Dímelo

Cuando los dos son tan tontos como para desearse tanto, de vez en cuando hay que mentirse a uno mismo para que el deseo, simplemente, se libere.

Lo maldigo… ¡Dios! ¡Cómo lo maldigo! Me llegan las ganas de correrme… y el muy hijo de puta cambia el ritmo, no sé si para impedírmelo o es tan egoísta que ni siquiera se da cuenta de lo que hace. Estoy terriblemente excitada, muy cabreada… y dolida. Tengo ganas de llorar, pero pueden más las ganas de pedirle que por una puñetera vez se apiade de mí y me conceda un orgasmo.

Lo que suelen hacer los tíos malos de las pelis pornos… hace mi amante conmigo. Con un brazo lanza todos los objetos de mi mesa de la consulta al suelo, y los lápices, bolis y libretas se esparcen por todos lados. ¡Joder! Ha tirado el Littmann cardiológico que me regaló mi padre de la misma forma que si tirara cáscaras de nueces. ¡Cómo lo haya estropeado le parto la cara! Pero luego… Ahora mismo estoy demasiado conmocionada como para hacer otra cosa que no sea perderme en su boca, esos labios que siempre me han arrebatado la cordura, y por los que he agachado la cabeza una y otra vez.

Me tumba sobre la mesa, levanta mi falda y desgarra de un tirón mis braguitas de encaje. Otra vez me enfurezco. Esas me las pagará, de eso estoy completamente segura. Y sin embargo el gesto ha sido tan excitante que he de reconocer que me compraría mil veces las mismas braguitas con tal de volver a oírlas romperse bajo la presión de sus rudos dedos. Su torso fuerte se inclina contra el mío, y me soba los pechos sobre la tela del vestido, hinchados por mi temprano embarazo. ¿Cuántos meses? Ahora mismo no puedo ni recordarlo, de lo atenta que estoy al masaje rudo que le ofrece a mis pezones. Delicioso sentirlo endurecerse entre mis piernas abiertas a su voluntad, con sus ojos clavados en los míos, y su labio inferior apresado entre sus blancos dientes, perfectos… Un dineral en ortodoncia tardía, hace nada que se ha quitado el puñetero aparato. Ya le vale, con cuarenta años casi cumpliditos…

Lo odio… y sin embargo me pierde el sexo con él. Me pierde su cuerpo de gimnasio, sus manos fuertes, su rostro esbelto y elegante. Me derrito cuando sale de su carísimo cochazo para abrirme la puerta del lado del pasajero, con sus perfectos modales de seductor nato. Y me jode subir a ese coche… y saber que aunque deseara darle una patada en su estúpida cara y no acabar separándole las piernas… lo haré, una y otra vez… porque simplemente soy tonta del culo.

Me saca los pechos por encima del escote, haciendo saltar los botones del vestido. Y se quita la camisa lentamente, desabrochando los puños y luego la botonadura desde la parte inferior, haciéndome suspirar por sus abdominales de atleta. Lo odio, ¡joder!, lo odio. Y estoy loca por sentirlo enterrarse en mí, sentirlo bombear con fuerza, y correrse dentro, sabiendo que más embarazada no puedo quedarme. Una locura como otra cualquiera de las mías, ya que a saber dónde metió la polla esta mismísima mañana. Porque, aparte de su flamante y guapa esposa, se folla a todo bicho que lo ponga levemente cachondo. Gilipollas de mí, que tampoco le pongo trabas, como ninguna de las otras. ¿Para qué cojones me dieron mis padres una carrera universitaria?

Y allí está. Su piel inmaculada, su pecho bronceado en la playa que tiene a dos pasitos de casa, o en el establecimiento más caro de la ciudad, seguramente. Apuesto a que las chicas del local se pelean por ponerle el protector solar cuando entra por la puerta. Se ríe cuando me ve observarlo, embelesada. Sabe el efecto que causa en mí, y se jacta de ello. ¡Cuántas veces le ha dicho a sus amigos, en mi presencia, que soy la perfecta amante! Sé cuál es mi lugar, el de chica con buen culo que agacha la cabeza cuando me trata como a una amiga, y la que se deja hacer de todo en cuanto quiere lucirse frente a sus amigotes, con tres copas de más y alguna ralla de coca. ¡Imbécil! ¡Imbécil! Y yo más, que me dejo.

-          Bomboncito… ¿quieres que te folle?

Asiento con la cabeza, con los ojos entornados y las manos aferradas a la mesa, buscando asidero ante el vértigo que siento por los sentimientos tan contradictorios. Debiera cerrar las piernas, recomponer mi autoestima y hacerlo salir de mi consulta en ese mismo momento, y sin embargo lo único que consigo es asentir como una estúpida y desearlo con todas mis fuerzas. Un orgasmo… un puñetero orgasmo… por favor…

-          Así no, bomboncito. Quiero que lo digas.

Me aferra las caderas, pone mis piernas a ambos lados, doblándome las rodillas, y exponiendo mi coño rasurado a la entrepierna dura que aun está escondida bajo el pantalón vaquero. Duro por mí, y no por otra… Me derrito.

-          Sí. Sí quiero- logro gemir, loca de deseo.

Sonríe, con suficiencia.

-          ¿O prefieres que te haga el amor?

Los ojos se me abren como platos. ¿Pero este hombre entiende la puta diferencia? ¿Me ofrece lo mismo que a su esposa, o a ella simplemente se la folla? Tengo que contener una sonrisa de bobalicona para no quedar como la chiquilla inexperta que me siento en ese momento. Cierro los labios con fuerza, formando una línea muy dura que representa todo lo que puedo negarle… y no le niego. Si me dijera que separara los labios y recitara algo en arameo haría el esfuerzo, aunque tuviera toda mente puesto en los latidos que mi vulva se empeña en recordar que siento.

-          Sólo métemela, por favor…

-          No, bomboncito. Quiero más… quiero hacerte el amor. ¿Tú quieres?

¿Desde cuándo este hombre se ha propuesto desquiciarme? Porque lo hace de maravilla.

-          Deja eso para tu esposa. A mí no se me hace el amor… A mí se me folla.

-          Me enternece tu barriguita, bombón. Imagino que es mía… que soy el padre.

No puedo reprimir una sonrisa. Sí, ciertamente desearía ser padre, pero su esposa no se lo concede. No he querido ahondar mucho en el tema, pero tengo entendido que van a intentarlo in vitro, a ver si hay resultados. En el fondo, me da algo de lástima…

-          Tal vez la próxima vez que me quede embarazada sea tuyo…

-          Gustoso te daría un hijo.

¿Por qué cojones no me la mete de una vez, y se deja de pamplinas?

-          Dime que me quieres, bomboncito.

-          No pienso decirte eso.

Gracias a Dios, esta vez, las palabras salen de mi boca con demasiada naturalidad. Parece dolido, realmente dolido.

Hace mucho que me di cuenta que no quería a ese hombre, pero que sin embargo me volvía loca. Un año juntos, aguantando vejaciones de todo tipo, hasta que por fin dije basta. Un año en el que tuve tiempo de enamorarme, decidir qué coño iba a hacer con mi vida, y darme cuenta que lo que quería era disfrutar de su compañía, hasta que el orden cósmico pusiera las cosas en su sitio y me devolviera la cordura. Demasiado joven y tonta yo, demasiado experto e hijo de puta él… Me enamoré, sí… Pero ahora no lo estaba. ¿O sí?

Me aferra con fuerza las caderas. No sé en qué momento de la conversación se ha sacado la verga del pantalón, y me enviste con fuerza, atrayendo mi cuerpo hacia el suyo, arrastrando mi espalda por la madera de mi mesa, donde tantas veces me había imaginado follando. Su polla entra con pasmosa facilidad en mis carnes, y lo siento enterrarse hasta el fondo, caliente y duro él, mojada y latente yo.

-          ¡Oh, sí!

Me encanta sentirme empalada por esa tremenda verga suya, tan en consonancia con el resto de su ser. Se queda inmóvil al fondo, presionando sus caderas contra mi pelvis, sin apartar la mirada de mi rostro, contraído por el placer.

-          Dime que me quieres, bomboncito.

-          No voy a decirlo.

Se retira lentamente, esta vez deja mi cuerpo anclado a la mesa con sus manos sobre mis caderas. Y cuando estoy a punto de perder la sensación de su polla dentro de mí, se clava con más fuerza aun, arrancándome suspiros y maldiciones.

-          ¡Por Dios! Sigue.

-          No hasta que no me digas que me quieres.

Abro los ojos y me pierdo en sus ojos verdes. Realmente necesita sentirse querido hoy. No sé por qué, pero anhela con fuerza ser amado. Casi quiero aferrar su cuello y besarlo con dulzura, moverme despacio contra su polla y hacerle yo el amor, atrayendo su cuerpo contra el mío, rodeando sus caderas con mis piernas para evitar que se pueda escapar. Si sólo fuera cierto que me quiere…

-          No me hagas decirlo, por favor.

-          Dilo, bomboncito-, me ruega, retirándose nuevamente de mi interior-. Necesito saber que me sigues queriendo.

¿A estas alturas lo necesita? ¿Después de tantos años? ¿Los dos casados, yo embarazada, y él intentando tener un bebé con su esposa estéril? Esto no puede estar sucediendo… Ahora no, por Dios, ahora no…

-          No te quiero, no me hagas mentirte.

Sé perfectamente lo que va a pasar. Y pasa. Tan fuerte como la vez anterior, vuelve a bombear contra mi cuerpo, estrellándose contra el fondo y haciéndome gemir como una loca en la habitación que me ve vestida de enfermera todos los días.

-          Te quiero-, me escucho decir, cerrando los ojos.

Me besa dulcemente en los labios, inclinando ágilmente su cuerpo sobre el mío. Saca la polla otra vez, y deja solo el capullo apoyado contra mis carnes ansiosas. Ha ganado… pero lo peor estaba aún por llegar.

-          Más que a él, ¿verdad?

¿Más que a quién? ¿Qué a mi marido? ¿Qué horrible broma es ésta? Estoy a punto de insultarlo, y él lo sabe, porque me hace callar metiéndose en mi coño con la rabia de un animal en celo. Poder sobre mí, eso es lo que quiere, el muy hijo de puta. No puede ser segundo plato de nadie. Es plato único, orgulloso macho dominante. Sus caderas arremeten una y otra vez contra mi cuerpo, agitando su respiración y la mía. Sus labios besan mi boca; me muerde, apresa mi lengua, succiona, y lame como si fuera la vida en ello. Me folla con el alma, como si tuviera que demostrarme que es el mejor hombre que existe, que nadie puede sustituirle. Y jadea contra mi cara, resopla acaloradamente, desesperado por correrse.

-          Más que a él, ¿verdad, bomboncito?

Y yo, que estoy perdida en un mar de sensaciones que hacía tiempo que no sentía, (los meses que hacía que estaba embarazada, para ser exactos), me derrumbo desesperada por tener lo que ese puñetero hombre nunca me ofreció antes. Un te quiero sincero, un anillo de compromiso y una presentación a su familia no como una amiga, sino a la mujer con la que quiere compartir su vida…

¿En qué cojones estás pensando, estúpida? No, ya sé que ahora ya es tarde para los dos. Yo ya estoy escarmentada de sus mentiras y manipulaciones, y él sabe que soy menos impresionable. Sabe que esto es una pantomima que fingimos los dos para sentirnos jóvenes, como hace tantos años, cuando follábamos en la calle, hambrientos el uno del otro, sabiendo que a doscientos metros estaba la habitación de hotel donde había reservado suite para comernos los sexos durante varias horas, y nunca dormir… no fuera a ser que su prometida se diera cuenta que no volvía a casa. Ducha para quitar el olor a otra mujer, un café para apartar el sabor de mis besos, y a la cama con la oficial, esa gilipollas que aun sabiendo que se acostaba con todas las que podía estaba dispuesta a casarse con él con tal de tener la vida asegurada al lado del empresario más joven y guapo de la ciudad. ¡Gilipollas los dos! Y más gilipollas yo, que creyéndome más lista y valiosa que ella, me dejaba ultrajar una y mil veces, viendo como se despedía de mí sin abrazarme ni compartir una sola noche entera conmigo.

La otra… sencillamente era la otra…

No, ya no éramos los que perdían el juicio de aquella forma, y sin embargo seguíamos deseándonos como animales. Y así lo hacíamos. Follábamos ahora desesperados por hacernos gemir más si cabía, deseando que entrara la señora de la limpieza y nos encontrara frotando nuestros cuerpos contra la mesa, donde se meneaba la pantalla del ordenador de forma más que peligrosa. Me la metía y sacaba una y otra vez, destruyendo todo resquicio de cordura en cualquiera de los dos. Sexo, sexo y solo sexo… aunque quisiéramos fingir que éramos más que eso, solo era por sexo. Pero era bonito pensar que había emoción en lo que hacíamos, que no éramos malas personas por ponerle los cuernos a nuestros respectivos… que ambos estábamos muy enamorados, y que ese era el motivo. No la lujuria, el placer que nos prodigábamos, la horrible necesidad que sentíamos el uno por el otro, aun después de tantos años.

-          ¿Más que a él?

-          Más que a ninguno. Siempre.

Su gemido retumbó en la pequeña estancia, y me folló con tanta fuerza que no había atisbo de duda de que esa no era precisamente su forma de hacer el amor. Penetraba como una máquina, estrellándose contra las paredes elásticas de mis entrañas con tanta rudeza que a veces no supe si era dolor o placer lo que sentía. Pero yo siempre gemía; joder, cómo me gustaba lo que me hacía. La garganta desgarrada, la boca seca y los ojos clavados en los suyos, sintiendo que de un momento a otro, por fin, me correría entre sus brazos…

Y de repente decidió que tenía que dar muestras de más poder si cabía. Me alzó en vilo, sujetándome por los muslos, y poniéndome erguida contra su pecho me observó mientras yo, aferrada a su cuello, contenía la respiración por la novedad de la postura.

-          Seguro que nunca te han follado así-, me dijo, con su sonrisa perfecta. Maldito chulo… pero era cierto. Nadie me había follado nunca de pie, en vilo. Y estaba loca por sentírmelo hacer.

-          Nadie ha aguantado mi peso.

Se rió abiertamente, con la polla restregándose entre mis muslos con las carcajadas. Me sentí ridícula colgada de sus caderas, esperando a que me empalara y me hiciera correr, ¡por Dios!, un puñetero orgasmo…

-          Levanto mucho más peso en el gimnasio-, comentó, restando importancia a mi peso.

Y era cierto, desde luego. Le había visto cientos de veces entrenar, al otro lado de la amplia estancia. Mis ejercicios aeróbicos no tenían nada que ver con su necesidad de sacar volumen muscular, y casi nunca coincidíamos en las mismas máquinas… a no ser que se acercara a saludarme y a soltarme la frase tan manida de todos los días: “¿No te mareas leyendo?” Y es que no dejaba de sorprenderle que pudiera usar la cinta de correr con un libro en las manos. Ganas de contestarle siempre: “Hay gente que sabe hacer dos cosas a la vez, y por lo menos una de ellas en el ámbito intelectual.” Pero se me quedaba cara de lela y prefería reírle la gracia. Benditos veinte años…

Con esa imagen en la cabeza me hace bajar sobre su polla hasta clavármela por entera. Gimo escandalosamente, regocijada ante la fuerza que transmite tan magnífico ejemplar de macho. Y él gime conmigo. Me fascina oír gemir a un hombre. Me hace sentir poderosa y deseada, y no solo la que consigue que al final, por pura insistencia, un hombre se corra. Me gusta que se disfrute de cada embestida, de cada roce, de cada humedad en cada pliegue. Un hombre que me susurre y gima al oído cada vez que se pierde en mis carnes… eso es lo que me excita y me enciende. Y este hombre me hacía sentir eternamente deseada.

Me levantó para sacarla, y al instante volver a destrozarme el coño con su calor. Una y cien veces bombeó contra mí, ardiente duro como una piedra en brasas. Yo vibraba, temblaba y me partía con sus dedos clavados en mis nalgas, mientras me elevaba y me hacía descender sobre su polla, y mi boca se entregaba a los jugueteos de la suya, y respirábamos el mismo aire.

Gemidos. No había nada más que gemidos, sudor y cuerpos chocando con rítmico sonido húmedo.

Gemidos. Imposible tener unas partes tan secas y otras tan mojadas en el mismo cuerpo. Y qué delicia sentirla así, hambrienta de besos, de una polla derramándose contra la lengua, de unos dedos explorando el paladar, sopesando cuan puede dilatarse los labios si de repente pretende enterrarse hasta la garganta, y los cojones pretenden chocar contra la barbilla temblorosa.

Gemidos y más gemidos. Y un calor horrible y asfixiante que comienza a germinar en la entrepierna, anunciando el deseado orgasmo. Por él me humillo, por él miento y me entrego a los deseos del gilipollas que una vez amé y que ahora simplemente deseo… ¡Por Dios! ¡Qué sea tan bueno como para merecer el sacrificio!

La polla de mi amante se ancla contra mis carnes con un alarido de su dueño. Sus dedos se aferran a mi culo como si fueran lo único que lo mantiene atado a la realidad… Y se corre en mi interior con ansia, jadeando contra mi boca, temblándole las piernas. Busca apoyo contra la pared y allí me empotra, rendido y exhausto, satisfecho de sí mismo por la proeza.

Adiós a mi orgasmo.

Entre temblores de mi cuerpo empieza a resbalar su semen por su polla y sus piernas. Quiero llorar, pero no pienso hacerlo. La rabia me embarga, la ira me quema el pecho. Tanto soñar con amores para quedar siempre en la más absoluta de las decepciones. Mucho macho, y poco interés en hacerme disfrutar hasta el final. Lo abofetearía, pero estoy tan humillada como rabiosa.

-          ¿Te ha gustado, bomboncito?

Juro que lo mato…

-          Mucho-, contesto, desesperada por sentirlo salir de mi coño, por ir al baño a limpiarme esa leche que me sigue resbalando hasta sus cojones.

Sonríe, como no, con suficiencia.

-          Has llegado, ¿no?

Ladeo la cabeza. Me veo llamándolo inútil y descerebrado…

-          Dos veces.

Y me besa tiernamente en los labios. Me deposita en el suelo, se limpia y se viste apresuradamente. Entiendo que ha perdido mucho tiempo intentando que yo le confesara que lo quería. Su mujercita perfecta lo espera en casa, supongo, para ver una peli en el sofá del salón.

Y su descapotable nos espera en la puerta del centro de salud. Ha anochecido. Al menos puedo pedirle que quite la capota para que me dé el aire en el rostro y se me baje la calentura… Hasta la siguiente vez que el gilipollas y la gilipollas se deseen tanto como para arruinar sus vidas… por un puñetero polvo.