Doble bienvenida mexicana

En cuanto cruzo la frontera con México, dos oficiales me dan una calurosa bienvenida.

Luego de correr veinte minutos sin parar, y considerando que había quedado ya fuera del alcance de la patrulla migratoria, Catalina se sentó a los pies de un árbol. Su pecho subía y bajaba aceleradamente por lo agitado de la carrera y el sudor le escurría a chorros por el rostro, mismo que dibujaba una expresión de terror puro que no tardó en explotar en forma de lágrimas. La chiquilla se acordó de Martina, su amiga asesinada. Cubriendo su boca con la mano derecha y teniendo la izquierda sobre el corazón, recordó aquellos días en que alegres solían jugar a las afueras de su casa, con los pies descalzos y muñecas de trapo, con las aventuras imaginarias llenando el vacío de sus estómagos. ¡Qué días aquellos! , dijo la chamaca entre sollozos. ¡Cómo te extraño, amiga! , exclamó en voz baja, temerosa aún de ser descubierta e incapaz de contener el llanto.

Catalina y Martina se conocían desde niñas, desde que sus respectivas madres las parieran con tan sólo media hora de diferencia, allá en una comunidad de Colombia que de tan pequeña nadie le había puesto nombre. Crecieron a la par, aprendiendo a ser felices a pesar de las carencias y de los problemas, de los conflictos y las malas jugadas del destino. Acudieron juntas a su primer día de clases, en aquella maltrecha choza que la hacía de escuela. Una conoció el sabor de un beso en los labios de la otra, no porque fueran lesbianas, a los ocho años no se es lesbiana, sino porque no había otra persona en el mundo con quien quisieran compartir tan importante suceso, nadie a quien quisieran con ese amor intenso y sincero con que quieren los niños. Y como si el torpe intercambio de saliva las hubiera unido físicamente, jamás se separaron, todo lo hicieron juntas. Siempre juntas, hasta el final. Hasta que fueron descubiertas cruzando de manera ilegal la frontera entre México y Guatemala. Hasta que Martina se perdió bajo las llantas de un jeep y Catalina no supo más de ella.

¿Que qué hacían dos chiquillas cruzando de manera ilegal la frontera entre México y Guatemala? Jugando con la suerte, buscando un sueño inalcanzable. Un día como cualquier otro, Catalina regresó de la escuela y se sentó a hacer la tarea, esperando que su cerebro mal alimentado le diera para resolver esas divisiones que tantos dolores de cabeza le causaban. El tiempo transcurrió y cayó la noche. ¿Por qué no ha llegado mi mamá? , preguntó la niña sin obtener respuesta. ¿Se quedó a trabajar horas extras? , quiso saber el motivo de su ausencia y su abuela permaneció callada, buscando las palabras adecuadas, esas que disfrazaran un poco las malas noticias. A María, madre de Catalina, la habían despedido de la única maquiladora que contrataba gente en esa zona, del único empleo al que podía llegar sin recorrer más de tres horas de terregosos y peligrosos caminos. Y en su desesperación, en su no contar con esos pocos pesos que le permitían al menos tener dos medias comidas al día, la mujer se fue en busca del "American Dream", de la mano de un "coyote" y sin mirar atrás para no arrepentirse. ¿Que cuándo iba a regresar? Nadie lo sabía, ni siquiera ella. Su esposo, el padre de Catalina, había partido hacía seis años con el mismo propósito y para cuando ella se fue era hora que no tenían señales de él. Fue por eso que la escuincla se sintió morir al escuchar de boca de su abuela las razones por las que su madre no llegaba a casa. Fue al saber que se había quedado huérfana, que decidió ir en busca de ella. Durante cuatro años, desde los once hasta los quince, la chamaquita ahorró una considerable cantidad de dinero y le pidió a su amiga del alma que la acompañara en su viaje.

¿Que cómo le hizo para juntar la plata? Fue relativamente sencillo: sólo tuvo que aprender a abrir la boca y las piernas. Cerca de su casa vivía doña Jacinta, una mujer casada sólo a ratos. Su marido era soldado y la visitaba cada dos o tres meses, para darle unas pocas monedas y mucho amor, tanto como el necesario para que aguantara hasta la siguiente visita. El sujeto se llamaba Juan, y aparte de por su esposa sentía una especial atracción por las "nenitas", como llamaba a las menores de dieciséis. Catalina estaba dentro de ese grupo, y al ser la más agraciada de todas, la más desarrolladita de la región, era presa de las descaradas insinuaciones del tipejo. Una tarde de jueves, día en que su abuela la dejaba sola en casa, el militar tocó a la puerta de Catalina. Ella le abrió, y él entró sin siquiera pedir permiso. Iba vestido con pantalones de gabardina verde, botas negras y nada más.

¿Qué se le ofrece, señor? – inquirió la chamaca con cierto nerviosismo en la voz, ese que le provocó mirar aquel torso desnudo y lleno de vello, aquellos pectorales firmes y abdomen cuadriculado, aquel el primer cuerpo de hombre que tenía cerca, aquella sensación de que esas tetillas prietas y duras eran señal de que algo andaba mal – ¿Lo mandó doña Jacinta por una vela? Lo siento, pero

No, no me mandó mi esposa por una vela – la interrumpió el soldado –. Es más, ella ni siquiera sabe que estoy aquí – señaló el sujeto sobándose la entrepierna mientras se acercaba a la chamaca.

Entonces… – Catalina retrocedió instintivamente al sentirse acosada –, ¿qué quiere? – lo cuestionó al tiempo que sus ojos se abrían como platos al ver aquellos pantalones de gabardina verde levantarse al nivel de la bragueta.

Quiero… – el individuo se acercó aún más a ella acorralándola contra la pared, momento en que liberó su enhiesto y palpitante miembro ante la sorpresa y miedo de su víctima – que me eches una manita, preciosa – le comunicó obligándola a rodear su endurecido pene con sus deditos.

Catalina no entendía del todo lo que ahí sucedía, pero sí sabía que no era correcto, se lo decían las lágrimas que comenzaron a brotar de sus negros y lindos ojos conforme su mano subía y bajaba a lo largo de aquella la primera verga que veía y palpaba. Por su parte, Juan jadeaba completamente extasiado por la prohibida y repugnante situación, por el rostro desfigurado de la niña coronando la masturbación. Era tal su excitación que no tardó en bañar a Catalina con su semen, mismo que recogió con su lengua, esa que después le introdujo entre los labios antes de entregarle una moneda por sus servicios y marcharse como si nada hubiera pasado.

Esa desagradable experiencia, ese delito cuyo único testigo guardó en el silencio de la inocencia perdida, luego sería la solución para reunir el dinero suficiente para ir en busca de la madre ausente. La escuincla pensó que si el esposo de doña Jacinta le había dado una moneda aquella vez que le hiciera una paja, bien podría darle otra si la situación se repetía. Y no estaba equivocada. Poco a poco, y pasando de la masturbación al sexo oral y finalmente a la penetración, Juan le fue llenando la alcancía antes de morir en medio de una batalla. Y una vez teniendo la cantidad apropiada según sus infantiles cálculos, Catalina y Martina decidieron marcharse. Ésta última nunca supo los medios por los cuales su amiga consiguió el dinero, pero de haberse enterado jamás la habría juzgado pues entre ellas no existían los señalamientos ni las recriminaciones, sólo cariño y apoyo, ese por el cual, con dos bolsas de plástico guardando sus pocas pertenencias y el sobre de una carta con la dirección de María anotada, dieron inicio a la travesía que como un milagro las llevó desde Colombia hasta México, lugar donde habrían de separarse al caer una de ellas enredada en los neumáticos de un vehículo todo terreno, lugar donde ahora la que quedaba viva lloraba amargamente por la muerta, a quien no podía parar de recordar y cuyas imágenes le fueron ganando peso hasta que se quedó dormida, ahí: a los pies del árbol, a expensas de ser descubierta.


¡Hija! ¡Hija, levántate que ya son las siete y tienes que ir a la escuela! – le avisó María a su pequeña, como cada martes que tenía el día libre y se encontraba en casa a esas horas de la mañana.

Cinco minutos más, mamá – le rogó Catalina negando a pararse de la cama.

¡Que cinco minutos más, ni que nada! ¡Levántate, que vas a llegar tarde! – le ordenó su madre deshaciéndose de la delgada sábana con la que se cubría.

¡No quiero ir a la escuela! – se quejó la niña – ¡Déjame quedarme contigo! ¡Por favor!

Créeme que a mí también me gustaría que te quedaras, pero tienes que estudiar para que seas una mujer de bien, preparada y con un buen trabajo – argumentó María entregándole un cambio de ropa limpia –. Vístete, mientras yo te sirvo un café – sugirió dándole un beso en la mejilla.

Está bien – aceptó la chamaca –, nada más porque me diste un beso.

María caminó dos pasos y se encontró frente al fogón que hacía de cocina. Con un trapo húmedo cogió la olla que tenía en el fuego y vertió su contenido en un vaso de barro. Se lo ofreció a su hija una vez que ésta terminó de vestirse, y después la ánimo a echarle todas las ganas al estudio. La despidió con otro beso en la mejilla y palabras afectuosas que le rasgaron los ojos.

¿Por qué lloras, mamá? – la interrogó la pequeña.

Por nada, hija. Por nada – respondió María –. Vete ya, que se te va a hacer tarde.

¿De veras no quieres que me quede contigo? – insistió Catalina en librarse del colegio – Podríamos jugar a las muñecas o ir a buscar fruta al bosque – propuso emocionada –. ¿No crees que sería divertido? ¿No te gustaría, mamá? Casi nunca te veo, ¿qué tiene de malo que falte un día para quedarme contigo? ¡Por favor!

¡Ya te dije que no! – gritó su madre volteándole la cara – ¡Te me vas a la escuela ahora mismo! – exigió enérgicamente – ¡Nos vemos luego! – se metió a la casa poniéndole fin a la conversación.

Catalina no tuvo más remedio que iniciar el camino hacia la escuela, con la tristeza causada por la escasa convivencia con su madre a cuestas, esa tristeza que aumentaría al pasar de ser escasa a nula, en el preciso instante en que María, con el corazón destrozado pero lleno de esperanza, emprendiera su propio viaje, uno del que no tendría para cuando regresar.


Entre sueños, Catalina sintió un cosquilleo por el que poco a poco fue abriendo los ojos, sólo para descubrir que el hormigueo era causado por una caricia en sus senos. Los dos policías que minutos y metros atrás, arriba de su jeep y sin consideración alguna arrollaran a su amiga, estaban ahora frente a ella, y uno de ellos le pellizcaba el pezón izquierdo, ese que en contra de su voluntad ya estaba erecto.

Con la cara desfigurada de miedo, la escuincla se incorporó de un salto e intentó echarse a correr. Sin darle tiempo de alejarse siquiera un poco, el oficial que antes la manoseara la sujetó por las piernas tirándola al piso. Luego se le fue subiendo hasta acomodarle entre las nalgas su despierto falo, perfectamente perceptible a través de los pantalones. Le besó el cuello y se movió simulando la follaba por detrás, al mismo tiempo que le rasgaba la blusa y la falda. Coló sus manos por debajo de su peso y le estrujó los pechos, esos que encontró tan apetitosos que la puso boca arriba dispuesto a devorarlos, deseo que se vio interrumpido por culpa de su compañero, ese que hasta entonces había permanecido como un simple espectador.

¡A ver, a ver! ¿Qué diablos crees que haces? – le preguntó el policía a su pareja – Quedamos en que yo sería el primero en cogérmela, ¿no? ¡Así que quítatele de encima en este instante, o no respondo! – le ordenó apuntándole con su revólver.

¡Cálmate, no es para que te pongas así! – exclamó ese que despertara a Catalina – Si no pensaba hacerle nada. Si nomás te la estaba poniendo a tono.

¡A tono! ¡Sí, cómo no! Eso mismo dices siempre que te apañas a una reinita, pero esta vez no lo puedo permitir. Esta niña me pasa un resto, y quiero ser yo el que la desvirgue. ¡Hazte para allá, cabrón, o a ti también te toca! – expresó el hombrazo de piel morena y barriga prominente.

¡Paso! – dijo el otro sentándose a unos cuantos metros, listo para presenciar el espectáculo.

¡No, por favor! – pidió Catalina pensando en su vida más que en cualquier otra cosa, al ver que el impresionante sujeto se le aproximaba – Le juro que no diré nada de lo de Martina, pero déjeme ir. ¡Por favor! – suplicó poniéndose de rodillas.

¿Martina? ¡¿Quién chingados es esa vieja?! ¡Ah!, era esa mocosa que se nos atravesó, la que iba contigo. ¡Por Dios, niña! ¿En verdad crees que a alguien le importa lo que haya pasado o no con ella? A mí se me hace que es un pretexto para ocultar lo puta que eres, ¿no es así? ¡Mira!, si ya hasta te pusiste en posición. A mí se me hace que te encanta la verga, ¿verdad? – insinuó el oficial aflojándose el cinturón – Pues ¿qué crees? Yo tengo una gorda y cabezona que te va a encantar – sentenció sacando de entre sus ropas su hinchado y negro pene –. ¡Mira nada más cómo me la has puesto con esas chichitas ricas que te cargas! No querrás que se me quedé así, ¿verdad? No querrás que te castigue por portarte mal conmigo, ¿o sí? Abre esa boquita, linda. Abre esa boquita y mámamela sin chistar – le ordenó colocándole la polla frente a la cara –, o ya sabes lo que te puede pasar. Se buena conmigo, haz bien tu trabajo, y tal vez hasta te perdone la deportada.

Cerrando los ojos y ayudándose con su mano derecha, Catalina se llevó a la boca aquella verga y empezó a ensalivarla a conciencia, arrancándole al policía los primeros gemidos de satisfacción. Estuvo un buen rato chupando aquel grueso y salado trozo de carne, hasta que el dueño de éste le pidió en medio de suspiros que parara. Era tiempo de que el regordete tipejo clavara su negra macana en otro orificio. Se sentó en el piso con las piernas abiertas, los brazos a los lados e inclinando un tanto la espalda, invitando a la jovencita a ensartarse ella misma, amenazándola con mandarla de regreso a su país si no lo hacía.

¡Vamos, maldita guatemalteca, que quiero romperte la piñata! – chilló el oficial, ignorante de que ese peculiar acento era típico de la gente de Colombia y no de Guatemala, como si el simple hecho de nacer en ese país o en algún otro fuera motivo de vergüenza, levantando un poco la pelvis, elevando su impresionante polla para animar a Catalina, quien obediente y dándole la espalda a su verdugo se dispuso a comerse aquel endurecido falo con sus labios inferiores – ¡Sí, métetela toda, chiquita! – gimió el emocionado individuo al ver la punta de su arma perdiéndose en la entrepierna de la chiquilla – ¡Ah! ¡Sí! – exclamaba extasiado conforme su larga virilidad se alojaba en el interior de la indocumentada – ¡Pero que puta resultaste!, ¡te las has tragado entera y sin protestar! – gritó ante la sorpresiva facilidad con que Catalina se introdujo aquellos centímetros de tibia carne – Dime algo, preciosa: ¿a cuántos te has echado? – la interrogó al tiempo que se apoderaba de sus pequeños pero firmes y redondos pechos – ¿Por qué huiste de tu país, zorrita? ¿Qué, ya no quedaban más vergas para saciarte? – le apretó ambos pezones y le mordió el cuello – Pues aquí tienes la mía, ¡perra! ¡Muévete y sácale la leche! – demandó tomándola por la cintura para impulsarla de arriba abajo y viceversa.

El otro policía, el que fuera relegado de la acción por ese que ahora arremetía con furia contra la adolescente, harto de sólo mirar y con las ganas a tope, se puso de pie y caminó hacia la pareja, desprendiéndose de sus prendas en el trayecto, dejando al aire libre su endeble desnudez. A diferencia de su compañero, era delgado, extremadamente delgado, de piel blanca y pene que daba risa, detalle al que no le dio importancia cuando le pidió a su camarada que le permitiera a la chica darle una mamada.

¡Estoy que exploto, cabrón! – apuntó para justificar sus peticiones – Déjala que me la mame un rato, ¿no? Deja que me corra en su boquita.

Te voy a proponer algo mejor, mi amigo – comentó su compañero –: ¿qué te parece si tú también te la clavas, si tú también se la metes? – planteó acostándose sobre el terreno y bajando a Catalina junto con él, dejándola expuesta a una doble penetración, hecho que causó que empezara a llorar calladamente, resignada a que nada podría hacer para evitar lo que aquellos dos monstruos pretendían – Esta mocosa resultó estar bien abierta, ni siente mi verga la muy puta. ¿Qué te parece si le bajamos los humos cogiéndonosla al mismo tiempo? ¿Qué me dices, eh? ¿No se te antoja su coñito?

Ni tardo ni perezoso, y haciendo un gran esfuerzo por no venirse de tan sólo pensar que se follarían a la chamaca al mismo tiempo, el oficial se hincó entre las piernas de su camarada y las de la adolescente, colocó la punta de su irrisorio miembro a la entrada de la vagina de Catalina, y comenzó a hacer presión, sacándole a ésta verdaderos gritos de dolor. Poco a poco y a base de fuerza, el rozado pene del policía fue penetrando a la escuincla hasta adentrarse por completo en ella, momento en que ambos sujetos dieron inicio a un mete y saca simultáneo que pronto obtuvo el ritmo adecuado para robarle a la maltrecha jovencita más expresiones de dolor. La segunda verga no tenía ni por mucho las dimensiones de la primera, pero juntas resultaron un verdadero martirio que terminó por hacer que Catalina perdiera el sentido, que se desmayara mientras sus atacantes sentían como el placer de la cogida aumentaba con el roce de sus armas y


Hijita, ¡has vuelto! – exclamó su abuela al verla – Pero, ¿dónde andabas? – cuestionó la anciana al tiempo que la invitaba a pasar a la casa – Estaba muy preocupada por ti, ¿por qué no me avisaste que te irías? ¿Por qué no me llamaste? – preguntó sin obtener respuesta.

Será mejor que no te hagas ilusiones, abuela. Mañana mismo me volveré a ir – prometió Catalina en un tono que dejaba en claro que así sería.

Pero… – la mujer decidió no decir más ante lo decidida que sonó su nieta, se limitó a, resignada a que al igual que a su hija y al resto de su familia, a ella también la perdería, observar cómo se acostaba en su vieja cama y se quedaba dormida.

Catalina cerró los ojos, mas no pudo dormir. Las imágenes de su amiga muerta y de aquellos dos oficiales fronterizos que la usaran sin reparo no paraban de atormentarla, impidiéndole conciliar el sueño. La humillación y el dolor no la habían salvado de ser deportada, después de todo. A fin de cuentas estaba de regreso en casa, pero no sería por mucho tiempo. Así tuviera que ser violada por cada policía mexicano, así perdiera la vida en el intento, no se detendría en su búsqueda, no descansaría hasta encontrar a su madre, a esa mujer que en el mismo instante en que ella trataba de dormir jugaba con Julito, el hijo que tuviera dos años atrás con un indocumentado peruano, el niño que poco a poco la hacía olvidarse de su anterior familia, el pequeño en cuyas mejillas depositaba todos esos besos que a su primera hija ya no podía darle, todas esa caricias que con el pretexto de brindarle un mejor futuro le robó.

Catalina cerró los ojos, mas no pudo dormir. Su abuela miraba la televisión, el noticiero vespertino para ser más específicos. El conductor hablaba de cómo las autoridades mexicanas se quejaban de la militarización de la frontera con Estados Unidos, de la construcción de un muro y demás cuestiones que a la púber poco le importaban, que a su amiga no le devolvían. Catalina cerró los ojos, de la vergüenza que de pronto por México sintió.