuánto le has pagado, y más cosas que no recuerdo.
Dolo logró calmarse con relativa facilidad, así que puso el coche en marcha y salimos pitando de allí. Instintivamente volvíamos a la oficina, hasta que un semáforo nos detuvo.
-¿Estás bien? –pregunté.
-Sí, qué susto me han pegado, hijos de puta.
Aunque atomáticamente me había guardado la polla, seguía excitado, así que me la saqué, mostrándosela. ¿No pretenderás dejarme así, verdad? Miró a su izquierda donde había un coche también esperando el cambio de luces, a la derecha, hacia la acera, más allá de mí, no había nadie.
-¿Dónde vamos? –inquirió. -¿No querrás que te la chupe aquí en medio?
La verdad que tenía su morbo pero ella había salido del juego, así que no era viable. Entonces se me ocurrió. Conduce hacia el centro, le dije. Obedeció. Quería saber dónde la llevaba pero no se lo quise decir. Le hice aparcar el coche en un parking del centro histórico, muy turísticas algunas calles, muy degradadas otras. A una de estas últimas nos dirigimos.
La puerta rezaba Pensión Juan, pintado en azul descolorido sobre la propia pared que algún día fue blanca. La entrada era estrecha, con un pequeño mostrador de madera oscura a la izquierda. Tuve que agarrarla del brazo para que entrara. El recepcionista, por llamarlo según lo que debería ser, repasó a Dolo de arriba abajo como si de una puta se tratara, sin ningún disimulo. Tendría unos cuarenta años, estaba gordo sin llegar a obeso, vestía camiseta oscura de tirantes con un logo musical, un cadenote de oro presidía su garganta y mascaba chicle con mandíbulas de troncosaurio.
Tiré de Dolo escaleras arriba tocándole una nalga sin complejos, mientras el truhán se asomaba a devorarle el culo. Pocas veces debía ver clientas con tanta clase, de traje y zapatos caros, elegantes y cuidadas. Pero seguro que el tío sabía, como yo, que aquella mujer que subía las escaleras era una golfa de cuidado.
-¿Qué hacemos aquí? –preguntó cuando entramos en aquella vetusta, simple pero más limpia de lo previsto habitación. La pregunta era retórica, pero me dio pie a continuar el juego.
-Estamos en la pensión donde los puteros de la zona traen a las zorras baratas de la calle de en frente. –Me miró menos sorprendida de lo que quería aparentar. –Así que venga, haz tu trabajo si quieres que te pague.
Miró alrededor, dejó el bolso en una silla de caña, se me acercó hambrienta, se arrodilló en el suelo, hurgó en mi bragueta y la sacó, pajeándome lentamente, mirándome como si de una niña traviesa se tratara. La agarré del cabello, chupa zorra, si esperas cobrar. Obedeció, con la misma hambre y avidez que me había demostrado en el coche. La agarré del cabello, en una cola, prosiguiendo con el juego. ¿Sabes cuántas putas baratas se han arrodillado en este suelo? Jadeaba. ¿A cuántas se han follado? Gemía. No pude más. Me corrí, no había aguantado ni dos minutos. Pero Dolo no se apartó. Cumplió su promesa, aguantando lo lechazos como una profesional. Se lo dije. La palabra la sobreexcitó y volvió a la carga, tratando de exprimirme de nuevo.
La levanté. Nos besamos. Pero me retiré automáticamente, pues tenía el semen en la boca. Lo escupí. Hija de puta, la insulté. Sonriendo se dejó caer en la cama, abriendo las piernas, mostrándome su sexo desnudo pues las medias estaba rotas.
-Come cabrón, cómele el coño a esta puta.
No me hice de rogar. Como solía, me agarró del cabello para dirigir la comida, para sentirse dominadora, mientras gemía desesperada. Se abrió la americana, se levantó la blusa, desnudó aquel par de tetas excelsas y sus manos las agarraron con fuerza, pellizcándose. Come cabrón, come. Tampoco tardó en correrse, en espasmos violentos e incontrolados, en un orgasmo que parecía no tener fin.
Había quedado desmadejada en la cama. Abierta de piernas, abierta de brazos, extendida de tetas, con la boca abierta y los ojos cerrados. La sordidez del ambiente, el juego preliminar, las dos semanas de espera, no sé la razón, pero continuaba con la polla dura cual acero. Tiré de sus piernas para dejar sus nalgas al borde de la cama, me las colgué de los hombros y la penetré, con fuerza, intensamente. Empecé el vaivén mirándola a la cara, admirando el baile de sus pechos, pero pronto cambié.
-Así follan los maridos a sus mujeres. -Le di la vuelta, poniéndola a cuatro patas. –A las putas se las folla así, como a una perra.
Le arranqué la americana, la blusa, dejándola solamente con la falda, arremangada, las medias, rotas, y el sujetador descolocado, mientras embestía con todo. La agarré del cabello con la mano izquierda. Le pegué una nalgada con la derecha. Muévete zorra. Le pegué otra. Gemía, gritaba suavemente ante cada cachete.
-¿Así te folla tu marido? –No respondió. –Contesta –acompañado de una nalgada. -¿Así te folla tu marido? –No. –Con él no te portas así, con él eres una buena esposa, ¿verdad? –Silencio. Nalgada -¿Verdad? –Sí. -¿Qué eres para tu Juan? –Una buena esposa. –Pobre, no sabe lo que tiene en casa. ¿Qué eres para mí? –Otra nalgada. -¿Qué eres aquí y ahora? –Una puta. –Más alto. –Soy una puta, una puta barata, soy tu puta.
Se corrió, joder cómo se corrió. La dejé descansar bombeando suavemente, aflojando la percusión, esperando que recuperara el resuello. A mí aún me quedaba. No me pidió parar pero estoy muerta salió de su garganta. Reanudé el juego.
-Una puta no puede cansarse con el primer cliente. Aún tienes mucho trabajo. –Volví a coger el ritmo. Ahora la sujetaba de las caderas. –Cuando acabe de follarte llamaré a los dos tíos del parking para que vengan. Uno te follará la boca, otro el coño, así como una perra. ¿Quieres que vengan? –No. –Mentirosa. Una zorra como tú es incansable, menos a su Juan, se deja follar por cualquiera. –No. –¡Y tanto que sí! Eres una puta, tú lo has dicho. –No. Sólo tuya. Sólo soy tu puta. -Una puta no puede elegir. Obedece y cobra. ¿Eres una puta? –Sí. –Pues el primero que pase, el primero que pague, tiene derecho a follarte. Como el de abajo. Llamaré al gordo de abajo para que te dé tu merecido. ¿Eso te gustaría verdad zorra? –No. –Sí te gustaría, que te tomara así, en este colchón sucio, sórdido, desde detrás, como a una perra. ¿Te gustaría perra? ¿Te gustaría verdad?
Dolo negaba pero cada vez se movía más rápido hasta que gritando sí, sí, mes gustaría se corrió de nuevo. Yo también llegué al final, con temblores en los brazos y rampas en las piernas.
Me levanté antes que ella para vestirme. Sin prisa, lo hice mirando a la orgullosa que yacía de costado, desmadejada, sobre la cama. Cuando acabé, tomé mi cartera de la americana, saqué un billete de 20€ y se lo tiré encima. Se giró. Lo miró, me miró a mí, rabiosa pero soberbia, lo cogió y se incorporó para vestirse.
Volvimos seis veces a la Pensión Juan. La habitación costaba 30€, yo le pagaba 20 a ella. Cada vez, antes de empezar, a medio polvo, pero nunca más al acabar. Su respuesta era agarrar el billete con fuerza mientras chupaba o recibía mis estocadas, según fuera el caso. La volvía loca aunque su respuesta, al salir del cuarto y al volver a las oficinas, solía ser más altiva conmigo a medida que los encuentros avanzaban.
La séptima vez fue la última. No era mi intención acabar, menos acabar así, pero se me fue de las manos. Cuando más la insultaba, cuanto más la humillaba, más excitada estaba. Lo hacía en dos direcciones, externa e interna.
Cuando llegábamos a la pensión y le pedíamos la habitación al tío que se la comía con los ojos, la obligaba a pagarle y a tomar la llave que el baboso le tendía. Otro día, comenté en voz alta lo buena que era en la cama y le pregunté al hombre si la oía gemir desde aquí abajo. El tío asintió, devorándola, pero no le di pie a nada más. Aunque podría serlo, no es una profesional, es una adúltera, dije.
En la habitación, llamarla puta era lo más suave que salía de mi garganta, pero los juegos también aumentaron en intensidad. Estas últimas dos veces la había atado a la cama asegurándole que la dejaría a merced del gordo de la puerta. No lo hice, pero la idea la volvía loca. Pero el juego que rompió la baraja fue su recto. Atada, le comía el coño como a ella le gustaba, rompiéndole las medias y llamándome cabrón, así que di un paso más metiéndole un dedo en el culo. Lo logré cuando estaba llegando al orgasmo, pero era evidente que no era plato de su gusto. Me lo dijo, no vuelvas a meterme el dedo ahí. Le respondí que le había gustado, que había aumentado la intensidad del orgasmo, algo que negó.
Mi segundo argumento fue el demoledor, cuando la tenía en cuatro y se había corrido por segunda vez. Todas las putas lo hacen, es lo que los clientes demandamos más. Así que apunté y traté de encajarla. Se volvió loca, luchando con todas sus fuerzas, ni se te ocurra hacerme eso, así que desistí.
Pero había decidido hacerlo, sobre todo después que me humillara públicamente en una reunión de directivos. No es que yo hubiera bajado la guardia pero la relación que teníamos secretamente no afectaba para mejor la profesional. Salí hecho una furia. Así que para el día siguiente me presenté con dos corbatas, pues atarla con la que yo llevaba podía ser insuficiente, y me vengué.
Hasta el último momento, estuve tentado de llamar al gordo de recepción para que también tuviera su parte, pero esta opción dependía de mis logros personales.
Nos habíamos chupado, incuso en un 69 que a ella no le gustaba demasiado pues prefería el juego de dominador-dominado, insultando al mamador, nos habíamos corrido y la estaba penetrando por segunda vez. A cuatro patas, atada con dos corbatas, una mano en cada cabezal, le estaba dando con todo cuando me retiré para prepararme.
-¿Qué haces, por qué paras cabrón?
-Debo descansar un poco.
-Pobre maricón, no puede ni follarse a una tía de bandera como yo.
No respondí, seguí embadurnando de gel mi miembro para a continuación lamerla desde detrás, sin lubricarle el ano aún. Ella continuaba chichando, ¿se te ha quedado pequeña maricón? ¿ya no puedes más? ¿me vas a dejar a medias? Pero yo seguía a lo mío. Se iba a enterar la hija de puta.
Aparté el hocico de aquel manjar, me acerque a ella, ¿ya estás a punto mariquita? Le pegué una buena nalgada, además de marcarle los cinco dedos la hice gritar, le sobé el coño con los dedos húmedos llegando a su ano, no se quejó de entrada. Ladró cuando notó mi pene en la entrada de su culo. Eso no, cabrón, gritó con fuerza venciendo su cuerpo hacia a delante. Su movimiento la obligó a quedarse quieta, pues la había dejado plana sobre el colchón pero tenía las piernas abiertas apresadas alrededor de las mías. Logré meterle las almohadas debajo de las caderas para que éstas subieran un palmo y arremetí con mi peso. Gritó, vaya si grito, eso no cabrón, eso no, pero me costaba dar en el blanco, pues no dejaba de moverse. Le pegué otra nalgada, más fuerte que la anterior, la agarré del pelo con la mano izquierda, mientras le ordenaba estarse quieta si no quería que llamara al gordo de abajo para que me echara una mano. Y se cobrara su parte.
Un por favor salió de su garganta por primera vez en dos años de relación. Por favor, eso no, por favor, se convirtió en su nueva cantinela. Logré encajarla. Gritó suavemente. Por favor, no. Empujé con suavidad. Por favor, repitió.
-Por favor no –respondí cuando noté mi polla encajada en su anillo anal –por Carlos. –Empujé con decisión mientras un grito desgarraba su garganta. No me detuve hasta que acabé. Afortunadamente para ella aguanté poco, aunque creo que le fue indiferente que durara dos minutos o diez.
Cuando la desaté tenía lágrimas en los ojos. Esta vez se vistió antes que yo y se largó sin esperarme. Me hizo gracia que se levantar con cierta dificultad, pero se irguió altiva sin mirarme al salir del cuarto.
No supe nada de Dolo, en la vertiente sexual, durante dos meses. En la profesional nuestra relación había empeorado mucho, si es que eso era posible. De la guerra habíamos pasado a la gran guerra, a la guerra total. Valía todo, guerrillas, emboscadas, navajazos, ataques teledirigidos.
Recuerdo una mañana que había sido durísima, Sara, mi mano derecha acabó llorando, así que opté por salir del despacho. Necesitaba un buen desahogo así que me planté en la Pensión Juan con una puta callejera que también lucía una bella melena negra, tenía buenas tetas y se las daba de altiva. La despaché en media hora, sin haber sentido ni la mitad de morbo que había sentido las siete visitas precedentes.
El morbo lo sentí en la puerta. Yo bajaba las escaleras cuando mi jefe pagaba los 30€ que costaba la habitación con la directora de marketing a su lado. Nunca olvidaré sus miradas.
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