Diez de mayo con mi tia (11)

Es el capítulo más tenue de la serie, en él ocurren cosas que Lucas no comprende, pero ya comprenderá. Por fin reaparece Delia, su madre, dispuesta a cumplir su palabra de fornicar con él.

DIEZ DE MAYO CON MI TÍA XI

Me gustan las películas de muertos vivientes. Siempre son una mamada. En algún lugar leí que George A. Romero era un genio porque inventó el género de muertos vivientes; la premisa es tan barata como efectiva. Supongo que uno de los temores más primitivos del hombre es ser devorado en vivo, y ante este temor sólo hay una salida: Matar o morir. Pues bien, George A. Romero pensó en todo. ¿Qué tal si quienes te quieren merendar no pueden matarse porque… este… porque… ya están muertos? ¡Lotería! Esa idea le ha dado de comer –a George y también a muchos zombies- por muchos años, y casi puede uno imaginarse al buen George asistiendo a una entrevista con los potenciales productores de sus filmes, sentado ahí, con su piernilla cruzada como con desdén. Uno de los productores le pregunta "¿Y de qué trataría el filme que desea rodar?", y él contesta con toda la desvergüenza del mundo: "Mira Charlie (se me ocurre que un productor podría llamarse así, no sé, quien lo sabe), se trata de que un gas afecta a los muertos, quienes vuelven a la vida con una hambre bien canija; la gente huye, si te muerden te conviertes en uno de ellos". "¿Y qué más?", "Nada, nada más". "Perfecto, se filma" concluyen los productores sin observar en lo más mínimo que esa ha sido la misma trama de la mayoría de las cintas de George A. Romero.

Sin embargo, un punto que me gusta es que en cintas como "Dawn of the Dead" es que exponen que las personas, al ser sometidas a ciertas circunstancias, dejan aflorar toda su bestialidad. Ante una situación de pánico la gente puede convertirse en algo casi tan infame como aquello de lo que huyen. A la hora de sobrevivir los valores caen muertos y surge el imperio del salvajismo, volviendo todo a aquel antiguo orden en el que el más fuerte merece vivir y deja detrás a los más débiles. Entiendo que eso es la obnubilación, el cese del sentido común, el surgimiento violento del egoísmo.

Así me pasó con Lesbia.

Mi tía Simone estaba cada vez más exigente de mi carne, y mientras más le daba más quería, sin embargo, las oportunidades para amarnos sin que Lesbia se diera cuenta eran escasas, había que fabricar pretextos. Precisamente mi tía era una muerta viviente que ya no razonaba en nada y todo el tiempo tenía una sola aspiración: mi verga recorriéndole el ovillo del coño hasta que me le regara dentro. Después de la tarde con Sandra, Lesbia estaba un tanto distante. Me miraba con una molesta simpatía, como si se alegrara de que existiera pero le desagradara todo lo que yo hacía. Mi madre, que se había convertido en una ausencia, en una falta omnipresente, en una sed inextinguible, daba señas de querer volver. Ante mi pregunta de cuándo nos volveríamos a ver, su respuesta fue "pronto". Ella siempre alegaba que me tenía deparada una sorpresa, que por eso no debía yo verla.

La situación con mi tía y Lesbia era tan tensa como llena de imposibilidades prácticas para fornicar a gusto; salió en auxilio una agridulce coincidencia. Lesbia llegó hasta mí y me pidió que cerrara los ojos. Esperaba que al abrirlos se me desvelara algo que me sorprendiera, pero nada de eso hubo. En cambio había un par de entradas para un espectáculo. ¡Cómo sorprenderse? Tal vez si durante el último mes uno estuviera hablando de unos boletos, y unos boletos, y unos boletos, al ver "unos boletos" enfrente uno concluiría que se trata de "los boletos", los únicos que importan, esos, cuáles si no, y brincar de alegría. Pero así, así no había sorpresa. Para empezar, no ansiaba yo ningún espectáculo, segundo, tenía que leer de qué espectáculo se trataba para ver en qué medida debía alegrarme. Luego leí el título del evento y no me decía nada. Lesbia agregó "Lo compré con mis ahorros".

Su entusiasmo no encontró en mí ningún aliciente, pues yo leí el encabezado "WAYANG KULIT" Y me quedé sin entender nada de nada. Ella tuvo que explicar:

-Ozay me recomendó asistir a este espectáculo. El concepto Wayang engloba diversas formas del teatro indonesio tradicional, sobre todo expresiones correspondientes a las islas de Java y Bali. En 2003 el Teatro de marionetas y sombras de Wayang fue considerado por la UNESCO como una Obra Maestra de la Herencia Oral e Intangible de la Humanidad. En sus inicios existía como teatro de marionetas, y su tema principal eran los poemas épicos de la India, el Ramayana y el Mahabharata; cuando Indonesia fue conquistada por pueblos musulmanes quedó prohibida cualquier representación tridimensional de Dios, o de cualquier Dios, pero no así su reflejo en sombras. Imagina, representar a Dios era delito, pero no así representar su sombra. Entonces las marionetas fueron modificadas a perfiles y pintura, para hacer un teatro de sombras. ¿Sabes? Están hechas de piel de búfalo, pintadas a mano, una maravilla. Dicen que todo está oscuro, taciturno, que sólo iluminan todo con velas de colores ocre, que las sombras danzan como fantasmas, que escuchar a los titiriteros es una delicia.

-¿Cuándo se presentan?

-La obra que presentarán será El Mahabharata, así que se presentará toda la semana, de ocho a once de la noche. La obra es muy larga; por eso costó lo que costó.

Ya me veía a mi mismo en el teatro, toda la semana. Una avalancha de irreverencias se me vinieron a la mente, expresiones como: "Con lo que me preocupa la UNESCO", "Velas taciturnas mis huevos", "Pobres búfalos lerdos". Tal vez suene patán, pero mi mente no daba para más, era yo un muerto viviente que sólo pensaba en las caricias de Simone, y en mi ceguera desprecié de inicio la invitación de Lesbia; de nada sirvió la hermosa introducción que ella hizo de la puesta en escena, ni el lacrimógeno dato de que había comprado los boletos con sus mismísimos ahorros. Lo único que me importaba era beber el jugo de Simone desde su fuente deliciosa. Escuchaba la voz de Lesbia como un zumbido lejano, y lo único que parecía adquirir consistencia era la idea de que al irse Lesbia durante toda la semana, tendríamos Simone y yo algunas horas de cada día para arremeter uno contra el otro.

-No creo que pueda ir. No sé. Dile a Ozay

-No quiero ir con Ozay, quiero ir contigo.

-Pero yo no puedo.

-¿Por qué no puedes?

-No puedo, mi madre llegará dentro de poco y casi no tengo listas las habitaciones.

-Puedes trabajar el resto del día, despertarte más temprano, ir conmigo al teatro para relajarte del agobio del día

-La verdad creo que esta obra no tiene nada qué ver conmigo.

-Pero si tiene qué ver con cualquier ser humano, de hecho se dice que el Mahabharata es la historia misma de todos los dramas humanos.

  • Invita a Ozay, te digo

-Él ya va a ir.

-Invita a Sandra.

-¿Es tu última palabra?

-Si.

-Invitaré a Sandra. Sin duda.

Me costó mucho trabajo decirle que sí, que era mi última palabra, sin embargo, una vez que ella se marchó respiré aliviado de saber que con ese armarme de valor había ganado para mi cuerpo cinco nochecitas de placer. Cuando le comenté a Simone saltó de gusto. Yo me relamí los labios como un perro; ya esperaba que Lesbia se fuese al teatro. Con mi risa de muerto viviente sentía alegría, creyendo, quizá equivocadamente, que aquella decisión había sido trivial e irrelevante, creyendo que no me perdía de nada, creyendo que ganaba, ignorando tal vez que hay decisiones cuya estupidez uno no alcanzará a perdonarse jamás. Si me hubieran dicho que Lesbia renacería bajo el cálido brillo de las marionetas ¿Me hubiera resistido igual?

¿A cambio de qué me quedé?

Me explicaré. Simone había llegado muy enfadada del trabajo, había despedido a una empleada y ésta, a manera de despedida, le había soltado una arenga que terminaba con "¡Qué bueno que ya no voy a tener una jefa momia!". Simone intentaba reírse de sí misma pero no podía porque le sobrevenía la ira. Me preguntaba:

-¿Cuándo has visto a una momia así de buena? Dime.

-No eres momia, mi vida; pero si lo fueras yo te seguiría cogiendo con el mayor gusto del mundo.

-¿Cómo lo harías?

-Me daría el modo.

Y me lo di. Hicimos una representación, para variar. Conseguimos unas vendas y comencé a momificar a Simone. Las piernas fueron vendadas juntas, pues vendarlas por separado habrían hecho de aquella momia un simple disfraz. Quedó enredada por completo, sólo tenía descubierta la cabeza y un hoyo a la altura de las nalgas. Sus brazos estaban también aprisionados. Parecía una enorme larva. Yo la comencé a besar y abrazar, ella no podía sino retorcerse. Me coloqué a la altura de su cabeza y le dejé ir la verga en la boca. Era como si me estuviese masturbando con una sandía, lo único que me servía de ella era esa obertura que hay en la cara, una que llaman boca, y me enloquecía lo que hacía una tira roja, llamada lengua. Ahí me regodeé un rato muy ameno. Me fui detrás de mi Tía y metí mi verga por el agujero que tenía a la altura de las nalgas. Era un agujero en medio de las vendas blancas. Mi verga iba a dar a un orificio caliente que envolvía mi verga con paredes calientes y húmedas. A ciencia cierta yo no sabía dónde lo estaba metiendo, coño o culo era lo mismo para mí, ambos estaban apretados y calientes. A propósito metía y sacaba el palo con tal de aumentar la probabilidad de no encajarme en el mismo agujero. Si ladeaba a mi tía era casi seguro que me encajaría en el coño, si la estiraba era casi un hecho que me atascaría en el coño. Yo sólo veía que mi verga se perdía entre las vendas y salía mojado y oloroso. Me estaba cogiendo a una larva maravillosa.

-¿No quieres la mariposa entera?

Mi tía era mucho más poética que yo, yo había pensado en una larva y ella en una crisálida; yo pensaba dejarla así, ella pensaba en quitarse ya las vendas y sentirse mariposa. Le fui arrancando cada una de las vendas y vi cómo sus extremidades hacían fiesta de llenarse de nuevo con sangre fresca. La sensación parecía ser agradable, haber estado apresado y luego llenarse de vida nuevamente. Ya que no tuvo sus vendajes mi tía se me sentó encima. Mientras se montaba no dejaba de decirme lo rico que se sentían mis caricias luego de estar encadenada por las vendas, incluso propuso que la momia fuese yo otro día cualquiera. Yo dije que sí, aunque lo único que me preocupaba era la forma en que ella me estaba montando. Me llevé la mano a la verga para sacarla y regarme afuera de mi tía, pero ella insistió:

-Vente adentro.

No me lo dijo dos veces, comencé a regarme en su matriz. Como ella seguía montándome con sus sentones cadenciosos, el esperma terminó por salir de su vulva. Ella seguía sentándose y mi verga no se amainaba en lo más mínimo. Ella alzó un poco las caderas y yo la comencé a penetrar con furia; si bien yo ya no sentía demasiado, al parecer aquella furia falsa le gustaba mucho a Simone. Se corrió varias veces y volvió a ser ella la que gobernaba los sentones. Supe que me regaría de nuevo. Esta vez si saqué mi verga para regarme en la cara exterior de su ano, masturbado por sus nalgas y ayudándome con la mano. Mi verga expulsó unas cuantas gotas que bañaron la cara interior de las nalgas de mi tía y su ano también. Ella hizo algo que sabe que me gusta.

Si yo acomodo mi verga en su culo es algo que me gusta, pero si es mi tía la que coloca la punta de mi verga en su ano y me invita a entrar, eso me vuelve definitivamente loco. Así, mi verga, que debía estar exhausta, despertó de nuevo. Así que le barrené el culo a mi tía, disfrutándolo mucho. Tuve un conato de verterme de nuevo, pero ya no había qué verter. Todo quedó en una corrida ficticia.

-Te va a ir muy mal esta semana que Lesbia va estar en el teatro papacito. Te voy a dejar seco.

"Papacito" es un piropo que las maduras dicen a los jóvenes, me pregunté cuántas veces lo dijo Simone a alguien.

Estando yo tumbado en la cama, aun con taquicardia, sonó mi teléfono. Era Lesbia, estaba notoriamente conmovida, y aunque lloraba a moco tendido, algo me decía que no era de tristeza. Mientras la vocecilla se escuchaba en la bocina, mi tía no dejaba de encebar mi verga con mi propia leche. Mi miembro pasó de fláccido a firme en segundos. Ya que estaba de buen tamaño, mi tía volvió a la carga y comenzó a comerme la verga sin importarle que tuviera a Lesbia en la línea. Lesbia decía muchas cosas y algunas de ellas francamente no las entendía, mis ojos se ponían en blanco ante el enloquecedor talento de mi tía.

-Primo tienes qué ver esto

Yo pensaba sus palabras como replicándole: "No prima, tú tienes qué ver esto, esta forma en que tu madre se traga toda mi tranca".

-…es magnífico. He descubierto lo que soy.

-Que bueno- contesté conteniendo la eyaculación.

-¿Podrás venir mañana?

-¿No invitaste a Sandra?

-Si, pero

-Entonces deja que … ah!… ella goce de toda la función.

Apagué el teléfono móvil, no quería más interrupciones. Me fui a dormir temprano y Simone también. Cuando llegó Lesbia tocó a mi puerta, yo estaba cansado, así que me hice el dormido y contesté con un bostezo de utilería. Mi prima, mordiendo el anzuelo, se retiró de ahí por consideración a mi falso sueño.

Así transcurrió la semana. Cada vez se acentuaban más mis ojeras. Lesbia regresaba del teatro con ganas de contarme lo sucedido, pero yo no quería de hablar de teatro, no tan tarde, no cuando al día siguiente tenía que cumplir de nuevo con mis deliciosos deberes de ser el macho de mi tía consentida.

El sábado no vi a Lesbia durante todo el día. Salí a comprar unas revistas y cuando regresé Lesbia ya estaba en casa. Estaba discutiendo con mi tía, una discusión muy salvaje, nunca las había escuchado pelear así. Mi tía no la bajaba de pendeja, y Lesbia se defendía como podía, con la limitante de que ella no pronuncia palabras soeces. Tras gritar "Pareces cabaretera de puerto" Simone se fue a su recámara, no quería hablar conmigo ni con nadie; Lesbia se fue también a su habitación. Yo me fui a mi cuarto también. El preguntarme el motivo de la discusión me espantó el sueño durante un par de horas. Cuando por fin quería dormir tenía ganas de ir al baño. Le había puesto ácido al retrete que daba a mi habitación, así que tuve que salir a orinar al baño de la sala. Me extrañó ver abierta la puerta del cuarto de Lesbia, y más me sorprendió ver que de él salía una luz amarilla y muy tenue, como proveniente de una flama muy pequeña. Hice del baño y una vez que salí me encaminé para ver qué pasaba. Mentiría si dijera que me asomé para evitar un posible accidente, en realidad quería fisgonear qué pasaba con ella.

La escena que vi era conmovedora.

Con el poco tiempo que tengo de conocerla puedo saber cuándo ha llorado, y basándome en esta intuición concluí que esta noche ella había llorado mucho; sus manos estaban pegadas a su boca como si se comiese todavía las uñas, su cabello estaba enmarañado sobre su rostro y en sus largas pestañas estaban aun algunas lágrimas cual gotas de rocío. Su semblante estaba sonrosado, terso; con la expresión de paz de quien se ha resignado a seguir su destino. Por cierto, estaba desnuda y despatarrada sobre su cama. Sus nalgas de mármol lucían maravillosas bajo la luz de aquella breve flama. Sin embargo, no era ninguno de esos detalles hermosos lo que me tenía con la boca abierta, sino la sombra en la pared. ¿Qué raro ser la proyectaba?

Enterrado en una maceta estaba una marioneta de Wayang Kulit, una figura de un hombrecillo que al reflejarse en la pared adquiría dimensiones y expresión terribles. Ella estaba acostada desnuda sobre su cama y pareciera que el pequeño guerrero la estuviese protegiendo, estaba ahí, al pie de su cama, vigilando sus sueños, paciente, quieto, dueño de sí, inexpugnable. La única parte del cuerpo de mi prima que estaba cubierta era uno de sus costados, que estaba protegido con una película de plástico.

La sombra era aterradora, como un Nosferatu que te cuida, como un lobo inmóvil que te mira mientras duermes, como una pesadilla ajena que vela tus sueños, que aterra a tus enemigos.

Debo haber estado muy dormido porque en mi modorra me pareció fácil acercarme al cuerpo desnudo de Lesbia y olerla un poco. Su piel era tan fresca y tan serena como las dunas de un desierto amarillo durante una noche de luna roja. Me acerqué, pero –sin duda lo aluciné- la sombra del guerrero que estaba en el muro se movió, como si tomara su terrible flecha, listo para fulminarme con una saeta. Entendí que mientras este guerrero la resguarde yo no podía intentar nada en contra de ella.

El día amaneció y nada dije del nuevo habitante de la casa. Lesbia estaba más extraña que de costumbre y comenzaba a salir de casa sin avisar a dónde iba. En más de una ocasión la atrapaba conectada a Internet, y en cuanto me veía cerraba los foros de comunicación en tiempo real en los que estaba participando. Siempre le había importado bien poco que yo viese que ella estaba en el Messenger, y de repente no le parecía que yo fisgoneara con quien estaba hablando. Aquello contradecía nuestra costumbre de ser dos contra el mundo, en más de una ocasión me puse a su lado y era su cómplice cuando platicaba con desconocidos, entre los dos poníamos en jaque a aquellos que querían chatear; pero ahora ella guardaba algo que era nada más suyo. Eran ya varias cosas que vaticinaban nuestra separación.

Me sentí ofendido porque tuvieron que pasar tres días para que yo pudiese descubrir –porque esa es la palabra, descubrir- que Lesbia estaba estrenando un tatuaje que abarcaba casi por entero uno de los costados de su tórax. Ubicado en su espaldilla derecha, cubría un área que iba desde su cintura hasta la altura del comienzo de sus pechos. Era la figura del guerrero, esto en tonalidades verde. Esa fue la razón por la que se gritaban la otra noche, pues Simone consideraba que Lesbia había echado a perder toda su belleza con aquel tatuaje; me sentí miserable porque ni Lesbia ni Simone me habían dicho de qué se trataba el asunto, pese a que vivo con ellas. Simone estaba enfadada y nunca fue su intención de que yo educara a Lesbia, por ello tenía alguna posibilidad de perdón. Pero Lesbia, con qué frialdad platicaba conmigo eludiendo el tema, como si nada hubiera ocurrido, guardándose para sí misma tanto el tatuaje como la marioneta. La de Lesbia era la misma frialdad con que Simone hablaba al teléfono mientras mamaba una verga, sólo que la de Lesbia parecía servir a principios más profundos y no tanto al vicio.

Tal vez me lo tenía merecido por no prestar atención a aquello que Lesbia me quiso compartir, tal vez lo justo era que yo siguiera siendo su primito adorado, pero tal vez era posible, y muy posible, que ella hubiese determinado que esa parte de su vida –la relacionada con el Wayang Kulit y todo lo que a ella le había representado asistir a esas funciones de teatro de sombras- me fuera vedado por decreto real de ella misma. Bien, podría tomarme a la ligera esa exclusión, pero ¿Cómo tomar el asunto si tal experiencia pasaba a formar una parte importante de su vida? Es decir, si su nueva forma de vivir y sentir estuviera marcada por aquella semana en el teatro y tal rubro me era vedado, ¿En qué sitio quedaba yo?

Mi mente voló hasta aquel día en que me llamó por teléfono. Su voz era volátil, probablemente aquella noche me estaba llamando desde el más allá, probablemente había abandonado su cuerpo durante unos instantes y se había tomado la molestia de llamarme por teléfono. Recuerdo mi miserable respuesta, estaba con su madre, demasiado ocupado, miré el teléfono e hice una mueca de fastidio porque se trataba de Lesbia, la chica que no me reportaría ningún goce, mi pariente incómodo, la niña que nada sabe de los placeres adultos, la sirena varada en la Isla de Lesbos, la idealista que interfería en mi actuar animal.

Sucede a veces que uno se acerca en plan mamón a hostigar a otro y el resultado obtenido es que uno termina no sólo hostigado, sino partido en varios trozos, como si uno hubiese caído en la jaula del cancerbero y éste te utilizara de juguete al cual morder.

Lo primero fue la llamada de mi madre. Fue breve pero concisa. A grandes rasgos me decía que nos veríamos el día 15 de noviembre, es decir, en dos semanas; que ese encuentro no sería en Saltillo, ni en Monterrey, sino en la ciudad de México; me anticipó que me enviaría por correo electrónico un número de pedido para que pasara al aeropuerto a recoger un boleto de avión de Saltillo a la ciudad de México, todo muy raro. Me indicó que nos encontraríamos en el bar del hotel Sheraton Centro Histórico, frente a la Alameda Central, aclarándome que cualquier taxista sabría llevarme, me indicó que estaría ahí esperándome en punto de las dos de la tarde, que no debía yo demorar. Lanzó inclusive una broma que me cayó como un balde de ácido en las entrañas, dijo: "No te tardes porque ahí hay muchos caballeros coquetos". Yo nunca había ido a la ciudad de México, pero confiaba en que ella sabría qué hacer y que si ella decía que cualquier taxista me llevaría, seguramente así era. Al colgar el teléfono mi mente ya no supo de nada, parecía que todo había desaparecido y que yo sólo vivía para ese 15 de noviembre a las dos de la tarde en la ciudad de México. Sin embargo, por mucho que quise descansar en mi complacencia parecía que el destino no me iba a dejar.

Quería matar el tiempo. Lo que debía haber hecho era irme a mi habitación y dormirme dos semanas. Pero uno teje a veces su propia red. A pesar de que Lesbia estaba un tanto distante de mí aquellos días, decidí acercarme para preguntarle por su distanciamiento. En realidad me importaba cada vez menos lo que Lesbia hiciera o dejara de hacer y, ahora que mi madre se acercaba, su grado de importancia en mi vida se reducía notablemente. ¡Y pensar que al conocerla sentí claramente que ella resultaría ser una persona trascendental! Me acerqué y pregunté:

-¿Cómo estás primita, por qué me has abandonado tanto?

-No siento que te esté abandonando, quizá sólo estoy dirigiéndome a otra parte, por ahora.

  • Bien- dije sin siquiera preguntar a qué lugar o dirección se encaminaba, continué- ¿Y Sandrita?

-¿Realmente te importa…?

-Pues sí- dije con algo de fanfarronería- me pregunto si siguió siendo lesbiana después de lo que le hice el otro día, me pregunto si sigue siendo la misma, si puso en su lugar a su padre. No me explico por qué te atas a gente así

-¿"Así" cómo?- preguntó Lesbia con algo de irritación. Yo debía tener cuidado.

-Pues así. No me refiero a que sea pobre, aunque no deja de serlo porque yo lo diga o lo calle, sino "así", sin un talento visible, sin muchas ideas brillantes, con esa plática plagada de cosas que tal vez no valgan la pena. Es una persona que nunca te enriquecerá, que siempre habrá de quitarte algo en vez de dártelo.

-Es por gente "así" que los poetas escriben los más bellos poemas; es por gente así que los héroes son héroes, es por ellos que mueren, sin ellos la entrega no existe. Es por gente así, gente sin gracia aparente, por la que todas las cosas ocurren. Al decirte esto no pretendo colocarme en un lugar honroso, sino simplemente quiero que entiendas que ninguna persona sobrevive a un examen concienzudo de su realidad. Mírate tú mismo. ¿Dirías que vales mucho la pena? Alguien en este mundo ha de creer que sí, y no importa si quien lo crea es un genio o un imbécil, para ti esa persona es la más importante del cosmos. Nunca, escúchame bien, nunca atentes contra Sandra, no tienes derecho.

-Bueno, no es para tanto, yo sólo quería preguntarte si ella ha cambiado

-¿Quieres saber?

-Si- contesté para no contradecirme; en realidad me importaba un bledo la tal Sandrita, me estaba trayendo ya muchos dolores de cabeza. La respuesta de Lesbia me dejó helado.

-Sandra está encinta.

-¿Qué?

-Que Sandra está esperando un bebé.

-Bueno, ¿Y qué ha decidido?

-¿Cómo que qué ha decidido? Sandra ni siquiera se ha planteado ninguna pregunta

-Lo estará considerando, supongo… no estará pensando en tenerlo… es demasiado efecto para unas simples fotos.

-No juzgues lo que es y lo que no es.

-No puede tenerlo. No debe tenerlo. Además, no sabremos si es mío sino hasta que nazca.

-Puedes ser un cretino, ¿Sabes?

Me marché de ahí, verdaderamente encabronado. Un desdén muy recalcitrante invadió mi alma. Me importa un bledo lo que hagan. No reconozco hijo alguno. Estaba muy enfadado. Aquel día en que mi madre me dijo que por fin nos veríamos debería ser motivo de fiesta, y Lesbia me lo estropeaba de esta manera. Con razón estaba tan rara. Sandra no puede tener al niño, sencillamente porqué no tendría quien la mantuviera. Si no había podido conseguir un buen empleo para vestirse mejor, mucho menos lo conseguiría ya que tuviese un hijo. Estaba emputadísimo.

¿Desde cuándo lo sabía Lesbia? Seguro que lo supo hace más de una semana. Por eso me ocultaba sus salidas, me evadía. Bueno, al menos ahora sabía de lado de quién estaba Lesbia. Durante esos días fui poco menos que un vil trabajador que quería terminar a tiempo con la remodelación de las habitaciones.

Fui un muerto viviente.

Por fin llegó la fecha en que habría de reencontrarme con mi madre. Habían sucedido muchas cosas desde entonces. Sobra decir que la noche anterior dormí escasamente. En el avión volví a intentar dormir, pero era imposible. Cerraba los ojos para ausentarme, quería que los minutos transcurrieran más rápidos, pero sólo conseguía que todo fuese más tormentoso. Tomé un taxi, las mandíbulas me temblaron durante todo el trayecto, mis brazos y mi pecho estaban muy inquietos. Estaba tan nervioso que parecía que fuese a tener una audiencia con Dios. ¿Cómo estar preparado? El simple hecho de pisar el suelo, el suelo que me conduciría a pasillos y escaleras, a la estancia y al bar, hacía que nada me pareciera real. Estaba yo hecho de aire.

Unas escaleras mecánicas me subieron al segundo piso, en el fondo estaba el lugar de la cita, estaba iluminado con colores ocre que daban la sensación de estar frente a una chimenea, los sillones estaban forrados con un tapiz color café. Había en el lugar una veintena de personas, un grupo de amigos que se reían en una esquina. Una pareja de un hombre de cabello entrecano y una jovencita se tomaba de las manos en la más sórdida mesa del lugar. Había otros pequeños grupos de amigos que estaban regados. Sentada en la barra estaba una chica sola, rubia, que despedía bocanadas de humo que parecían danzar alrededor de un farol amarillo.

Yo me senté en uno de los sillones. Un mesero me atendió muy amablemente y yo le pedí un trago de jarabe de coco con ron y hielo. Yo pasé a formar parte de aquella fauna local. Si entrase un nuevo cliente, pasaría revista de todos los personajes que yo he citado, pero después de la chica rubia de la barra diría que en una mesa se encontraba un muchacho solo y desesperado que tomaba bebidas sin compañía alguna, un joven con cara de que lo han dejado plantado, un tipo vestido con un pantalón negro y una camisa del mismo color con rayas rojas, con demasiado perfume, como quien tiene la esperanza de fornicar dentro de unas horas, que se ha mordido los labios para que luzcan más carnosos, que se ha limpiado la frente con servilletas para lucir fresco, pero sobre todo, con una aureola de sexo que invitaba a pecar. Me pregunto si alguien, en su sabiduría vital, pudiese verme y adivinar que en una de las mesas estaba un hijo incestuoso. Pasaron algunos minutos. Eran ya las dos con veinte y mi madre no llegaba. Yo había llegado con quince minutos de adelanto, pues no quería que apareciera ningún caballero de los que mi madre había descrito.

En mi mente deambulaban ideas acerca de las palabras de mi madre. La imaginaba ahí sentada esperándome, imaginaba un caballero llegando a su lado e invitándole un trago, proponiéndole un revolcón, y muy a mi pesar, la imaginaba aceptando. No podía yo intuir que aquel pensamiento sería la llave para que se abriera mi cofre de recuerdos, recuerdos que ahora me resultaban del todo claros. Mi madre yendo por mí a la escuela de infantes, yo de cinco años con mi mochila en la espalda, mirando para todos lados y pateando piedras o pisando hormigas; mi madre sosteniéndome de la mano, enfundada en unos pantalones blancos que le quedaban muy ajustados, mostrando el hermoso culo que ella tenía en esos años; con zapatos de tacón que nada tenían qué ver con una madre que va a recoger a su hijo de la escuela, con una blusa fajada, con los botones abiertos para dejar ver un poco de sus pechos, portando unas gafas oscuras que la hacían verse espectacular. No, no era esa la forma en que una madre debía de vestirse. Yo de su mano preguntándome por qué yo no tenía papá, como mis amiguitos. Luego recordaba los carros, siempre distintos que pasaban a lado nuestro, aminorando el paso junto a la acera por donde caminábamos nosotros. Algunos hombres sólo miraban a mi madre, arriesgándose a atropellar a algún niño que cruzara la calle sin cuidado, y mi madre les devolvía la sonrisa si era sonrisa, o el saludo si saludaban. Si, mi madre siempre fue amigable con los hombres, toda la vida le han gustado mucho, y ella siempre les ha gustado a ellos. Algunos se detenían. Mi madre me pedía que me sentara junto al muro mientras platicaba con ellos. Sonreían al final, como si hubiesen quedado en algo concreto. A veces nos subíamos a alguno de esos autos y yo me ponía a jugar con los juguetes que por alguna razón parecían tener siempre a la mano esos hombres que pasaban. En algunas ocasiones nos invitaban a sus casas. Yo me quedaba viendo el televisor y mi madre les acompañaba a sus habitaciones a revisar no sé qué cosa que yo no debía ver. Salía ella con prisa, algo despeinada, la blusa a veces ya no estaba fajada; se seguían riendo ella y los hombres, nunca terminaba yo de ver mis programas, nos íbamos. Mis ojos se llenaron de lágrimas sólo de ver que la chica rubia de la barra tenía un culo muy parecido al que mi madre tenía en aquellos años en que me recogía en la escuela primaria, la cintura tenía un talle muy parecido, las nalgas se le veían justo así, redondas, fuertes; incluso la posición de los hombros era idéntica. Ver a aquella mujer me llenó de nostalgia. Suspiré. Me lamenté como hijo de tener una mamá tan fácil y tan caliente, mientras que como hombre envidiaba, envidiaba de verdad, a aquellos hombres que coincidieron en el tiempo y espacio con aquella tentación sexual que ofrecía Dios en el cuerpo de mi madre.

El grupillo de amigos parecía una bola de estudiantes, empujándose unos a otros como si tuvieran dieciséis años, siendo que tenían alrededor de treinta y dos. Según sus caras pude adivinar que estaban apostando, y la prueba de la apuesta parecía girar en torno a la chica rubia de la barra. La apuesta ha de haber sido más o menos así: "el que se anime a ir y le saque plática y sea rechazado, pierde; el que le saque plática y no sea rechazado, pero no obtenga nada más, ni gana ni pierde; y si consigue llevarse a la chica de ahí, entonces gana". Uno de ellos se paró, dispuesto a ganar. Yo comencé a sentirme muy mal, imaginé las veces en que grupos de hombres se apostaban a mi madre y también pude delirar en aquellas ocasiones que, siendo el sujeto bien parecido, se podía llevar a mi madre a la cama, facilito. El tipo de esta ocasión era un pendejo, y la verdad me iban a dar ganas de llorar si la rubia le aceptaba el trago.

El fulano se le acercó, con esa mirada que yo conocía bien, esa mirada que tantas veces le dirigían a mi madre, esa mirada que encierra toda la fe del mundo de que la chica cederá. El fulano se sentó a lado de la rubia, le sonrió con aquella mueca que me era familiar. Yo no veía la cara de la chica, pero por el movimiento de la cabeza pude saber que le estaba sonriendo. Algo tendría la cara de la rubia porque el ligante dudó un poco en si seguir la plática o correr. Imaginé que podría tratarse de una quemadura horrible, o un labio leporino, o un enorme lunar con cabello. La apuesta debía ser jugosa porque el tipo insistió en ligar a la chica. Cada risa que soltaban era un escupitajo que me humillaba, pues veía con una claridad aterradora que cuando la mujer es puta es puta, y nada ni nadie evitará que las situaciones le salgan al paso, que su destino es que su entrepierna y su aliento huelan siempre a verga. Me sentía muy raro. Cuando el tipo le pasaba la mano por la cintura a la rubia me sonrojé por completo, pues el sí se había sucedido. El sujeto, orgulloso, invitó a la chica a que se pusiera en pie; como que no quiere la cosa le rozó las nalgas. La chica era una mamacita total, era justo como mi mamá, esas putas que se dan a lo largo de las épocas. El tipo seguía siendo un imbécil, lo que me dejó bien claro que poco importa quien se acerque, pude haber sido yo quien se estuviese llevando a la rubia. Los amigos eran un bote de aceite transportado en una carreta, saltaban y giraban, excitados, sin creerse todavía que el idiota de su amigo estuviese echándose al bolsillo tan sin esfuerzo a aquella preciosidad. Seguía sin verle la cara, pero ya viéndola de pie se veía lo buena que estaba la condenada rubia, y supuse que el tipo se sorprendió tanto o más que yo de verla parada por completo. A su andar, las nalgas de la chica parecían retumbar en todos los que ahí estaban. Los únicos que no estaban deleitándose con el andar de la chica eran los infelices que estaban acompañados de sus novias o esposas. Ya casi salían del lugar el ligante y la rubia cuando ella se regresó, quizá para ir al baño.

Yo no quise ser muy obvio y fingí que miraba el fondo de mi vaso. La rubia se acercó en dirección mía. Ya que estaba bastante cerca me dijo con aquella voz que cimbra todo mi ser cada vez que me habla.

-¿Qué pasa contigo Lucas? ¿Hasta cuándo se supone que me ibas a rescatar de ese pendejo?

Era mi madre