Dime dónde duele
Solo me importas tú, y esa es la verdad. Ellos se pueden ir al infierno. - Garbage.
“¿Puedes mover el dedo?”. Me preguntaste cuando, tocándolo suavemente, sonreías. Me mataba. El dolor y la sonrisa que tenías. Gasas, gasas y más gasas iban y venían mientras, disimuladamente, tratabas de robar mi atención para que me olvidara del dolor.
“¿Qué estabas haciendo para que termines así?”.
“El peor accidente de mi vida”, te respondí con sarcasmo, devolviéndote la sonrisa. Un vaso de vidrio, una tarde aburrida y una hermana demasiado movediza terminaron desembocando en aquella situación. Desde luego, siendo tú enfermero, sabías que lo mío era una minucia comparado con todo lo que te tocaba lidiar.
“Hay que suturar”. Mi sonrisa se oscureció, pero tú seguías manteniéndola. Desde ese momento se convirtió en mi apoyo. Llevaste tu mano hacia mi rostro, y poniendo el dedo índice en mi frente, dijiste “Hoy no hay lugar para el dolor. Aguanta un poco.”
Y mientras, aún con anestesia yo veía las estrellas, maldiciendo tu dulce mentira, no podía evitar decirme en mis adentros: “O tal vez esto sea el mejor accidente de mi vida”.
Dos días después volví al centro de salud donde trabajabas. Esta vez, otro dedo. Misma mano. Misma hora. Pero sabía todo tan diferente.
“¿Otra vez? Aún falta para quitarle los puntos del otro dedo y vienes con otro problema”.
Pero la herida no era tan grave como la primera. De hecho solo bastaría una curación casera. Supongo que eras más inteligente de lo que yo pensaba, porque sospechaste que la herida fue causada solo para tener una excusa para verte de nuevo –no quería esperar varios días para quitarme los puntos-.
“Hoy no hay lugar para el dolor”, volviste a decir. Esta vez, tu dedo, antes de abandonar mi frente, acarició levemente mi nariz.
Aquella tarde iba a vencer mis miedos. Te lo iba a decir, tenía tantas ganas. O iba a tocar el cielo con las yemas de los dedos y por el contrario iba a estamparme contra el suelo del infierno. Sea como fuere, al menos moriría con una sonrisa sabedora de haberlo intentado.
Esperé por ti. ¿No lo sabías, verdad? Es la primera vez que me atrevo a confesar la tontería que hice. Estuve un par de horas allí, hacia la entrada, bajo la copa de un árbol de mango, admirando el ir y venir del gentío. Pero no tuve el valor de quedarme cuando te vi venir. Tenía demasiado miedo de las personas; un montón de siluetas oscuras que parecían odiar todo lo que tú representas para mí, todos los anhelos que tú despertaste en mí.
Tenía demasiado miedo de ti. Que tú fueras una sombra más, como ellos, carente de sentimientos y lleno de odio hacia mi querer.
Días más tarde fui para quitarme los puntos. Esta vez no hubo suturas, y aún así llevaste tu dedo de nuevo hacia mi frente. Casi rozaste mis labios al retirarlo. Casi.
“Parece que será la última vez que nos veamos. ¿No tendré que preocuparme más por ti?”. Sonreíste. Mi mundo se volvió a estremecer. Mis anhelos volvieron a despertar. No, no podía olvidar, no podía deshacerme de mis pensamientos tan fácil como los puntos que se desprendían de mi piel.
Me enmudecí. No podía sostener tu mirada ni devolverte la sonrisa. Esa tarde te lo iba a decir. Esa tarde o moría o renacía.
Cuatro horas después, con mi cabeza a punto de reventar y el cuerpo hirviéndome, saliste cargando tu mochila. Te sorprendiste. Yo también me sorprendí de mí mismo, para qué mentirte.
“No me digas que te has lastimado de nuevo”.
“Hoy no. Te he esperado para poder acompañarte. Quiero agradecerte por lo que has hecho”.
“Ya veo… Pues vamos. Qué cojones. La verdad es que estoy sediento, y odio tomar algo aquí”.
Pasó la tarde. Corrieron las bebidas, las risas, el leve tacto de tus manos que parecía ser profeta de noches inolvidables. Llegó la noche, las despedidas y los números de teléfonos.
Y así se hizo costumbre visitarte casi todos los días. Me sentía feliz, y sé que tú también, se notaba cómo se iluminaban tus ojos cada vez que me veías esperándote bajo el mango.
Pero ambos sabíamos que había algo más, que faltaba un último paso que temíamos dar. Por temor a las sombras que nos rodeaban. Porque por más que queramos hacer que no están ahí, lo están, esperando fulminar lo que ellos no entienden ni pueden obtener.
En la noche de tu cumpleaños fuimos a un bailable. Con mi hermana y su amiga pudimos pasar desapercibidos. Cuando tú bailabas con ella, y yo con su amiga, te buscaba los ojos y la sonrisa cómplice. Toda la noche fue así, una maldita tortura encorsetada que debía soportar para estar cerca de ti sin temer.
La noche siguió, las niñas se cansaron y descansaron en uno de los sofás. Creo que mi hermana terminó ligando luego, allí mismo. La música bajó a ritmos más románticos. Entre el humo pesado y las paredes que parecían sudar, te acercaste a mí para agradecerme la noche. Me diste un abrazo.
-- I wish that you would do some talking/ How else am I to know what you're thinking? / If only people would say what it really was / What it really was, what it really was that they wanted --
Pero estaba durando más de lo que debía. Tu mentón reposó en mi hombro y tus manos parecían no querer desprenderse de mi espalda. “¿Es acaso todo esto producto del alcohol en las venas?”.
Un beso rompió el iceberg que se nos interpuso el día en que nos conocimos. Y el susurro de tu voz calmó las aguas:
“¿Tienes miedo?”, preguntaste.
“No tengo idea de lo que me estás queriendo decir”, mentí.
“Sé que tú también tienes miedo, como yo. Tu hermana me lo contó”.
“Cabrona, la voy a matar”.
“Sobre mi cadáver”, reíste.
“Miedo…”, reclamé en mis adentros. Golpeé mi nariz contra tu lóbulo para decirte: “Miedo a ellos, a lo que piensen. Que nos destruyan”.
“Al diablo con ellos. Todo lo que me importa eres tú, y esa es la verdad… Así que dime dónde duele, que trataré de curar”.
Sin temores, las sombras se desvanecieron a nuestro alrededor. Si querían fulminarnos, no podrían ni en mil años. Si de alguna forma conseguían herirme, sabría que tus dedos me consolarían.
Tan solo se oía el sonido de tu boca en la mía, el sonido de la canción romántica… y los aplausos jocosos de mi hermana y su amiga.
Esa noche, en tu casa, reventamos y mandamos a la mierda todos los dogmas.
Fui el primero en deshacerme de las ropas. Las tuyas las acompañaron en el suelo poco después. Caímos abrazados en la cama. Yo encima de ti. Y exploramos con manos y bocas todos nuestros secretos. Mi sexo restregándose contra tu vientre, mezclándose con el sudor y mi humedad, mientras el tuyo azotaba seca y lentamente mi trasero.
Fue la primera vez que mis manos encerraron entre sus dedos el sexo de otra persona. De un hombre. Era tan distinto a las fantasías. Las mariposas en el estómago y el corazón ardiente reventando en la garganta no se pueden imaginar. Lo sabes tú bien.
Me abrazaste y giraste sobre mí. Ahora yo estaba a tu merced. A besos fuiste bajando por mi cuerpo hasta llegar entre mis piernas. Y mientras tu lengua serpenteaba en mí, mientras yo me mordía los labios y empuñaba las sábanas en medio de nuestros gemidos, no podía dejar de pensar en algo:
Que fuiste el mejor accidente de mi vida.
Esa noche no pudimos probar el placer carnal más deseado. No estábamos realmente listos, así que los dedos humedecidos con tu saliva y la mía hicieron lo que pudieron para calmar nuestras ansias. Solo por esa noche.
Abrigados por la luna –testigo de nuestro querer-, enredados entre las sabanas de seda. Tu piel contra mi piel, con el ardiente fuego que se acomodaba entre ambos, nos guardamos unas sorpresas más para el final.
Pasaron los días. Siempre te esperaba bajo el mango, escuchando aquella canción romántica que despertó nuestra aventura. Aquella que sonó durante nuestro beso. Siempre allí, esperando tu sonrisa y luego el consuelo de tus dedos que sanaban cualquier herida que provocaban las sombras sin sentimientos que nos rodeaban. Siempre curando allá donde la carne no existe.
Lo nuestro nunca fue por morbo, por sexo puro. Lo nuestro –al menos yo lo he sentido así- fue porque nos necesitábamos el uno al otro para poder existir entre ellos, para no caer destrozados en el suelo.
Recuerdo con mucho cariño aquella noche en la que paseamos en la cala. Tomados de la manos, sin miedos, sin tabúes y sin sombras a nuestro alrededor. ¿Eran ya tres meses juntos? Al menos estábamos cerca de ello.
“Aquí no nos pueden herir. La noche es nuestra”. Decías enredando tus dedos entre los míos, y era verdad. Mientras tumbados, con la arena picando entre nuestros cuerpos, nos deshacíamos de los dolores con besos y manos morbosas.
El dulce viento colándose entre los pliegues de mis recuerdos. Dime que tú también lo sentías: La naturaleza también de testigo, aprobando lo que las sombras no quieren.
Recuerdos y recuerdos suturados en mi piel.
Todo cambió aquella tarde en mi casa, con mi hermana espiándonos sonriente, pasando y ojeando cada vez que pudiera.
Nunca entenderé por qué me lo ocultaste por tanto tiempo. ¿Era porque me veías a mí como el débil, el que necesitaba recibir fuerzas? Siempre fuiste tú el que más lo necesitaba. Tras tu sonrisa se escondía el dolor, tras esos ojos brillantes se escondía tristeza. Tras tu corazón se escondía cáncer.
Aquella tarde la muerte sonrió desde una esquina oscura de la habitación. Aquella tarde, las sombras amenazaron herirnos mortalmente.
Lloré como perro desconsolado. Pero aún con todo el mundo viniéndose encima, tú llevaste tu dedo en mi frente, bajando hasta los labios, susurrando “Hoy no hay lugar para el dolor”. Y nos besamos. Con la muerte de testigo, sorprendida, hicimos el amor.
Cerré los ojos. Abrazado a ti, a tus manos consoladoras, a tu sexo húmedo y palpitante, y al dulce sonido de tu voz. Desde aquella vez yo me hice más fuerte. Solo por ti.
No. “Hoy” no hay dolor.
Entonces caen los sueños. Se rompen los anhelos. Se aletargan los latidos de tu corazón.
Siento que se resquebraja mi piel. Siento que no hay puntos suficientes en el mundo para cerrar esta herida que se desangra.
Despierto en el mundo de los vivos e hipócritas. Muero una vez más en las tierras de los dulces recuerdos. Hay lágrimas recorriendo los hoyuelos de las mejillas. Hoy no estás aquí. Ni lo estarás mañana ni pasado cuando vaya a escuchar “ Tell me where it hurts ”, en las sombras del árbol de mango.
Hoy siento que las sombras ganarán la batalla pues ya no hay manos que puedan curar las heridas que hacen.
Muero a veces, durante las noches en que la luna rota parece llorar entre las nubes. Siento que soy el hombre más miserable del mundo.
Toma de mi mano, desde allá donde estés, y llévame donde no teman vernos ni escucharnos. Cúrame. Que nuestro amor, hoy huérfano de lazos, aún resucita en mi memoria. Llévame allá donde el mundo desaparezca.
A veces, durante las noches, siento que estás a mi lado. Siento que mis letras no se desangran esperando que un dios se apiade de ellas.
Y tú, que al terminar las líneas volverás a tu vida o buscarás una paja en otro texto, espero que trates de entender cómo me sentía en sus brazos. Más allá de las corridas, de la leche, del morbo. Espero entiendas la razón por la que siento que mis palabras se estrellan y mueren desangradas contra la lápida que reza su nombre.
A veces, durante las noches, sueño que tú has vuelto. Sueño que renaces en mis memorias. Y de alguna manera, aunque sea por un instante, siento que tus dedos consuelan mis letras.