Diosa

Me estremecí, sintiendo su boca caliente chupando mi verga. Sus labios empezaron a succionar y lamer.

DIOSA.

Su cuerpo perfecto emergió del agua, mojado, húmedo, como si fuera una sirena. Su figura semidesnuda, se dibujó ante mí, perfecta, estática, como una estatua inmóvil. Sus curvas eran perfectas. Su piel brillaba bajo el sol como un diamante. Su mirada perdida, miraba hacía el horizonte. Sus senos, del tamaño de una naranja, eran exquisitos, a la altura exacta, ensalzando su talle. Sus caderas se abrían camino debajo de su estrecha cintura.

Parecía una estatua de esas que hay en los parques o las plazas, encima de una fuente.

Me miró casi sin verme y se acercó a mí.

¿Estás solo, guapo?

Si – le respondí, casi sin creerme la suerte que estaba teniendo. Aquella diosa, surgida del azul del agua, me estaba hablando.

¿Puedo hacerte compañía?

Claro, siéntate – le indiqué, señalándole que se sentara junto a mí, sobre la fresca hierba del jardín.

La diosa se sentó. Me miró a los ojos y me sonrió.

Llevas un rato mirándome...

Si, lo siento, pero eres tan hermosa – me excusé.

Aunque vista de cerca, aún era más hermosa. El sol se reflejaba en sus rubios cabellos y sus ojos azules como el agua parecían cristalinos.

Entonces y sin que yo lo esperara, posó su mano sobre mi cuello, acercó su boca a la mía y me beso. Sus labios rojos, gruesos y sensuales abarcaron mi boca y dejé que su lengua entrara, mientras la mía salía a su encuentro. Y nos besamos. No podía creerme mi suerte. Estaba besando a aquella diosa, de piel morena tostada por el sol, de rasgos perfectos como los de una estatua.

Poco a poco y con cuidado, la hermosa mujer fue empujándome hasta dejarme tendido sobre la hierba, sin dejar de besarme. Sus labios se deslizaron hasta mi cuello, y empecé a excitarme. Mi sexo crecía poco a poco entre mis piernas. Me desabrochó la camisa, botón a botón, mientras sus labios descendían por mi torso, hasta que llegó a mi cintura.

Sus manos desabrocharon mi pantalón, primero el cinturón, después la cremallera, y finalmente el botón. Sentí como una de sus suaves manos, se deslizaba en busca de mi erecto pene y lo extraía. La miré, vi su boca abierta frente a mi erecto falo y seguidamente, sus labios se cerraron sobre mi sexo. Me estremecí, sintiendo su boca caliente chupando mi verga. Sus labios empezaron a succionar y lamer. Su lengua se deslizó por el tronco despacio, hasta alcanzar mis huevos. Los lamió, luego chupó uno, y una agradable corriente eléctrica, recorrió mi cuerpo. Chupó el otro y un quejido de placer salió de mi garganta. La diosa estaba entre mis piernas. Veía como su cabeza subía y bajaba sobre mi sexo, y casi no podía creerlo. Había soñado tantas veces en aquel momento, y ahora se estaba convirtiendo en realidad.

De rodillas entre mis piernas, su boca lamía sin descanso, subiendo y bajando sobre mi sexo. Succionando, lamiendo, chupando. Mi respiración era cada vez más agitada. Mi cuerpo se convulsionaba y mis manos sobre su cabeza, la empujaban a que lamiera y chupeteara sin descanso.

Su lengua se movía sabiamente sobre mi pene. Unas veces lamiendo el sensible agujerito, otras el brillantes glande y otras, descendiendo y ascendiendo por el tronco en un baile imparable de placer. Sus manos no estaban quietas, con una sujetaba la polla por la base y con la otra masajeaba los huevos. El placer era indescriptible. Trataba de concentrarme en otras cosas, para no desatar el éxtasis, ya que quería que se demorara. Quería saborear aquel momento. Mi cuerpo se tensó, y ella seguía mamando mi pene. La humedad de su boca me envolvía por completo, y sentí que estaba en el paraíso. Sí, porque sólo ella podía llevarme al paraíso con sus caricias, con sus besos, con su lengua envolviendo mi sexo, con su boca chupando mi verga.

La diosa suspiraba, respiraba profundamente, gemía. La observé de nuevo, y vi como una de sus manos se había perdido entre sus piernas, indudablemente se estaba acariciando el sexo, introduciendo sus dedos entre sus piernas, dándose placer a sí misma. Eso aún me excitó más, y empecé a gemir y convulsionarme irremediablemente, las lamidas de mi amada sobre mi sexo eran cada vez más rápidas, lo que poco a poco precipitó mi placer, me hizo llegar hasta el cielo y explotar por fin llenando su boca con mi semen. Ella tragó sin parar, bebiéndose todo el néctar.

Cuando dejé de convulsionarme, la tumbé a ella sobre la hierba. Le besé el cuello, descendí por su escote, bajándole los tirantes del fino vestido veraniego que llevaba, dejando al descubierto sus pequeños, firmes y desnudos senos. Me dirigí hacía el derecho, besé el pezón, lo chupé y mordí con suavidad. Lamí el seno y tracé un camino hacía el pecho izquierdo, donde también besé el pezón, lo chupé y mordí con suavidad. Mi diosa se estremeció. Seguí lamiendo su piel, descendiendo por su torso hacía su vientre. Lamí su ombligo y continué hasta el nacimiento de su sexo, busqué entre los pliegues, hallando el clítoris, que empecé a lamer y chupetear, logrando que de nuevo la hermosa mujer se convulsionara de placer. Mordí aquel delicioso manjar que se ofrecía jugoso a mi boca, y con mi sinuosa lengua alcancé su agujero vaginal. Introduje mi lengua en él, marqué un circulo en su borde y mi diosa volvió a estremecerse mientras gemía extasiada. Su sexo se derramaba sobre mis labios, dulce y húmedo. Empecé a sacar y meter mi lengua de aquel exquisito agujero, mientras con mi dedo índice acariciaba su clítoris. Mi amada se retorcía y gemía de placer y repentinamente sentí como su cuerpo empezaba a temblar, sus gritos se hicieron más agudos, continuados y rápidos y su sexo estalló en una serie de agradables convulsiones sobre mi boca. Me tumbé a su lado y al mirarla pensé que era hermoso tenerla a mi lado y cerré los ojos.

Cuando abrí los ojos, sentí el olor de la hierva fresca penetrando en mi nariz. El aire fresco acarició mi cara, una hoja del árbol bajo el que estaba acostado, cayó sinuosa sobre mi cabeza. La aparté, miré a mi alrededor, luego entre mis piernas.

No estaba, la diosa se había perdido. Me incorporé sentándome sobre la hierba. Mi pantalón estaba perfectamente abrochado, no había ninguna señal de lo sucedido.

Me froté los ojos, luego los abrí y allí estaba ella, en el centro de la plaza, sobre su hermosa fuente, echando agua con su jarra.

La diosa, quieta, inerte, sonriente, con la mirada perdida en el horizonte. La estatua de mi diosa, seguía allí. Su boca había sido mía, mi sexo había vibrado por ella. Pero ella seguía allí, sobre su fuente, impertérrita como si nada hubiera sucedido para ella. Por que para ella nada de aquello había sucedido, al fin y al cabo, era sólo una estatua.

Erótika (Karenc) del grupo de autores de TR.