Doce compañeros

Trece jóvenes coinciden en un mismo cuartel haciendo su servicio militar. Un inesperado descubrimiento pone en marcha los acontecimientos...

"DOCE COMPAÑEROS"

No sé si fue el lugar; un erial apartado a varios kilómetros de Teguise, pequeña localidad de la isla volcánica de Lanzarote. Allí todo resultaba extraño, y todos nos sentíamos extraños. Trece chicos jóvenes reclutados de la península que se encontraban juntos por primera vez en aquel planeta apartado del universo.

Alrededor de nosotros se tumbaba un paisaje yermo de rocas tiznadas por un ardiente sol que parecía respirar desde debajo de aquellas piedras marcianas. Ni un vestigio de vida en trescientos sesenta grados alrededor. Éramos 13 desconocidos que tendrían que compartir sus vidas en el acuartelamiento 5542, compañía numero 37, durante los próximos meses de servicio militar.

Las primeras semanas nos aferraríamos a nuestros recuerdos, a los de la familia y amigos, a los de las novias. Y yo en particular trataba cada mañana de dibujar el rostro de la mía en mi mente, en un esfuerzo desesperado por no olvidar que había alguien más allá de aquel reducido recinto asediado por sus propios muros. Unos anchos muros de una antigua fortificación colonial medio derruida por el tiempo. De hecho, los nativos de allí nos llamaban "godos" a los provenientes de la península, en un último desprecio que destacaba nuestro carácter de extranjeros e invasores de su asolado país.

Pero a pesar de mi empeño por recordar cada día el rostro y las caras de los míos, de mi chica sobretodo, estos se iban difuminando como si el cálido viento volcánico que azotaba sin tregua aquel desierto los borrara como si estuvieran hechos de la misma arena y polvo que pisaban nuestros pies.

¿Qué explicación puedo darle a lo que ocurrió allí? Quizás fue solo eso: lo ajeno a ti mismo que te hacía sentir aquel extraño lugar, o tal vez fue el corrosivo viento que fue royendo mi alma hasta olvidarme de mi mismo y de quién era.

Así fue como poco a poco, con el transcurrir de los días que arrasan los recuerdos, que la camaradería fue suplantando a la añoranza. Y que el interés por mis doce compañeros logró llenar las horas de tantas ausencias. Disfrutamos de la mutua compañía de las únicas doce vidas –si exceptuamos a la del sargento que ocasionalmente nos visitaba desde Teguise- que allí se ofrecían como la escasa ración de agua se ofrece al sediento.

Éramos jóvenes y no tardamos en congeniar y en interesarnos los unos por los otros forjando una solidaridad que se hacía imprescindible para la supervivencia de un grupo en medio de un ambiente hostil.

De esta manera me fui dejando llevar, zambulléndome cada vez más en las historias y las vidas de cada uno de mis nuevos amigos. Cada uno de un origen distinto, cada cual con su particular manera de ser.

Las noches de insomnio desvelado por las deseables formas de mi novia fueron quedando atrás sustituidas por el dulce sopor de quien se siente seguro y a gusto con su nueva compañía. Ya no me importaba despertar cada mañana para dejar transcurrir la jornada con quienes serían mi verdadera familia; mis seres queridos más próximos.

De cada uno de ellos, de los doce, guardo un grato recuerdo. Y, estoy seguro, que si alguno de ellos llega en alguna ocasión a leer estas palabras sabrá que soy sincero.

Sin embargo, son de tres en particular de los que más me acuerdo: de "Ferrol" (era práctica habitual llamar a alguien por su lugar de procedencia), que no tardó en dar muestras de su carácter decidido y de sus cualidades de liderazgo convirtiéndose en el cabecilla del grupo. Alguien al que todos admirábamos y al que podías pedir consejo o ayuda en momentos de problemas o apuros. Aunque él –todos lo sabíamos- sentía particular predilección por "Nano", el más joven de todos nosotros con apenas dieciocho años recién cumplidos. Lo veías en aquel lugar adivinando en él una mezcla de sentimientos de excitación por la aventura y de temor ante lo desconocido. Razón por la que no era de extrañar que, viendo en "Ferrol" la figura protectora de un hermano mayor, buscara en él la seguridad que tanto necesitaba.

"Domingo" era el tercero y más independiente de todos, lo sorprendías paseando solo por ahí exhibiendo su aspecto desgarbado y su deambular elástico y errático, con las botas militares siempre desanudadas y abiertas de las que escapaban los bajos de su pantalón de faena. Se derrumbaba en un banco cualquiera junto a la primera compañía que encontrara, de cara al implacable sol entornando los ojos en un amodorramiento que no le impedía sin embargo mantener una conversación intrascendente.

Se ocupaba de la intendencia y la utillería, de ahí que le hubieran designado para el cargo de furriel y cabo primero. Un puesto y unas funciones que él desempeñaba sin convicción ni interés alguno.

Fue uno de esos tediosos días en los que rebuscando en la utillería en la que se amontonaban trastos viejos e inservibles con ropa y material militar allí arrumbados y olvidados hace tiempo, cuando encontramos escondido encima de un sucio armario y cubierto por una montaña de cajas y archivos aquel cachivache.

Fue "Domingo" quien lo descubrió –al fin y al cabo era el furriel de la tropa, y a él a quién se le ocurrió aquel entretenimiento estúpido-, y al principio se quedó con aquello entre las manos, atónito y sin saber de qué se trataba o qué hacer exactamente con él. Para echarse a reír repentinamente atrayendo nuestra atención:

- "!Joder, mirad esto: es un coño!"

En efecto, aquel engendro mecánico era una vagina que trataba de emular torpemente por una de sus caras los genitales externos femeninos. Sin embargo no dejaba de ser un artilugio tosco y primitivo, con un compartimiento para pilas y un reservorio al otro extremo, lo que lo hacía ridículamente aparatoso y desproporcionado.

Naturalmente no tardamos en buscar unas baterías para comprobar si aquello funcionaba aún. Y cuál no fue nuestra sorpresa cuando vimos que aquella "tecno-meretriz" cobraba vida con voluptuosos movimientos peristálticos como los que un gordo gusano exhibiría reptando sobre su tripa, mientras emitía el rítmico sonido del motor que la animaba.

Las risas y los comentarios procaces se mezclaron con gestos provocativos como el de "Domingo" restregándose por la entrepierna de su grasiento pantalón de camuflaje la embocadura de aquella señorita de látex mientras le prometía carne de sobra para su prolongada hambruna.

Alguien, a quien no llegué a identificar en medio de aquella algarabía, debió proponer que esa misma noche le preparáramos un inolvidable festín a nuestra inesperada visitadora. Y que todos pudiéramos, por turno, hacer uso de sus habilidosos encantos. Lo que, entre bromas y veras, fue aceptado por un grupo presa de una excitación creciente que –resultaba evidente- ya no respondía tan sólo a aquel sorprendente hallazgo.

Durante esa tarde todos, al menos aparentemente, seguíamos nuestra rutina habitual como cualquier otro día, y nadie hizo mención alguna a nuestra cita de esa noche. Si bien era obvio que aquello era lo único en lo que se podía ocupar nuestro pensamiento durante todo el día.

Aquella noche estival resultó singularmente tórrida –o al menos así la recuerdo- y nos marchamos a la cama antes de la hora habitual, si bien ya oscurecía en una noche serena y tranquila coronada con una espléndida luna llena que plateaba el habitáculo que los trece compartíamos: una "camareta" formada por seis literas, tres frente a tres separadas por las correspondientes taquillas. Y una cama más apartada al fondo de la estancia, propiedad de "Domingo", un privilegio del mando de la tropa.

Los primeros minutos fingimos no acordarnos de los planes previstos para esa noche, y nadie hizo ningún comentario a pesar de que escondida bajo una de esas literas aguardaba un misterioso juguete esperando a que alguien lo recogiera. Todos hacíamos como que dormíamos a sabiendas de la ansiedad que nos contagiaba y que nos mantenía en vela y alerta ante el más insignificante ruido cuando, de repente, y como surgido desde el interior de la misma noche comenzó un lento ronronear. Un gorjeo que primero sonó suave y que poco a poco fue acompasándose y tomando cuerpo y más ritmo. No cabía duda de que alguna mano furtiva –incapaz de contenerse por más tiempo- había puesto en marcha y estaba haciendo uso de aquel genital aberrante que se agazapaba bajo las camas vigilándonos.

No pude distinguir quién había sido el valiente en atreverse a tomar la iniciativa. Supuse que debía ocupar una de las camas inferiores de las literas que tenía frente a mí, de manera que me quedaba oculto tras las taquillas que se interponían entre nosotros, y sólo podía oír e imaginar sus operaciones y lo que estaba ocurriendo en esos momentos. Pero, transcurridos unos minutos de mecánico compás, se hizo el silencio y una mano asomó por encima de la oscura silueta que dibujaban los estrechos armarios para entregar aquel estrambótico artefacto a "Ferrol", que ocupaba una de las camas superiores, de manera que -ahora sí- nada obstaculizaba la visión de aquel sensacional espectáculo.

En la penumbra de aquella habitación podía distinguir claramente la pierna de "Ferrol". El ancho muslo se descolgaba de la litera superior asomando por debajo de la colcha con un enorme águila negra impresa en ella destacando sobre el fondo verde oliva, ofreciendo una espectáculo extraordinario la simple contemplación de ese miembro arbóreo, sombrío, y velludo, a la vez que resplandeciente por la luz que se colaba por una de las ventanas que quedaban abiertas bostezando sobre los cabezales de cada una de las seis literas. Sus sensuales movimientos, como consecuencia del placer que aquel enigmático objeto proporcionaba a la polla de mi compañero, se traducía en ligeros y graciosos movimientos de flexión y extensión de su larga extremidad. Movimientos que obligaban en ocasiones, a tensar los poderosos tendones de un pie cuyos dedos se separaban y encogían con cada nueva contracción, a la manera en la que se abren las ramas de un árbol al nacer de las gruesas nervaduras de su tronco.

¡Cuántas veces habría contemplado esas mismas piernas desnudas corriendo por el patio polvoriento del pequeño cuartel en el que unos cuantos improvisaban un partido de fútbol!

Eran muchos los días allí aislados, en medio de un desierto volcánico, bajo un sol rugiente del que hasta las sombras huían. Y cualquier actividad espontánea se agradecía para espantar un aburrimiento que resultaba más atroz que esa abrasadora temperatura a la que los jóvenes desafiaban exponiendo sus cuerpos sin miedo, dando carreras de un lado para otro para quedar bañados en un sudor que los hacía brillar en medio de la polvareda que se levantaba cegadora.

"Ferrol" dibujaba una silueta formidable, atlética, de una flexibilidad prácticamente únicas. Se me hacía maravilloso asistir a sus evoluciones en el campo de juego, pasando de la postura expectante propia del depredador que está a punto de caer sobre su presa para, un instante más tarde y en rápida acometida, arrebatarle el balón a algún contrincante. Con su pelo negro aún chorreando sudor desde la nuca hasta la punta de su nariz.

Una de esas mismas piernas, fuerte y al tiempo fibrosa, era la que ahora se me mostraba trémula unos tres metros frente a mi, presa de un placer que apenas lograba sujetar. La insaciable boca mecánica debía estar ejecutando bien su particular danza, a juzgar por la estremecedora inquietud que se adivinaba bajo la ropa de la cama en suaves y espasmódicos movimientos, en ruidos que se ahogaban en la garganta antes de ser articulados, pero sobretodo en esa pierna longilínea que se exhibía desnuda desde la misma raíz de su ingle sin dejar ver las ansiosas manipulaciones que mi compañero de habitación estaba poniendo en práctica poco más allá.

Las sacudidas se tornaron por momentos rápidas y frenéticas, más bruscas. Finalmente sobrevino un ronquido profundo que arqueó aquella pierna con una sacudida tan convulsa que por un momento temí que se quebrara como el tronco reseco de un árbol. De manera que parecía como si con cada uno de sus músculos quisiera empujar en una única acometida la sustancia de sus entrañas, expulsándola generosa y abundantemente fuera de si.

Al concluir su faena, "Ferrol" pasó su turno y aquel exhausto trasto a su favorito y protegido, "Nano", que descansaba plácidamente junto a él.

Con "Nano" era como si la naturaleza se hubiera querido burlar de todos nosotros. Pues siendo ella dueña y señora de las leyes que rigen nuestro cuerpo material modelándolo y mezclándolo en caprichosas quimeras, hubiera preferido utilizar a ese tierno infante para sus abominables antojos. De un rostro y un cuerpo tan delicadamente aniñados que parecían agarrarse desesperadamente a sus días de escuela, desmintiendo su recién estrenada mayoría de edad lo veías allí como si no perteneciera a ese lugar, como si sólo estuviera aguardando a que su padre llegara en cualquier momento para conducirlo al colegio.

Coronado con pelo trigueño, ojos color avellana, y un cuerpo dulce como azúcar, de una palidez que se confundía con el blanco inmaculado de las paredes de loza del cuarto de duchas en las que a veces coincidíamos. Y donde la primera vez que pude contemplar su miembro ciclópeo, de un grosor tan desmesurado que –estoy seguro- se podría haber apoyado en él sin demasiados esfuerzos apenas insinuara una leve inclinación de caderas, mi desconcierto y turbación fueron mayúsculos ante semejante despropósito. Y no únicamente por el descomunal tamaño del sonajero de aquel bebé, sino porque aquel órgano allí impostado resultaba de un aspecto completamente impropio y antinatural. Hubiera estado bien para un jenízaro turco, con sus nervaduras veteadas de azul recorriendo infatigables aquel oscuro y recio fuste; hubiera correspondido bien –sí, eso sí- a una bestia equina inmunda de miembro grotescamente gordo y áspero, haciendo justicia al sombrío y tupido vello púbico que lo enmarcaba; pero no en aquella criatura cérea de níveos muslos.

Ocurría que, tras una jornada de agotadoras maniobras en las que de tarde en tarde nos obligaba a formar parte el sargento de nuestro destacamento para que no olvidáramos que éramos soldados, y para justificar de alguna manera nuestra permanencia en aquel perdido lugar, nos podíamos juntar allí diez o doce tíos compartiendo las dos únicas duchas del vetusto barracón. Un par de angostos cuadrados separados por una fina pared medianera en la que nos hacinábamos de dos en dos para aprovechar el único chorro de agua caliente que caía del techo en forma de un sólido caño capaz de golpearte en la cabeza con la fuerza de una barra de acero. Y cuando esa experiencia se daba junto a "Nano" tenía que agacharme rozándole con mi piel para pegarme a la suya untosa por el agotador ejercicio recién practicado y por la agobiante falta de espacio, para dejarme resbalar por ella en un intento de alcanzar un poco de jabón. Esto conllevaba la excitante tarea de recorrer con disimulada curiosidad aquella sucesión de centímetros de carne congestionada, a la que inevitablemente se te pegaba la mirada en un descenso de vértigo que parecía no tener fin. Tan próximo el monstruo a mi rostro que el penetrante aroma dulzón que exhalaban los vigorosos testículos aún húmedos de sudor inundaban profusamente mis fosas nasales.

Ese tierno infante montando en su cíclope de un solo ojo era el que ahora se arrebujaba bajo sus impolutas sábanas gimoteando de placer. El príapo se había finalmente adueñado de su señor, y ahora el siervo se había convertido en amo. "Nano" se revolvía sin control girando de espaldas una y otra vez sobre si con gran esfuerzo. Lo que no era de extrañar si, como imaginaba, tenía que vérselas a la vez con dos aparatos que competían a la par en potencia y envergadura. Llegué a intranquilizarme porque, temiendo las proporciones insuperables que aquel mitológico miembro supondría podría llegar a alcanzar en erección, quedara encallado entre los salientes de aquellas paredes gomosas, descoyuntando y haciendo saltar en pedazos la maquinaria de un artefacto incapaz de alojar semejante vergajo con sus furiosas acometidas.

Espantaba sólo el pensar cómo ese niño se atrevía a tener por amigo de juegos a una bestia tan colosal.

Pero los gimoteos fueron dando paso progresivamente a unos sollozos entrecortados con una inquietud creciente bajo el embozo. Mi corazón aceleraba sus latidos a la par que la vecina excitación y el miedo me embargaban, temiendo que el ruido de tanta agitación llegara a despertar al sargento que dormía profundamente en su propia camareta a escasos metros de nosotros. Pero, finalmente, un gruñido seco y hondo seguido de un largo suspiro puso fin a toda esa conmoción y, quizás fue mi imaginación, pero en el súbito silencio que se extendió por la estancia justo a continuación me pareció distinguir el sonido típico de la sustancia líquida vertida con fuerza y a presión sobre un lecho ya húmedo. Tres, cuatro,... hasta cinco veces me pareció oír esa singular eyección en medio de un silencio absoluto en el que parecía que los doce testigos del inesperado acontecimiento hubiéramos acordado contener la respiración y concentrar todos nuestros sentidos en esos furtivos chapoteos.

Tras "Nano" siguieron su turno tres o cuatro más de mis compañeros, sucediéndose escenas similares con cada uno de ellos. Yo podía distinguir cómo la silueta oscura y grande de aquel objeto siniestro se trasladaba de una cama a otra pasando sigilosamente de mano en mano cada vez que uno de nosotros terminaba "su trabajo". Podía así adivinar a quién le tocaba en cada ocasión. Y aunque trataba de excitarme pensando en mi novia, en las veces que lo habíamos hecho en el asiento de atrás del coche de mi padre, inevitablemente mi cabeza se llenaba de ese suave rumor, del aroma a sudor de la noche, de los gemidos y de las sombras que se movían impacientes a mi alrededor. Sólo podía pensar en mis doce compañeros y en imaginar lo que podían estar haciendo con aquello ajustado entre sus piernas. No me parecía normal excluir a mi novia de mis fantasías sexuales en medio de aquella actividad febril, pero no podía evitar que mis pensamientos me arrastraran una y otra vez a lo que allí estaba ocurriendo. Así que cuando noté que mis fuerzas se agotaban, y no podía resistirme por más tiempo, me abandoné a ese universo poblado tan sólo por hombres, y tuve que acatar lo que el destino tenía guardado para mí.

Justo entonces pude observar cómo ahora era "Domingo" el participante "premiado" y que este agarraba su "trofeo" con ansiedad y firmeza.

"Domingo" era un fanfarrón desgarbado que gustaba de presumir de hombría cada vez que la oportunidad se terciaba, comentando sus proezas sexuales recreándose en cada detalle. Llegando a resultar irritante tanta insistencia y afición por hablar continuamente de las "tías" que había conocido y de lo "cachondo" que estaba. Su conducta era similar a esa que muestra el náufrago mortificando a sus compañeros de infortunio mientras describe las delicias de los manjares degustados o de los que disfrutará algún día mientras aquellos se mueren de hambre. Además "Domingo" presumía de su falta de higiene, lo que para él denotaba un signo de virilidad. Y cómo una "tía guarra" –una de esas "fijas" con la que mantuvo una relación algo más prolongada- llegó a tener tal obsesión por él y por el olor de su cuerpo que llegó a pedirle –a "rogarle"- que no se duchara en los tres o cuatro días que precedían a sus encuentros "para follar". Él contaba esta peculiaridad de su antigua amante entre divertido y asombrado, como si se tratara de una rareza sexual de su ex-novia, de una especie de perversión de la que él se aprovechaba y vanagloriaba puesto que, lejos de sentir rechazo por el olor de su hombre, sabía apreciarlo como "perra en celo".

Y aunque "Domingo" carecía de un físico armonioso, no era feo en absoluto. Y había que admitir que resultaba enormemente atractivo con su aspecto desaliñado y por sus muchos y arrogantes gestos varoniles. Si bien en otras ocasiones esos mismos gestos no carecían de vulgaridad, como el estar continuamente pellizcándose o agarrándose distraídamente los genitales. O, como era habitual en él cuando te lo tropezabas casualmente caminando entre una dependencia y otra del cuartel o estaba hablando contigo fuera, desabrocharse un par de botones del pantalón de faena y, girándose apenas un cuarto de vuelta, sacarse el miembro para poder "mear" con comodidad y la mayor naturalidad. Evacuando la vejiga allí mismo sin apuros ni miramientos, y sin interrumpir ni por un instante lo que te estuviera contando en esos momentos, como un animal que se limitara a marcar su territorio. Para él no había necesidad -estando entre tíos- de ausentarse para hacer esas cosas. Sin que importara –al menos a él no le importaba- el humeante reguero que dejaba a un metro escaso de distancia dibujando graciosas espirales al hacer oscilar habilidosamente su miembro como un jardinero haría con su manguera. Para dejar entre nosotros el fuerte y penetrante olor de su orina. Un par de enérgicas sacudidas más para arrojar las últimas gotas escondidas en la remanga su prepucio, y vuelta a depositar en su sitio su particular surtidor.

En fin, que entre nosotros "Domingo" era famoso por su falta de afición al jabón, y no pocas bromas se hacían a su costa. Pero nadie se atrevía a insinuarle nada a la cara, ya que también era famoso por su carácter violento acompañado con una fuerza física formidable y una afición por las peleas que disuadían a cualquiera de hacer cambiar de "costumbres" a nuestro descuidado compañero. Hecho del que él era plenamente consciente, pero de lo que no parecía preocuparse en absoluto. Más bien se diría que todo lo contrario, y que nos forzaba a tolerar sus hábitos para dejar claro quién era allí el amo y quiénes los que teníamos que someternos a sus reglas.

Por eso mismo no me sorprendió que "Domingo" alardeara de su potencia sexual esa noche follándose abiertamente la boca de nuestra amiga, transformando su hipnótico sonido en un ahogado farfulleo. Y apostado como estaba en la cama del fondo, la visión del cuerpo desnudo del furriel se me ofrecía con amplitud gracias a la claridad que cubría su fornida anatomía acodado cuan largo era, en su cama. Y cómo, con la nuca apoyada cómodamente en la almohada, examinaba descubierto y con las piernas bien abiertas, su arrogante sexo erguido como la pilastra de un ídolo se asentaría firmemente entre los voluminosos testículos que descansaban, pesados, sobre las blancas sábanas. Su impresionante aspecto asomando entre los gruesos muslos que lo flanqueaban se asemejaba al de un orgulloso gallo de pelea con la cabeza tan colorada y despuntada, y con el cuello tan hinchado que parecía a punto de atacar a su rival con un rápido picotazo seguro de su superioridad, pavoneándose frente a la hembra que lo excitaba con su monótono canturreo. "Domingo" no se hizo de rogar antes de hundir ese poste de carne arqueándolo para forzar mejor así su entrada, de modo que cada acometida era de una violencia extrema empujándose con el apoyo de sus piernas y sus caderas. Cualquiera diría que pretendía sacar gemidos de placer de ese montón de chatarra, hundiendo más y más su propio martillo pilón en una garganta que no estaba en condiciones de protestar. Si bien el arrullo cadencioso y característico del artefacto se atenuaba como en sordina, intermitentemente, como si de hecho la fuerza de ese pistón ahogara una boca viva incapaz de soportar semejante castigo, quedando abandonada al borde de la náusea.

Los frenéticos movimientos se acompañaban de los ruidosos gruñidos y jadeos del hombre con comentarios perfectamente audibles para la concurrencia informándonos sobre lo sucia y viciosa que imaginaba a esa hembra incompleta a la que creía estar poseyendo. Naturalmente su corrida fue anunciada públicamente y los salvajes bufidos no dejaron lugar a dudas de la sobreabundante eyaculación que debió dejar generosamente regada a la exhausta vagina para facilitar la tarea del próximo semental.

Tres o cuatro más siguieron a "Domingo" antes de que llegara mi turno de recoger aquel receptáculo. Y al recibirla pude comprobar que la resistencia de esa improvisada mesalina no era ninguna exageración a juzgar por el calor que desprendía su motor por efecto de la acción ininterrumpida y, posiblemente, por el ardiente calor de los cipotes alojados en sus entresijos. Además de por lo pringosa que, pude apreciar, había quedado después de tan denodados servicios.

Agarré aquel cacharro con una mano colocándolo frente a mi cara, mientras con la otra acariciaba mi propio instrumento, ya dolorido por la prolongada erección. El simple contacto con la ropa me resultaba tan irritante que mi escocida polla sintió verdadero alivio al untarla con saliva, usando para ello la palma abierta de mi mano. Con un dulce y acompasado moviendo de vaivén sobre mi verga, y ayudándome con el suave fluido, logré transformar poco a poco los punzantes calambres en oleadas de placer que inundaban mi cabeza cada vez con más violencia. Hasta el punto de que llegué a olvidarme de dónde me encontraba en realidad. Sólo podía concentrarme en ese único placer, apoyando contra mi mejilla a aquel artefacto que había hecho tan larga travesía hasta recalar finalmente en mi. Pensaba en mis doce compañeros, en los ratos compartidos con ellos durante el año de mili, recordaba sus rostros y sus cuerpos, sus momentos de placer compartido en aquel dormitorio común como si ninguno de ellos estuviera allí observándome y siendo testigos de mi momento.

Aquella inmundicia mecánica se apretaba contra mi pecho y mi cara con el mismo ansia con el que yo me agarraba al prominente asidero que sobresalía entre mis piernas. Tan cerca de mi que no pude dejar de notar el fuerte aroma que escapaba de esa oscura cavidad. Acercándome cada vez más a esa siniestra cueva, pegué furtivamente mi nariz a su entrada. Entonces pude distinguir con plenitud todas sus exhalaciones; desde dentro de ese cálido animal sudaban copiosamente los fermentos allí arrojados. Hundí mi cara y mi boca en tan hediondo agujero aspirando profundamente sus indescriptibles vapores. Mi excitación me hacía perder la cabeza, de manera que apenas era consciente de dónde me encontraba, sólo podía atender a mis propias sensaciones: el cerco húmedo entorno a mis mejillas resultado del semen y el sudor allí impregnados; los efluvios más íntimos de doce hombres que desde el fondo más oscuro llegaban hasta mi; los latidos de mi polla y de mi corazón acompasados que me mareaban con su celeridad.

No sé en qué preciso momento se desencadenó exactamente aquella locura, porque perdí la noción del tiempo y el control sobre mi persona. Pero justo cuando me corría empapando mis muslos y la sábana que los cubría sintiendo toda esa cálida humedad pegándose a mi cuerpo para mojarme entero, desenrosqué el reservorio de la vagina y tragué todo el contenido de aquella copa dejando que los líquidos en ella alojados se derramaran libremente en mi boca. Y, apurando hasta la última gota, pude sentir su espesor y la tibieza que desprendían. Y aún sintiendo el sabor dulzón y salobre que su rastro había dejado en mi paladar, lo dejé resbalar viscoso a lo largo de mi garganta. Me lo tragué todo hasta relamerme, quedando satisfecho por haber ingerido el semen recolectado por cada uno de mis doce compañeros.

Si alguna vez se dieron cuenta de lo que hice con el producto final acumulado de sus testículos, ninguno de ellos me lo reprochó, ni dio muestras de rechazo alguno, ni de sentirse traicionado. Tampoco yo, que ahora llevo una vida bastante convencional de hombre casado con una mujer a la que amo, me arrepiento de lo que hice. Pero a la turbación que me invade cada vez que mis recuerdos me llevan a aquella noche de verano, inevitablemente siempre se impone esa intensa sensación de que, de alguna manera, todavía continúo formando parte de cada uno de aquellos doce hombres.