Dobles parejas

Historia de sexo e infidelidades entre una pareja de clase alta y una de clase media.

DOBLES PAREJAS

CAPÍTULO 1

HORACIO O EL NUEVO RICO

Existen dos clases de ricos: los famosos y los que mueven los hilos en la sombra. Estos primeros se caracterizan porque sus nombres y sus rostros resultan familiares a todo el mundo, a excepción de cosmonautas de viajes intergalácticos, ermitaños alojados en cuevas del Tíbet o náufragos residentes en islas desiertas. Pertenecen al mundo de la política, la empresa, la cultura, el espectáculo o los deportes. Son admirados y denostados a partes iguales y, con frecuencia, son asaltados por cazaautógrafos y reporteros graciosillos de programas del corazón. Sin la televisión como fuente de popularidad, si no les hicieran publicidad, si no los entrevistaran a todas horas, su tren de vida descarrilaría, pero a pocos les gusta reconocerlo. Todos viven a expensas de las modas, de la periodicidad democrática, de la fugacidad televisiva, del pelotazo y tentetieso financiero.

La segunda especie se aplica el cuento de aquel filósofo griego que declaraba que era preferible vivir en secreto que públicamente. Al igual que los famosos disponen de grandes fortunas, pero nadie los reconoce cuando acuden a clubs de golf o a esos restaurantes en cuyas cartas no se ponen los precios de los platos porque se presupone que todo el mundo puede pagar lo que haga falta. Los "paparazzi", que son los principales depredadores de los ricos de la primera especie, no se encaraman a sus balcones para espiarlos, ni se cuelan por las verjas de sus mansiones haciendo saltar las alarmas, ni se adentran en sus fincas, ni se embarcan como polizones en sus yates para captar fotografías comprometedoras. No buscan publicidad, razón por la cual pasan desapercibidos.

Horacio Quintana era uno de los ricos de la segunda categoría. Justo antes de cumplir los treinta hizo un hallazgo que dejaba por los suelos la piedra filosofal, la panacea universal, el dorado, las fuentes del Nilo, la fuente de la Eterna Juventud, la unificación de las ciencias, la cuadratura del círculo, la vida extraterrestre y qué sé yo. Ideó un programa informático basado en estadísticas de partidos y leyes de probabilidades que servía para que le tocara la quiniela. Sus amigos lo tacharon de loco, pero él, por una cuestión de orgullo cazurro o empeño científico, siguió adelante en su empeño.

Al principio, tuvo que endeudarse hasta las cejas porque hacer cada semana apuestas múltiples (se jugaba diez dobles, nada menos) le suponía un cuantioso desembolso económico. Varias semanas después, cuando parecía que aquella inversión no iba a funcionar y Horacio acabaría convirtiéndose en un ludópata arruinado con ínfulas de matemático, llegaron los resultados. Y lo hicieron de sopetón y por partida doble, acallando las voces que lo habían menospreciado, porque a Horacio, en un alarde de humildad muy disimulada, le faltó tiempo para pregonar a los cuatro vientos que le salía el dinero por las orejas.

Durante el primer año derrochó sin compasión. Él, que nunca había sido especialmente gastador, comprobó que el vil metal abre más puertas que una llave maestra. Hizo un viaje a los fiordos noruegos, un safari por Tanzania, un crucero por el Nilo, una ruta por antiguas civilizaciones precolombinas..., ¿para qué seguir? En sus salidas, se permitía casi todos los caprichos que le venían a la mente, recuerdos de toda clase le acompañaban en su viaje de vuelta. No había manjar o bebida exótica que no hubiera pasado por su paladar. Tampoco había museo, catedral, torre, monasterio, pueblo pintoresco o ciudad artística o arquitectónicamente destacable que no hubiera visitado en sus vagabundeos de millonario con una tarjeta visa oro por todo equipaje.

Transcurrido este año sabático y agotador en el que había dilapidado una fortuna, comprobó que, por lo pronto, tendría que moderarse para no acabar arruinado. Además, la vida de ensueño en pos de la cual van tantos y tantos, no le terminaba de llenar, de la misma manera que una bañera nunca termina de llenarse por muy pequeño que sea el agujero del desagüe y muy atascadas que estén las cañerías. Era evidente que una vez descubierta la clave para ganar dinero a espuertas, nada mejor que explotar este recurso fundando una peña quinielista de la que sería presidente y partícipe.

Decidido a establecerse, lo primero que hizo fue comprarse un chalé de segunda mano en una urbanización con solera, a diez o doce minutos del centro de la ciudad. La vivienda había pertenecido a un inversionista al que una serie de apuestas fallidas le habían costado muy caras. Este señor, por lo visto, había considerado prioritario introducirse en la venta de una especie de patinetes motorizados para ir por las aceras. Parece ser también que había sido uno de los artífices de una empresa ruinosa que alquilaba tándems y otra que se dedicaba a la fabricación de juguetes tradicionales como molinillos de viento y peonzas. Con tan malas inversiones su fortuna se había ido al garete.

El inmueble estaría usado, pero estaba construido con materiales de primerísima calidad. Horacio tenía claro que no iba a instalarse en un sitio en expansión de las afueras porque no le apetecía asfixiarse con la arena que arrastraba el viento de los solares, ni soportar el soniquete intempestivo y machacón, como de niño con un tambor recién estrenado o peñista con megáfono en ristre, de la maquinaria de las obras. Tuvo bien claro desde antes de cruzar la puerta de la agencia inmobiliaria, que no se iría a vivir a una de esas urbanizaciones de parejas de clase media que han hecho números para pagar las letras de la hipoteca de forma muy ajustada. Además, tampoco estaba dispuesto a soportar el ruido del tráfico de carreteras cercanas, pues muchas urbanizaciones para proletarios pudientes carecen de pantallas antirruido.

Luego se acercó a un concesionario donde adquirió el mejor coche con tracción a las cuatro ruedas con que contaba el establecimiento. Horacio pensaba que la conducción de un camión seguro te hace sentir más poderoso y seguro al volante, pero no deja de ser una herramienta de trabajo de difícil maniobrabilidad. También se planteó comprar un deportivo (la precisión de relojería, la adrenalina desatada) pero desde que la Dirección General de Tráfico, a imitación de Francia, empezaba a instalar radares fijos por todas partes y a poner en funcionamiento los carnés por puntos, no le quedó más remedio que depositar aquella idea en el saco roto del olvido o del "para más adelante".

En la era moderna, un todoterreno simboliza la fuerza, el poder de superar los obstáculos, el espíritu de aventuras, la posibilidad de contrarrestar la furia de los elementos desencadenados y así se sentía Horacio, poderoso, fuerte, seguro de que ningún obstáculo podría detenerle.

Y para terminar de recuperar la estabilidad, conoció a Patricia (que también era una todoterreno), la monitora de tenis que le habían asignado en el club polideportivo al que se había apuntado en su condición de nuevo rico. Su manera de hablar de gesticular era enérgica, vigorosa, rebosante de alegría y su forma de reírse por cualquier menudencia era despreocupada y hacía olvidar las toneladas de pesares que uno lleva a cuestas en las alforjas del pesimismo conforme va cumpliendo años. Sin duda, le había hecho sentir algo que le daba infinitas vueltas a todo cuanto había vivido. En cuanto la vio vestida con ese traje blanco y ese polo sin mangas, soltando raquetazos a diestro y siniestro contra los alumnos más aventajados o enseñando pacientemente a efectuar el servicio o saque inicial a los menos diestros, decidió que aquella mujer que se cruzaba en su camino sería su meta final, tras pasar las metas volantes anteriores.

Al principio, ella no se lo puso nada fácil y a punto estuvo de mandarla a paseo, pero tuvo la paciencia de perseverar. Ella, experta en el arte de la horticultura, le daba más calabazas que a un alumno torpón y él se lamentaba de lo mucho que se estaba rebajando siendo que podría tener a cualquier mujer comiendo de su mano. Hoy le daba un plantón y al día siguiente se presentaba en su casa a deshoras con una sonrisa de oreja a oreja; un día le ponía a caer de un burro delante de sus amigas y a la semana siguiente, de buenas a primeras, era el tío más majo del mundo. Al final, por pesado incansable o por hábil seductor la conquistó y, mágicamente encadenados por las alianzas (como en ese famoso truco de aros de plata que hacen los prestidigitadores), decidieron encarar juntos el futuro.

Instalados en el unifamiliar de Horacio, decidieron contratar a una doncella para librarse de las engorrosas tareas domésticas. Después de unas cuantas candidatas que no obtuvieron la aprobación de Patricia (que era la que cortaba el bacalao en este asunto), la agencia les mandó a una chica con un piercing en el labio inferior y un tatuaje tribal a la altura de las vértebras lumbares llamada Lorena que congenió bien con ellos. Trabajaba los fines de semana como camarera en un pub llamado "La conquista". Era una chica que irradiaba seriedad y, sobre todo se veía que era trabajadora y tenía aguantaderas. Había aprendido al lidiar con firme docilidad con los clientes cansinos del pub, lo cual tenía su mérito: solterones sin remedio incapaces de enfrentarse a sus propias vidas, divorciados indignados que se dan al alcohol poniendo a prueba la resistencia de su hígado para olvidar el largo listado de ignominias de su exmujer, ligones profesionales enfermos de donjuanismo decididos a batir un récord imaginario de muescas en el somier. No hablaba el idioma a trompicones, no tenía un pasado sospechoso, no parecía que les fuera a desvalijar la casa, tampoco parecía el señuelo de una banda de mafiosos, razones por las cuales les inspiró la suficiente confianza como para contratarla. Acordaron que trabajaría a media jornada, por las mañanas, prestando sus servicios de lunes a viernes. El fin de semana no sería necesaria su presencia pues casi siempre se iban de viaje a algún sitio.

CAPÍTULO 2

LA PATRICIA Y LA PLEBEYA

A la mañana siguiente, se hallaba Patricia repantingada en el sofá pintándose las uñas con una especie de purpurina roja. Envuelta en un mullido albornoz con motivos infantiles y calzada con unas babuchas con la figura de un perro de grandes orejas, reflexionaba acerca del giro de ciento ochenta grados que había descrito su vida últimamente. Respecto a la decisión de casarse sus allegados estaban divididos. A su madre (su padre huyó al poco de nacer ella), su nuevo yerno no le había terminado de caer en gracia y había discutido con ella advirtiéndole de que se casaba de forma precipitada, que quizá le convenía tomarse unos años para pensarlo, para ver cómo evolucionaba la relación. Patricia percibía que detrás de esa desconfianza, se ocultaba el miedo de perderla, o aún peor, que le ocurriera como a ella y las tuviera que pasar canutas para subsistir. Sin embargo, era un miedo estéril, el proceso de la vida nunca se detiene.

"Eres demasiado joven para tomar esta decisión, hija —la reprendía su madre—. Estás en la flor de la vida. Te convendría esperar."

"¿Esperar a qué, si puede saberse? ¿A que se harte de mis dudas y busque a otra? Las oportunidades hay que cazarlas al vuelo. Me caso y punto, así que ya puedes ir haciéndote a la idea."

Horacio se desvivía por tratar de entablar una relación medianamente cordial con sus suegros (la madre de Patricia se había casado en segundas nupcias), pero no había manera de agradarles. Si les invitaba a comer en el restaurante de cinco tenedores propiedad del chef del que todas las revistas culinarias hablaban tenía que soportar a sus espaldas comentarios del tipo:

"¡Menudo cretino! Ese se cree que porque esté forrado va a impresionarnos. Además esa crema de espárragos recubierta con cebolla caramelizada era repugnante."

Si los llevaba a mesones modestos con olor a carne a la brasa y familias decentemente vestidas con el traje de los domingos, pecaba de lo contrario:

"¡Pero qué tío más cutre! No, si al final terminaremos haciendo cola en una hamburguesería, y si no, tiempo."

Pero ella estaba convencida de lo que hacía y le sabía a cuerno quemado que la mangonearan. Así que dio portazo en su casa y se trasladó al chalé de Horacio. Su marido besaba el suelo que su mujercita pisaba y ella, aunque reticente al principio porque recelaba en general de los hombres por culpa de uno que se las había dado de cuello vuelto unos años atrás, se hallaba muy a gusto en su compañía.

Cuando se presentó Lorena, dispuesta a afrontar su primer día de trabajo en casa de los Quintana, le entregó una bata verde todavía envuelta en el precinto de la tienda, y doblada entre alfileres, cartulinas y plásticos transparentes. Después hicieron un recorrido por la casa. Estaba todo patas arriba porque Horacio, con la excusa del trabajo, no daba un palo al agua y Patricia, que trabajaba de monitora por las tardes, tenía cosas mejores en las que invertir la mañana que las tareas domésticas, de modo que hacía falta un plan de choque ante la desidia y los meses que el chalé había permanecido deshabitado. Las pelusas y las telarañas habían colonizado todas las habitaciones, el polvo abarrotaba todos los rincones, la suciedad se extendía sin parar como una mancha de crudo en el mar, amenazando con colapsar la casa. Cucarachas de varias especies guerreaban y hacían alianzas entre sí para hacerse con el control de la vivienda. Las ratas firmaban armisticios con las arañas.

—En el armario de la cocina encontrarás todo lo que necesites: lejía, fregasuelos, matacucarachas. Empieza por donde quieras. Como podrás comprobar, hay mucho por hacer.

—Muy bien —repuso Lorena—. Empezaré por el garaje.

—Si necesitas algo estaré en mis aposentos probándome unos vestidos.

"…estaré en mis aposentos probándome unos vestidos, será cerda la tía —pensó Lorena, pero no dijo nada—. Ten cuidado, no te vayas a pillar los dedos con una cremallera".

En el reconocimiento previo se había fijado en que el garaje estaba lleno de productos de embalaje que nadie se había molestado en recoger. Allí se dirigió, dispuesta a separar, clasificar y así poder reciclar las montañas de cartones, papeles, trozos de poliestireno, etc. También tendría que ordenar las estanterías abarrotadas de herramientas oxidadas y deterioradas, plantas de plástico y juguetes polvorientos, botes de pintura y barniz resecos y otros artilugios, que sin duda habían pertenecido a los anteriores inquilinos del chalé.

Mientras la sirvienta se enfangaba en quehaceres desagradables, Patricia subió a su dormitorio para probarse la ropa cayendo en la cuenta con una autocomplaciente malicia, que a ella le correspondían las actividades "patricias" y a Lorena, pobrecita, las plebeyas. En la quietud de su dormitorio, se preguntó qué sería de su vida si no se hubieran inventado los espejos de cuerpo entero. Para ella no había nada más placentero que pasarse las horas muertas delante del espejo, su espejito mágico, contemplándose, admirándose, dando rienda suelta a sus exacerbadas pulsiones narcisistas. Pensaba que un espejo no era un objeto cualquiera como lo podría ser una plancha o un serrucho. En su caso, lo consideraba más bien un aliado incapaz de traicionarle, un amigo íntimo que nunca te oculta nada, una televisión digital en la que sólo ves los canales y la programación que te interesa. Un espejo es, en definitiva, la máxima expresión del amor propio. Para las menos agraciadas, esas que acaban engordando hasta convertirse en botijos animados, globos de agua o balones de playa andantes circundados por flotadores, los espejos no son otra cosa que ecos impertinentes, reverberaciones ofensivas, insultos latentes.

Patricia se desprendió del albornoz y lo dejó colgado en un perchero de madera labrada con figuras de pájaros que habían comprado sin mirar el precio en una céntrica tienda de antigüedades. Apenas habían transcurrido unos minutos desde que empezara a contemplarse, cuando fue sorprendida por un premioso repiqueteo de nudillos contra la puerta de su dormitorio. Sobresaltada, se apresuró a ponerse el albornoz mientras invitaba a pasar a la visitante:

—¡Adelante!

Apareció Lorena cubierta de pintura blanca y, víctima de una gran agitación, se deshizo en confusas explicaciones sobre el incidente que había ocasionado su presencia allí. La señora de la casa interrumpió la retahíla de justificaciones con un gesto tranquilizador y le indicó que se dirigiera al cuarto de baño adyacente. Al pasar, Lorena, dejó un rastro de gotas de pintura en el parqué que habría servido para seguirle los pasos hasta al detective más torpe.

—No te preocupes, tesoro. Dúchate y luego ya te dejaré algo para que te pongas. Esperemos que sea pintura lavable.

Lorena no supo qué cara poner ante aquel chiste. Ya en el aseo, empezó a quitarse las prendas, cada vez más pegajosas por culpa de la pintura, preocupada por no manchar la alfombrilla del baño y las toallas de tocador que había colgadas y fue depositando la ropa manchada en un rincón del cuarto de baño.

"Menudo desastre" —se lamentaba para sus adentros mientras vaciaba medio frasco de champú sobre su emponzoñado cabello—. "Me puedo dar con un canto en los dientes si no me despide. Y la verdad es que no me puedo quejar del sueldo. Cuarenta euros es un pastón por cuatro horas diarias. Maldita sea mi estampa."

Cuando Lorena se hubo sacado el pringue con agua caliente (llevaba pintura hasta en el interior de las fosas nasales) se secó como pudo con una toalla de tocador, pues su anfitriona no había caído en alcanzarle una grande. Luego se calzó sus deportivos, lo que más intacto había quedado del baño de pintura. Aún húmeda y vaporosa, como cubierta de un rocío de sensualidad, accionó el picaporte.

No llegó a abrir del todo, pues antes reparó en Patricia a través del resquicio rectangular que quedaba entre la jamba y el borde de la puerta, protagonizando una escena más propia de una adolescente que de una mujer hecha y derecha. Despreocupadamente su anfitriona no paraba de hacer poses, contoneos y toda clase de gestos delante del espejo, ese espectador inexistente y neutral. Parecía hallarse frente al fotógrafo de una revista masculina. Saltaba a la vista que ostentaba un cuerpo espléndido: unos senos compactos con una areola redonda y pequeñita como una moneda de cinco céntimos rematada por un pezón que era como el tocón de un bonsai recién cortado; y un culo perfecto, con los músculos definidísimos, dividido en la parte de la rabadilla por un triángulo isósceles invertido, dispuesto como a propósito para que le sentaran los tangas como hechos a medida. Los poderosos músculos que flanqueaban su espina dorsal se asemejaban a un canal o al cauce de un río seco. Las piernas eran fortísimas, se le marcaban claramente los gemelos, los femorales, los tendones de las corvas a lo largo del muslo. Lorena se dio cuenta de que Patricia era la típica tía que no se moriría de hambre precisamente, mientras existieran los hombres heterosexuales y las lesbianas.

De súbito, Patricia se percató de la presencia de la otra y esbozó una sonrisa ladina en la que enseñó hasta las muelas del juicio final. La misma sonrisa que esbozaría una leona que, tras varios días de búsqueda de comida con la que alimentar a su prole, viera atrapado a un gamo malherido entre las raíces de un árbol.

—No te quedes ahí de miranda, pasa.

—Perdona, es que no tenía nada que ponerme y no quería interrumpir así como así —repuso la doncella un tanto turbada, sin decidirse a atravesar el umbral.

La señora de la casa se acercó decidida a su interlocutora.

—Ven aquí, tontita, que no sólo no interrumpes nada, sino que podríamos decir que me vienes que ni pintada.

Y celebró su propio chiste con un torrente de carcajadas desaforadas. Así eran siempre las risas de esta mujer, escandalosas, despreocupadas, contundentes. Luego se la quedó mirando de cerca durante un eterno segundo, haciéndola sentir incómoda. Lorena se sintió como una esclava a punto de ser tasada o como un cachorro de perro al que un zagal travieso quisiera comprar como regalo de Reyes. Patricia tenía una boca grande como un buzón de correos y una mandíbula poderosa, impecablemente dibujada, sin el más ligerísimo atisbo de papada, una mandíbula de salvaje hembra carnívora capaz de triturar y convertir en bolo alimenticio carne cruda, tejido cartilaginoso, huesos y lo que se tercie. Lorena siempre había admirado a las chicas que tenían así la mandíbula; a ella le costaba sudor y lágrimas mantener a raya la suya, de constitución decididamente más desdibujada, burda y endeble.

—No he podido secarme mejor —se disculpó Lorena—. Sólo tenía a mano una toalla de tocador. Aún estoy mojada.

Al oír estas palabras Patricia depuso su actitud seria, contemplativa como de depredador que aún está estudiando a su presa, y retomó el tono festivo, zumbón.

—Mira, yo también —canturreó con ese sonsonete burlón que emplean los niños para presumir de algo, mientras, pillándola por sorpresa, le agarraba la muñeca y le obligaba a posar su mano en su zona genital, esa boca invertida que ensaliva y succiona, pero nunca muerde.

Ante aquel contacto, Lorena sintió una especie de calambrazo de pocos voltios que le proporcionó una minúscula descarga de placer. Y eso que, en ese momento, su ánimo estaba lastrado por el desasosiego. Por mucho que quisiera desinhibirse, no podía pasar por alto la relación estrictamente laboral que las unía. No le habían faltado proposiciones de este tipo, dado su trabajo de camarera, pero a ellas las mujeres nunca la habían atraído. Una noche, sirviendo copas en "La conquista", una lesbiana sin rasgos hombrunos precisamente (se hallaba rodeada de moscones), le había deslizado una tarjeta en el escote, mientras se inclinaba sobre la barra para escucharla por encima de la música ambiental.

Hay una patología llamada cloropsia que consiste en verlo todo verde. Lorena pensó que Patricia padecía una enfermedad de este estilo pues lo veía todo rosa. Ella se veía obligada a pluriemplearse, trabajar todos los días de la semana y renunciar a casi todos sus caprichos para pagar los recibos que tenía que abonar para subsistir. Se trataba de que los de la compañía del agua, los de la compañía eléctrica no le cortaran el suministro de luz, y el arrendador de su piso (un tiarrón parapetado tras un tremendo mostacho que se asemejaba al forzudo de un circo) no le cortara el cuello por no pagar a tiempo. En cambio, Patricia podía tomarse el lujo de pasarse la mañana del lunes exhibiéndose delante de la servidumbre y permitiéndose todo tipo de familiaridades con asistentas con las que apenas había trabado una conversación de más de diez frases.

Patricia, ajena a estas disquisiciones internas seguía a lo suyo:

—Te voy a dejar más chupada que un sello —dijo tras empujarla suavemente hacia la cama que aún tenía las sábanas y el edredón revueltos. Luego se arrodilló para hozar en el bajo vientre de la víctima de sus actividades.

"Cómo se nota que no has tenido que pegar muchos sellos últimamente —pensó Lorena, que sabía lo que era mandar currículos—. Ahora son adhesivos."

Lorena trataba de pararle los pies apelando a sus lazos conyugales, pero a sus palabras, más bien quejumbrosas y ñoñas, les faltaba una nota de convicción, un toque de mala leche imprescindible para interrumpir aquella violación consentida. Al principio siguió en guardia, tensa, pero poco a poco, empezó a abandonarse, las fuerzas y las ganas de resistirse empezaban a fallarle; era ridículo obligarse a asumir con disgusto aquella ceremonia de bienvenida. Era algo así como indignarse porque te pagaran por adelantado o por permitirte salir unas horas antes de tu puesto de trabajo.

—Cierra los ojos —la instaba entre lenguetazo y lenguetazo.

Al principio, a Lorena la invadió un estado febril: su compañera la guiaba, como una experimentada "sherpa", por senderos intransitados hasta la cima de la montaña del placer. Patricia dobló y colocó las piernas de la otra encima de sus hombros y, sujetándola firmemente por el culo, fue elevándola despacio, de manera que Lorena perdió el contacto de la cama con sus posaderas y lo mantuvo con la parte superior de la espalda, los hombros, la nuca y con la cabeza. Unas ligeras convulsiones dolorosamente placenteras tras una enloquecedora escalada de goce fue la culminación de aquella pequeña acrobacia. Lorena chilló histéricamente sin poder remediarlo y, al poco, notó el sabor salado de las lágrimas que habían resbalado por sus mejillas a causa de placer que le había repercutido.

Lorena supuso que tendría que corresponderla pero la otra la apartó y la conminó a guardar el secreto, en un tono intermedio a medio camino entre la amenaza barriobajera y la moderada petición:

—De esto ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo? Ni una ni media.

Lorena se preguntó cómo valorar aquella situación que había vivido. Intimidación no había existido, por tanto, no podían ser abusos deshonestos. Acoso sexual tampoco, porque ella había sido la única beneficiaria del festín con que le había obsequiado su jefa. Su novio, Roberto, no era capaz de proporcionarle un placer tan refinadísimo ni por equivocación. A él le faltaba garra, convicción en lo que hacía. Infidelidad tampoco porque ella no lo había buscado y ni siquiera le había dado tiempo a consentirlo o rechazarlo.

Luego llegó el momento de las confidencias. Patricia sacó un paquete de chicles de un cajón de la mesilla y se los ofreció a la otra, pero esta rehusó el convite. Luego se metió en la boca varios, formando una enorme bola de goma de mascar que le servía para ejercitar su mandíbula. Sus poderosos maseteros se contraían y se extendían al compás de la cadencia parsimoniosa con la que masticaba.

Patricia le contó que, como buena bisexual, le atraían a partes iguales la dulce suavidad de las mujeres y el apasionamiento visceral de los hombres. Había estudiado en un disciplinado internado religioso, lo cual le había marcado. Le explicó que en su internado, con trece o catorce años, no les permitían salir de fiesta los sábados para tenerlas controladas. Y como la naturaleza es una apisonadora que pasa por encima de cualquier convencionalismo de orden moral, las chicas acababan de manoseos, toqueteos, morreos y haciendo la tijeras con otras chicas amparadas en la oscuridad de sus dormitorios. Lógicamente, muchas seguían conservando cierta tendencia a ese lesbianismo que habían practicado de adolescentes como un juego cuando entraban en el mundo adulto.

Su padre era representante de una empresa de maquinaria de construcción y constantemente estaba viajando. Siendo adolescente había jugado varios años en un equipo de voleibol. Lo de menos eran los resultados; normalmente quedaban a mitad de tabla. Lo importante era las fiestas que montaban en el vestuario: daba igual que ganaran o perdieran; la celebración estaba asegurada. Eran buenas ganadoras y buenas perdedoras, cosa que, en honor a la verdad, no se puede decir de todo el mundo. Se pegaban divertidísimas juergas en las duchas. Siempre había una compañera dispuesta a frotarte las zonas de la espalda de difícil acceso, así como las fáciles. Por aquel entonces, la vida era preciosa y detrás del horizonte se escondían mundos apasionantes por descubrir.

CAPÍTULO 3

LA EMPRESA DE HORACIO

Al poco de que Horacio se hiciera millonario, decidió convertir su afición en su negocio. Aunque tenía una posición desahogada y sus inversiones iban viento en popa, necesitaba una fuente de ingresos estable, pues nunca se sabía cuando un viento impetuoso y oportuno podía convertirse en calma chicha. Así que Horacio se convirtió en el director de la peña quinielista que el mismo había fundado. Se llamaba "Peña Los Millones" y en ella también trabajaban un hombre y una mujer bastante polivalentes en sus funciones.

La mujer se llamaba Silvia y era una mezcla entre recepcionista, secretaria y administrativa. Era muy guapa, iba enseñando siempre un escote vertiginoso y nunca se olvidaba de maquillarse con sombra de ojos para acentuar la fuerza de su mirada, que no era poca.

Roberto era un tipo guapete, de treinta y tantos y que, a juzgar por su aspecto físico, parecía tener cierta querencia por el gimnasio.

La "Peña Los Millones" tenía un buen número de socios porque se anunciaban en varios periódicos deportivos y, además tenía su propia página Web, para que socios de otras partes del mundo pudieran inscribirse y participar en sorteos repletos de dobles y triples. La página la llevaba Roberto que, además de informático, hacía chapuzas en la sede de la empresa, un piso en un edificio un poco antiguo pero bien situado, y por si fuera poco, era el recadero. Vamos, que Horacio tenía dos empleados multiusos.

Para atender a los clientes, que eran hombres en su mayoría, estaba Silvia y para atender los asuntos relativos al ordenador estaba Roberto. Horacio analizaba partidos, probabilidades y estadísticas para maximizar las posibilidades de ganar. No es que fueran a dar premios millonarios (como indicaba el nombre de la empresa, prestándose a confusiones), pero si la suerte se ponía un poco de su lado, podían dar más beneficios de los que se obtienen en un plazo fijo o en un fondo de inversión y además, sin tributar a Hacienda, porque los premios de los sorteos vienen con las retenciones ya efectuadas. A muchos clientes de todas las edades, hartos de comisiones, largos plazos, verdades a medias y mentiras a cuartas, les hacía más gracia el morbo del juego y las apuestas que la insulsa rutina bancaria.

A Horacio le gustaba mucho Patricia, se recreaba pensando en ella, la llamaba a todas horas y además consideraba que una mujer del calibre de la suya no desmerecería en la portada de una revista erótica como gancho irresistible, pero por la cabeza de un hombre inquieto (y Horacio lo era) siempre surgen nuevas ideas.

De hecho, Horacio se planteaba como sería follar con un tío. Si a los césares de Roma, que podían tener lo que quisieran a su alcance, acababan encaprichándose con jovencitos por algo sería. La vida no está para acumular fracasos, desgracias y decepciones, sino para experimentar cosas nuevas y divertidas. Y además, en la vida hay que actuar de inmediato. ¿Y si le ocurría una desgracia volviendo del trabajo? Los peligros están a la orden del día. Lo malo de ser rico es que uno tiene mucho más miedo de morir que la media, porque hay muchísimo que perder. La muerte es un incómodo contratiempo para cualquiera, una amarga liberación para arruinados y desahuciados, pero mucho más para un señor adinerado y en una buena posición social, quien puede tomar del mundo lo que le apetezca.

Horacio estuvo apuntado a un equipo de atletismo de adolescente. Le fascinaba la hora de las duchas, cuando sus compañeros se desnudaban exhibiendo las tabletas de chocolate de sus abdominales y sus culos duros y compactos. Quizá al nacer todos seamos bisexuales en potencia. De hecho en los primeros estadios del feto somos mujeres y luego pasamos a ser hombres o mujeres. ¿Tendrían que tener vetado los gays la entrada en los vestuarios masculinos? ¿Y las lesbianas en los femeninos? ¿Tendría que haber vestuarios de ultraheterosexuales? ¿Acaso un vestuario único para todos, dado que todos somos bisexuales? Un gay en un vestuario masculino (o una lesbiana en uno femenino) hace algo más que ponerse las botas. Son preguntas que siempre se hizo Horacio.

Un día le surgió la oportunidad que esperaba. Roberto estaba arreglando un escape de agua en la bañera. En ese momento, Horacio entró en el cuarto de baño.

—¿Quieres que te eche una mano?

—Sí, pero al cuello, porque soy muy malote —repuso Roberto sin volverse.

—Va, en serio. ¿Te echo una mano? —repitió Horacio.

—Horacio, ya sabes que me puedes echar una mano…, y las dos si quieres, guapetón —respondió Roberto volviendo la cabeza.

Horacio cerró con pestillo la puerta y se acercó despacio hasta Roberto que estaba a cuatro patas, con una llave inglesa en la mano, desmontando el grifo de la bañera. Horacio le puso una mano en el culo, suavemente, sin apretar. Roberto se volvió con gesto confuso.

—No sabía que te estabas refiriendo a eso.

No hubo ningún rechazo así que Horacio siguió a lo suyo.

—Te voy a denunciar por acoso sexual. ¿No sabes pedir las cosas de otro modo? —dijo Roberto, aunque en el tono de voz no se detectaba que estuviera verdaderamente ofendido por aquel contacto. Así que Horacio le siguió el rollo.

—Te quiero follar, por favor —le susurro al oído.

Roberto sonrió.

—Eso es otra cosa.

Y luego hubo cuerpos entrecruzados, placer compartido, miradas cómplices, y todo con el sonido de fondo de la ducha, abierta al máximo para disimular el ruido de jadeos y gemidos. Una batalla a brazo partido en la que la pasión se desató y se buscaba desesperadamente provocar placer en el contendiente por todos los medios.

CAPÍTULO 4

EN CASA DE LORENA Y ROBERTO

Cuando Roberto llegó a casa Lorena le estaba esperando con los brazos abiertos.

—¿Cómo está mi chico favorito? —preguntó melosa.

—Muy bien, corazón.

—¿Qué tal en el curro?

—Bien. He estado enderezando el grifo de la bañera de la oficina, pues estaba un poco flojo y el desagüe, ya que no tragaba bien. ¿Y tú, que tal en la casa de esos señores?

—Atareada; acaban de mudarse allí y hay mucha faena. Te aseguro que me ha hecho sudar la camiseta.

—¿Qué tal la señora, te ha tratado bien?

—La verdad es que se ha portado bastante bien, te aseguro que no me puedo quejar.

CAPÍTULO 5

EN CASA DE HORACIO

Cuando Horacio llegó a casa, Patricia le abrió vestida únicamente con una bata de tela muy fina que insinuaba todo lo que había debajo.

—¿Cómo estás cariño? —preguntó después de darle un beso en los labios.

—Contentísimo de verte —repuso Horacio colocándole ambas manos en el trasero.

—¿Estás cansado?

—Sí, bastante. Hemos dado de alta a dos nuevos miembros, así que ha sido una jornada muy dura. ¿Y tú qué tal? ¿Ha venido la nueva chacha?

—Sí, es una chica muy maja y muy obediente. Hemos dado en el clavo. Paso mucho de barriobajeras respondonas.

—Cuanto me alegro —respondió Horacio.