Doctorado en Madrid (2)

Mis experiencias en Madrid durante los 6 meses de doctorado. No apto para los amantes del sexo convencional. Segunda parte: Primera noche.

DOCTORADO EN MADRID 2

Os parecerá una manera extraña de conocerse. A nosotros también nos lo estaba pareciendo. En nuestros rostros se reflejaba el deseo en su aspecto más primario, pero todo se desarrollaba de un modo tan natural que por eso mismo era imposible no sentirse también algo confuso. Nos pusimos ropa limpia en cuestión de segundos y bajamos los dos a por esas cervezas. El bar de abajo ya había cerrado y estuvimos dando vueltas hasta que por fin encontramos un chino y las compramos por fin, dos packs de seis para que no faltara. Mientras recorríamos las calles del barrio me fijé en la forma de andar de Daniel, en el perfil de su cara, en sus gestos espontáneos y en el tono de su voz. Los dos teníamos las orejas rojas y el cuello sudao. Durante un rato nos cogimos de la mano y sentí su calor como el calor de una caricia en la polla. No hablamos mucho, prácticamente nada: vamos a torcer por aquí, eso parece un bar, hemos cogido las llaves

De vuelta a casa, a nuestra casa, la luz del ascensor no nos intimidó. Aguantamos la mirada el uno en el otro, medio sonriendo, como si no hubiera nada más importante en el mundo. En ese cubículo acercamos nuestras bocas hasta rozarnos los labios, se abrió el ascensor, entramos a casa, encendimos la luz, metimos las birras en la nevera y apagamos la luz. Todo el estudio olía ya a polla, y eso que aún no nos las habíamos sacado.

-¿Nos ponemos la ropa sucia de antes, mejor? –preguntó.

-Jajaja, eso mismo iba a decirte yo.

-Jajaja

Mientras nos quitábamos lo puesto y buscábamos, en la penumbra, la ropa de antes, sentí que mi nabo enardecía. Me flipaban los ruidos que hacían nuestras zapas al caer, nuestras camisetas al salir de los cuerpos, el ruido de los botones de la bragueta, las gomas de los gayumbos al ajustarse, los jadeíllos casi inaudibles que emitíamos al agacharnos para abrocharnos otra vez las zapas

-Esta ropa está totalmente mojada todavía, tío –le dije ajustándome los pantalones.

-Sí, yo tengo el nabo hecho un guruño aquí dentro –dijo agarrándose los huevos por encima de los pantalones.

-Mira yo qué empalme –repuse, desafiante.

-Joder, cabrón

Nos quedamos así unos momentos riendo, y acto seguido, en silencio, descendió lentamente hasta quedarse a cuatro patas delante de mí, mirando hacia mi paquete. Yo me quedé quieto, de pie, y él se acercó poco a poco hasta arrimar su nariz a mi entrepierna. Empezó a oler despacio, sin apenas rozar la tela del pantalón. Después se fue animando hasta hundir la napia entera en el paquete y restregarla bien por la zona de los huevos, a veces dirigiendo su mirada a mis ojos. Yo le acariciaba la cara mientras lo hacía. Hasta que giró su cabeza para arriba y abrió la boca, con la lengua fuera. Intuí que quería que le echara un lapo en ella. Y se lo eché, un lapo mediano que le cayó dentro de la boca. Pero él quería más porque se mantenía en la misma postura, así que ensalivé hasta fabricar un lapo bien nutritivo. Él no parecía tener prisa así que esperé hasta que el lapo salió de mi boca casi por sí mismo. En cuanto le cayó en la lengua acercó su boca a mis pantalones y restregó todo el lapo a lo largo del bulto de mi polla. Aunque mis vaqueros estaban mojados, la saliva suavizó la textura de la tela, como comprobé luego al pasarme la mano por ella. Mientras tanto él saboreaba los botones de los vaqueros, aún cerrados, los chupaba, los mordisqueaba, los abrillantaba. Hasta que no pude más y, retirándole un poco, me desabotoné la bragueta. Pero él me corrigió y me volvió a abrochar el botón de arriba.

-Sácate sólo las pelotas por ahora –me rogó.

Maniobré como pude hasta sacarme sólo los cojones. Mi polla pedía guerra pero me las arreglé para dejarla dentro. Por la abertura del pantalón salieron mis dos bolas peludas y mojadas y las estiré hacia abajo para camparan a su aire.

-Cómo te cuelgan, cabrón –dijo susurrando.

-Olfatea, busca –le reté.

Y así, con los cojones fuera, me fui a pillar una cerveza, andando a paso lento. Él me seguía a cuatro patas, intentando meter el hocico entre mis piernas. Al abrir la nevera, con la luz que salía, Daniel también se encendió y se abalanzó a mis huevos con furia, como un perro que ha encontrado su alimento después de todo el día. Le dejé que me lamiera las pelotas mientras yo abría la cerveza. Le di un trago y dejé caer un poco de líquido por su pelo y su frente. Él flipaba de gusto y abría la boca para que le cayeran gotas, gotas que luego me devolvía escupiéndolas hacia mis huevos.

Cuando cerré la puerta de la nevera y me abrí paso hacia la sala principal del estudio me toqué los huevos y estaban to pringaos goteando de saliva y de birra. Daniel se relamía.

-Ahora quiero saborear yo los tuyos, perraco –le dije.

-De acuerdo, Alex, pero a mi manera… Túmbate en el suelo. Boca arriba.

Me tendí en el suelo, apoyé mi cabeza en un cojín y él, aún a cuatro patas, se dirigió hacia mí hasta quedar con su paquete en mi cara.

-Ahora esnifa un poco, maricón –me pidió.

Y esnifé, inspiré el olor que despedía ese pedazo de paquete a través de la tela de sus vaqueros, me embriagó su aroma cerdo, mezcla de babas, sudor, cerveza… Mi napia alucinaba palpando el grosor de sus cojones y el tamaño del palo que sostenían. Chupé, lamí, mordí, y sobre todo esnifé.

-Engrásalo –dijo. Y, mientras se incorporaba de cintura para arriba, con su paquete en mi cara, echó un lapo gordo directo a su propia bragueta.

Extendí ese lapo con mi lengua por todo su paquete, y mientras tanto, él volvía a escupir, pero ahora a mi careto y a mi pelo.

-Lléname de lapos, tío, puedes echar hasta quedarte seco –le informé.

Cuando tuve toda la cara pringada, bajó hacia mí y empezó a lamerme todas sus babas, pegadas por mi barba y extendidas por la frente, el pelo, los ojos, la nariz, las orejas

-Me voy a sacar un huevo, ¿quieres? –me dijo.

Maniobró como pudo y en un instante apareció un cojón enorme delante de mis ojos. Él dirigía ahora la operación. Me exigió que me quedara quieto, que no moviera la cabeza, y empezó a hacerme cosquillas por toda mi cara con los pelos de su cojón izquierdo, sin rozarme siquiera con el pellejo. Si alguna vez os han hecho algo así sabréis lo flipado que puede uno llegar a ponerse. Y si no, imaginadlo. Yo a veces abría la boca para enganchar entre mis dientes alguno de sus pelos. Hasta que le arranqué uno, con un ligero auh! por su parte, y me pidió, delicadamente, que se lo diera. Que abriera la boca y le diera el pelo del huevo. Obedecí, abrí boca, lo cogió y lo depositó con cuidado en un cenicero limpio que había al lado.

-Otro. Arráncame otro –me pidió.

Y repetimos la operación unas cuantas veces, hasta que en el cenicero hubo por lo menos una docena de pelillos de su huevo. Se levantó, con el huevo fuera, estirándoselo para abajo, y me dijo:

-Ahora ve a buscar tu comida.

Mi comida podía haber sido su huevo, porque aún no lo había podido saborear, pero deduje que de momento mi comida era lo que había en el cenicero. Me puse a cuatro patas, me acerqué al cenicero, y mirándole a los ojos, lamí su contenido hasta meter en mi boca ese nudo de pelajos arrugados. Tuve una pequeña arcada, pero enseguida él amorró su boca a la mía y los pelos se mezclaron con nuestra saliva. Luego fuimos escupiéndolos uno a uno al suelo.

Era la primera vez que hacíamos algo así, tanto él como yo. En realidad era nuestra primera experiencia gay. Pero la emoción de dar rienda suelta a nuestras fantasías era más fuerte que el aturdimiento. Cada cosa que yo hacía y que a él le gustaba, o a la inversa, nos provocaba un sentimiento mútuo de felicidad, además de placer. Agitaba nuestros corazones, además de nuestra testosterona. Nada nos disgustaba. Era un enamoramiento mútuo que se hinchaba y se engrandencía por segundos, hasta tal punto que después del episodio suerrealista de los pelos del cojón nos abrazamos como niños. Eso sí, las pollas seguían enhiestas dentro de los pantalones.

-Enseñame tu rabo, lo necesito ya –supliqué.

-Mi rabo es tuyo, Alex. Aquí lo tienes, tómalo.

Daniel se levantó, se desabrochó los pantalones, se los bajó hasta las rodillas, y el cojón izquierdo, que colgaba aún suelto, se unió al derecho cuando Daniel se desprendió de los gayumbos mojados.

Ahí lo tenía. Apareció un nabo grande, gordo, bien proporcionado de tronco y de capullo, bien duro, algo curvado hacia arriba. Él se estiraba de vez en cuando de los huevos pero no se tocaba la polla, que latía de vez en cuando por sí sola. Yo me quedé ahí pasmado, mirándola a un palmo de mi cara, inspirando su olor, besándola débilmente. Me molaba oír la respiración profunda y algo entrecortada de Daniel mientras yo jugaba con su polla. Rodeaba su perímetro con mi mano, le bajaba y subía el pellejo y le lamía las gotillas de prelefa, todo muy despacio.

-Fóllame la boca –le pedí de repente.

Y él me cogió de las orejas y empezó a metérmela primero despacio, dejando que la saborease, que se la limpiase, y después con embestidas cada vez más fuertes, cada vez con más saliva, cada vez más deprisa, cayéndome chorros de baba pegajosa por la barbilla. Delirante.

-Yo también quiero nabo, Alex –dijo sin parar de embestir.

Yo no paré de lamer su polla, pero él me desabrochó como pudo los pantalones y liberó mi polla, que también es de buenas dimensiones, para poder tocar la carne y agarrármela. Lo hacía con tanto nervio que parecía que nos habíamos vuelto locos. Por fin se agachó y nos las compusimos para quedar sobre el suelo en posición de 69. Fueron minutos de una intensidad brutal, unas comidas de polla y de huevos encargadas a dos bocas insaciables. Pero poco a poco nos fuimos relajando. Nos dolían las mandíbulas de tanto chupar y también los huevos de tanto retener la lefa. Llevábamos todo el día aguantando.

-Me encanta tu polla, Alejandro, tío –dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

-Y a mí la tuya. Venga, vamos a corrernos.

Aquella primera corrida conjunta fue inolvidable. Nos tendimos juntos y acercamos nuestros labios. Empezamos a masturbarnos despacio, una mano en la polla propia y la otra en los huevos del otro, apenas rozándonos los labios, respirando el mismo aire caliente, sin lengua, apretando nuestras bocas una con otra, fuertemente. Nuestras barbas de tres días ardían. Luego sacábamos las lenguas un poco, y luego mucho, y luego las guardábamos otra vez. Besos largos, interminables, suaves, calientes, dándole fuerte a las pollas, hasta que los dos empezamos a jadear y a decir ya ya sí ya juntos nos corremos ya ya sí sí juntos a la vez cabrón sí juntos ahhhhhhhhhhhh ahhh ahhhhhhhh ahhh.

CONTINUARÁ

Dime qué te parece: alexvlc28@hotmail.com