Divina diva

Con frecuencia, me sorprendo abstraído, abismado en la evocación de su imagen cautivadora, y me culpo...

DIVINA DIVA

Incontables veces me he propuesto quitármela de la cabeza y confinarla en un rincón de mi inconsciencia donde no me importune constantemente, pero mis tentativas siempre son fallidas. Con frecuencia, me sorprendo abstraído, abismado en la evocación de su imagen cautivadora, y me culpo por mi absoluta incompetencia para centrarme en los asuntos mundanos que son los que verdaderamente afectan al devenir de mi existencia.

A veces pienso que es una mujer inmensamente despiadada, pues no cesa de esponjar mi tiempo y de monopolizar el destino de mis pensamientos, y en esos momentos daría cualquier cosa con tal de desterrar su perturbador influjo. Tal es mi desesperación que hasta se me ha pasado por la cabeza demandarla judicialmente por el hecho de ser la única responsable del abrumador acoso psicológico del que soy víctima, pero me da la impresión de que todavía no se han dictado leyes en las que se dé por sentado que las mujeres de rompe y rasga puedan ejercer una influencia perniciosa en los individuos del sexo opuesto, y menos si la relación es unidireccional y además se establece a través de ondas.

A pesar de este vacío legal, estoy convencido de que una fémina como Elia Cisneros, deja a su paso un considerable rastro de desdichados al borde del suicidio, así como de desvelados insomnes y melancólicos. Como diría con petulancia algún escrito en la antigüedad: ¡Dulce castigo el que me embarga! ¡Placentera es la tortura a la que se han visto abocados mis sentidos!

Esta condena sentimental, que lleva camino de convertirme en el ser más atormentado que haya pululado por la Tierra, surgió a raíz de ver a la susodicha actriz en la película “Crónicas del Horizonte 2”. La contemplación de su refinada belleza me dejó embelesado y desde entonces me cuento entre sus más fervientes admiradores.

La saga de “Crónicas del Horizonte”, basada en las novelas de Harry R. Benford, me gustó bastante. Va de unos viajeros entre los que se encuentra la cúspide de los ricos y poderosos del mundo, que huyen de la tierra en una inmensa nave porque saben que el fin del mundo está próximo. En la primera parte se narran las desventuras de un joven periodista encarnado por el actor canadiense Roger Gilbert y la actriz galesa Helen Turner que trata de destapar el asunto, pues están construyendo la inmensa nave llamada “Horizonte” (de ahí el título) con recursos económicos de todos los países, mientras la ciudadanía se empobrece a marchas forzadas. El aparato propagandístico cuyos tentáculos llegan a todas partes engaña a la gente explicando que la nave sirve para interceptar un meteorito que de caer en la Tierra supondría la extinción de todas las especies. No hay final feliz, a los protagonistas los matan para que no hagan público el secreto que habían descubierto y la caterva de poderosos se sale, como de costumbre, con la suya.

En la segunda parte, la nave abandona la Tierra y empiezan a ocurrir las primeras aventuras. Las amenazas de momento no son externas; en la nave hay una nueva lucha por el poder entre diversas facciones del mismo bando. Elia tiene un papel secundario que, no obstante le catapultó al éxito. Interpreta a Anne, la asistente de un político estadounidense que no ceja en su empeño de acostarse con ella con todo tipo de artimañas y mentiras. Ya se sabe que a las niñas las llevan a la cama y les cuentan un cuento; y a las mayores les cuentan un cuento y se las llevan a la cama. Pero ella no le hace caso, porque tiene la mente puesta en otro.

Permanecí absorto, silencioso de solemnidad y calentura, embebiéndome de cada rasgo, de cada gesto, de cada expresión de la actriz. O mejor dicho: de la excitatriz. De hecho, aunque la película tiene la etiqueta de un Hollywood que suele censurar bastante las obscenidades, sale enseñando hasta el carné de identidad, según entra en una cabina de desinfectación (como las duchas, pero en seco), en una impagable escena que hizo furor en los observatorios de mirones de Internet. Nunca una ducha había sido más rentable; a partir de ahí le empezaron a llover las ofertas.

Nunca quise pertenecer a un club de fans donde se glosaran sus virtudes y sus proyectos, ni aparecer en foros en los que la gente opinara, porque yo soy especial, no uno más entre el gentío de adoradores.

El síndrome de Elia Cisneros se acababa de instalar en mi vida como un parásito beneficioso y fue el culpable de que aquella y muchas noches sucesivas no fuera capaz de pegar ojo. Al día siguiente, el reclamo de la californiana de padre colombiano volvió a desarmarme y me vi obligado a asistir al cine para ver de nuevo la película.

Por aquella época Internet no estaba tan extendido como hoy. Como no soportaba la idea de esperar a que sacaran el filme en vídeo, había planeado grabármelo clandestinamente para poder disfrutarla en casa a cualquier hora sin necesidad de que mi bolsillo de dejarme un dineral en el cine.

En esta segunda ocasión invité a una amiga llamada Irene a quien le pedí que guardara mi cámara de vídeo en su bolso. Dado que a ella no le hacía ninguna gracia convertirse en la cómplice de un pirata audiovisual, mostró una barricada de renuencia que vencí aludiendo, en un alarde de humorístico dramatismo, a nuestra condición de amigos que harían cualquier cosa el uno por el otro. Alegué, para dignificar mi papel, que solo pensaba grabar el trozo en la que la actriz sale como Dios la trajo al mundo. Lo demás no revestía ningún interés.

Al fin, envueltos en el típico ambiente estancado y enrarecido de las salas de cine, nos encaminamos a la última fila de la sala y ocupamos dos butacas contiguas. Cuando las luces se apagaron y los espectadores quedamos sumidos en la expectante penumbra que precede al comienzo de una sesión, me apresuré a sacar la cámara del bolso de mi reticente compinche. Durante los primeros compases de la proyección cinematográfica todo fue viento en popa, pero a mi amiga se le ocurrió formular no sé qué comentario en el preciso instante en el que Elia hace su deslumbrante escena. Irritado a más no poder por el hecho de que la grabación fuera a verse mancillada por una voz ajena a la película que no venía a cuento, murmujeé una serie de improperios que denotaron mi furia muy a las claras.

Estoy seguro de que si Irene hubiera escogido otro momento para abrir la boca, mi reacción habría sido mucho más moderada, pero mi indignación fue tan mayúscula e irreprimible que no fui capaz de contenerme y actué impremeditadamente, con una rudeza patética, con la sensibilidad de un verraco y la finura de un troglodita.

Irene acusó el golpe con un enmudecimiento súbito, tenso, y al poco, cuando se hubo recobrado en silencio del nefasto efecto de mi rastrero proceder, se marchó sin decir esta boca es mía. Tal era mi obcecación con Elia Cisneros y sus curvas tremendas en aquel momento, que ni siquiera fui capaz de comprender que con semejante actitud de menosprecio había barrenado los frágiles cimientos (para las mujeres, con frecuencia, las minucias tienen una relevancia mayor que los grandes gestos) de una de mis mejores amistades del sexo opuesto.

Durante los meses posteriores a este episodio me compré todas las revistas y periódicos en los que aparecieron entrevistas concedidas por la actriz o artículos donde hablaran de mi venerada Elia Cisneros.

Enseguida las paredes de mi cuarto quedaron empapeladas con multitud de “posters” y portadas de revista en los que aparecía el amplio repertorio de poses y expresiones de la californiana, en blanco y negro o a todo color, posando en una actitud provocativa, inocente o denotando indolencia.

De esta manera, la presencia de la modelo en el techo de mi dormitorio (sumergido en un trance de idolatría, las dimensiones de las paredes disminuyen) reconvertida a actriz me ayudaba a desembarazarme de las garras de Morfeo cada mañana, de la misma manera que me ayudaba a conciliar el sueño al acostarme. El caso es que lo que debería haber sido un encaprichamiento adolescente, pasajero como un desfile de cúmulos en un día ventoso, se convirtió en una absorbente monomanía a la que ya he designado como el síndrome Cisneros.

Mirando a la actriz de marras el tiempo se acortaba, de la misma manera que se acorta la figura de un individuo que se sitúa delante de un espejo cóncavo. Por sorprendente que pueda parecer para alguien que no ha vivido en sus propias carnes el rapto inexplicable que produce el fanatismo, no me cansaba de contemplar los pilares estéticos en los que se sustenta su hermosura despiadada. Me pasaba las horas muertas observando sus pupilas, que eran del azul gelificado de una pasta dentífrica y estaban circundadas por un reborde de color azul marino (un rasgo claramente heredado de su madre, con antepasados polacos). Por gustarme, hasta me gustaban sus retinas que eran del blanco luminoso del cielo en un día nebuloso.

Aunque de entre todo el compendio de elementos cartilaginosos y facciones estilizadas por el “fitness” que adornaban su calavera de geometría levemente octogonal, yo siempre me decantaba con su impagable sonrisa. Cuando se reía, un surco leve que flanqueaba su boca, se transformaba en una arruga distinguida y peculiar que afloraba momentáneamente en su cutis. Parecerá desmesurado, pero siendo testigo de uno de aquellos instantes divinos, le encontraba algún sentido a la creación.

Aunque cualquier juicio de valor es paradójico y tiene un alcance muy relativo una vez se ha analizado desde diferentes perspectivas, me retracto en relación a lo que he dicho acerca de que Elia Cisneros puede inducir involuntariamente a quitarse la vida. Por desesperada que sea la situación que atraviese alguien, siempre tendrá en su mano la posibilidad de aplacar (o, al menos, aplazar) sus frustraciones poniendo a la atractriz quitapesares en el centro de su retícula particular. Y aunque, a veces, los problemas son inmunes a las satisfacciones, a la postre resulta mucho más fácil tratar de hallar una forma alternativa de plantarles cara.

Los papeles que encarnaba Elia siempre me llegaban al alma por un motivo que trataré de desarrollar a continuación. Siempre he considerado que los mejores actores que existen son las personas en el desarrollo de su vida cotidiana, porque actúan exhibiendo una naturalidad absoluta (en el mundo real tanto las imposturas como las falsas apariencias son características auténticas). Por eso, para que un intérprete resulte creíble ha de obrar de forma desenvuelta y con un aplomo sin fisuras. No hace falta ser un entendido del séptimo arte para desenmascarar a los actores de corto alcance, a esos que sobreactúan sistemáticamente con la pretensión de descollar entre sus compañeros y lo único que consiguen es entorpecer el discurso de la película.

Existen mujeres como Elia Cisneros a las que la naturaleza y su círculo de influencia social, les ha dotado de una virtuosa capacidad para transmitir sentimientos y contagiar emociones, lo que, evidentemente, les otorga una predisposición especial para triunfar en el mundo de la farándula.

Con el aprendizaje y la práctica se puede mejorar la dicción o perfeccionar un tipo de acento, también a caminar cojeando con credibilidad o a montar a caballo, pero, ¿realmente es posible enseñar a alguien a actuar con espontaneidad o a derrochar sensualidad al sonreír? Estas son cualidades innatas que, o se tienen o no se tienen; decididamente no son fruto de la experiencia.

Hay personas que no son partidarias de que las modelos puedan convertirse en actrices, porque se supone que carecen de la preparación necesaria. A mi modo de ver, la actual concepción del mundo interpretativo ha cambiado; lo que se necesita en el cine es un mayor derroche de desparpajo y un declive cada vez más pronunciado de la metodología estricta y del nepotismo generacional. Esto no significa que todas las modelos tengan capacidad para sustituir con garantías la pasarela por el plató —¡cómo no las va a haber incompetentes para desempeñar tal trabajo!—, sino que existen algunas a las que por naturaleza les sobra talento para triunfar habiéndose saltado el periodo preliminar de aprendizaje.

En fin, con el decurso de los años mis ocurrencias empezaron a adquirir sofisticación. Con ayuda de un programa que me instalé en el ordenador, pude hacerme un vídeo popurrí en formato digital que contenía todos los vídeos en los que aparecía la dama a la que idolatraba.

Armándome de paciencia seleccioné las partes en las que hablaba y compuse un heterogéneo archivo constituido únicamente por la voz de Elia Cisneros en todas las películas traducidas al español en las que había intervenido hasta la fecha. Con la sacrificada constancia de un monje escribiente del medievo entresaqué de este material sonoro multitud de palabras sueltas que clasificaba en una jerarquía radical de directorios y subdirectorios que había preparado previamente. Una vez hube ordenado toda la información, me dediqué a entablar diálogos con la californiana.

Soy consciente de que la voz que oía por los altavoces era la de la actriz de doblaje y no la genuina, pero lo importante de aquel experimento de realidad ficticia era mantener viva la llama de la ilusión, esa llama que se extingue gradualmente a base del agua pulverizada de la monotonía.

Las frases que pronunciaba la Elia Cisneros espuria sonaban deslavazadas, sin hilación, porque cada una de las palabras que me había grabado poseía una inflexión y una duración especial, que iba en función del tono y la intensidad con las que había pronunciado la frase en la película de la que procedía, pero esto no fue óbice para que construyera multitud de diálogos en los que departíamos de los asuntos más variados. Mientras escuchaba el monólogo dialogado y sin otro fin que añadir realismo a la farsa, colocaba sobre mi escritorio un aparato de aire caliente cuya corriente me daba en el rostro. Me imaginaba que el aire era su aliento, y su aliento resultaba más abrasador que el simún del desierto porque salía de unas entrañas que eran como chimeneas volcánicas.

Aunque de todos estos desvaríos pueda inferirse que mi mente estaba empezando a recorrer las sendas que acaban por conducir a uno a locura, el fanatismo que suscitaba en mí la actriz tuvo aspectos muy beneficiosos.

Por ejemplo, me apliqué con ahínco al estudio del inglés americano actual, pues me había trazado como meta conocer en persona a esa diosa de culto audiovisual de la que yo era devoto, en que se había convertido para mí la norteamericana. Cuando me hube empapado de gramática y vocabulario del idioma de Dickens (¿por qué en estos casos siempre se alude a Shakespeare? ¿no ha habido acaso otros literatos dignos en lengua inglesa?), me dediqué a mandarle por medio del correo electrónico una serie de cartas en las que ensalzaba, usando una prosa que pretendía ser poética, su hermosura trascendente: “La belleza era un ente abstracto y errabundo hasta que llegó Elia Cisneros y adquirió concreción”, o bien, “La sonrisa de Elia Cisneros más luminosa que el faro de Alejandría” ponía en un empalagoso alarde de lirismo digno de un poetastro adolescente enamorado.

No me cansaba de alabar sus formidables dotes interpretativas y me lamentaba de que todavía no la hubieran designado candidata para recibir ninguna estatuilla dorada. No sé si a modo de desquite o para infundirle ánimos, a título personal yo siempre le concedía el Óscar a dos categorías de mi invención: a la Actriz Más Vital y a la Actriz Más Mimética. Es matemático: cuando Elia Cisneros se ríe, yo me alegro; cuando solloza, yo me entristezco. En cierta ocasión me volví loco de contento al comprobar que había recibido un mensaje mediante el correo electrónico de mi heroína (y en este caso me atrevería a dar por válido el doble significado del término). Aunque cuál sería mi decepción al comprobar que el mensaje, en el que se hacía eco de las películas que la actriz había proyectado rodar el próximo año, rezumaba un grosero regusto a carta circular de corte promocional. Lo más probable era que el texto no lo hubiera escrito ella (aunque al final del escrito figuraba su nombre), sino algún colaborador suyo.

Un día, leyendo un suelto en un suplemento de un periódico dominical, me enteré de que Elia Cisneros iba a venir a Madrid para promocionar su último trabajo: “Mujeres de armas tomar” (una traducción libre de “Women in war”).

La posibilidad de conocer a mi admiradísima actriz llamaba a mi puerta con ímpetu. Sin embargo, yo no era tan ingenuo, ni estaba tan atolondrado como para creer que me iba a resultar sencillo llevar a cabo este ambicioso proyecto. La “vip” estaría constantemente rodeada de fuertes medidas de seguridad y un ciudadano normal como yo se tendría que contentar, en el mejor de los casos, con verla muy de pasada en alguna aparición pública.

Me hubiera pegado un mes durmiendo a la intemperie por verla unos segundos. Pero se trataba de ¡Elia Cisneros! ¡Era ella! Y, qué quieren que les diga, prefería no tener que conformarme con unas migajas visuales. Realmente, estaba resuelto a cometer cualquier barbaridad o a saltarme cualquier prohibición, con tal de apropiarme de su atención durante unos segundos. Pondría en práctica cuanto estuviera en mi mano, a favor de este sueño, so riesgo de montar un follón de órdago que me hiciera dar con mis huesos en el calabozo de una comisaría.

No me hacía ninguna gracia manchar mi expediente de ciudadano sin tacha por entrometerme en su intimidad, pero sé que no me lo perdonaría jamás (mi severa conciencia me sometería a un castigo infamante día y noche) si no trataba de conseguirlo por todos los medios legales o ilegales a mi alcance.

Unas horas antes de que Elia Cisneros y su comitiva se presentaran en el hotel donde la atractriz tenía previsto alojarse, fui a las inmediaciones de éste. Se trataba de un rascacielos prismático, altivo como una columna destinada a sujetar una nube, y revestido de ventanales que eran espejos. A lo largo de la escalinata que desembocaba en el hotel habían desplegado una ancha alfombra roja con ribetes dorados. El pasillo, cubierto por un toldo rayado muy decorativo, estaba flanqueado por sendos tramos de vallas detrás de los cuales empezaban a congregarse curiosos determinados a ver a la rubia natural más de moda en Hollywood. Dentro del recinto vallado una partida de agentes de Policía Nacional, se ocupaban de que ningún indeseable invadiera aquella franja restringida. En una zona privilegiada, aledaña a la fachada del hotel, bajo un porche sobre el que se leía el nombre del hotel, se habían apostado los fotógrafos y las cámaras de televisión. Distinguí entre el grupo de informadores congregado a un reportero charlatán del programa “Arreglando el país” que departía con aire distraído, con unos colegas, matando la espera. Se oía un rumor de voces expectantes ante la inminente llegada de la artista del celuloide. Esta primera aparición había montado un gran revuelo popular y mediático (o mejor: mediático y, subsiguientemente, popular, ya que la influencia de los medios le suele tomar la delantera a los gustos del respetable) por el hecho de que llegaba acompañada de su pareja, el también actor Dick Cooper.

Sin embargo, por unas cuestiones de incompatibilidad horaria, el Cooper no llegaría en el mismo vuelo que su compañera, sino en uno posterior. Aún así la recepción de la actriz se haría a lo grande, con toda la magnificencia que una ocasión tan señalada merecía.

El día de antes había revisado el territorio por el que tendría que desenvolverme y había madurado un plan que me serviría para colarme en el hotel. Así pues, no vacilé en encaminarme hacia una cafetería de mobiliario vanguardista situada en la misma manzana del hotel. En el lavabo de caballeros, que se encontraba al fondo de un reducido pasillo, me despojé de mi ropa e hice un fardo que introduje en una bolsa de plástico de la que me desprendí en una papelera, cuidándome de que nadie hubiera reparado en mí. Vestido con un uniforme de botones que me serviría para pasar inadvertido, me monté en un montacargas, mediante el que subí a la trigésima planta, que era la que había alquilado entera la actriz para hospedarse con un considerable desahogo espacial.

Aguardé pacientemente a que subiera la norteamericana, apoyado contra la jamba de una puerta. Y la espera tuvo al fin su ansiada recompensa. Las puertas del ascensor, situado al fondo del pasillo en el que me había apostado, empezaron a abrirse hacia los lados e instalaron en mí una tensión retumbante de taquicardia y húmeda de sudoración.

Al verla, experimenté con una ostensible diferencia, el momento más impactante de mi vida. Todas mis percepciones visuales se tornaron difusas alrededor de Elia, como si el fondo no fuera sino un lienzo aguachinado. Si mal no recuerdo fue Proust quien dijo aquello de: “Los únicos paraísos que existen son los perdidos”. Cómo se nota que cuando se le ocurrió la lapidaria y archiconocida sentencia no se había cruzado en su camino Elia Cisneros. Ignoro si el paraíso era ella o, por la contra, el edén surgía alrededor de su persona casi mística, pero el caso es que me sentía subyugado, extasiado.

Contemplándola supe que no había posibilidad de error: era ella, la única, la genuina, refulgente como una supernova o la explosión de una bomba nuclear, inspiración de las musas, obra cumbre e involuntaria de la eugenesia para más señas, y nada se interponía entre nosotros salvo un par de guardaespaldas corpulentos, trajeados y con unas caras de rasgos tan duros e inexpresivos como las estatuas de la isla de Pascua que, por suerte, no me impedían observarla.

Su belleza al natural embotaba los sentidos, pues era una belleza en estado puro, esa clase de belleza que no precisa de los cimientos estéticos de las operaciones de cirugía. Su atuendo consistía en un traje rojo de glasé, ceñido con un cinturón ancho de cuero, que dejaba al descubierto uno de sus hombros y acentuaba esas curvas rotundas que sólo pueden equipararse a las isobaras de los mapas meteorológicos.

Caminaba sobre la moqueta del pasillo pisando con firmeza, con confianza, recorriendo una línea imaginaria y, al mismo tiempo con elegancia, de la misma manera que andaría una funámbula sobre la cuerda floja. Mientras se dirigía hacia mí, me fijé en sus prominentes pómulos, que eran como melocotones empotrados en su rostro.

Hubiera querido reaccionar, pero una nueva variedad de abasia ocasionada por un nerviosismo que hasta me impedía ejecutar acciones tan simples como pestañear o mover un dedo, echó por tierra mis intenciones.

Su cuerpo sinuoso como un circuito de automovilismo desprendía un intenso aroma (sin duda usaba una de esas penetrantes colonias estadounidenses) que se metía hasta lo más hondo de mis fosas nasales como un tentáculo etéreo. Daba la sensación de que iba a pasar junto a mí sin advertir mi presencia, pero justo cuando estaba pasando a mi lado se detuvo de golpe. Se giró despacio y me miró con un gesto interrogante, como si mi presencia desentonara allí, mientras enarcaba ligeramente sus finas cejas, depiladas según la silueta de un “stick” de “hockey” sobre hielo. Luego esbozó una sonrisa.

—¿Quieres pasar a mi habitación? —dijo.

Enmudecí y la seguí hasta su habitación, una suite. Nada más entrar se lanzó a besarme en el cuello como una loba, mientras yo acariciaba su firme cuerpo con más ilusión que un náufrago a un pecio.

En ese preciso instante, justo cuando mis dedos trataban de bajar la cremallera de su vestido, cobré conciencia de que me había quedado traspuesto en un sillón de mi casa. Los sueños siempre se distinguen “a posteriori” gracias a una nota inverosímil, y en este caso en concreto, lo más inverosímil estribaba en el hecho de que hubiera conseguido acceder a la trigésima planta con una facilidad tan pasmosa y también que ella hablara español con la voz de la actriz de doblaje. Consulté un reloj de pared comprobando que hoy era el Gran Día. Puede que aún estuviera a tiempo de acudir a una de las apariciones públicas de la californiana. Si me apresuraba y me abría paso a codazo limpio entre la ahogante muchedumbre que se agolparía tras las vallas que la cercarían, enarbolando libretas para que la actriz pudiera garabatear su firma o extendiendo brazos deseosos de rozarla, tal vez fuera capaz de vislumbrar un retazo de su ondulado cuerpo de sílfide, tal vez un mechón del cabello...

Aunque mejor pensado, era preferible pasar por alto la ocasión que el destino me ofrecía en bandeja de plata. No estaba dispuesto quedarme con una imagen de Elia mercantilizada y ordinaria, empobrecida por el barullo deshumanizador que propician las aglomeraciones. Elia Cisneros debía espiritualizarse a fin de que siguiera haciendo ese efecto tan deliciosamente perturbador en mí. Y no tenía necesidad de verla porque ella era tan universalmente esencial y perdurable como los elementos de la naturaleza. Y porque sé que el color de sus pupilas lo rememoraré cada vez que contemple un lago jalonado de destellos en un día soleado. Y porque sé que la brillantez de sus retinas se corresponde a la luminosidad selénica de la luna. Y porque sé que la tonalidad suave de la arena no difiere mucho del tono de su terso epitelio barnizado por los rayos solares. Y porque sé que cuando sienta una ráfaga de aire caliente como el simún del desierto presionándome la cara, podré imaginarme que es su aliento. Y aunque su soporte corpóreo se convierta en ceniza, la belleza perdurará por que ella es la belleza y la belleza es imputrescible. Y no me hace falta integrarme en la vorágine de la muchedumbre, pues sé de sobra que Elia seguirá confortándome como siempre lo ha hecho. Y sé que cuando ella se ría, yo me alegraré, y cuando solloce, yo me entristeceré.