Doctorado en Madrid

Mis experiencias en Madrid durante los 6 meses de doctorado. No apto para los amantes del sexo convencional. Primera parte: Encuentro piso.

Doctorado en Madrid

Mi relato tiene un comienzo que puede parecer increíble, pero juro que es verdad. Me llamo Alejandro, soy de Valencia, tengo 28 años y el año pasado me fui a Madrid para hacer un curso de doctorado de seis meses. Encontré alojamiento gracias al Segundamano y acabé liado con mi compañero de piso. Resumido así no dice gran cosa, pero creo que merece la pena detenerse a contar los detalles de la historia.

Todo comenzó de manera fortuita. Bastante fortuita. Creí que sería complicado lo de encontrar alojamiento a precio razonable en Madrid, pero en mi caso fue fácil. El primer día ya lo tenía. Me enseñaron un par de pisos que ya ni recuerdo, y cuando me dirigía a ver el siguiente, en metro, pasó algo muy curioso. Pillé un asiento en el vagón, comprobé que el móvil no tenía cobertura, y cuando alcé la vista vi que justo enfrente de mí iba sentado un tío de más o menos mi edad que llevaba lo mismo que yo: mochila al hombro, en la mano derecha el móvil y en la izquierda el Segundamano. Nos miramos un poco de refilón pero era imposible no darse cuenta de que, además del móvil y el periódico, los dos íbamos prácticamente igual vestidos (vaqueros azules, camiseta gris y zapas similares). Esbozamos una sonrisa que al cabo de dos o tres minutos se convirtió en risa tonta. Sobre todo cuando anunciaron la estación de Antón Martín y los dos nos levantamos a la vez.

-Creo que tenemos el mismo problema, amigo –me dijo mientras se iba parando el tren.

-En busca del piso perdido, ¿no? –contesté sonriendo.

Se rió, me reí y se abrieron las puertas. Las coincidencias no acababan ahí. Resultó que los dos íbamos a ver el mismo piso, un estudio en la calle Salitre que, por las características y el precio, parecía un chollo. Había por lo menos otras ocho personas en el portal esperando para verlo, el dueño nos había citado a toda la gente a la misma hora. El caso es que el estudio no era para tanto, pero amplio y luminoso sí, amueblado con gusto, y estaba muy bien de precio. En resumidas cuentas, fuimos los que mejor le caímos al dueño. Hablo en plural porque el chico del metro y yo lo estuvimos viendo juntos. Era bastante extraño todo. No nos conocíamos de nada pero recorrimos el pisito de un lado a otro como lo hubiera hecho cualquier pareja de recién casados.

-Oye, ¿pero tú buscas algo para ti solo? –le pregunté en voz baja.

-Sí, pero no me importaría compartir, la verdad –confesó.

-Joder, la verdad es que es grande

-A mí me encanta, mira qué pedazo de ventanas, tío

En fin, ese fue el comienzo de todo. El dueño nos dijo que le parecíamos buenos tíos y que se notaba que nos gustaba el sitio.

-¿Sois hermanos, no? –preguntó.

Nos miramos lentamente y al cabo de unos segundos respondimos a la vez que sí. Los dos éramos conscientes de que estábamos haciendo una locura, pero nos salió así.

-Si firmáis ahora mismo el contrato os podéis quedar ya aquí. Basta con que firme uno de los dos.

Y así fue cómo conocí al que se convirtió en mi compañero de piso, y de muchas otras cosas, durante el inolvidable año pasado.

El dueño se quedó con nosotros una hora explicándonos los pormenores del piso y nosotros asentimos a cada cosa que decía. No había ningún problema, todo eran facilidades. El tío era simpático y se notaba que confiaba en nosotros. La verdad, fue una suerte. Bajamos a buscar un cajero, sacamos el dinero, subimos para pagarle la fianza y arreglar el contrato y pasados quince minutos se despidió y nos dejó solos en el estudio.

Daniel y yo estuvimos comprobando las cosas del piso durante un buen rato, abriendo grifos, encendiendo luces, probando el calentador, ajustando la hora del teléfono fijo... Los dos estábamos un poco aturdidos, todo había sido demasiado rápido y ninguno de los dos acertábamos a adivinar dónde estaba el truco. Yo estaba entre sorprendido y excitado, y él estaba igual. Durante esas primeras horas desde que coincidimos en el metro, las coincidencias seguían asaltándonos. Los dos teníamos 27 años recién cumplidos, y aunque veníamos de sitios distintos, él de Pamplona y yo de Valencia, los dos estábamos en Madrid por primera vez. Los dos nos disponíamos a hacer un curso de postgrado en la Universidad (él de Historia Medieval, yo de Literatura Comparada). Los dos llevábamos barba de tres días. Los dos usábamos el mismo cajero. Los dos fumábamos… Un sinfín de cosas. Tampoco era difícil adivinar que, al igual que yo, mi nuevo amigo llevaba puestos unos calzoncillos boxer. Su rabo penduleaba por la parte derecha de su entrepierna vaquera, con discreción pero inequívocamente. Podía ser que no llevara gayumbos, pero más tarde comprobé que mi primera impresión fue la acertada.

Entre unas cosas y otras se nos pasó la hora de comer. Eran las cinco de la tarde. Habíamos estado buscando el contador de la luz, no me acuerdo para qué, y cuando lo encontramos en un sitio escondido de la entrada, nos quedamos fumando un cigarrillo allí, de pie, bajo una penumbra muy agradable al lado de la puerta, que era el único sitio de la casa donde no entraba apenas luz natural. Yo ahí ya me empalmé. Con la derecha fumaba y con la izquierda, metida en el bolsillo, disimuladamente, estuve apretándome el tronco de mi rabo contra el muslo mientras hablábamos de cosas absurdas. Podíamos haber estado así un montón de horas más. Pero decidimos ir a nuestros respectivos hoteles para recoger los equipajes, volver y comprar algo para cenar y celebrar que ya teníamos piso. Yo no me atrevía a mirarle casi nunca al paquete, pero al despedirnos en el portal, mientras intercambiábamos nuestros números de teléfono, advertí que el péndulo de Daniel había ganado un poco de terreno debajo de sus pantalones.

En poco más de una hora ya estábamos los dos en casa. En nuestra casa. Qué extraño era todo. Era sábado, finales de septiembre, las siete de la tarde, y daba la sensación de que la ciudad funcionaba de la mejor de las maneras posibles. Madrid se apagaba poco a poco, con esa resaca de los atardeceres de verano que hay en septiembre, pero refulgía de vida, de movimiento y de cosas por hacer. Yo dejé las maletas al lado de una cama, y él dejó sus cosas al lado de la otra. Salimos a comprar unos bocadillos y unas cervezas al bar de abajo y volvimos.

Los dos habíamos sacado nuestros discos y pusimos alguno mientras abríamos las cervezas. En lugar de sentarnos en algún sitio para comer nos quedamos en el suelo, sentados en la alfombra con unos cojines, uno enfrente del otro.

-Necesito quitarme las zapas, tío, ¿te importa? –me preguntó.

-Hombre, si no te huelen mucho… jeje

-Uf, pues no te lo garantizo… jajaja.

En unos segundos liberó sus pies de las zapas, se llevó una de ellas a la napia y, al comprobar que olían, las puso en un rincón. La fragancia se expandió en dos o tres ráfagas cálidas por toda la habitación.

-No temas, que los calcetos no me los quito.

-Jajaja, no pasa nada tío, a mí también me cantan.

-Pues vaya par que nos hemos juntado, jajaja

-Jajaja

Mientras hablábamos y nos comíamos los bocatas no dejé de mirarle. Verle en esos calcetos deportivos (grises) me estaba poniendo muy contento. No se me escapó ni un detalle del cuerpo que tenía enfrente. Miraba cómo masticaba, cómo se tragaba los eructos de la birra, cómo se le movían los dedos de los pies dentro de los calcetos, cómo se rascaba de vez en cuando el sobaco. Se estaba haciendo de noche, y cuando terminamos de comer nos quedamos ahí un buen rato más, contándonos mil y una historias. Entre tanto yo me quité también las zapas, pero no las llevé a ningún sitio y las dejé ahí al lado, a pesar del olor que desprendían. En cierto momento, él dijo: son guapas tus zapas, tío, a ver… Y cogió una.

-Estuve a punto de comprarme estas, pero no las encontré de mi número en toda Pamplona.

-¿Qué número usas? –pregunté.

-El 44, a veces el 45.

-¡Coño, yo igual! Lo dicho, vidas paralelas, tío.

-¿Me dejas probármelas?

-Deben apestar, pero si no te importa...

-Ostia, sí que huelen, chaval, jajaja –reconoció.

-Jajajaja.

Y se probó una. Y luego la otra. Y dijo que molaban mucho. Y luego se las quitó. El disco se acabó, pusimos otro, retiramos la mesa y nos tendimos en la alfombra, los dos con los brazos cruzados por la nuca y mirando al techo. Por las ventanas aún entraba un poco de luz natural. Estuvimos así mucho rato, fumando un montón de cigarros. De vez en cuando nos mirábamos. Era como si nos conociéramos de mucho tiempo atrás. No había nada que me extrañara de él, ni nada que pareciera extrañarle a él de mí. Éramos como dos amigos de la infancia que se reencuentran mucho tiempo después y no saben de qué hablar, por eso sólo hablábamos de tonterías. Como he dicho teníamos los brazos apoyados en la nuca, y eso hacía que la manga corta de su camiseta se le subiera y le salieran un poco los pelos del sobaco. Se adivinaba una buena mata negra ahí dentro, sudada de todo el día.

En cierto momento, no sé cómo me decidí, empecé a tocarme los huevos por encima de los vaqueros. Él no lo veía, aunque si lo veía no me importaba mucho. Me pasaba el rabo de un lado a otro de la pernera del pantalón hasta que trempaba, y luego dejaba que volviera al estado morcillón de todo el día. Luego él se giró hacia mí, apoyándose en un costado, y yo aproveché para sobarme un poco el paquete. De repente me apetecía que lo viera. Y lo vio, y él hizo lo mismo con su paquete unas cuantas veces, así como quien no quiere la cosa, como un par de heteros que hablan de fútbol. La penumbra no era oscura del todo, pero lo bastante como para no poder determinar si uno de los dos estaba empalmado. Yo sí lo estaba ya todo el rato, y luego supe que él también estaba como un burro.

Me levanté a cambiar el disco. Y antes de sentarme de nuevo me quedé de pie cerca de él. Me quedé a un palmo de sus narices acariciándome el capullo por encima del vaquero, que desprendía un calorcillo intenso.

-Te has calentado, ¿no? –me dijo.

-¿Cómo lo has adivinado, tío? Jajaja

-Jajajaja… Pues si quieres nos hacemos unas pajas, campeón.

-Jajaja, al fin y al cabo hay confianza, ¿no?

-Escucha, Alejandro –dijo, después de una pausa-. Conmigo no te cortes en nada, por mí como si me pides que te la chupe. No tienes más que decirlo.

En ese momento me paralicé un poco. Me parecía un tío cojonudo, pero esa forma tan directa de decir lo que dijo me dejó sorprendido.

-Joder, no pensaba que

-Sí que lo pensabas, cabroncete. Y yo también lo pensaba, por eso lo he dicho.

La explicación me pareció natural y convincente. Realmente yo también lo deseaba. En realidad deseaba mucho más que eso. Él se estaba empezando a desabrochar los vaqueros, pero le paré.

-Oye, Daniel… Vamos a hacer algo distinto, tío –le dije. Él dejó de desabrocharse y me miró como diciendo: "lo que pidas".

-Lo que quieras, lo que sea… –murmuró con firmeza-.

-Me he quedado con ganas de oler tus zapas, sabes

Entonces Daniel se incorporó con suavidad hasta ponerse de pie, se palpó el paquete y se lo colocó hacia un lado. Luego me miró y, sin dejar de mirarme, se volvió a agachar, muy despacio, hasta ponerse a 4 patas. En esa postura, se dirigió hacia donde había dejado sus zapas. Fue hacia ese rincón del estudio con un ritmo lento, como un oso cavernario, parándose cada dos pasos para volver la vista y mirarme. Yo seguía de pie, me temblaban un poco las piernas. Cuando llegó a donde estaban sus zapas metió la napia en ellas, mirándome de vez en cuando.

-Vamos… tráemelas… -acerté a decirle en voz baja.

Hundió la nariz en ellas, abrió la boca y las cogió entre sus dientes hasta sujetárselas bien en el morro. Me miró de nuevo y vino hacia mí otra vez a cuatro patas, depositando sus zapas al lado de mis pies. Yo me agaché, le acaricié la cabeza, el pelo, los labios, y le dije: "muchas gracias". Daniel ronroneaba.

-Quédate así -le dije-. Voy a cambiar el disco. Mírame.

Encendí un flexo y lo enfoqué a la pared, para que hubiera luz pero sólo la justa. Puse el disco y me giré para mirarle. Y, sin retirarnos la mirada, descendí al suelo hasta ponerme también a 4 patas. Él empezó a jadear sigilosamente. Yo me dirigí hacia él a 4 patas, muy despacio, y me detuve delante de las zapas que me había traído momentos antes, hundiendo mi hocico en ellas e inspirando su olor profundamente. Daniel estaba justo delante de mí y le invité a que oliera conmigo. Bajó la cabeza y, cuando nuestras caras se encontraron sobre las zapas, empezamos a besarnos con parsimonia, sin ninguna prisa, a pesar de lo excitados que estábamos, como atontados por el olor de las zapas. Le miré fijamente.

-Lo que quiera yo y lo que quieras tú. Lo que queramos los dos –le dije-. Nada de subordinación.

Le encantó oír eso, se puso de rodillas y me abrazó fuerte durante varios minutos.

-¿De dónde has salido?,¿eres real? –me decía al oído.

-Yo tampoco me lo creo, Daniel. Oye, ¿quieres una cerveza?

-Yo las traigo… ¿Voy a cuatro patas?

-Y yo te sigo.

Él se colocó mirando a la cocina y yo le rodeé, también a cuatro patas, hasta colocarme detrás de él, con la napia a dos centímetros de su culo, un culo que se marcaba perfecto en sus pantalones. Antes de emprender la marcha a la cocina, Daniel se quedó quieto un rato, moviendo apenas el culo para mí, y yo empecé a olisquear por detrás, rozando la nariz en sus vaqueros justo por donde debía de tener el agujero del culo. Al rato empezó la marcha y yo seguí tras él.

Lo que estábamos haciendo era tan extraño que no habría aguantado ninguna explicación racional. Actuábamos de una manera que habría escandalizado a cualquiera que nos viera. Éramos conscientes de que nuestro comportamiento transgredía las pautas de los bienpensantes, pero Daniel y yo lo vivíamos con toda naturalidad. Al llegar a la cocina y abrir la nevera, él me dio una cerveza, cogió otra y reanudamos la marcha hacia la sala principal, ahora yo encabezando el desfile perruno. Igual que había hecho yo, él esnifaba mi ojete a través del pantalón, inspirando fuerte. Cuando llegamos al centro del estudio, me di la vuelta y nos pusimos de rodillas uno frente al otro. Di un trago a mi cerveza y él dio otro. Después me pasé el morro de la cerveza por los labios y por la cara. Le di otro trago y escupí despacio dentro de la botella. Él hizo lo mismo con la suya, imitándome. Luego intercambiamos las birras y bebimos los dos. Daniel, acercándose un poco a mí, eructó hacia mi cara, un eructo grave y largo. Yo correspondí con uno de los míos aún más cerca de su cara. Él dio un nuevo trago a su cerveza y después dejó caer un lapo por su barbilla. Yo me abalancé sobre él y lo atrapé con mi boca, llevándola luego a la suya. Nos lamimos las bocas, las caras, las orejas y las napias.

Después busqué su sobaco y me amorré a él, dándole lengüetazos por encima de la camiseta y luego estirándole un poco de los pelillos que le sobresalían. Le olía el sobaco a sudorazo. Luego Daniel alzó el otro brazo invitándome a esnifarlo también. Pero antes de hacerlo giró su cabeza dejando caer un lapo a la zona de su sobaco que le mojó la camiseta. Sorbí ese lapo en menos de un segundo y metí mi napia en su sobaco, subiéndole la manga con los dientes hasta que apareció su embriagadora mata negra y rizada, que me comí con ansia. Una vez saciado, él alzó mis brazos, me quitó la camiseta y buscó los rodalillos de sudor marcados en ella para metérselos en la nariz. Los encontró, les puso dos dedos por debajo y se los metió por la nariz hasta que le quedó la camiseta colgando de la napia. Para corresponderle por ese esfuerzo, que me pareció increíble, le di a probar mis sobacos, que también son muy peludos y cantaban lo suyo.

Luego él cogió una de las birras y me la empezó a soltar poco a poco por todo el cuerpo. Primero empezó por los pezones y acto seguido los saboreó con su lengua. Después se echó cerveza en su mano y me pringó con ella los sobacos. Más tarde me dio de beber alejando el morro de la botella, como escanciándomela en la boca, salpicándolo todo. Y por último me la echó directamente a la cabeza, para que me chorreara por el pelo, la cara, el pecho y los pantalones. Yo me sentía tan relajado y tan caliente a la vez que el frío de la cerveza me daba igual.

Repetí esa misma operación sobre él con la otra cerveza pero con ligeras variaciones. En lugar de echársela directamente de la botella, la pasé primero por una de mis zapas, revolviéndola bien antes de escanciarla. El resultado fue que a los pocos minutos nos encontramos sobre un enorme charco de cerveza y de babas. Para que no calara al piso de abajo, decidimos restregarnos por el suelo hasta secarlo con nuestros cuerpos. El líquido nos caló los pantalones, los calcetos y su camiseta, que aún la llevaba puesta. Se la quité y terminé de secar el suelo con ella. Le insté a tumbarnos mirando al techo, jeta contra jeta, estrujé la camiseta encima de nuestros caretos, y tratamos de beber cada gota que caía de ella. Luego nos morreamos y nos retorcimos en el suelo durante un montón de tiempo.

Hasta ese momento seguíamos con los vaqueros puestos. Las pollas ni nos las habíamos palpado. Al revolcarnos por el suelo presionamos nuestros paquetes uno contra el otro, agarrándonos de los huevos de vez en cuando. Todo había sido muy gestual hasta entonces, sin hablar apenas nada. Yo hacía una cosa y él correspondía con otra, como dos niños que aún no hubieran aprendido a hablar.

-¿Tienes ganas de polla? –me preguntó entonces, entre morreo y morreo.

-Tengo ganas de todo, tío.

-Está mojada mi polla.

-¿De qué?

-De cerveza.

-¿De cerveza reciclada?

-Jajaja… si la prefieres reciclada, eso tiene arreglo.-Quiero tus huevos primero, cabrón –dijo, apretándomelos.

-Pero antes tenemos que bajar a por más cerveza

CONTINUARÁ

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