Diez de mayo con mi tía (Final)

Por fin Lucas logra su cometido. Pero nadie ha dicho que las cosas serán fáciles.

DIEZ DE MAYO CON MI TÍA XII

Recapitulando. Unas escaleras mecánicas me subieron al segundo piso, en el fondo estaba el lugar de la cita, estaba iluminado con colores ocre que daban la sensación de estar frente a una chimenea, los sillones estaban forrados con un tapiz color café. Había en el lugar una veintena de personas, un grupo de amigos que se reían en una esquina. Una pareja de un hombre de cabello entrecano y una jovencita se tomaba de las manos en la más sórdida mesa del lugar. Había otros pequeños grupos de amigos que estaban regados. Sentada en la barra estaba una chica sola, rubia, que despedía bocanadas de humo que parecían danzar alrededor de un farol amarillo.

Yo me senté en uno de los sillones. Un mesero me atendió muy amablemente y yo le pedí un trago de jarabe de coco con ron y hielo. Yo pasé a formar parte de aquella fauna local. Si entrase un nuevo cliente, pasaría revista de todos los personajes que yo he citado, pero después de la chica rubia de la barra diría que en una mesa se encontraba un muchacho solo y desesperado que tomaba bebidas sin compañía alguna, un joven con cara de que lo han dejado plantado, un tipo vestido con un pantalón negro y una camisa del mismo color con rayas rojas, con demasiado perfume, como quien tiene la esperanza de fornicar dentro de unas horas, que se ha mordido los labios para que luzcan más carnosos, que se ha limpiado la frente con servilletas para lucir fresco, pero sobre todo, con una aureola de sexo que invitaba a pecar. Eran ya las dos con veinte y mi madre no llegaba. Yo había llegado con quince minutos de adelanto, pues no quería que apareciera ningún caballero de esos amables que encuentran que la soledad es un problema de cualquier dama, y menos aun esperaba yo la llegada de uno de estos héroes, máxime que mi madre me había amenazado con que, en caso de yo tardarme, ella se vería en la absoluta necesidad de hacerle caso a cualquier caballero que fuese capaz de fijarse en ella, y al decir "hacerle caso" podía yo imaginarme cualquier cosa.

En mi mente deambulaban ideas acerca de las palabras de mi madre. La imaginaba ahí sentada esperándome, imaginaba un caballero llegando a su lado e invitándole un trago, proponiéndole un revolcón, y muy a mi pesar, la imaginaba aceptando. No podía yo intuir que aquel pensamiento sería la llave para que se abriera mi cofre de recuerdos, recuerdos que ahora me resultaban del todo claros. Mi madre yendo por mí a la escuela de infantes, yo de cinco años con mi mochila en la espalda, mirando para todos lados y pateando piedras o pisando hormigas; mi madre sosteniéndome de la mano, enfundada en unos pantalones blancos que le quedaban muy ajustados, mostrando el hermoso culo que ella tenía en esos años; con zapatos de tacón que nada tenían qué ver con una madre que va a recoger a su hijo de la escuela, con una blusa fajada, con los botones abiertos para dejar ver un poco de sus pechos, portando unas gafas oscuras que la hacían verse espectacular.

No, no era esa la forma en que una madre debía de vestirse. Yo de su mano preguntándome por qué yo no tenía papá, como mis amiguitos.

Luego recordaba los carros, siempre distintos que pasaban a lado nuestro, aminorando el paso junto a la acera por donde caminábamos nosotros. Algunos hombres sólo miraban a mi madre, arriesgándose a atropellar a algún niño que cruzara la calle sin cuidado, y mi madre les devolvía la sonrisa si era sonrisa, o el saludo si saludaban. Si, mi madre siempre fue amigable con los hombres, toda la vida le han gustado mucho, y ella siempre les ha gustado a ellos. Algunos se detenían. Mi madre me pedía que me sentara junto al muro mientras platicaba con ellos. Sonreían al final, como si hubiesen quedado en algo concreto. A veces nos subíamos a alguno de esos autos y yo me ponía a jugar con los juguetes que por alguna razón parecían tener siempre a la mano esos hombres que pasaban.

En algunas ocasiones nos invitaban a sus casas. Yo me quedaba viendo el televisor y mi madre les acompañaba a sus habitaciones a revisar no sé qué cosa que yo no debía ver. Salía ella con prisa, algo despeinada, la blusa a veces ya no estaba fajada; se seguían riendo ella y los hombres, nunca terminaba yo de ver mis programas, nos íbamos.

Mis ojos se llenaron de lágrimas sólo de ver que la chica rubia de la barra tenía un culo muy parecido al que mi madre tenía en aquellos años en que me recogía en la escuela primaria, la cintura tenía un talle muy parecido, las nalgas se le veían justo así, redondas, fuertes; incluso la posición de los hombros era idéntica. Ver a aquella mujer me llenó de nostalgia. Suspiré. Me lamenté como hijo de tener una mamá tan fácil y tan caliente, mientras que como hombre envidiaba, envidiaba de verdad, a aquellos hombres que coincidieron en el tiempo y espacio con aquella tentación sexual que ofrecía Dios en el cuerpo de mi madre.

El grupillo de amigos parecía una bola de estudiantes, empujándose unos a otros como si tuvieran dieciséis años, siendo que tenían alrededor de treinta y dos. Según sus caras pude adivinar que estaban apostando, y la prueba de la apuesta parecía girar en torno a la chica rubia de la barra. La apuesta ha de haber sido más o menos así: "el que se anime a ir y le saque plática y sea rechazado, pierde; el que le saque plática y no sea rechazado, pero no obtenga nada más, ni gana ni pierde; y si consigue llevarse a la chica de ahí, entonces gana". Uno de ellos se paró, dispuesto a ganar. Yo comencé a sentirme muy mal, imaginé las veces en que grupos de hombres se apostaban a mi madre y también pude delirar en aquellas ocasiones que, siendo el sujeto bien parecido, se podía llevar a mi madre a la cama, facilito. El tipo de esta ocasión era un pendejo, y la verdad me iban a dar ganas de llorar si la rubia le aceptaba el trago.

El fulano se le acercó, con esa mirada que yo conocía bien, esa mirada que tantas veces le dirigían a mi madre, esa mirada que encierra toda la fe del mundo de que la chica cederá, esa certeza de que la chica es puta, esa confianza de que fornicarla será fácil.

El fulano se sentó a lado de la rubia, le sonrió con aquella mueca que me era familiar. Yo no veía la cara de la chica, pero por el movimiento de la cabeza pude saber que le estaba sonriendo. Algo tendría la cara de la rubia porque el ligante dudó un poco en si seguir la plática o correr. Imaginé que podría tratarse de una quemadura horrible, o un labio leporino, o un enorme lunar con cabello. La apuesta debía ser jugosa porque el tipo insistió en ligar a la chica. Cada risa que soltaban era un escupitajo que me humillaba, pues veía con una claridad aterradora que cuando la mujer es puta es puta, y nada ni nadie evitará que las situaciones le salgan al paso, que su destino es que su entrepierna y su aliento huelan siempre a verga. Me sentía muy raro. Cuando el tipo le pasaba la mano por la cintura a la rubia me sonrojé por completo, pues el sí se había sucedido. El sujeto, orgulloso, invitó a la chica a que se pusiera en pie; como que no quiere la cosa le rozó las nalgas. La chica era una mamacita total, era justo como mi mamá, esas putas que se dan a lo largo de las épocas. El tipo seguía siendo un imbécil, lo que me dejó bien claro que poco importa quien se acerque, pude haber sido yo quien se estuviese llevando a la rubia. Los amigos eran un bote de aceite transportado en una carreta, saltaban y giraban, excitados, sin creerse todavía que el idiota de su amigo estuviese echándose al bolsillo tan sin esfuerzo a aquella preciosidad. Seguía sin verle la cara, pero ya viéndola de pie se veía lo buena que estaba la condenada rubia, y supuse que el tipo se sorprendió tanto o más que yo de verla parada por completo. A su andar, las nalgas de la chica parecían retumbar en todos los que ahí estaban. Los únicos que no estaban deleitándose con el andar de la chica eran los infelices que estaban acompañados de sus novias o esposas. Ya casi salían del lugar el ligante y la rubia cuando ella se regresó, quizá para ir al baño.

Yo no quise ser muy obvio y fingí que miraba el fondo de mi vaso. La rubia se acercó en dirección mía. Ya que estaba bastante cerca me dijo con aquella voz que cimbra todo mi ser cada vez que me habla.

-¿Qué pasa contigo Lucas? ¿Hasta cuándo se supone que me ibas a rescatar de ese pendejo?

Era mi madre

Mis ojos se abrieron como un par de soles, mi rostro entero se ha de haber iluminado por completo. Dios mío, mi madre estaba de no creerla. Llevaba puestos unos zapatos preciosos con un cintillo ancho que le aprisionaban del tobillo, mientras que las lianas de cuero que sostienen el resto de su blanco pie eran casi inexistentes. No había más líneas que sus tendones. Sus dedos con esmalte café le daban a sus pies un aire de canela exquisito, como el dorado de un pan recién horneado, ¡Dios Santo, qué ganas de caer al suelo rendido a sus pies y besárselos! Su tobillo se apreciaba perfectamente tensado a suerte de caminar sobre los afilados tacones. El vestido que llevaba era de una tela muy estival, ligero en su textura, volátil, con estampado compuesto de distintas tonalidades de café, como si mi madre se vistiera con las alas del otoño, con la mezcla de mil hojas marchitas. El otoño nunca fue tan hermoso, pues si bien el vestido asemejaba el mullido suelo de un bosque decadente, la tela era tan delgada que flotaba como una bandera en un frente de guerra, como el vestido de novia de la naturaleza, como el manto con que visten las hadas cuando se dirigen a cumplir deseos, sus propios deseos. No era la tela lo que irradiaba tanta magia, sino el cuerpo brioso de mi madre que se ocultaba debajo de estas telas. El vestido le quedaba ceñido al cuerpo gracias a un cinto de cuero. El largo del vestido le daba justo antes de cubrir sus suculentas rodillas, y su corte era tan magnífico que se le veía ajustado sin asfixiarla, permitiendo que la forma de sus piernas y sus nalgas se destacaran en todo momento. A cada paso se veía cómo todo temblaba con una dulzura deliciosa. El torso también estaba ajustado y ostentaba un escote muy pronunciado. No llevaba sostén, se alcanzaban a ver sus senos algo caídos pero enormes. Su andar sobre los tacones provocaba el sereno vaivén de sus pechos libres debajo de aquella tela etérea que sin duda le rozaba suavemente los pezones. Su piel blanca adquiría debajo de aquel vestido un color cálido y sugerente. El temblor de sus tetas quitaba el aliento. Este adelgazamiento que mi madre presumía no podía ser fruto de ejercicios, sin duda se había sometido a una liposucción; había quedado tan buena como cuando me llevaba a la escuela. El tiempo le había hecho a ella los mandados. En sus manos cargaba algunas pulseras de madera que convertían a cada extremidad en un árbol cuya fruta eran los anillos. Su cuello mostraba ya un poco el paso de la edad, sin embargo, nada deseaba yo más que acercar mi nariz y respirar el olor de su cuello y sentir en mi rostro, como un tiburón predador, sus latidos, su adrenalina, su invitación a comerla. Si bien todo me resultaba impresionante, su cabeza era la parte del cuerpo que más sorpresas me deparaba. Mi madre no tenía ya aquella nariz algo aguileña que le conocía, sino que ahora mostraba una nariz clásica, tan recta como la vida de un santo, con un par de orificios exquisitos y simétricos, sus pómulos estaban más alzados, el orificio que nace cuando sonríe estaba renovado, su boca era la misma boca preciosa de siempre, mientras que sus ojos, otrora algo tristes, ahora reflejaban aquella curiosidad de su adolescencia. Su cabello era ahora rubio y muy corto comparado con la mata de cabello que siempre le había visto. Parece mentira que no conociera yo el cuello de mi madre por detrás, vaya, un lunar muy grácil que ella tiene no lo había visto nunca, siempre había estado cubierto por una cascada de cabello, pero ahora tenía yo la fe de tomarme mi tiempo para conocerle el cuello por detrás. Por alguna razón se me adelantó unos pasos y pude ver el escote de su espalda tersa, se dibujaban sus vértebras y sus costillas en un pliego dulce que a cada paso mostraba con naturalidad el cómo los músculos se movían debajo de la piel. Su espalda era el más precioso lienzo, la tapa de un djembé antiguo, la membrana de los ojos de Dios. Ahí, en ese instante, mi madre era la mujer más hermosa del mundo.

Cuando mi madre fue en dirección mía dejando al apostador con un palmo de narices la rechifla fue general. Fue para los amigos de ese tipo un suceso memorable, se retorcían de la risa. La cara del tipo era impagable, era como si supiese que al cabo de los años le seguirían recordando aquel momento, aquella vez en que se estaba ligando a una puta buenísima que lo botó por un jovencito. Tan hilarante resultaba el engaño y tan justificada la postura de mi madre que nadie armó pleito.

El andar de mi madre era sexual por donde quiera que se le mirase. Sus tacones cimbraban el suelo haciendo vibrar, que no temblar, sus nalgas, y a cada paso sus pechos bailaban de arriba abajo con una cadencia que auguraban su calidez, no hay quien viera aquel par de pechos que no quisiera tener su rostro encallado en ellos, sudando como un bebé y mamando leche.

-¿Qué?¿No me vas a besar?

Claro, por supuesto que la besaría. Nuestros labios se unieron como nunca lo habían hecho, no con aquella lejanía fraterna de siempre, no con aquella tersura seca de los labios apretados que no abren el propio interior, no con esa tensión que deja al otro afuera, no, esta vez abrimos bien nuestras bocas pretendiendo que el otro entrara dentro a través de ella, abriendo las compuertas de nuestras almas que se escurría de una boca a otra en forma de saliva y lengua. Masticábamos ambos como si entre los labios estuviese el pezón siempre lechoso de la naturaleza, de la virgen primigenia, y vaya que nuestras bocas sabían igual que esa leche mágica. Nos estábamos comiendo, no nos importaba estar ante las miradas de todos, pues esta era una deuda pendiente de toda la vida y por nosotros todos los mirones podían irse muy lejos. Nuestras respiraciones eran de un jadeo desesperado, como si una fuerza extraña nos estuviese lazando con una soga firme. La lengua de mi madre tenía un sabor adictivo que luego de probarlo no podrías dejarlo nunca. Mi madre lloraba, espero que de la emoción. Alguna vez escuché que los besos en la boca eran muy importantes porque el hombre y la mujer huelen, en el labio superior, el registro antiguo de la especie y el secreto del inmunotipo de la otra persona, que inconscientemente deduces su tu inmunotipo es compatible con el del otro, y así, en un beso, sabes si procrearás niños sanos que no se enfermen muy seguido; en el caso mío y de mi madre nuestro fenotipo era, por obvias razones, el mismo, y al besarla me sentía precisamente inmune a las vicisitudes del mundo.

No fue sino hasta ese instante que nuestros labios se unieron de verdad, hasta ese segundo en que comenzamos a devorarnos, sintiendo ella la dureza de mi pecho y yo la voluptuosidad del suyo, que me di cuenta que esto en que me estaba metiendo era algo que definitivamente me rebasaba, que por más de estos besos podría yo matar, o hacer el peor ridículo de mi vida, o cualquier cosa, nada, absolutamente nada me importaba más que estar gozando de las mieles de esta mujer que Dios me dio por madre y ahora como amante. Todo mi ser se abalanzó sobre ella, toda mi energía se volcó en la suya, como una inmensa ola de mar que no puede racionalizarse, dejé de estar en mí y me volqué todo en ella. Un fuego ardiente me consumió de pies a cabeza en una sensación que nunca había vivido y que sin embargo me resultaba familiar. Mi madre separó su cara de la mía y sonrió como una niña al momento que con la muñeca se limpiaba la saliva que embarraba sus mejillas. Su sonrisa fue inocente como quien dice "ya lo hice" , su mirada era una mirada nueva, no era la turbia putona que solía ser a veces, sino una chica que al besarme se virginizaba, y al virginizarse nacía su desesperación de dejar de ser virgen, y para mi suerte ella apuntaba toda su putedad venidera en dirección de mi cuerpo. Se dirigió a mi con una voz muy sugerente, como si me hablara en trance, como si no fuese dueña de sí misma y su ronquedad fuese resultado de su existencia intermitente, de la gravedad de su pasión incontenible. Lo que dijo daría para miles de interpretaciones si se hubiera pronunciado con un tono diferente a aquel que ella utilizó, sin embargo, este timbre suyo llenaba de pureza cualquier atrocidad que dijera.

-Vamos, llévame por la ciudad. Presúmeme, quiero que todos me vean a tu lado y que sepan que tú me haces el amor, quiero que cada mirada lasciva que me dirijan sea una gema de envidia que tiren a tus pies, quiero que sepas cuántas pasiones puedo desatar y que tengas la certeza de que sólo las desataré, realmente, para ti. Justo es que te advierta que hoy por la noche te voy a violar de todas las maneras posibles. Si quieres huir como un pajarillo es este el momento, después… después no querrás irte jamás. Quiero que el mundo sepa que soy tuya, que imaginen las cosas que me estarás haciendo hoy en la noche, quiero excitarte hasta los límites que ni siquiera imaginas, quiero que estés bien caliente cuando llegue el momento de que cumplamos nuestra palabra, nuestro destino. Hoy quiero, hoy voy a ser la más sucia puta de la tierra, y quiero serlo en tus brazos.

Yo la llevaba del brazo en escuadra, como un militar que conduce a una dama de estado, y me sentía orgulloso de ir acompañado de aquella preciosidad. Sin mediar palabra, me plantó un mordisco en el cuello. Me dejó un morete bastante visible. Yo estaba ofendido pero a la vez agradecido de tan significativa huella. Su compañía abrió en mí una especie de clarividencia, por vez primera creí saber lo que la gente quería y pensaba.

A nuestro paso los hombres se nos quedaban viendo, y lo que veían era a una mujer caliente del brazo de un muchacho, se mordían los labios y sentían en sus vergas una rebeldía inusual. En sus mentes me envidiaban, todos sus mitos y sus complejos adquirían realidad sólo de vernos; no había partes buenas ni partes malas, pensaban que aquella elegante y sensual dama que era mi madre se paseaba a mi lado porque ella prefería, al igual que todas las mujeres, la carne joven y vigorosa, la verga de semen abundante, el brío y la flexibilidad que sólo da la juventud; para ellos la rabia no era tanta, pues comenzaban por odiarme, por sentir una envidia terrible de mí, ya de mi juventud, ya de mi belleza, aunque ni una cosa ni otra era el verdadero motivo de su celo, sino verme acompañado de tan fino ejemplar de mujer. Poco a poco descansaban en el pensamiento de que, en el fondo, lo que llevaba a esta señora distinguida a soportar la vergüenza de exhibirse como mi putita era el amor por la verga en general, aunque por ahora eligiese la mía en particular. No había hombre que no desnudara a mi madre con la mirada. Su cachondeo al caminar era ya un anzuelo inevitable, el que fuera a lado de su efebo fornicador era ya el colmo. Los hombres mayores lamentaban no ser ya jóvenes, lamentaban que su tiempo para gustarle a una mujer que exige frescura hubiese pasado, se consolaban con pensamientos tales como "chico, ya envejecerás y en ese entonces ella te dejará por otro mancebo". La actitud de las mujeres era muy diferente, la miraban con odio, como si dijeran "¡puta!". Las señoras se persignaban frente a mi madre y en su mirada parecían decirle "¡Qué vergüenza! Piensa en la madre de este pobre muchacho, piensa en el dolor que sentiría esa noble mujer sólo de saber que su tierno niño ha caído en garras de una perra como tú. Méndiga, las cosas que le has de hacer para encularlo. ¡Aprovechada!"; otras mujeres, las de treinta y cinco, veían en mi madre un futuro próximo y titubeaban sin saber si juzgarla o vitorearla, por un lado les causaba gran recelo que ostentara tanto descaro, pero a la vez quisieran haber sido ellas las que se atrevían a revelarle al mundo su condición de puta tragona, sin vergüenza alguna; querían ser mi madre y su falta de discreción, quisieran ser ellas las del valor de llevar del brazo a un jovencito al cual se comerían en privado.

El chupetón en mi cuello era un aviso muy claro de sexualidad que a todos indignaba. Las señoras al pasar hacían muecas de pena. En serio parecía preocuparles lo que mi pobre madre dijese si me viese a lado de esta devoradora. Si supieran que esta come hombres que más tarde me comería la verga completita era precisamente mi mamá.

Unos a favor y otros en contra nos observaban. No pasábamos desapercibidos. Éramos los más dulces novios de esta ciudad de novios. Sin propósito alguno, mi madre tomó un atajo por una calle del centro y pasó justo enfrente de una construcción repleta de albañiles. Los silbidos y piropos nos cayeron en tormenta. "Mamacita, joto, lindura, móchate cabrón, quién te tuviera, presta pá la orquesta". Justo enfrente de estos canarios populares mi madre se detuvo para abrazarme y besarme de forma muy descarada, cuidando de conducir una de mis manos justo a su ano. Yo aproveché la situación y le dí una buena magreada a sus nalgas. Cuando la rechifla ya dejaba intuir algo de riesgo por provocadores, apuramos el paso.

Entramos en un gran almacén donde mi madre comenzó a comprarme ropa. Al igual que en la calle, los caballeros que estaban dentro de la tienda se nos quedaban viendo. Aquí todos pensaban que mi madre me mantenía contento comprándome ropa. El odio reflejado en el rostro de las vendedoras era impagable, pues apretaban los labios y el entrecejo cada vez que salía de los probadores y le mostraba a mi madre cómo me quedaban las prendas. Mi madre decía con tranquilidad que me veía guapo, que algo no le gustaba. Mi madre era exhibicionista. Por su sonrisa podía yo deducir que estaba disfrutando aquel juego de hacerse pasar por la dama ricachona que mantiene contento a su matador a punta de halagarle con ropas y enseres, que con su dinero compra las metidas de verga más deliciosas e intensas, disfrutaba dar la apariencia de ser tan puta que pagaba para que se le regaran en la garganta. Sí, ella estaba disfrutando estar ahí parada mientras las demás mujeres del área, clientas y dependientas, la odiaban y le lanzaban toda la mala vibra que podían; mi madre se nutría con sus envidias, cada maldición sumaba en sus hombros una pluma más en sus alas multicolores.

Salí de aquella tienda vestido de una manera diferente a como entré. Ahora vestía mezclilla, una camisa ajustada que hacía presumir lo compacto de mi abdomen, un cinto espectacular y ropa interior de marca que alcanzaba a adivinarse en mi cintura, rematado todo esto con una camiseta y tenis. En su conjunto entré aparentando más edad que la que tenía y salí aparentando mucho menos. Aquel cambio de imagen sólo radicalizaba la sensación de abuso por parte de esta madura señora que me llevaba a todas partes como su animal sexual. Yo me sentía bastante cómodo de hacerme pasar por objeto sexual.

Esa era la apariencia de nosotros, sin embargo, detrás de esa estampa se estaba tejiendo un día hermoso. Mi madre y yo descubrimos lo acostumbrados que estábamos a nuestra forma de reír y de bromear, y poco a poco reconocíamos lo mucho que nos habíamos hecho falta. Las pláticas fueron tan dulces como cuando yo llegaba luego de una fiesta y le contaba de mis andanzas y le daba santo y seña de aquellas chicas que me habían robado el aliento, y ella siempre me preguntaba con interés los puntos más finos, si besaban bien, cuál era su temperatura, qué me decía su risa, y yo le contaba todo y en su seno me sentía como un muchacho libre capaz de contarle todo a su madre sin ningún tipo de vergüenza o pena, y ella siempre me revelaba opiniones muy valiosas acerca de si la cosa resultaría o no con tal o cual chica, y ahora que lo pienso, nunca, nunca, nunca, falló. Siempre tuvo buen tino para profetizarme con cual me besaría o con cual perdía mi tiempo. Durante un instante se agolparon en mi mente todas estas reflexiones y lancé un suspiro acompañado de una lágrima que me brotó espontáneamente. Estaba yo conmovido. No podía yo medir el riesgo de que una vez que fornicara a mi madre aquel aspecto se podría perder para siempre en manos de la lujuria.

A lo largo del día me enteré de los detalles de las distintas cirugías que se había practicado mi madre. Esa era su sorpresa, por eso no pude yo verla por tantos días. ¿De dónde sacó ella tanto dinero? Su empleo no daba para tanto, vamos, no era sólo la cirugía, sino todo lo que me estaba ella comprando, la misma ropa que llevaba puesta. No era momento para pensar en todo eso, aunque me daba curiosidad. Pasar un día como este me dejaba en claro que estaba a lado de una gran mujer, su mirada, su trato, su plática, su magia, todo me hacía grande. Fue entonces cuando ella dijo.

-Tendremos que guardar todas estas bolsas, no podemos irlas cargando por más tiempo.

-Estoy de acuerdo.

-Si vamos al hotel ¿Me prometes que no habrá penetración? La habrá, vaya que si la habrá, pero no todavía. ¿Puedes prometerme eso? ¿Puedes prometerme que a lo más me tratarás como a una novia mojigata, de esas que se dejan tocar y hacer todo pero que no permiten que las desvirguen sino después de la boda?

-Lo prometo.

La simple idea de estar en un lugar sórdido, apartado del mundo, con esa promesa de que podría tocarla mucho, hacerle de todo, me obnubilaba por completo, y si a ello agregábamos aquella promesa de que penetración la habría, entonces todo pasaba a ser irreal, un sueño húmedo. Si hasta ese momento estaba ya muy excitado, ahora estaba loco de deseo.

Entramos al hotel. Mi madre tiró sobre la alfombra las bolsas de ropa y se abalanzó hasta una pequeña barra que había allí, misma que era un enorme lavabo blanco coronado con un gran espejo. Supongo que lo hizo a propósito. Se inclinó hasta dejar su rostro muy cerca del espejo, como si se quitara una basurilla del ojo, sin embargo, al hacerlo se empinó divinamente, alzando sus deliciosas nalgas. Yo, con la lentitud que da la seguridad de que la chica no escapará, sino que ella desea estar ahí tanto como yo, me acerqué. Me coloqué detrás de ella y sin recato alguno deslicé mi dedo por la raya que divide las nalgas. La tela del vestido era de una textura deliciosa, pero más deliciosa era porque vestía aquellos dos cerros que eran las nalgas de mi madre. Su temperatura era de una tibieza sorprendente. Ella me miró a los ojos a través del reflejo del espejo. Su sonrisa me recordaba mi promesa de no penetrarla, sólo toquetearla. Mi verga estaba produciendo mucho semen, vibrando como una vara de radiestesia sobre una pirámide enterrada. Mis dedos empujaban la tela del vestido como si quisieran disolverlo. Mi madre abrió las piernas para que yo la auscultara mejor, y así lo hice, comencé a tocarla como si nunca hubiese yo tocado un trasero, disfrutando de hacer las nalgas para un lado y para otro, descubriendo que dependiendo de dónde toques la temperatura es diferente, intuyendo que los misterios están ahí debajo y en medio de aquellas dos duras montañas de carne. Mi madre se comenzó a poner roja del rostro. Se dio la vuelta y me empujó. Caímos en la cama. Sin desvestirnos comenzamos a abrazarnos y tocarnos. Mis manos recorrían toda su longitud, como cerciorándose de que ella fuese real. Una de mis manos se metió entre su vestido y comenzó a recorrer sus piernas cuan largas eran, mientras la besaba en la boca de una manera voraz. Ella era, sin embargo, más voraz que yo.

El nuevo juego era que ella era mi novia mojigata, defensora de su virginidad pero cachonda en extremo, de esas que guardándose su moral acompañan al novio al hotel y se dejan abusar, bajo la promesa de no ser penetradas, pero decididas a que su noviecito intuya lo que tendrá una vez que se casen, dejando para el último el misterio de su vulva. Ella era esa novia mojigata que sin embargo es muy caliente, que si por ella fuera se dejaría empalar por un toro, cansada de tanto tocarse el clítoris y la parte externa de su vagina, maestra en hacerlo, maestra en quedarse con las ganas de una buena verga, confiada de que en su momento la tendrá. Era raro suponer todas esas cosas cuando la novia mojigata te ha parido, pero en fin. Esa mezcla de recato y violencia, esta novia mojigata que me violaba la garganta con la lengua, me volvía loco. Nuestras respiraciones eran muy agitadas. Mis manos merodeaban el calzón y lo encontraban mojado, al grado de que mis dedos estaban siendo ya expertos en rebordear el límite del encaje del calzoncito y palpar, poco a poco, la aparición de los gruesos vellos del pubis de mi madre, mismos que mis yemas parecían contar. Quise tocar la vagina de mi madre pero ella me lo impidió con un no poco convincente. Sin embargo, por respeto a nuestro acuerdo dirigí mi dedo a su arillo anal. Cuando coloqué mi dedo en su culo mi madre esbozó una sonrisa absolutamente viciosa. Encajé mi dedo en aquel orificio sintiendo cómo su calor era el más intenso de todo aquel cuerpo. Su humedad, su fuerza, su tensión, eran rabiosamente encantadores. Mi otra mano se agasajaba tocándole las tetas. Ni siquiera nos habíamos desvestido. Mi madre toqueteaba mi verga por encima del pantalón, con una mano intentaba empuñar mi cilindro y con otra aprisionaba mis testículos. Dulcemente me toqueteaba el área de las nalgas y el ano, para luego tocarme el pecho. Sin quitarme la camiseta, la alzaba para morderme los pezones. Nos entrelazábamos a todo lo largo, sus piernas se trenzaban con las mías, el calor de su coño me llamaba mucho y, aunque vestida, el movimiento de sus caderas emulaba el vaivén de que la tuviera empalada, y yo imaginaba cómo sería de lindo si estuviéramos ya desnudos y entreverados. Lo mejor de tener una novia mojigata pero cachonda es que sabes que ya cuentas con todo su consentimiento, que no se debe a una falta de gusto que aplace el sentarse a horcajadas en tu verga, sino a principios que en su inejecución no encuentran la pureza y su integridad, principios que tarde o temprano cederán. Esa falta de consumación cuando la putedad ha sido expuesta es como vestir a la virtud con harapos que permitan verle el coño, el ombligo, los pezones; es la pureza mal sentada, que se le ve todo y se descubre su secreto: que es puta, que cogida está desde antes de darlas. Oscureció.

Fuimos a tomar un trago. No lo sabía yo, pero a lo largo de la tarde, entre beso y beso, mi madre había vertido en mí un veneno que me consumiría por completo. Su saliva se había convertido en una sangre conquistadora que fluía a lo largo de mis venas, era una droga que célula a célula me dominaba. Una suerte de hechizo me hacía aceptar incondicionalmente todos sus deseos, era ahora y más que nunca mi dueña. La novia mojigata tenía bajo la manga la carta más letal de todas, la que abstrae, la que enajena, la que roba el ser. Mientras tomábamos unas margaritas en un bohemio restaurante, platicamos:

-Pobre Lucas.

-¿Pobre por qué?

-Te voy a devorar, ¿lo sabes?

-No sólo lo sé, sino que lo espero.

-No sabes lo libre que me siento de estar haciendo esto. Eras el único dique de goce que me reprimía, pero ahora míranos. Me siento feliz, feliz, feliz. No sabes lo importante que es para mí esto. Tal vez no venga al caso que te pida disculpas por todas aquellas veces que te hice a un lado por seguir mis impulsos, pero valga la disculpa y la promesa de que te recompensaré cada separación que tuve de ti, por pequeña que fuese. Pobre de mijito, soportar la calentura de su madre.

-No deberías avergonzarte

-No, si no es vergüenza. Sentiría vergüenza si hubiese estado cogiendo como animalita todos estos años, pero no, cada vez que lo hice, cada vez que te dejaba era bastante consciente de lo que estaba haciendo, y sin embargo nunca me detuve. Es esa conciencia la que debo reparar.

-No te alteres, te digo

-¿Puedo preguntarte algo?

-Por supuesto.

-¿Cuándo fue la vez que sentiste mayor vergüenza de mi?

-¿Aparte de la vez que te escuché jodiendo con los dos chicos en casa de mi tía Simone?

-Si, aparte de esa vez

-Fue hace mucho. Fue la vez que sospeché que no eras la mujer santa que yo suponía. He de haber sido un tonto, cualquiera con un poquito de malicia lo hubiese adivinado. Eso de acompañar a desconocidos a sus casas y encerrarte en sus habitaciones mientras me ponías a ver la televisión, supongo que es una pista clarísima. Luego salías con la blusa desfajada, toda despeinada. Era obvio. Pero ¿sabes qué? No podría juzgarte ni pude haber sospechado nada porque en esas ocasiones salías con tus ojos radiantes, con tus pestañas girando como soles, con tus pupilas dilatadas y el color de tus ojos brillantes; esa mirada que tenías después de haberte aprovechado de un hombre era la cosa más hermosa del mundo. Dios mío, créeme que me enamoraba de tus ojos cada vez que los veía así. Tú, con esa mirada, ¿Cómo prestar atención a detalles? Sólo existían tus ojos, no podía haber otra cosa, ni medias rotas, ni blusas manchadas de gotas de no sé qué, ni labios hinchados, ni miradas febriles, sino sólo tus ojos como la mirada de Dios, provocando adoración. Fueron tantas las pistas pero nunca las vi porque entonces aparecían tus ojos como cortina de humo cubriendo todo lo vergonzoso y transformándolo en pureza.

-Qué cosas más tiernas me dices. Me da un vuelco el corazón sólo de escucharte. Espero me arranques muchas miradas como la que describes, y que sean todas para y por ti.

-Pero me has preguntado de la vez que he sentido mayor vergüenza. Fue una vez. Ya tendría unos trece años, quizá. Ya no era tan inocente, ya sabía que había algo que los adultos querían ocultarnos, algo tan misterioso como deseable, algo que no querían que supiéramos. Y traigo a mi mente las imágenes y me encabrono, aunque en el fondo sé que no puedo encabronarme ya contigo. Fue una vez que me salí de la escuela temprano y me fui a jugar a unos juegos de video que hay en el centro comercial. Desde luego no esperaba toparme contigo, de hecho temía hacerlo porque yo debería estar en la escuela y no en el centro comercial. A través del cristal te vi caminando. Te veías preciosa. Sentí culpa en todo mi cuerpo porque te ví y saqué la conclusión de que tenías el cuerpo idéntico a aquellas mujeres que yo reconocía como muy buenas, tenías el cuerpo de aquellas chicas que yo quería cogerme, tus tetas eran como las que yo quería agarrar en otras mujeres, pero sin saber la explicación reconocía que por alguna razón era indebido que me gustaras. Me parecía tan injusto que pudieras gustarle al resto de los hombres pero a mí no. Fue entonces que pasó una camioneta con tres tipos encima, era una de esas camionetas que sólo tienen un único asiento, por lo cual los tres tipos iban medio apretujados, y ni manera que unos se pasara para atrás porque la caja estaba llena de naranjas. Era una locura que te dijeran cosas porque la situación era en sí misma estúpida. Si te quisieran llevar, no cabrías. El de en medio no tendría manera de opinar. Si te hablaba el de la ventanilla del copiloto, surgiría un conflicto entre quien debería de quedarse contigo, si el copiloto que te saca plática o el chofer y dueño del vehículo. Sería necesario que fueras, y perdóname por decirlo, que fueras una puta para esperar que le hicieras caso a cualquiera de los tres tipos sin que te importara la existencia de dos testigos que podrían afirmar para la posteridad que les consta cuán fácil fuiste. Nadie tendría derecho claro a quedarse con la presa. Sin embargo el de la ventanilla contraria al chofer te dijo no sé que cosa. Cualquier mujer se sentiría ofendida de ser abordada por una lata de sardinas como aquella. Encima la camioneta era algo vieja, por mucho que los tres tripulantes eran apuestos. Andaban trabajando, se veía a leguas, y si te dijeron no sé que cosa fue sin esperar tener éxito, la verdad. Pero lo tuvieron. Tu te detuviste, te acercaste con ese andar que tienes cuando quieres gustar. Sonrieron, sonreíste. Y ante mis ojos atónitos te subiste con ellos a su camionetilla. Ese día llegué a la casa y tuve que hacerme de comer algo. Tú no llegaste sino hasta algunas horas después. Llevabas el cabello recién lavado, como si te hubieras bañado. Claro, yo no podía desconfiar de lo que estabas haciendo porque técnicamente yo no te había visto, pero lo había hecho, te había visto en el centro comercial con tu cabello suelto y seco, y ahora llegabas con tu cabello húmedo y recogido, ya sin maquillaje. Traías la mirada que desvanecía mis penas, pero esa vez, y sólo esa única vez, tus hermosos ojos no fueron suficientes para aquietar mi melancolía. Fue un secreto que guardé hasta ahora. Todos estos años llevé en el pecho ese recuerdo que creí enterrado, y sólo ahora que me has pedido que revele el momento en que sentí más vergüenza de ti es que lo saqué. ¿Pero sabes qué? Todo el tiempo me quedó claro que el origen de mi censura y de mi rabia no era yo mismo, sino las creencias de la gente. En el fondo yo no tenía por qué sentirme mal. Tu regresaste y me quisiste como siempre. Aunque una cosa sí cambió, y ya que estamos en confesiones te lo voy a comentar. A veces, sólo a veces. Mientras me masturbaba pensando en Laurita, una compañera de la secundaria que estaba riquísima, mi mente me traicionaba y me llevaba a aquel escenario en el que los tres cargadores de fruta te hacían como les daba su gana, y para mi asombro, de vez en vez yo estaba con ellos y era el que más furiosamente arremetía contra ti. La vergüenza me inundaba por completo pero siempre, en estas ocasiones, los chorros de semen eran tan liberadores y reconfortantes que me mandaban a dormir una siesta o sueño reparador, dependiendo si era de tarde o de noche. Así, a suerte de echar chorros de leche a tu salud fui olvidando aquel recuerdo. Te limpié a ti y me conformé con pensar que el sucio, el perverso, el cochino, era yo y mi mente que me movía a cogerme a mi madre en mi fantasía. ¿De perdido valió la pena?

-¿El qué…?

-Los cargadores.

-No me pidas detalles, pero sí, valió la pena. Esos tres eran hombres muy poderosos, hechos a fuerza de trabajo arduo durante años. Sus músculos eran correosos, duros de doblar, su olor era fuerte pero limpio. Era tierno ver a esos tres sabiendo que estaban disfrutando de un tesoro que no volverían a tener jamás. No me decepcionaron en lo más mínimo, si es que el dato te interesa, sino por el contrario, resultaron ser una experiencia muy significativa para mí, han sido los hombres más inocentes que he tenido en mi cuerpo, su malicia era casi inexistente, eran silvestres cien por ciento. Creo que ha sido la única vez que he estado a lado de hombres que me permiten afirmar que sé cómo cogían los caballeros de las épocas primitivas, a puro instinto, sin fetiches. Ni siquiera tuvieron la malicia de penetrarme al mismo tiempo. Esperaron a penetrarme uno después del otro, los tres lindos, a su manera, cada uno especial, cada uno puro. Si, valió la pena, y mucho. Por otra parte, eres un travieso Lucas. Con razón me encontré un día un retrato mío en el baño. Ahora entiendo.

Me sonrojé.

Luego de un par de tragos vi a mi madre muy entretenida con el celular que le había yo regalado el diez de mayo. Me parecía en cierto modo una grosería que estuviera conmigo sentada en la mesa pero absorta en su aparato. Yo sólo veía su cara picara viendo el monitor de su pequeño teléfono móvil, pero sin idea de qué podría ella estar viendo que le provocara tanta diversión. Cerró su teléfono. Yo le reclamé con mucho cuidado.

-¿Ya terminaste con lo tuyo?

-Si.

-Ha de haber sido importante

-Te dije que te iba a poner muy caliente.

Yo no entendí lo que decía. Noté que los hombres del lugar miraban a mi madre de una manera más lasciva que a lo largo de todo el día. Más y más hombres nos merodeaban como tiburones alrededor de una foca herida. Algunos, según podía yo ver en los reflejos de distintos espejos, pasaban junto a nuestra mesa para colocarse detrás de mí y hacerle señas a mi madre, muy del tipo de invitarla a que me dejara sentado unos segundos en la mesa y se dirigiera al baño para ponerse de acuerdo en algo. Tanto arrojo se me hacía extraño. Me resultaba molesto.

-Yo creo que es tiempo de irnos- le dije.

-Espera. ¿Quieres saber por qué están tan imbéciles todos estos caballeros?

-Sin duda que quiero saber por qué se han puesto tan pendejos.

-Seguro sabes lo que es el bluetooth, lo has de saber porque tu me regalaste este aparato. Pues bien. Quise ver un detalle en el teléfono y ví que el bluetooth estaba encendido, y no solo eso, pues ver que estaban con la señal abierta varios usuarios, aquí en este lugar. Así que me vino a la mente una idea traviesa. Cuando tú tienes tu bluetooth abierto puedes advertir si hay más usuarios en el espacio en que te encuentres. En un lugar como este pueden haber varios usuarios que técnicamente están en red contigo, ¿Cierto? Tú sólo le enviarás un documento, un mensaje o una foto a tus conocidos. Sólo recibes documentos que te envía gente en la que confías ¿Cierto? Mi hipótesis es que la gente es una entrometida. El nombre de usuario de mi teléfono es "Dulce". En mi pantalla aparecían cuatro usuarios dentro de este mismo restaurante, un tal Fredo, un tal Miguel, un tal Flash, y por último un tal Mefisto. Creo que todos son hombres. Me pregunté: "¿Qué pasaría si les envío alguna foto mía a cada uno de ellos?". Imagina la situación. En su teléfono les aparecerá un mensaje como: "¿Aceptas recibir un documento de Dulce?", y ellos, aunque no sepan de qué Dulce se trata, pulsarán la tecla que acepta el envío. Ven la foto y les sorprende, así que buscan quién pudo habérselas enviado. Para ese momento yo ya tengo escondido el teléfono y no saben quién se las envió. Pero luego observan con más detenimiento e identifican a la chica de la foto, se dan cuenta que, para su desgracia, está acompañada de un chico muy guapo. Aun así, me merodean como la carne fresca que imaginan que soy. Me da risa porque nos circundan, pero yo no sé quien es quien, quien es Mefisto, quien Fredo, quien Miguel o quien Flash, y como les he enviado fotos diferentes a cada uno, no puedo imaginar qué intenciones tienen.

-Pues yo creo que sus intenciones no difieren mucho de uno a otro. ¿Qué fotos les enviaste?

-Te las muestro ya que salgamos.

Salimos del lugar. Me mostró las fotos. En una de ellas estaba de pie y desnuda, con sus piernas cruzadas, cubriéndose el coño con sus manos, con el pecho fragante, con sus ojos cerrados, como en ensueño, una foto artística, pero sin duda erótica. En otra foto sólo se veía la punta de una enorme tranca a unos tres centímetros de mi mamá, y ella con la cara gozosa bañada en semen. Otra doto era ella, empinada, siendo empalada por el culo, pero ella, indudablemente ella, perfectamente identificable, ella y no otra. La última foto era ella con la misma tranca de hacía dos fotos, pero esta vez la tenía bien encajada en la garganta. Yo no sabía qué pensar. Para tomar estas fotos requirió de cómplices, cómplices que la fornicaran, cómplices que tomaran las fotos, y los que tomaron las fotos seguramente también la fornicaron, y así. Me ponían caliente las imágenes, pero a la vez me humillaban. Eran fotos recientes. Mi madre me juró que esto del bluetooth era una fantasía que tenía, que quería llevarla a cabo conmigo, que esa fue la única ocasión en que me fue infiel desde que se arregló la cirugía. Me aclaró que sólo mamó y se dejó coger por el culo porque me estaba reservando su coñito. No sé si sentí alivio al escuchar eso. En fin.

Mi madre me dijo:

-Iremos a un sitio especial.

-Haré lo que me pidas.

-No esperaba menos de ti. Prométeme que me amarás ahí. Prométeme que pase lo que pase tú me harás todo lo que quieras hacerme ahí. Prométeme que no me avergonzarás.

-Me llenas de inquietud, pero lo prometo. Tramposa, podría prometerte lo que fuese.

Abordamos un taxi y mi madre le dio un papelillo al taxista, quien sonrió de manera socarrona y comenzó a llevarnos al lugar de destino. Pude ver en los letreros que estábamos en una colonia de nombre Chimalistac, con casas de apariencia vieja. Entre las callejuelas se veían monolitos arqueológicos, sabe Dios si originales. Llegamos a una construcción con toda la descripción de una casa embrujada. Nos apeamos del taxi. Eran las once de la noche. Todos los que entraban a aquel lugar iban vestidos de etiqueta, sólo nosotros íbamos vestidos de manera casual. Yo era el único que llevaba mezclilla. Los jóvenes brillaban por su ausencia. Unos acomodadores de coches garantizaban a los tripulantes el cuidado de sus costosos autos. Pude notar que en la entrada se entregaban y recibían boletos, algunos pagaban su entrada en efectivo, y no pagaban con billetes de cien o doscientos pesos, sino con billetes de quinientos pesos, no uno, varios, no sé cuantos, y no les devolvían cambio alguno. Era algo muy especial, por lo que se veía. Una mirada torva era el denominador común de los asistentes, las que menos torva tenían la mirada era una que otra chica que acompañaba a algún caballero de edad, a leguas se veía que eran sus putitas de compañía. Llegaban caballeros solos, pero no podían entrar si antes no elegían –y pagaban- alguna acompañante de las que había en la entrada. Estas acompañantes no serían cosa barata, desde luego, a juzgar por lo hermosas que eran. Cuando nosotros entramos mi madre entregó un par de boletos algo diferentes que los de los demás.

Era extraño asistir a un lugar como ese en compañía de mi madre. Era el tipo de sitio que una madre prohíbe a sus hijos, sin importar qué edad tengan. Había modelos bellísimas enjauladas en unos nichos empotrados alrededor de algunas mesas. La luz era muy cálida, pero lo suficientemente tenue para mantener una atmósfera turbiamente necesaria para el tipo de lugar que era. En el centro había una pista con un diván de piedra muy estilizado con reminiscencias de las construcciones romanas, encima tenía fijo un colchoncillo de apariencia muy suave. Junto al diván había un farol sostenido por un tubo dorado, supongo que aquel farol era un aditamento para danzas desnudistas. En varios puntos del local había monitores que mostraban pornografía preciosista, nada brutal o de mal gusto, sino pura cosa cuidada.

Desde que entramos mi madre y yo nos hablábamos a puros susurros, yo estaba ebrio de ella y pese a que alrededor había toda serie de estímulos. Cualquier mujer que estuviese en aquel sitio era digna de verse y de quererse. Con todo y lo turbio del lugar, resultaba muy refinado. Mi madre y yo nos lanzábamos arrumacos constantemente. Unas edecanes que vestían tacones, un mandil de sirvienta, una gargantilla con un moño, y una tiara fetichista de servidumbre llevaban a las distintas mesas unas bandejas de plata sobre las cuales habían unos pequeños telescopios, de esos que venden en los circos, construidos con un pequeño lente en un extremo, un cono de unos tres o cuatro centímetros de forma cuadrada y una pantalla blanca al fondo, tales telescopios sólo sirven para una cosa, para colocar dentro de tales instrumentos fotos en celuloide. Cualquiera que haya ido al circo se ha de haber visto sorprendido por un fotógrafo que surgía de la nada y te capturaba con su cámara, esta cámara imprimía el celuloide y, recortándose al tamaño de la base del telescopio, se colocaba para que la gente vea su foto a través del cristalillo. Estos artefactos son muy familiares, pues las fotos son espontáneas siempre y además sumamente efímeras. Esos trozos de rollo no pueden imprimirse más de una vez, son únicos e irrepetibles. Dado el lugar en el que estábamos, era seguro que las fotos que se podían mirar dentro de estos telescopios serian de pornografía. Las meseras iban de un sitio a otro mostrándole a la gente las fotos de los telescopios. Pude notar que no se deshacían de ningún telescopio, todos los conservaban, es decir, no los estaban vendiendo. La gente miraba las fotos, se turnaban los telescopios y fisgoneaban dentro de ellos como si fuesen ventanas a un universo de sexualidad paralela.

Ninguna edecán tuvo la gentileza de pasar por nuestra mesa, aunque yo estaba demasiado entretenido con acariciar a mi madre y hacerle saber lo linda que estaba como para ponerme necio por querer ver los susodichos telescopios. Además, seguro se trataría de alguna modalidad de pornografía extrema o criminal que yo no quería ver.

Bebimos un par de tragos y comenzaron distintos espectáculos. Danzas de bailarinas exóticas, bailarines, parejas. Los espectáculos iban de menos a más. La cosa comenzó a ponerse más fuerte una vez que se escenificó un acto sexual en vivo. Era un negro que le estaba haciendo de todo a una pelirroja muy hábil. En las mesas sucedía toda serie de cosas. Un tipo llevaba a su novia con un collar de perro. Un fulano veía el espectáculo abrazando a su esposa mientras una chica le daba una mamada; un tipo empinaba una copa mientras metía sus dedos en el coño de una chica para luego llevárselos a la nariz. La atmósfera se cargaba.

Mi madre me dijo:

-Debo ponerte al tanto de algo. Mi fantasía siempre ha sido que un público me vea haciendo el amor. Quiero sentir ese poder. Quiero que seas tú quien me permita cumplir eso. Y como supe que estarías de acuerdo lo he arreglado todo para que fuese de la manera más espectacular posible. Lo he arreglado todo y tú debes confiar que he hecho las cosas lo mejor que he podido.

-¿Quieres que te haga el amor aquí, frente a todos?

-Mi palabra está empeñada en ello.

-Pues ni qué decir.

Un director de ceremonias anunció que el espectáculo principal daría inicio. Mi madre me llevó de la mano hasta el diván de piedra. Me recargó sobre el mueble. La iluminación fue al principio molesta, pero me fui acostumbrando. Mi madre se acercó para besarme en la boca. Todo era surreal. Minutos antes estaba en la mesa, contemplando el espectáculo, y en un dos por tres estaba ya en la pista, siendo yo el espectáculo. Supe que no podría detenerme ya, que todo estaba escrito. Fue entonces que descubrí lo que mi madre había planeado. Una música cadenciosa comenzó a sonar y el presentador dijo:

-Con ustedes INCESTO EN VIVO.

En unas pantallas que estaban justo detrás nuestro comenzaron a aparecer fotografías extraídas directamente de nuestro álbum familiar. Desde luego en Internet uno puede ver una infinidad de sitios dedicados al incesto, pero siempre le queda a uno la sospecha de que se trata de meros montajes donde le pagan a alguna adolescente para que se haga pasar por la hija, algún tipo gordo y calvo que se haga pasar por el padre de ésta, y de vez en vez hasta aparece algún supuesto hermano. Siempre tienen en sus rostros un brillo que falta, una familiaridad que no hay, un pecado que no se siente. Lo único que da autenticidad a un incesto es ver precisamente un álbum familiar que retrate el lazo filial a lo largo de los años. Ahora comprendo la labor de las edecanes, ahora comprendo por qué nosotros éramos la única mesa que no visitaban. A lo largo de la noche fueron sembrando el morbo de los asistentes mostrándoles en aquellos telescopios tan cotidianos y tradicionales las fotos en que yo y mi madre aparecíamos. No eran fotos de nosotros desnudos, o teniendo sexo, no, eran fotos en que ella estaba muy joven, recién parida a sus dieciséis, mostrando su bodoque sonrosado, fotos en las que aparecía ella a lado mío alentándome a que soplara las velitas de mi pastel de tercer aniversario, mi foto de primera comunión, fotos de mi juventud temprana, fotos recientes, de todas, fotos de ella antes y después de la cirugía. El público estaba viendo nuestra historia completa. Suspiros de nostalgia se escucharon en el público al ser testigos de las modas que llegaron y se fueron, de los juguetes que se usaban y no se usan más, de los peinados que mi madre llevó y seguro llevaron más de una en el público, pero detrás de todo eso estaba la realidad, que esa madre y ese muchacho que el público sentía conocer de toda la vida, habrían de fornicar ante sus ojos. Primero quedé boquiabierto, pero luego concluí que la única forma de sobrevivir a esto era precisamente disfrutarlo, ser más perverso que el público, sentir lo que mi madre llamaba poder. Me relajé, un infierno de placeres se abría ante mí. Con razón el público se nos quedaba viendo y relamía sus labios, no deseándonos, sino deseando que hiciéramos lo que ninguno de ellos se atrevía. Horas habían transcurrido y la gente había estado almacenando lujuria a nuestras costillas, sin vernos desnudos, con sólo vernos en esas estampas familiares, convenciéndose de que nuestro parentesco de sangre era auténtico, saboreándose lo que haríamos, esas fotos de mi madre cargándome, yo soplando las velitas, los calentaban más que el porno más duro, pues lo que ellos estaban venciendo es la certeza de que cualquier frontera es derribable, que el tabú no existe. La inocencia puede transformarse, en nuestra mente que la rompe, en el afrodisíaco más poderoso.

La plataforma donde se encontraba el diván comenzó a girar, varias cámaras ofrecían al público distintos ángulos de lo que fuese que hiciéramos, mientras que otros monitores no dejaban de proyectar las fotos de nuestro álbum familiar.

Mi madre se puso de rodillas frente a mí y comenzó a restregar su cara sobre la superficie hinchada de mi pantalón, como si el olor de mi oculta verga la estuviese poniendo ebria. Su cara era preciosa y cerraba sus ojos maravillosamente. Con cuidado abrió el cierre de mi bragueta y sacó mi dura verga. No la tragó de inmediato, sino que la mantuvo frente de su cara mientras la masturbaba con la mano previamente lubricada con un escupitajo. Era tan lenta su manipulación que no hacía sino ponérmela más tiesa. Con las uñas de su otra mano rascaba mis testículos, como si quisiera activar mi fábrica de leche. Era como un idilio entre el aroma de mi tranca y su nariz, acompasado por su puño. De una cosa si estoy seguro, que luego de un día como aquel en el que ella me estuvo calentando durante todo el día, mi verga no estaba rellena de vasos sanguíneos y tejidos, sino de blanco y abundante semen. Mi principal reto era no regarme de inmediato, pues no exagero si digo que estaba tan de punto como si me la hubiese comenzado a jalar desde las nueve de la mañana.

La mano de mi madre era de un tacto tan delicioso que sentía un efluvio eléctrico a todo lo largo de mi espina dorsal. Mientras mi madre hacía todo esto no dejaba de mirarme a los ojos, estableciendo aquella vieja y tierna conexión conmigo. Era ella, la de siempre, la que ha cuidado de mí toda la vida, su ternura inexplicable tenía ahora una expuesta explicación, ahora todo era congruente, tanta dulzura y candidez no podía explicarse sin este elemento sexual que nos había sido robado, antes su ternura y su amor era incompleto, y ahora que abría su boca para tragarme lentamente y sin dejarme de mirar a los ojos todo se completaba, todo se llenaba como su boca. La había querido toda mi vida pero sin saber por qué, la había amado pero ese amor estaba mancillado por la sospecha de la conveniencia, sin embargo ahora que le haría el amor todas las piezas recobraban su orden natural, en el sexo encontré la especie que faltaba a un platillo de gusto exquisito, la esencia que completaba la fragancia del más dulce perfume. Esto, tenerla ahí con mi verga metida en su garganta era el principio de mi realización, de nuestra realización. Dejó de engullir mi verga y comenzó a comerme las pelotas mientras su puño de ave me aprisionaba el cilindro. Lamía cada estría de mis testículos con la fruición con que un perro escudriña un hueso con tuétano.

Todos en el público no podían sino admirar que mi madre era la más grande mamadora del mundo y cualquiera de los ahí presentes podría haber tenido un orgasmo sólo de imaginar la experiencia que le ha de haber costado a mamá lograr esa maestría. Mi madre volvió a ocuparse de mi verga, la tragaba con semejante voracidad que me daba la impresión de que se necesitaba una verga más grande para siquiera llenarle mínimamente la cavidad. Su saliva escurría como el jugo de una piña. Se puso de pie y me besó en la boca. La mitad de los asistentes envidiaron ese beso amargo.

Esa pequeña pausa nos sirvió para desvestirnos. Recosté a mi madre en el diván y me incliné para mamarle el coño de una forma hambrienta, como si en su útero estuviese la última gota de agua del mundo y yo quisiera recolectarla con mi lengua. Lamida tras lamida iba yo hinchando su hermosa vulva. De vez en vez separaba un poco mi rostro y soplaba un poco para ver cómo se contraían sus labios, la verdad es que su coño era el coño más hermoso del universo, con su par de labios carnosos, entreabiertos como una delicada orquídea, con un vello que reflejaba carácter, con el exquisito aroma de su vitalidad sonrosada, brillante de tan jugoso. Encima y al centro refulgía un precioso botón hinchado, ese que activa todos sus placeres. Extendía mi lengua y apenas rozaba el pequeño botoncillo y mi madre se retorcía de gozo. Jugaba un poco con el botón, luego me adentraba en los labios, luego encajaba mi lengua, luego el botón otra vez. La torcí un poco para que quedaran a la vista sus dos agujeros. Viendo su ano tan coqueto decidí servirle por un rato, así que comencé a rozar su mapa anal con mi lengua, memorizando sus comisuras, para luego encajar mi lengua justo en el centro de su orificio. Mi mamá sólo gemía. El público probablemente podría estarse aburriendo, pues nosotros estábamos en nuestro asunto. De cierto la situación era muy excitante, pues en veces uno hace el amor con el cuidado de no hacer mucho espectáculo, pero aquí y ahora el propósito era precisamente armar el mayor escándalo posible, y ese compromiso casi contractual elevaba las cosas a un nivel de descaro que cada pareja del mundo debería permitirse una vez en la vida; sentir en las venas que retorcerse de dicha es bueno, degustar el aplauso bienvenido luego de un gemido profundo, sentir en cada poro la fiesta que causan las miradas apuntando a la piel. Estábamos más que desnudos, expuestos, cada palmo de nuestro cuerpo era mercancía asequible para las morbosas miradas que se nos clavaban cual dardos. Se sentía tan bien aquel aguijoneo voraz que era imposible dedicarme a amar a mi mamá y no posar un poco. Tensaba los músculos para que mis nalgas se viesen firmes, de vez en cuando abría las nalgas para que los espectadores pudieran entrever mi ano y, por qué no, imaginar su calor o su sabor, un mirón calvo lamía sus propios labios al ver el guiño secreto de mi ano mientras que con mi mano me empuñaba mi verga; tensaba los muslos para que se viera el tipo de perro que soy y fuesen comiendo ansias de ver el cómo este par de piernas correosas comenzaran a embestir aquellas suaves caderas de mi madre.

Me puse de pie y aprovechando que el coño de mi madre se cerraba lentamente luego de las acometidas de mi lengua, enfilé la punta de mi verga y la restregué un poco ahí. Mi madre, que sabía muy bien cómo era esto del sexo se acomodó de inmediato de una manera que, sabe, permite que el hombre se le encaje por completo. Abrió sus piernas por instinto y se preparó para recibir. Conforme yo manipulaba la punta de mi verga en la entrada de su coño, era obvio que también le tocaba de vez en vez el clítoris, lo que sólo la ponía más nerviosa y deseosa de que por favor me le enterrara, que no aplazara más aquella penetración. Le levanté un poco las piernas, quizá por una involuntaria consideración al público, y me encajé hasta el fondo. El coño de mi madre, así de fornicado como era, así de mamado como estaba, ofreció la resistencia del coño de una jovencita, y al paso de mi verga sentía como si innúmeros hímenes fueran rindiéndole culto al paso de mi instrumento. Era como si se abrieran, luego de un pequeño esfuerzo, varias capas de portezuelas. Me volví loco de sentir mis testículos en su ano.

A través de un monitor podía yo ver cómo se veía mi estocada, así que me meneé un poco, distraído de cierto, sólo porque se veía brutal mi ancha verga metiéndose sin piedad en aquel delicado coñito de mi madre. Las imágenes son engañosas, pues si nos guiáramos por la imagen del monitor, se diría que el predador era la burda verga que se encaja en el frágil coño de mi madre, era aquella víbora de aspecto rapaz la que dominaba la situación, era ella la que atacaba, pero no era cierto, era precisamente aquel coñito de aspecto inocente el que llevaba todas las ventajas, era él el del calor incandescente, era él el que estrangulaba a la pobre verga una vez que se adentraba en aquella trampa mortal, era la piedra inmovilizando la espada, eran sus jugos veneno que controlan la voluntad, volviéndote esclavo. Qué cosa más triste ha de haber sido hacerle el amor a mi madre y no haberlo podido repetir. En los monitores mi tranca se veía inexplicablemente negra y suculentamente brillante, mis bolas se retraían como si quisieran integrarse a mi verga; conforme me enterraba en mi mamá se admiraba toda la crudeza de un cuerpo invasor, un arillo de apariencia muscular abrazaba entusiasta mi tranca que al entrar recibía una bienvenida y al salir parcialmente escuchaba un "no te vayas" delicioso. Dios sabe que el "no te vayas" era un tanto innecesario, pues quería permanecer ahí para siempre.

Por alguna razón me sentía en casa. La sangre me hervía a la misma temperatura que mi madrecita santa. Estaba borracho. Con mis manos sostenía los generosos pechos de mamá y lamía sus enormes pezones. Me sabían a gloria. Mamá me veía y sonreía, llevaba sus manos a mi cabeza y jugaba con mi cabello, distorsionando todos los roles habidos en el mundo, justo como un amo que ventila a su esclavo con una hoja de palma mientras éste mata frente a sí a un antiguo enemigo, como un padre que abraza tiernamente al hombre que está desvirgando a su hija, como la esposa que besa en la boca a su marido mientras un extraño la empala, con la dulzura de un sirviente que lava los pies de su amo mientras le mama la verga.

Nos pusimos de pie y empiné a mamá sobre el diván. Tenía frente a mí la suculenta manzana de su culo. Su coño me hablaba con las más suaves palabras. Me coloqué detrás de ella y comencé a embestirla. Con mis manos la sostenía de las caderas, su vulva había ya cedido y la fricción era mucho menor que cuando la atravesé por primera vez. Eso era en cierto modo bueno, pues de seguir con la resistencia del inicio me hubiese regado ya hacía mucho. Así, con una estrechez mínima, mi verga podía ir y venir sin peligro de venirme, pero con el disfrute que brindaba la situación completa. Esto me permitió actuar un poco, estrellando mis caderas con fuerza para hacer temblar las carnes de mi mamá, ello en beneficio de la escena y del respetable público, que presenciaba un batir de caderas que temblaban a cada martilleo de mi pelvis. Nadie tenía por qué saber que aquella maniobra tan vistosa ofrecía en realidad una sensibilidad mínima. Luego de un rato alcé una de mis piernas para que todo se viese mucho mejor, y sin querer el roce se hizo más intenso.

Un hombre con iniciativa fue el primero que se puso de pie y subió al escenario. Ni los de seguridad, ni mi madre, ni la esposa del tipo que permaneció en la mesa, ni yo, encontramos inconveniente en que el tipo se sacara la verga frente a mi madre y ella comenzara a trabajar. Más hombres se pusieron de pie e hicieron una fila, todos con su cosa de fuera. El primer tipo estaba gozando de verdad la mamada que mi madre le estaba regalando. Le dije al tipo:

-Dile a tu esposa que venga.

Con un chasquido de dedos la esposa se acercó obediente.

-Dile que nos mame allá abajo.

Él meneó la cabeza y ella se fue al otro lado del diván y comenzó a lenguetear el ensamble de mi madre y yo, endulzando el entrar y salir de mi verga. Me preguntaba yo si mi madre estaba caliente de ver todas las vergas que tenía que mamar. Tenía mucho trabajo por delante, sin duda. La respuesta fue física. En cuanto el primer tipo se le puso enfrente su coño se contrajo como el de una virgen. Por un momento pensé que ella se estaba distrayendo demasiado de mí y poniendo demasiada atención en los caballeros que le darían de mamar, así que comprendí que había que retomar su atención con algo que exigiera un poco más de su concentración. Saqué mi tranca de su vagina y comencé a merodear su arillo anal. Puedo decir que logré mi propósito de recobrar su atención, pues en cuento mi palo comenzó a amenazar su portezuela ella paralizó su boca, dejó de menear la verga de su provedor de caña y colocó ambas manos sobre la sábana que cubría el diván. Era muy tierno ver a mi madre arrugar la sábana con sus puños, con la mejilla quieta sobre la sábana, con sus hermosos ojos cerrados y una sonrisa limpia en su boca, esperando. Era un momento precioso que decidí prolongar un poco. El ojo de mi pene se besó con el ojo de su culo, pero no pasaban a mayores, mientras, ella apretaba la sábana como profetizando la evidente penetración, como si ya sintiese desde ese momento el lento recorrer de mi tranca a través de su esfínter, era un placer que ella estaba sufriendo y gozando desde antes de que sucediera. Yo no sé si en su mente sucedía más lindo que en la realidad, no sé si en su mente vislumbraba el sitio en el que estábamos y mi identidad, o si dentro de sus ojos todo sucedía encima de una nube y la verga era de otro, lo cierto es que ella estaba disfrutando desde antes, en su corazón y mente, aquello que yo terminaría por realizar en la realidad. Mi madre era fuerte, podía con mi verga y con dos más, si se lo propusiera, y aunque pudiera tener siempre más, su gula no la hacía sacrificar el placer presente, si acaso enriquecerlo con la opulencia del futuro garantizado y cierto. Comencé pues a horadar su culo tan lentamente que cuando estaba ya dentro mi glande ella abrió su boca lanzando un grito inaudible, y pese a que su boca estaba abierta, parte de su comisura oral fabricaba la sonrisa de una mariposa que liba su muerte. Vena tras vena me fui encajando como un ariete en un muro de arena. Ella arrugaba la sábana con sus manos, como si estas gritaran de gozo. Sentí en el dorso de mi verga un par de dedos, era la esposa del tipo con iniciativa que al ver libre tan hermoso coño decidió llenarlo del todo con sus dedos. Supongo, por la forma en que mi madre arqueaba su espina dorsal y alzaba el culo, que era un exceso que a mi madre le encantaba, sin embargo, me sentía celoso de los dedos de aquella mujer, pues podían ser mis dedos los que se adentraran en mi madre. Pero no me quedaba ser celoso, esa noche me tocaba compartir a mi madre con todos. La mujer sacó sus dedos, metí los míos, y sentía en mi mano cómo los atisbos de la lengua de aquella esposa que lamía mi mano y el coño de mi madre por igual.

Ya enculada, siendo mamada, mi madre retomó su trabajo y siguió mamando la verga del tipo de la iniciativa, quien no tardó mucho en cimbrarse de pies a cabeza y comenzó a regarse en el suelo, pues mi madre no permitió que se le viniera ni en la cara ni en la boca. La esposa de aquel hombre se sintió un tanto despreciada por aquel gesto y dejó de mamarnos, dirigiéndose hasta donde estaba su marido para recibir en su cara lo que quedaba de orgasmo en él. Unas cuantas gotas nada más, y el gusto de sentir en su paladar cómo la verga de su marido menguaba. Estaba ahí, de rodillas, mirando a su esposo. Entre ellos había una conexión especial, se entendían el uno al otro. Él hizo un gesto muy peculiar, le besó la boca, le besó la frente, se llevó una de sus manos hasta la sortija de casado y se la arrancó del dedo anular; aquel gesto del marido de llevarse la sortija a la bolsa del pantalón parecía ser el otorgamiento de un permiso a su mujer. Cuando él se quitó la sortija y la guardó ella le sonrió agradecida. El esposo regresó a su mesa, más no así su mujer, quien se quedó ahí tumbada de rodillas a lado de mi madre. Uno a uno fueron pasando los caballeros para ser lamidos por la extraordinaria mamada de mi madre. Mientras mamaba mi madre la esposa la besaba a ella, mientras mamaba la esposa mi madre la besaba; se habían hecho buenas amigas en esa tarea tan ardua que era acabar con todo aquel festín de trancas. Mi madre llevaba al cielo a cada uno de los que pasaban, y al final la esposa del entusiasta era la que los hacía terminar en su cara o en su boca. Su alianza matrimonial hacía un efecto hipnótico en todo aquel que la veía brillar en su dedo mientras manipulaba las vergas para exprimirlas hasta la última gota.

Yo no soporté más y saqué mi verga y comencé a regarme como nunca. Eyaculé tanto que casi fue doloroso. Mi semen formó una laguna blanca en un hoyuelo que se hacía a media espalda de mi madre. Y tan abundante fue mi chorro que la laguna se desbordó en dirección de las costillas de mi mamá, quien dejó de mamar a los hombres formados y volvió su cara hacia mí para besarme en la boca en medio de una sonrisa. Y ahí terminó la labor de mi madre, quien me hizo que nos retiráramos, dejando el diván libre a la esposa del entusiasta quien, una vez tendida en el diván, comenzó a ser atendida por todas partes por aquellos varones que consideraban un desperdicio penetrar de ella sólo la boca. Cuando la fila terminó el que se volvió a alzar fue el marido de la señora. Se colocó la argolla de nuevo y en la más tradicional postura del misionero comenzó a cogérsela. Por la forma en que la besaba quedaba bien claro que ella era su más preciada posesión, su objeto más querido, su compañera. Se abrazaban muy bonito, y ella lanzó un gemido celestial cuando él comenzó a bombear de manera frenética, anunciando que terminaría en ella. La esposa le encajó las uñas en las nalgas y él se regó dentro del hinchado coño de su mujer, y así se quedaron tendidos hasta que la verga fláccida de aquel hombre terminó por salirse de aquella exhausta vagina, resbalando fuera seguida de un chorro blanco de semen.

Nos fuimos de aquel lugar. Mi madre recogió los telescopios, mismos que estaban numerados, y recogió también el disco que almacenaba las copias de nuestras fotos. De su bolsa sacó un conector múltiple que, según entendí, era indispensable para poder grabar lo que sucedía dentro de aquella casa de pecado. Mi madre, metódica como era, no había dejado ningún cabo suelto. No les había prevenido a los del lugar que les quitaría aquella tecnología y que colocaría calcamonías para asegurarse que no lo sustituían con otro. Durante nuestro acto no había circuito cerrado en el lugar. El dueño le extendió a mi madre un fajo de billetes. Según pude entender, aquello era "el resto".

Ya afuera, mi madre se justificó diciendo que no había por qué no sacar partido de aquella situación. Entendí que con este ventajoso acuerdo había pagado mi mamá las cirugías y había sobrado para comprar muchas cosas. De hecho, mi madre me dijo que fue un acuerdo muy extraño porque el hermano del dueño de aquella casa de placer era hermano de un cirujano muy prestigiado, y que por ahí se ahorró un buen dinero. Al parecer aquello del incesto en vivo había sido buen negocio para el lugar, y para nosotros también. Mi madre terminó por explicar lo de las cámaras:

-Dirás que soy una paranoica, pero esto que hicimos es delito aquí y en todo el país. No podía permitirme el lujo de que nuestras lindas figuras estén luego a la venta en los tianguis de videos piratas. No quiero ese tipo de fama. Lo bueno es que esto apenas comienza papito.

Vaya que sí tenía razón. Llegamos a un hotel muy suntuoso y nos bañamos para seguir cogiendo. Dormimos un rato y seguimos cogiendo. Caímos exhaustos y ninguno de los dos fue para despertar antes de la una de la tarde, que era la hora en que se vencía nuestra habitación. No nos quedó más que pedir comida al cuarto y seguir disfrutándonos el uno al otro. Mi madre estaba riquísima y cada vez que se me entregaba, por repetida que fuese, me sorprendía de nuevo. Al cabo de aquellas veinticuatro horas encerrados yo ya conocía cada rincón de mi madre, conocía sus sabores y olores. Por momentos tenía miedo de estarme convirtiendo en ella y ella en mí. Fue algo muy intenso. Mi verga estaba seca, me dolía de tanto esfuerzo, pero no podía parar. Tal como mamá me había advertido, me violó de todas las maneras posibles.

Los dos terminamos en el aeropuerto, ambos con ojeras, ambos oscuramente radiantes, con el brillo de las almas que abandonan sus cuerpos, emanando energía voraz. La gente veía en nosotros a un par de vampiros que han comenzado a comerse entre ellos y que no pararán hasta matarse. Éramos el principio enamorado del fin, la serpiente que se muerde su propia cola, la vida cerrándose paso, el hijo poseyendo a su madre, matando la nuera para siempre. Algo debe estar mal aquí porque claramente siento que mi madre no debió ser mi madre, sino mi mujer. Está hecha para mi y yo para ella.

Hablamos muy poco durante el vuelo. Ambos sabíamos que no era buena idea llegar a vivir a Saltillo, pues ese plan era válido en aquellos tiempos en que queríamos disfrutar, tanto mi madre como yo, de una conocida llamada Simone, pero ahora, ahora sentía un egoísmo recalcitrante que me movía a no ceder un solo poro de mi madre, y casi estoy seguro de que ella estaba igual de cerrada. Supongo que llegará un momento en que estemos ante Simone y le digamos que ha quedado fuera de esto tan bello que tenemos, supongo que llegado este momento Simone será incapaz de tomarlo de forma civilizada. ¿Qué hará ella al respecto? Es un misterio que no quiero imaginar, es decir, si puedo imaginarlo, pero no es bueno, así que lo evito. De buena gana le hubiese dicho a mi madre que nos fuésemos a cualquier parte a recomenzar nuestras vidas como lo que ahora éramos. Pero dudé.

-Es probable que seas abuela

Ella frunció el entrecejo. Me preguntó, no sin rencor, que cómo había podido yo acostarme con una chica sin protección. Debo admitir que su respuesta me dejó con la boca abierta. Nada había de abuela en ella, no se detuvo a pensar ni un segundo en que el niño o niña que naciera sería mi hijo, su nieto. No. Enfocó la cuestión como una esposa de años que descubre que su marido ha fecundado a otra pero decide, por un lado, que no dejará su marido por ese detalle, y segundo, que el detalle debe ser omitido, borrado, por el bien del amor de pareja. No fue hasta ese momento (en que vi la insensibilidad de mi madre) que concluí que yo mismo había sido bastante insensible. No había hablado con Lesbia, ni con Simone, y mucho menos con Sandrita. Todo me incomodaba. De verdad no quería llegar a Saltillo. Sé que no es buena idea. Sobre todo, no entendía las oscuras profecías que se cernían sobre mí, pues estaba yo junto a mi madre y la estaba amando como nunca había amado, tanto que sentía que era absurdo buscar los favores de cualquier mujer. ¿Cómo entonces podía yo quitarle la esposa a nadie? ¿Cómo podría el marido destruirme si ya no tenía sed por esposa alguna? Lesbia, de quien pude haberme enamorado, se había convertido en una caricatura indigna de tomarse en serio, de pronto me pareció un ser vacío e intrascendente, pedante y poco auténtico, con una infantilidad disfrazada de erudición, una vil farsa humana. Pensaba todo eso de ella y no sentía vergüenza de mí, por el contrario, me sentía bien al despreciarla, rogaba por que cantase un gallo para negarla tres veces.

Llegamos al aeropuerto. No avisamos de nuestra llegada, sería una sorpresa. El taxi se estacionó fuera de casa de mi tía. Para mi sorpresa, en la verja estaba Lesbia, despidiéndose de un chico que lucía tan extraño como ordinario, parecía Johnny Depp en "¿Quién ama a Gilbert Grape?". Se despedían con un tierno beso en la boca. Él llevaba una mochila en su espalda. Mientras se despedían con aquel prolongado y rico beso, el chico no dejaba de acariciar el dorso tatuado de Lesbia, tal como si ella tuviese bajo la blusa una mascota bidimensional que se alegra cuando la acarician. Recordé la imagen del tatuaje y no pude sino reírme de las caras que pondría aquel feroz guerrero al ser acariciado como un animalito.

Eso sí que era sorprendente: Lesbia con un noviete.

El chico pasó junto a nosotros, me miró a los ojos y, por más que quise parecer desafiante, su mirada era de una rara profundidad que no pude soportar y terminé bajando mi vista hacia la acera. Saqué las maletas del taxi y por primera vez sentí todo el peso de haber llegado, más que a casa de mi tía, a mi destino. Lesbia se alegró de manera sincera al verme de nuevo, yo no pude regresarle su entusiasmo con lo mismo, me sentí arrogante, capaz de generar alegría en los demás, pero inseguro de que éstos puedan hacérmela sentir. Lesbia reparó en la presencia de Mamá y la escudriñó a su manera. Eso a mi mamá le valía madre, quien, grosera si cabe, le preguntó a Lesbia si se encontraba Simone. Lesbia contestó que sí y extendió su mano amiga diciendo:

-Hola, yo soy Lesbia. Usted debe ser Delia.

-Sí.

Mi madre contestó seca. A mí me dio risa la forma en que Lesbia se estrelló con aquel muro de chingonería que era mi madre. Cierto que no podía tratarse a Lesbia como a una cualquiera, después de todo era la hija de nuestra anfitriona. Pasamos al interior.

En el recibidor estaba mi tía Simona. La encontré más vieja. Mi madre y ella se abrazaron con la camaradería de siempre, pero entre ellas no había ya aquel candor de siempre. En otro tiempo mi tía abrazaría a mi madre y me miraría a mí de reojo y posiblemente me guiñaría el ojo de manera coqueta a espaldas de mi madre, o mejor aun, se abrazarían cerrando ambas sus ojos como si dentro de sus párpados se adentraran una en la otra. Esta vez no ocurrió así, mi madre abrazó a Simone y esta le devolvió el abrazo, pero sus costillas ni siquiera hicieron contacto, mi tía me miraba a mí, pero sin complicidad, sino con la cara de una amante que se sorprende de que su adultera contraparte le lleve a su casa a la esposa, a la cual no quiere, no respeta, de quien es rival. Con sus ojos mi tía parecía decirme "¡por qué la trajiste?" pero era una pregunta estúpida, todos sabíamos que este momento llegaría.

Nuestro primer café juntos en Saltillo no fue lo que esperábamos. Cuando pensábamos hacía unos meses en este instante nuestros cuerpos sentían lujuria, incluso restregábamos nuestras lenguas en los labios de pensar la delicia que sería vivir por fin juntos. Lesbia se iría a un internado y la casa quedaría para nosotros tres. A tan solo unos meses de aquel sueño la realidad parecía ser otra. Mi madre y Simone platicaban muy sarcásticamente y debajo de cada palabra se gestaba una esgrima de ironías que no podría terminar bien. Mi madre fue al baño y mi tía y yo fuimos por pan a la cocina. Lesbia estaba encerrada en su cuarto, pues comprendió bien pronto que aquella sala donde nosotros estábamos no era sitio para ella. En la cocina mi tía hizo alguna alusión de que debíamos aprovechar que Lesbia no nos vería y me besó en la boca. La sensación fue muy extraña porque me sentí profundamente infiel. La besé fingiendo pasión, mientras pensaba cómo serían las cosas. Sin embargo salimos de ahí rápidamente. Mi madre era demasiado lista como para poder engañarla y le bastó con ver los ojos de mi tía para saber que nos habíamos besado. No dijo nada, pero al parecer estableció su postura dentro de este juego: No quería compartirme. Y mi tía parecía hacer lo mismo, fijar su postura. Detrás de la sonrisa de mi tía se adivinaba una afirmación respecto de la cual supongo mi madre tenía algo que decir, y para tristeza suya, yo mismo tenía algo que objetar, la inocente afirmación detrás de la sonrisa de mi tía era: Lucas es mío.

Nos fuimos a acostar bastante temprano. Hacía unos meses hubiéramos jurado que esta primera noche en Saltillo sería una bohemia velada hasta el amanecer, riendo y compartiendo nuestras almas. Nada de eso. El cuarto de mi madre y mío colindaban, justo como se había planeado. No habían pasado ni diez minutos cuando mi madre se había arrastrado ya hasta mi cama pidiéndome su porción diaria de tranca, quería tenerla ya en su boca, me quería horadando su coño, quería ensanchar su culo con mi grosor. Sigilosa se metió entre mis sábanas y de una manera muy cotidiana se recostó a mi lado dándome la espalda pero colocándome el culo a la altura precisa; hice justo lo que ella esperaba, me bajé un poco el pijama y le ensarté mi verga en la vagina. Al principio los movimientos fueron lentos, como si quisiéramos que nadie se enterara. Éramos un solo cuerpo en la oscuridad. Sudábamos a chorros. Nos dejamos de mojigaterías y me le trepé encima a mi madre y le abrí las piernas con las manos. Estaba toda abierta, justo como debe lucir una mujer al recibir a un hombre. El coño de mamá se deshacía en jugo. Ella me susurró:

-Quiero gritar

-No. No debes

-Quiero

Supongo que fue como un juego, pues con la mano le tapé la boca y ella lanzaba pequeños gritos que eran sofocados por mis manos. Digo que era como un juego porque con mis manos le cubría la boca pero esto me excitaba más y mis caderas arremetían con mayor salvajismo, lo que la hacía gritar aun más. Así estuvimos un rato. Ella se las ingenió para decirme:

-Espera… espera… prometo no gritar, sólo estrangúlame levemente, siento muy rico si me tratas así

La tomé del cuello y tal pareciera que quisiera yo matarla a vergatazos. Mi madre se mordía los labios acallando sus gemidos. Su respiración era difícil. Escuchamos los pasos de mi tía, muy mal disimulados, por cierto. ¿Era tan baja la dignidad de Simone que se estaba atreviendo a pegar el oído en nuestra puerta? Debajo de la rendija de la puerta se veía el rastro de luz de una lámpara lejana y la franja de luz entrecortada por la sombra de las dos piernas que estaban detrás de nuestra puerta. Mi madre se dio cuenta de la presencia de la espía y apretó su coño en una maniobra tan deliciosa que me anunciaba sus intenciones de hacerme eyacular. Yo seguía estrangulándola levemente. Se escuchó un sollozo detrás de la puerta y fue tal la cruel felicidad de mi madre que al escuchar el sollozo con mocos de la amante castigada que tuvo ahí mismo un orgasmo. Fue un orgasmo tan intenso que no pudo suprimir un gemido agonizante que no hizo sino provocar un sollozo más profundo, y el sollozo profundo provocó en mi madre un orgasmo aun más fuerte. Era uno de esos momentos en que las verdades se gritan de distintas maneras. Mi madre no dejó duda de lo que yo le estaba haciendo, y mi tía al llorar detrás de la puerta dejaba en claro lo triste que le resultaba saber que jodíamos, y sobre todo, que jodíamos sin ella, que éramos felices sin ella. La presencia de detrás de la puerta terminó por marcharse y mi madre cayó laxa, como si la presencia detrás de la puerta le irradiara energía y al alejarse la dejara inerte. Yo seguí cogiéndome aquel cuerpo laxo y terminé por regármele dentro de una manera muy abundante.

Lo sucedido aquella noche pareció aplacar un poco las cosas. Mi madre y mi tía se saludaron como si nada en la mañana. Mi madre anunció que el sábado iría a Monterrey a arreglar un asunto y que no regresaría sino hasta el domingo en la mañana. Lesbia, como si intuyese las cosas, pidió permiso para quedarse en casa de Sandra esa noche del sábado, mi tía le dio permiso con una rapidez casi delatora. Al parecer a mi madre le bastaba con dejar en claro que yo era suyo, que podía tenérseme siempre que ella me entregara en préstamo. Mi tía parecía aceptar la derrota con una humildad inusual, como si aceptase que yo era de su hermana Delia pero que le bastaba con que de vez en cuando me la atravesase. Lesbia era la que estaba rara, era como si me hablara menos pero pensara más en mí.

Llegó el sábado. Lesbia y yo casi no hablamos. Me tocó ver una vez más a su noviete, se encierran en el cuarto de ella y milagrosamente mi tía lo permite, quizá porque ve en él una oportunidad de que le den un nieto, no sé. En cuanto a nietos, nada le pregunté a Lesbia de su amiga Sandra ni de aquello que llevaba en las entrañas. Lo único cercano a información personal fue que me dijo que antes de pasar con Sandra iría a ver a Ozay y me preguntó si no quería yo que ella le preguntase algo por mí. Yo le dije que no, dejándole en claro que Ozay había sido para mí una pantomima graciosa y nada más. Se marchó con lágrimas en los ojos, no sé por qué.

Nos quedamos solos mi tía y yo. Era una infidelidad consentida que mi madre le regalaba a Simone más que a mí. Al hacer el amor uno se hace cada vez más hábil, y luego de las noches con mi mamá yo ya era un hombre el doble de experto que la última vez que nos habíamos acostado. Ella lo notó y se exigió más de sí misma. Lo disfruté como nunca, era rico saber que lo hacíamos por pura cochinada de fornicar, así, sin más pretexto que verle la cara a Dios. El domingo hubo poco disimulo. Como que todos sabían que mi tía y yo nos habíamos estado amando toda la noche. Mi madre no me representaba ninguna sorpresa con su estoica aceptación, la que sí me sorprendió fue Lesbia, que pareció tomar el asunto de una manera muy… madura. En su cara podía yo ver que ella estaba resuelta. ¿A qué? No lo sé. No sé nada, la verdad.

Me siento afortunado pero extraño. Es como si todo cayera en una perfección muy sospechosa. Mi madre y mi tía se tienen igual o más aprecio que antes. Yo estoy en medio de ellas como un satisfactor útil y necesario. Toda la vida desee un escenario como éste en el que el sexo me llegara a manos llenas, que el sexo fuese algo garantizado, comenzar el día sabiendo que por la noche fornicaría alegremente. Curioso, esta falta de descalabros, este riesgo del no, era algo que estaba yo echando de menos. Afortunadamente estaba Lesbia con su no omnipresente, con sus nalgas tan inasequibles equilibrando la apabullante lluvia de sí que tenía yo en mi madre y mi tía. En veces pienso que no es del todo cómodo el funcionar como alguien tan secundario, mis opiniones parecían ser las últimas en importancia dentro de esta casa. Jamás creí que este tipo de cosas me importaran. Antes, en el pasado, cuestiones como ésta correría yo a decírselas a mi madre, y ella me daría algún consejo de precisión casi quirúrgica, con una sabiduría que nacía del hecho de conocerme a fondo, de intuirme por completo, de adivinarme; pero ahora eso parece ser algo del pasado. Claro que lo recuerdo. Llegaría yo a su lado y ella me escudriñaría como buscándome heridas, yo, su cachorro, me arremolinaría junto a ella ahí en el sofá que ella tanto acostumbra mientas mira el televisor, Ella me diría "Ven Lucas, cuéntame qué te pasa"; ante eso yo me sentiría tranquilo de saber que siempre contaba con alguien que me dijera esas palabras tan simples pero tan poco valoradas, eso de que alguien te diga "cuéntame qué te pasa". Ya nadie me dice "cuéntame". Lo recuerdo. Me recostaría en el sofá y colocaría mi cabeza en los muslos de mi madre, que son la mejor almohada del mundo, la única que ofrece verdadero sueño, y ahí, con mi mejilla en su cálido muslo le comenzaría a contar cómo me siento. Ella tomaría mi cabello y me deslizaría los dedos entre el bosque de filamentos y mi cuero cabelludo se distendería de tal manera que la presión y el miedo se disolverían por completo como maldiciones escritas en la arena que son borradas por una suave ola del mar. Pero estaba lejos aquello. Valía la pena, desde luego, estaba cumpliendo mi sueño sexual y pagaría cualquier precio por ello. Era un precio agridulce quizá. Pude notarlo esta tarde que llegué a donde estaba mi madre, ella me miró de arriba abajo, ya no me escudriñó mis heridas, sino la bragueta; ante su mirada tuve que alzar los hombros aciagos que caían como si cargara un par de baldes con piedras, y los alcé como quien debe mostrar gallardía. Mi llegada era recibida con su brazo. Me recosté sobre sus muslos. Me hubiera sentido bien si tan sólo no hubiéramos dicho nada, si nos hubiéramos quedado así. Pero no fue posible. Sentí la tela de la falda de mi madre deslizarse entre su muslo y mi mejilla. De rato la tela ya no estaba, y mi mejilla estaba justo en su piel. Sus manos se depositaron en mi cabello, pero no para borrar penas. Me sujetó con un dulce salvajismo y colocó mi cabeza en la posición que ella deseaba, que era con mi boca en su coño. No llevaba bragas, sus manos removían mi cuero cabelludo, y mi cabeza en general, con un movimiento que me iba indicando la forma en que quería ella que me la comiera. Me la comí, qué más. Comencé a lamerle el coño de una manera dedicada, sabía yo cómo hacerlo bien, sin embargo, lamer un coño no tranquiliza el alma, según pude descubrir.

Ante la cercanía de la navidad la única que parece preocupada es Lesbia. Está organizando todo. Por primera vez me da la impresión que estas tres mujeres, mis tres mujeres, están puestas de acuerdo, y para mi sorpresa, quien lleva la batuta absoluta es Lesbia. Ella pasó a ser la líder de las tres, no sé por qué. Mi curiosidad es tanta que le pregunté a lesbia qué tramaba, y ella sólo me respondió que las tres me tenían una sorpresa para noche buena. Y al decir "noche buena" hace un juego de tonos que es muy difícil no interpretar el tipo de bondad que tendrá esa noche, ella dice noche buena y yo entiendo vieja buena, nalgas buenas, tetas buenas. La verdad es que a Lesbia la navidad le sienta fatal, se pone sentimental y llorona. El colmo sucedió con lo que ella consideró como una tragedia familiar.

La casa de mi tía tiene un patio enorme, y lo que tiene de enorme lo tiene de descuidado. Así como el patio frontal está muy cuidado, el patio trasero es casi una selva. En dicha selva vivían seis tortugas, mismas que Lesbia alimentaba. Ella partió una lechuga para llevarle a las tortugas y salió al patio para darles de comer. El caso es que encontró a las tortugas muertas, de tres de ellas encontró el puro caparazón, dos eran pequeñas, de siete u ocho centímetros de diámetro, una más de unos once centímetros, los caparazones solos como casas abandonadas, una cuarta tortuga, la más grande, misma que al parecer estaba bajo el cuidado de Lesbia desde que ella tuvo uso de razón, estaba a medio comer, su cabeza estaba roída justo a la mitad, como si el predador prefiriera sólo un hemisferio de la cabeza, y una pata estaba el puro huesillo. Tardó cerca de cuatro horas buscando las dos tortugas restantes. Luego de cuatro horas logró encontrar la quinta tortuga. Completa. Viva. Oscureció y pese a ello siguió buscando la sexta tortuga, y no descansó hasta una hora después que encontró el caparazón de la tortuga faltante. Todo esto lo hizo en medio de lágrimas. Llevó la tortuga sobreviviente a su cuarto. Salió de la casa como energúmena. Volvió con unas enormes ratoneras que daban verdadero pánico. No vi ya qué hizo ni cómo las puso. Lo que sí, verla de un lado a otro como una fiera incontrolable me asustó. Al día siguiente ya no era la misma Lesbia, estaba más resuelta, más entera. Algo en ella había envejecido. Cuando me miraba lo hacía como si yo fuese las tortugas y el predador a la vez. Me daba terror, así que la evité más.

Afortunadamente la navidad llega para que se le quite lo neurótica. La tortuga sobreviviente, de nombre Sulki en homenaje a una canción de Gustavo Cerati, le ha quitado mucha atención.

Por alguna razón Lesbia no invitó a la cena de nochebuena a su noviete, que ahora se, se llama Emiliano. ¡Vaya nombre! Para la cena Lesbia preparó varias cosas verdaderamente deliciosas. Mi madre y mi tía parecían más unidas que nunca, me miraban a mí con una dulce condescendencia, y yo me dejaba querer. Internamente agradecí a Lesbia por elegir platillos que además de exquisitos fuesen ligeros, pero muy proteínicos. Intuía, y todo me lo hacía entender así, que dentro de unas horas necesitaría de todas mis proteínas y de toda mi ligereza. Fue una cena de navidad inolvidable. Mi madre se dio el lujo de leer un pasaje del nacimiento de Cristo según Alejandro Jodorowsky, y narró historias por mí desconocidas de cómo eran las navidades en su niñez. Nos contó que su abuelo era muy bueno para rezar el rosario, según esto porque le ponía mucho sentimiento a su rezo, y que ella y otras primas suyas fungían como coro en las posadas. La gente le pagaba a su abuelo por la rezada del rosario y nunca lo dejaban marcharse si antes no probaba la cena de la casa que se tratara. Las cantorcillas regresaban a casa con hartos dulces. La descripción que mi madre hacía de su abuelo la conmovió hasta las lágrimas. Era un hombre casi calvo, moreno, de porte fino en su pobreza, que al hablar de la palabra de Dios tú la creías, y que nada era más terrorífico que oírle hablar del fuego eterno, ni nada más lindo que escucharle invocar la vida eterna, pues en sus labios lo eterno se materializaba como algo asequible. Estaba yo orgulloso de mi madre. Por segundos volvió a ser sólo eso, sólo mi madre, no mi mujer, y una nostalgia me invadió de repente, al grado que tuve que ir al baño a verter un par de lágrimas en el retrete.

El vino tinto me había puesto muy alegre, y a mi madre y a mi tía también. Lesbia estaba abstraída en algo más allá de la navidad. Cuando salí, lesbia estaba recogiendo los trastes sucios y la mesa. Mamá me flanqueó por un lado y mi tía por otro. Ambas comenzaron a tocarme el pecho y el cabello. Lesbia ni se inmutaba, seguía recogiendo los trastes como si de una sirvienta discreta se tratase. Cuando mi tía y mi madre se besaron en las narices de Lesbia comprendí que la verdad se había abierto paso aquí, y me supe en el paraíso. Mientras mi madre y mi tía me daban un faje en el sofá de la casa, lesbia terminaba de botar los trastes en el fregadero para luego irse a la recámara principal, la de mi tía. Salió de ahí luego de un rato, vestida con un minúsculo camisón de seda en color rojo, con borlas de algodón blanco. Era mi Santa Closa particular. El vestidillo apenas si le cubría el coño, mismo que se alcanzaba a ver por debajo envuelto en una lencería color rojo navideño. Mi madre y mi tía se disputaban mi lengua, pero mi verga apuntaba en dirección de aquella estival Incolaza que se pavoneaba con sus nalgas firmes y brillantes. Mi tía dijo:

-Lesbia ven.

Lesbia vino y se paró justo enfrente de mí. Mi tía ordenó.

-Anda. Toca lo que nunca tendrás. No está mal que toques, es mejor que nada. Con nosotras ya tendrás suficiente.

Lesbia paró las nalgas para que yo las tocase por encima de la suave y roja seda. Dios mío, la firmeza de su carne era deliciosa, su redondez era increíble y su aroma era una primavera que iniciaba en el alma. Intenté llegar a sus tetas tomando atajo por sus costillas, pero impidió que tocara el tatuaje del guerrero. Por encima del camisón le toqué los pechos, recorrí el tirante y dejé caer su par de tetas; podía tocarlas, nada más. No besarlas, no chuparlas. Le estaba tocando las nalgas y el coño, le estaba apretando las tetas, pero aun así, nunca estuve más lejos de ella que en ese instante. Lesbia se subió los tirantes y se dirigió a la recámara. Así como ella sirvió la mesa, sirvió la cama. Ella era la verdadera anfitriona de todos los banquetes que se ofrecían esa noche, ella la autora indiscutible de nuestra dicha. Luces de velas alumbraban la cama perfectamente tendida para el amor, repleta de cojines. Algunas sogas también había, música suave, perfume de pachulí, de aceite, no de varita de incienso.

Nos dirigimos a la habitación como si fuésemos rumbo a un altar. Todo era delicioso. Lentamente nos fuimos desnudando mi tía, mi madre y yo; era como la primera vez que nos veíamos desnudos. Ya quería que Lesbia se trepara a la cama, quería cogérmela también, pero ella andaba en su propia frecuencia. Mi fantasía era que mi madre y mi tía sujetaran a Lesbia de los brazos para que yo se la metiera a gusto. Les sugerí la idea, pero ellas no traicionarían a Lesbia de esa manera. De una maleta sacó lesbia tres jeringas. Dos con una sustancia que ya conocía, y una tercera con una sustancia verde esmeralda que me resultaba nueva.

-Pon tu brazo- me ordenó.

-¿Qué vas a inyectarme?

-Sucubus. Así como hay un Íncubus, hay un Sucubus.

Me inyectó la sustancia verde y comencé a sentirme ligero del todo. Mermado en mis movimientos observé cómo Lesbia inyectaba a Simone la carga completa de Incubus, y con la otra jeringa inyectó a mi madre, pero no le inyectó todo. Pensé que Lesbia quería un poco para ella misma, pero para mi sorpresa, el sobrante de Incubus me lo inyectó a mí aprovechándose de que mis movimientos eran del todo lentos. Los efectos de aquellas drogas comenzaron a surtir sus efectos. Lesbia sacó de una bolsa la lámpara motsumi para que viéramos la orgía de la que participaríamos. Yo en verdad deseaba que Lesbia se desnudara del todo para ver las huellas de su experiencia sexual, pero tuvo mucho cuidado de no mostrarme nada. Frente a mí tenía a mi madre y a mi tía completamente tatuadas, y a diferencia de la vez anterior que las había visto, ambas poseían en el pecho un crisantemo brillante en el pecho, y los pétalos de ambos crisantemos se buscaban siempre, como si fueran rebabas de metal atraídas por imanes, mi tía era el imán de mamá y mamá de mi tía. Eran uno. Frente a eso yo parecía un simple intruso. A ellas las comenzaron a violar toda serie de espectros, ellas se abrazaban y estaban siendo violadas mientras se besaban con el más tierno y dulce beso. Un coño fantasmal llenó mi lengua de un jugo exquisito, era a la vez un coño y una teta, y como tal me provocaba a mamarlo con un hambre desesperada. Una demonia se me sentaba en la verga y me cabalgaba deliciosamente, al momento que miles de manos me tocaban. La demonia me cabalgaba con un ritmo trepidante y con sus manos tomaba mi rostro; nos devorábamos la lengua, ella me metía la suya y yo le encajaba la mía hasta la garganta, estaba yo deleitado con la lengua de aquella diablesa que segregaba una saliva muy tibia y de textura satinada, se separó de mi rostro con una sonrisa para mostrarme que la lengua que tanto me entretenía tenía la forma de una flamante verga embadurnada de aquella blanca saliva; se me había regado en la boca y yo así de contento. Me sonrojé. Debí comprender que en una diablesa no se puede confiar. Varios demonios varones me acariciaban a su manera. La demonia se me quitó de encima. Me penetró, etéricamente claro, un demonio. Se puso delante de mí y me hizo alzar las rodillas hasta que éstas dieran casi con mis tetillas. Ahora sí que me tenían indefenso, con las piernas bien abiertas y mi culo nervioso ante la amenaza de lo que iba a suceder. Mi madre y mi tía miraban con curiosidad mi predicamento; ambas babeaban de deseo de verme empalado. Era como si les diera hambre de verme con una verga metida, ellas, convencidas de los deleites que ofrece una buena verga, querían compartirme un poco de esa afición, aunque yo no estuviese ni mínimamente interesado. Me sentí perdido, pero para mi sorpresa el demonio no me penetró por el culo; era como un fantasma que traspasa un muro, metió su verga a la altura de mis testículos, y, por decirlo así, rellenó mi verga con la suya, me penetraba la verga, la llenaba por dentro con su enorme salchicha, con una violencia desconocida para mí pero que me encantaba. El demonio empalaba mi verga como una jeringa que se llena y desllena con el pistón que la cilindra por dentro. Las dimensiones de la verga del demonio eran mayores a las mías, pero mi verga flexible al estar llena por él adoptaba su tamaño. Mi madre y mi tía no perdieron la oportunidad de mamar mi verga mientras el íncubo me estaba empalando. Mi tía se sentó en mí para sentir no sólo mi verga, sino mi verga y la del íncubo, y ser penetrada por los dos a través mío. Al íncubo le brotó una verga entre el ombligo y su verga y con ella le dio a mi tía por el culo. Esa sensación de rellenar y vaciar mi verga me volvía loco. Lesbia nos observaba como un dios comprensivo de los goces humanos. Si es cierta la teoría de que las almas son viejas unas y jóvenes otras, no cabe duda que Lesbia era la de alma más vieja de entre todos nosotros. Pasó entonces una cosa maravillosa, el demonio comenzó a eyacular por conducto de mi verga y fue un orgasmo que duró unos cuantos minutos, y me regaba una y otra vez dentro de la caliente matriz de mi tía, quien repleta de leche se retiró de mi verga, permitiendo que mi madre se encajara ella también y fuese bañada por dentro con aquella lava blanca. La leche del demonio no existía, pero esta vez encarnó en mis testículos y se hizo cuerpo. El orgasmo masculino es por naturaleza corto, pero éste orgasmo no era en sí masculino, es más, ni siquiera podía yo decir que fuese humano. Fui un hombre multiorgásmico que se regó durante minutos. Caí rendido, feliz, completo.

Desperté del sueño. Miré en derredor mío para que mis ojos se encontraran con la bendita y bella imagen de mi tía y mi madre. No estaban. Busqué a Lesbia. Tampoco estaba. Me senté en la cama, que estaba hecha un desastre y con una marca blanca inmensa, como si la hubiese eyaculado un elefante. Un viento frío recorrió mi espina dorsal, sin embargo las ventanas estaban cerradas.

Busqué por todas partes. No vi a nadie. No estaba la lámpara Motsumi. Abrí los cajones de la cómoda de mi tía y los encontré vacíos. Igual estaba el guardarropa. Igual estaba la habitación de mi madre, y la de Lesbia. No había rastro de ellas. En principio me pareció una broma, pero al cabo de unas horas dejó de ser graciosa.

Pasó un día.

Otro.

Comencé a aceptar que me encontraba solo. ¿Qué hace uno en esos casos sino llorar? Llorar doble, llorar por llorar, primero, luego llorar porque, como el chiquillo que eres, no tienes una falda donde llorar. No sé. Presiento que todo esto es obra de Lesbia. Puede ser que lo que comenzó con un diez de mayo con mi tía termine con un fin de año con mi prima. Tendré tiempo, pero sobre todo mucha soledad, para pensar.