Diez de mayo con mi tia (10)

Lucas pierde cada vez más el control, sobre todo de su vida. La suerte sigue sonriéndole, todavía. Por fin le hace un favor a la amiga de su prima.

DIEZ DE MAYO CON MI TÍA IX

El panorama era ese. Sergei con la jeringa en la mano, complacido por haber vertido su contenido en las frágiles venas de Lesbia. Yo un idiota que corre y se tiende a los pies de ella, quien al instante ya no era ella misma. Le chupo el brazo, como intentándole sacar el veneno que una serpiente le ha depositado en el cuerpo. Comprendí que no debía continuar con aquello, primero, porque era algo estúpido, y segundo, porque en el estado en que entraría Lesbia aquel contacto de mis labios y dientes le significarían un goce tan indescriptible que las cosas podrían ponerse peores.

Ni siquiera lo pensé. Tomé a lesbia del brazo y la levanté. Sergei intentó decir que era una tontería, que ya era muy tarde, pero no le hice caso. Yo sabía que tendría sólo algunos minutos para poner a Lesbia en un lugar seguro, para llevarla a salvo. ¿Pero, exactamente de qué la iba yo a salvar?

Logré treparla al coche. Ella decía algunas cosas, como que todavía pensaba un poco. Yo no presté atención a nada de lo que decía. Entre sus desvaríos hurgó la guantera del coche, sacó un disco de esos que ella escucha, uno del grupo canadiense Voivod. Lesbia es singular, vaya, nunca había yo sabido de una chica a la que le guste la música de trash metal tan enloquecedora como este Voivod, y que ella lo pusiera para amenizar su viaje lisérgicosexual me resultaba absolutamente delirante. El disco tampoco era ordinario, pues se trataba de un disco que había copiado ella misma, a manera que sólo tenía una parte de una canción que se repetía incesantemente. Puso el interminable fragmento final de la canción que se llama "Best Regards" y balbuceó algo así como:

-Mi alma vive en constante striptease, y al desnudarse baila esta canción. El bajo retrata el ritmo de mi piel.

Lo dijo con una voz tan sugerente que, la verdad, le creí. No llegaríamos a ningún lugar seguro. Aprovechando que la casa de Sergei está casi a las afueras de la ciudad, me encaminé hasta donde hubiera una parte desolada, alguna isleta de bosque perdida. Me metí por un camino de tierra y me dirigí a un pequeño mirador al que acuden las parejas a fajar. Había dos autos estacionados, ambos se movían a un ritmo cadencioso, revelando las actividades a las que se dedicaban sus ocupantes; los cristales de aquel par de autos estaban empañados. Tal vez por morbo los tripulantes de los dos autos asomaron las cabecillas para ver quien llegaba.

Era oscuro, para nuestra buena fortuna, y el lugar era tan impopular que con suerte no tendríamos a ningún policía que nos interrumpiera. Chuparle el brazo no había sido una buena idea, la lengua se me había adormecido un poco, y sólo Dios sabe qué efectos produce el incubus cuando es chupado del brazo de alguien que te gusta. Voltee a ver a Lesbia y ya tenía la mandíbula descompuesta, los ojos perdidos. Para su comodidad giré la palanca para que su asiento se hiciese prácticamente una cama; al estirarme para alcanzar la palanca ella salió de sí misma como si fuese una anémona que pierde por fin la timidez, y acercó la nariz para olerme. Sonrió luego de aspirar profundamente. Se recostó en su asiento y me tomó la mano derecha con su mano izquierda. Me aprisionó, se apoderó de mi mano, la cual sería nuestro punto de contacto.

Ahí estaba tumbada esta muchachota divina, con su cabello desarreglado, con su rostro sin maquillar pero hermoso, con el cuello y escote sudados, con sus brazos enormes, su cintura algo descubierta, su pantalón corto celeste que le ajustaba el culo de una manera preciosa y dejaba a la vista su par de bellas rodillas. Al final, sus largos pies estaban enfundados en un par de zapatos celestes que hacían juego con sus pantalones y con el esmalte de las uñas de sus pies. Era un monumento, algo lindo de ver.

Sin la lámpara azul no podía yo ver el éxodo del incubus a través del organismo de Lesbia, pero podía yo imaginarlo. Ella se retorcía muy poco, pero su cara lo decía todo. Cada exhalación regalaba adelantos del aliento postrero. La inhalación sucedía en medio de una quietud casi meditativa, pero el exhalar iba acompañado de un sonido muy similar a la "m" mezclado con una "u", generando un silbido de alivio, una tensión que se curaba con gozo de la carne, sonaba como si estuviese probando en su boca el sabor más delicioso. Abrió las piernas y puso los pies en el tablero del coche; por la forma en que movía las caderas y por cómo sus nalgas se estrellaban una contra la otra, me quedaba claro que un fantasma la estaba montando de manera vigorosa, pasándole el brazo por la espalda, mordiéndole sus duros pezones, lamiéndole el cuello mientras la penetra.

El pantalón celeste de lesbia comenzó a dibujar a la altura de su coño una marca de humedad, no eran orines de cierto, era miel, una rica miel que había comenzado a manar generosamente. El olor era muy fuerte y embriagador. Yo me estaba intoxicando con el exquisito olor que despedía el organismo de Lesbia. El pantalón celeste ostentaba ya una mancha muy grande, las tonalidades del centro eran más oscuras y más tenues conforme se alejaban del epicentro de los orgasmos de Lesbia. Era como un blanco de arquería donde lo único que apetecía era dar en el centro.

La mano de Lesbia seguía aferrada a la mía. Sólo era el contacto de su palma con la mía, pero el intercambio era muy profundo. La mano de Lesbia, regularmente tibia, pasó a estar verdaderamente caliente. "Más, más" balbuceaba ella. Era heroico estar ahí dentro del auto, al ritmo de "Best Regards", escuchando los lamentos que provenían desde el vientre de Lesbia; eran sus lamentos un canto de sirena y mi semen era una hueste de marineros que, sin poder resistir su encanto, comenzaron a saltar por la quilla de mi verga, me estaba viniendo en seco, temblando como nunca. Las mandíbulas no me funcionaban, las estaba apretando muy fuerte sin siquiera proponérmelo.

Los gemidos de Lesbia estaban provocando mucha excitación en los autos vecinos; la pareja que estaba en el sedán rojo se salió del auto y fisgoneó dentro de nuestro automóvil. Era un chico bajito pero con pinta de ser muy viril, o así lo hacía suponer su abundante vello y su mirada tenaz; la chica era una lindura aperlada que tenía la boca muy hinchada, seguro que de tanto mamar, con cabello castaño y lacio, con una figura muy estilizada y un culo muy bien puesto. La mirada de la chica era muy dulce, de una dulzura dispuesta a someterse a todo tipo de excesos. La mirada del chico era torva, como quien estuviera dispuesto a darle a la chica los excesos que necesitaba.

La chica me excitó mucho a mí, pues tenía la facha de una nena convencional y conservadora que en su interior tiene sembrada la semilla de la depravación, una depravación insaciable que se riega con semen. La doble moral siempre me ha encendido mucho. Pasar de la iglesia al motel es algo que me enajena; esa hipocresía me hace delirar.

Grande fue su decepción al ver que Lesbia yacía recostada en el asiento del coche y que yo simplemente le sostenía la mano. Sin embargo, los aullidos de Lesbia taladraban la sensualidad de aquellos chicos, quienes terminaron por pedir hospedaje en el otro vehículo que ahí estaba, que era una vagoneta Jeep color verde oliva. La puerta se abrió y la pareja fue recibida con alegría por los tripulantes de la vagoneta. Yo estaba en el asiento del conductor, y de alguna manera lamentaba no poder unirme a la orgía de la camionetilla.

Cumplí mi destino de permanecer en el auto, sosteniendo simplemente la mano de Lesbia. Ello no impidió que mis ojos depositaran su atención en lo que pasaba en la vagoneta. Los habitantes de la camioneta eran un chico un tanto gordito pero con aire socarrón, mientras que su novia era una chica rubia muy flaca. Fue desesperante para mí ver sólo la mitad de lo que pasaba, es decir, sólo lo que alcanzaba a verse por el cristal. Daría lo que fuera por haber estado dentro de aquella vagoneta, aunque fuese como simple mirón. Se veía la silueta de la cabeza rubia subiendo y bajando a la altura de la verga del chaparrito viril, quien le sujetaba, no sé si dulce o violento, el cabello a la rubia obligándole a que mamara y que mamara bien. La chica parecía sentirse a gusto cumpliendo los deseos del chaparrito. Ellos estaban adelante.

En el asiento de atrás, el gordito estaba ya disfrutando de compartir su exquisita novia con el recién conocido desconocido, consolándose en la boca de la novia del desconocido, pero volteando a mirar lo que su noviecita estaba haciendo en la verga del velludo; era como si tomara nota de la sumisión que su novia parecía soportar tan de buena gana, y mentalmente hiciera planes de cómo él se aprovecharía de esas nuevas técnicas recién descubiertas (y sobre todo, del descubrimiento de la capacidad de soportar de su novia).

Si algo he aprendido es que las mujeres no siempre desean recibir un trato amable, que el trato amable está bien para comenzar, para dar el sí, pero que una vez otorgado el sí, lo que funciona es la furia y la fuerza, de ahí que existan tantas parejas que encajan en la descripción de La Bella y El Patán, y uno no se explica por qué una belleza de tal magnitud se hace acompañar de un patán falto de educación, y la respuesta yace en la cama, ahí donde el patán capitaliza su falta de educación con bestialidad, enculándo la virtud, lazándola con una soga instintiva y básica. En fin, guardo mis reservas al respecto, pues los patanes no siempre cumplen con lo único que les hace soportables: satisfacer. Cuando es así, cuando ni siquiera eso cumplen, las mujeres pierden su tiempo en esperar que cambien, y bien deberían sencillamente dejarles.

El gordito miraba cómo el recién llegado empujaba la cabeza de su chica para ensartarle bien su verga. Honestamente, el chaparrito velludo tenía no sólo la alternativa, sino la obligación de hacer esos desplantes de rudeza pues, a como se veía, su verga no era excepcional ni en largo ni en ancho, de ahí que precisara de técnicas de ilusión que sumieran a la chica en trance para generar en ella la percepción de estar lidiando con una verga descomunal. La rubia estaba aturdida pero no dejaba de comerle la verga al chaparrito, con tal entrega que parecía estar cayendo no solo en la ilusión de que el bajito tenía la verga de treinta centímetros, sino cayendo también en la ilusión de que ella podía engullirla completa. ¡Ah, cuanta dicha produce la seguridad de coger o mamar bien! ¡Saberse útil es una buena razón para ser un amante generoso!

Me visualicé a mí mismo frente a un pastel de cumpleaños, me imaginé a mí mismo soplando las velas y pidiendo un deseo: compartir el cuerpo de mi tía con aquel chico bajito. Su estilo me gustaba. Caí en cuenta que criticaba al gordito por gozar viendo a su novia jodiendo con el chaparro, pero yo pecaba de lo mismo, también aprendía siglos de tradición sexual viendo las maniobras de aquel ejemplar. Era un genio, estoy seguro que estaba inventando, en ese instante, caricias nunca antes llevadas a cabo.

De rato se veía que ambas novias estaban montando a los chicos, claro, cada una montaba al chico que no era su novio. En un momento, la novia del gordito comenzó a montarlo, no para que las parejas tomaran su lugar, sino que preparándolo todo para que el chaparrito se colocara detrás de la rubia y así empalarla los dos al mismo tiempo. El movimiento del condenado chaparro era cadencioso y firme.

Abrieron un poco la ventana y de la vagoneta escapaban los gemidos salvajes de la rubia. Sus gritos rasgaban el viento transmitiendo una entrega total, una completa perdición. Los gemidos llegaron a los oídos de Lesbia y fueron absorbidos como las gotas de una breve lluvia que caen en el suelo más árido de África. Esa fue una mezcla que yo no pude prevenir; los gritos, los gritos de mujer, hacían las veces de pequeños pero contundentes latigazos de placer en la piel de Lesbia. A cada gemido que escapaba del auto vecino Lesbia tenía un orgasmo. Su mano seguía sujeta de la mía, y me transmitía una milésima parte de su placer, y ello no era poca cosa, yo me estaba regando de una manera espontánea y sorprendente.

El pantalón celeste ya mostraba una mancha enorme en la zona del pubis, su olor era la cosa más provocativa que existe, mis mandíbulas segregaban cantidades inmensas de saliva sólo de imaginar los labios del coño de Lesbia en mi boca, sólo de imaginar la envolvente fragancia, el dulce sabor, la cálida textura, lo pulsante de su beso bajo. Parecía una hembra que se está pariendo a sí misma, que puja para expulsar su propia alma, liberándola luego de un violento estertor, regándola en forma de miel que al instante se absorbe para comenzar de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y a cada orgasmo su alma era parida por ella misma, salía de su cuerpo y volteaba a ver el hermoso hogar que abandonaba por segundos, para luego introducirse de nuevo para ser arrancada otra vez. Los gritos de Lesbia eran de una parturienta cósmica que a cada soplo lanzaba polen que fecundaba todas mis fantasías posibles.

En el carro de a lado el chaparro velludo tenía en sus manos la linda cara de la novia del gordito, la tenía bien empalada por la boca y era evidente que se estaba regando en la garganta de la rubia, con o sin su consentimiento las cosas eran así. Se tumbó en cuanto terminó y la rubia se fue a resguardar en el pecho de su novio, quien sin mucho escrúpulo le besó la boca mancillada, degustando el sabor del desconocido. El gordito se regó dentro de la matriz de la novia del chaparro sin dejar de besar a su propia novia. El chaparro y su novia se vistieron como pudieron, pasaron a lado de nuestro auto y pasando de nosotros abordaron su coche y se fueron de ahí. El Gordito y la rubia se vistieron, y pese a que hacía frío, montaron guardia afuera de nuestro auto. Lesbia volvió su vista hacia la ventana y se percató de que teníamos visitas. Me dijo.

-Nunca había tenido un orgasmo de verdad.

-Felicidades.

-Necesito besar a alguien. Aprovechando que esos dos de afuera parecen no tener qué hacer ¿Podrías encargarte de pedirle prestada la novia a este gordito?

-¿Para mí?

-No tonto, para mí.

Salí del auto y el chico gordito, de nombre Marcos, me miró sin saber qué decir. Yo fui al grano y le dije que mi chica quería jugar un rato con la suya. Marcos decidió por Laura, su novia, y le indicó que hiciera lo que se le pidiera. Marcos quería incluirse en la fiesta, pero lo detuve, le dije que en esta ocasión sólo nos correspondería ver. Laura entró sola a nuestro coche, a la telaraña de Lesbia que en ese instante era una viuda negra sedienta de sangre; la pobre Laura no era sino la víctima de turno, la presa que le serviría a Lesbia para terminar de gozar. Al entrar al auto, Laura quedó atontada por el intenso aroma a sexo, quedó borracha y a merced de su dulce predador. Marcos y yo cruzamos los brazos y nos recargamos en el auto, como si nada pasara. Me da por pensar que Laura nació para eso, para estar a merced de depredadores que harán de su muerte un delicioso trayecto. Acababa de recibir los chorros de semen en la garganta, cortesía de un forzador nato, y ahora caía en las delicadas manos de Lesbia que con su tacto suave comenzarían a desmenuzarla poco a poco, que le tocaría los nervios, que repasaría con sus yemas no solo el punto g, sino todo el alfabeto de su sensibilidad. La pobre Laura ya podía irse preparando para correrse muchas veces, ya podía sonreírle a la muerte con franqueza, como quien descansa en ella a cada orgasmo.

Dentro del auto, Laura y Lesbia se desnudaron con una sincronía sorprendente. Los ojos de Lesbia eran enormes y vívidos, rastreaban el cuerpo de la chica rubia como si nunca hubiesen visto una mujer desnuda, la olió por completo, la miró a los ojos y se le encajó en el alma, le dijo cosas al oído para luego rozarle el lóbulo con sus labios, la vibración de sus palabras ha de haber sido conmovedora porque al soplo de su boca la chica rubia se retorció de gusto a la vez que sonreía con una sonrisa pícara que sólo se da entre las amigas de mucha confianza.

Había mucho que aprender de Lesbia. Su boca se acercó al oído de Laura para susurrarle no sé que cosas; en la cara de Laura se dibujó una sonrisa a la vez que sus ojos se giraban en dirección de Lesbia, como si quisiera mirar aquellos divinos labios que le decían cosas tan dulces, pero así, mientras toda su atención estaba en aquella boca que le desvirgaba el oído con palabras, la sutil mano de lesbia ya le estaba tocando los pechos sin que Laura siquiera se diera cuenta, de hecho, mientras el hechizo de Lesbia estuviese flotando en el aire el cuerpo de la rubia no era en verdad de ella misma, sino de la dueña de aquellas palabras.

Se iban a usar la una a la otra y todo sería muy dichoso. Los labios de Laura, convalecientes de tanto mamar vergas, necesitaban de la delicadeza y la magia de los labios de otra mujer, y Lesbia era ese ángel capaz de curarle todas las heridas, capaz de llevarla de la mano a los jardines de una inocencia perdida, libando el semen que quedaba aun en su garganta, dejándola virgen de nuevo. Las manos de Lesbia eran hábiles, muy hábiles, en segundos ya habían dado con el paradero del coño de Laura y ya habían comenzado a hacer su sublime trabajo. Nada más lindo que meter los dedos en un coño, pasar de la desolación y el frío de la atmósfera a aquel húmedo calor, a aquel abrazo vivo, a aquel beso divino. Se besaban en la boca con una fiereza que nada tenía que ver con la masculinidad, era una fuerza extraña e inexpugnable para nosotros, que mirábamos atentos. Las manos de Lesbia eran muy escurridizas, de rato estaban en el coño y luego ya estaban en el talle, o en un pecho, o abrazando el pie, o frotando las piernas, o tomando en su palma el rostro turbado de Laura. Era para Laura, sin duda, una buena tarde, una de esas tardes que uno se permite una vez en la vida, una de esas tardes en que uno se abandona; al tronido de los dedos de Lesbia la rubia se pudo haber entregado a un millar de hombres sin siquiera notarlo, pero no, Lesbia la quería para ella sola. Se besaron hasta que se cansaron.

Cuando Laura salió de nuestro coche era una mujer completamente distinta, había paseado por el cielo y la realidad seguramente le parecería un mal remedo de la gloria, sin embargo en su piel se asentó una dicha indestructible. Se abrazó de su novio con ternura, a mí sólo me dirigió una mirada fugaz. Yo regresé a nuestro auto y apagué de un golpe el aparato de música; el silencio era mejor para todos. Respiré profundamente para oler bien el aroma. Lesbia se comenzó a vestir. Al querer ponerse las bragas dudó.

-¿Quieres que te regale éstas?

-Si.

Se enfundó en su pantalón celeste. Sin sus bragas se marcaban los gajos de su coño por encima de la tela. Estaba mojadísimo el pantalón. Cuando llegamos a la casa Simone estaba dormida, y eso estaba bien, pues sería difícil de explicar lo que había pasado. Yo me dormí colocando el calzón de lesbia en la almohada, en mi mente sólo habitaba el recuerdo de su despedida.

-Que duermas bien, primito. Quedé con Sandra que el sábado haríamos aquello. ¡Hey! No porque no lo diga quiere decir que no lo siento. Gracias.

-¿Gracias de qué?

-De todo. Puedo ser cualquier cosa, menos ingrata. Sé que podías haber abusado de mí, y que no lo hayas hecho habla bien de ti, todavía tienes esperanzas.

Habían transcurrido tres días desde lo de la visita a Sergei. No había obtenido ni la lámpara ni el incubus. Sin embargo el viernes Lesbia llegó bastante tarde, una sonrisa iluminaba toda su cara. Me dijo.

-La lámpara es mía. Te dije, hay que pedirla y listo

Bueno. Había ido ella a casa de Sergei. No quiso hablar más del asunto, tampoco tenía ese aspecto de recién violada que les queda luego de haber sido inyectadas con incubus. ¿De qué hablaron? No lo sé, pero podía ya intuir que entre Sergei y Lesbia había resurgido la sangre, se reconocían sin saberlo, se simpatizaban. Ella era Sergei enriquecido con la pasión y sensualidad de Simone; era Simone enriquecida con la inteligencia y el genio de Sergei, pero sobre todo, ella era la humanidad enriquecida con todo lo que ella puramente era.

-Pero ¿Qué pasó?

-No me preguntes, sólo te diré que fue una tarde maravillosa. Descansa primito, mañana tienes trabajo qué hacer.

El sábado se llegó. Lesbia tenía todo listo, había alquilado una habitación en un hotel muy prestigiado. Nuestra habitación era prácticamente una casa pequeña, tenía cocineta, un baño enorme con tina, una cama que se antojaba para todo, menos para dormir, un ventanal que permitía la entrada de luz, una iluminación cálida, un par de sillones, una televisión enorme, una lámpara, espejos que iban del piso al techo.

Yo me había aseado con mucho cuidado, me había rasurado los vellos de las tetillas y de los dedos de los pies. Contrario a lo que pensé, Lesbia no permitió que fuese yo a casa de Sandra, sino que me llevó a la habitación que ella había alquilado y me pidió que esperara ahí. La sensación era extraña. Yo estaba ahí, sentado sobre la enorme cama, esperando nada más a que mi prima fuese al mundo y trajera de allá una chica para que yo le hiciera la pantomima de quererla. La habitación me parecía desolada, la expectativa pesaba como un costal de plomo. Enfrente de mí estaba un trípode y una cámara fotográfica. Mi prima no había dejado nada a la suerte, todo estaba planeado. Me sentía como un actor novato que va a hacer su audición para una película pornográfica.

El sonido de la perilla de la puerta al abrirse me causó un sobresalto. Sandra llevaba un pantalón horrible y una blusa aun más horrible. Su bigote lucía más varonil que nunca y su mirada era de rencor respecto a lo que aun no hacíamos. A su lado estaba lesbia luciendo un vestido que no portaba cuando se fue, con una belleza tan espectacular que no hacía sino hundir aun más el aspecto de Sandra. Lesbia cargaba una maleta grande.

Eran apenas las diez de la mañana. El día apenas comenzaba. Por la ventana entraba una resolana muy agradable, acaso atenuada por unas nubes lejanas que obstruían todo lo dañino pero dejaban pasar todo lo acariciante. Lesbia llevó a Sandra del brazo y la sentó en una confortable mecedora que estaba ahí, bajo los dulcificados rayos del astro rey. Sandra se tendió en el sillón con la silvestre alegría de un perro que le muestra el vientre al sol.

-Tú hoy eres mía, y vas a hacer lo que yo te diga, y soportar todo lo que quiera hacerte.

-Siempre, siempre quiero ser tuya.

Hasta ahora yo desconocía aquel aspecto dulce de Sandra, siempre la había percibido como un ser hosco y troglodita. Lesbia trajo cargando una vasija con agua caliente y un estuche de utensilio para el arreglo de manos y pies. Lesbia se puso de rodillas como quien adora a un dios. Me pidió que me arrodillara yo también. Yo llevaba puesto mi mejor cambio de ropa y Lesbia se veía sensacional, quizá por eso la escena resultaba desconcertante; ahí estábamos, hermosos y de rodillas, rindiéndole culto a aquella chica de pantalones descoloridos y roídos.

En cierta ocasión fui testigo de cómo Simone le echaba en cara a Lesbia el que tuviera amigas como Sandra. La verdad es que Simone en su papel de madre respetable podía resultar exasperante y ofensiva. Al parecer el motivo de la queja era que Sandra era pobre. No justifico que alguien rechace a otra persona por ese detalle, pero así fue. Yo nunca había sido tan consciente de esa pobreza que tan afiladamente había señalado Simone, pero ahora que tenía cerca estos pantalones agonizantes y la blusa agujerada no pude sino concluir que efectivamente la vida de Sandra ha de haber estado rodeada de pobreza y desventuras. Recuerdo lo que Lesbia contestó a Simone cuando ésta le gritó "¡Pero si esa tal Sandra es la chica más pobre que he conocido!":

-Discúlpame, ella me tiene a mí, no puede ser pobre.

Yacíamos en el suelo como un par de príncipes sirviéndole al más humilde de los campesinos de su reino. La ropa de Sandra era vieja, pero gozaba de impecable limpieza; pude notarlo cuando Lesbia le quitó sus zapatos y aparecieron unas calcetas de un blanco refulgente. Mientras Lesbia iba desnudándole los pies le decía:

-¿Te acuerdas del día en que te conocí?

-Como olvidarlo amor mío.

-Me conmovió la dignidad con que llevabas puestos aquellos zapatos negros. Desde aquel día no puedo ver igual los zapatos que llevan los empleados de McDonald´s. veo esos zapatos que llevan, con sus suelas de goma, con su piel opaca por la grasa y el jabón, hechos para soportar las horas de trabajo siempre a pie, no conocen lo que significa sentarse un segundo, zapatos y uniformes condenados a no lucir impecables; y tú, tú hacías que zapatos ordinarios fuesen zapatillas de cristal. Y todas mis intuiciones eran ciertas

Al decir esto arrancó una de las calcetas. El pie de Sandra era sencillamente hermoso, blanco como el plumaje de una paloma, y probablemente tan tibios como ésta. Sus dedos eran perfectos, con sus partes bien definidas, con unos cojincillos redondeados en toda la planta, con la parte baja sonrosada y la parte del empeine de un color leche. Lesbia sostenía aquel pie como si en sus manos cargara el tesoro más preciado, como si se cargara a sí misma recién nacida. Acercó su rostro y besó el empeine del pie con gran ternura.

-Agrapuja

Ni Sandra ni yo supimos qué significaba aquella palabra. Los pies de Sandra fueron a dar al agua caliente y Lesbia y yo comenzamos a lavarle los pies, luego se los secamos, le limamos las uñas, lesbia se las pintó con un color malva que dio a aquellos pies el aspecto más exquisito que hubiera yo visto en un par de pies. Sandra lloraba de emoción. Lesbia se abrió la blusa, no llevaba sostén. Me ordenó.

-Ve por la cámara.

Yo fui por la cámara luego de retirarla del trípode. Los pezones de lesbia estaban ese día con un color café muy tenue, como un dulce de leche. Sus pechos eran magníficos. Colocó los hermosos pies de Sandra en sus pechos, cubriendo sus pezones, oprimiendo su precioso volumen.

-Tómala- dijo.

La imagen era encantadora. Me las ingenié para que en la foto no saliera ni un solo hilo del pantalón de Sandra, salía sólo su carne y sus pies, y el pecho de Lesbia que con su blusa abierta representaba a alguien que se abre la carne del pecho, con su rostro girado hacia un lado, con los ojos cerrados como quien está disfrutándolo mucho. Tomé la foto, una foto preciosa. Me dolía en los ojos tanta hermosura. Lesbia era un estuche de monerías, le decía a Sandra toda clase de cosas que a mí nunca se me habrían ocurrido. Abrazando las plantas de Sandra contra su pecho, presionándolos con sus manos plenas, le dijo:

-De donde vengo, cuando alguien abre su pecho de esta forma y permite que otro le coloque las plantas así, justo en esta forma, significa que se casan, significa que se pertenecen para siempre, que pase lo que pase no se abandonarán nunca.

No puedo imaginarme cómo sería la vida de Sandra antes de que Lesbia apareciera, pero me da la impresión de que todo era oscuridad y caos, que la vida era un trámite de supervivencia, que para ella la belleza se inventó con Lesbia. Sus ojos revoloteaban como pájaros felices de estrenar una jaula luminosa que les protege de una libertad asesina. Lesbia era todo, sencillamente todo, para Sandra. ¿Cuáles eran las razones para que Lesbia, esa hermosura capaz de tener a la mujer u hombre que ella quisiese a sus pies, eligiera de entre todo el mundo a esta frágil y pobre chica? Lo desconozco, pero había un vínculo fuerte, de esos que no se hablan, de esos que se deciden en una mirada, de esos que nacen cuando dos se traspasan el uno al otro y secretamente acuerdan un pacto de muerte que paradójicamente enciende la mecha del corazón. Eran dos que se aman, eran madre e hija, eran hermanas, eran marido y mujer, las más grandes amigas. Cuando Lesbia le dio a entender que allá de donde ella venía cuando la gente hacía eso era sinónimo de que se estaban casando todo el cuerpo de Sandra tembló, tembló como quien enfrenta algo que le cambia la vida para siempre, todo su organismo decía que sí. Cuando el cuerpo es incapaz de manifestar de un solo golpe mil sentimientos distintos le da por hacer lo que Sandra hizo, sollozar y llorar.

Se abalanzó sobre Lesbia salpicándola y salpicándome de agua, la abrazó con mucha fuerza, tal como si quisiera pegarse a ella. Se dieron un beso muy intenso, entre dulce y violento. Sandra preguntó.

-¿En serio te estás casando conmigo?

-Yo nunca miento. No sé qué diablos es eso de casarse, pero sí sé que te quiero a mi lado siempre, y que quiero serte leal.

En su inseguridad innata, Sandra tuvo el impulso de estropearlo todo, quizá para sencillamente demostrarse que no valía nada, o por el contrario, con el deseo oculto de que se le revelara toda serie de halagos. Lesbia no dio pie ni a una cosa ni a otra.

-Mi querida Lesbia ¿Cómo es que me quieres? Nunca he hecho nada especial como para que me des tanto; yo misma no soy especial.

-Eres un mujer buena a la cual querer, sólo yo sé qué hacer contigo. Si supieras todo lo que me dijiste aquel día que apareciste; me reconociste, te ofreciste a mí completa, sin cuestionar nada, sin saber siquiera quién soy yo en realidad. Todo en ti es especial. Pero antes de que me aceptes como tu mujer necesitas ver algo.

Lesbia se quitó la blusa por completo. A la altura de sus clavículas, encima de la axila, en el hombro, habían marcas de chupetes. Eran mordidas que Lesbia no quería ocultar, eran las huellas que Laura había dejado en su piel. Sandra contrajo sus labios. Hubo una ráfaga de cosas que se dijeron con la mirada. No era algo sencillo, era como si estuvieran llegando al acuerdo de que Lesbia haría con su cuerpo lo que quisiera y que Sandra tendría que soportar su naturaleza. Las dos sonrieron sabiendo que, como fuera, estarían en medio de un trato justo. Se sobreentendía que Sandra podría hacer consigo misma lo que ella quisiese. Lesbia cortó la tensión diciéndole a Sandra.

-Vamos a transformarte.

Sacó de la enorme maleta una gran cantidad de cosas. Lo más extraño fue que Lesbia extrajo unas tijeras y comenzó a cortarle el cabello a Sandra, quien se abandonó en sus manos. Lo que me tenía maravillado era la habilidad de Lesbia para cortar el cabello, de una manera tan rápida y tan precisa que pareciera que su oficio era peluquera de barrio. El resultado final fue sorprendente; Sandra pasó de ser una chica ordinaria a tener un corte medianamente a la moda. Pero era solamente el principio.

Lesbia se llevó a Sandra hacia un vestíbulo que estaba junto al inmenso baño, yo me quedé sentado junto a la ventana. Ello no significó que me abstuviera de mirar de reojo lo que pasaba. Lesbia le hizo quitarse todo, la desnudó; le dio unas tijeras y la invitó a que fuera ella misma quien tijereteara sus viejos pantalones. Sandra destazó todo su pasado, toda su falta de glamour, y entre sus dedos cortó el pantalón, la blusa, el sostén, sus calzones, sus calcetas, todo cayó al suelo como hojas de un árbol en otoño. El cuerpo de Sandra era como lo había imaginado la primera vez que lo vi, con unas caderas sumamente estrechas, aunque sus nalgas eran engañosas, pues no eran amplias aunque sí erguidas hacia atrás. Sería impensable que en una chica tan pequeña pudiera gestarse un robusto niño, o vaya, para no ir muy lejos, me temo que una buena verga adquiriría proporciones muy significativas respecto de su velludo coño. Sus nalgas cabrían fácilmente en mis dos manos, su cadera tendría el ancho de un balón de básquetbol. Su cintura era asombrosamente reducida, al grado que aquellas pequeñas caderas de todas maneras daban esa silueta femenina que tanto enajena. Sus tetas eran una historia aparte, pues eran grandes, redondas, con un pezón que invitaba a ser amamantado, pesadas de lo grandes que eran, empotradas en un tronco exquisito del cual brotaban como seguro accidente.

Lesbia le puso medias, le puso una pantaleta muy coqueta, un sostén que hacía un merecido tributo a su contenido, luego la enfundó en un vestido rojo muy bonito, se puso de rodillas y coronó a Sandra con un par de zapatos de tacón. Sandra comenzó a caminar torpemente con ellos, dejando ver que nunca en su vida había usado tacones. Su andar era poco menos que el de una ebria, pero su tierno esfuerzo de querer aprender a usar tacones la hacía verse cautivadora. Lesbia llevó a Sandra a un asiento que estaba en el vestíbulo, encendió las luces, parecidas a las de un camerino; con unas pinzas le fue sacando las cejas, le aplicó algunas cremas, respetó sus bigotillos, la maquilló con dulzura, los ojos, los labios. El proceso duró cerca de una hora.

Cuando Sandra salió del vestíbulo para presentarse ante mi tenía cara de regalo. Caminó con falta de pericia, con el equilibrio de un cervatillo recién nacido. Su lentitud era para mí una danza muy seductora. Mi aprobación no tenía nada qué ver conmigo. Ella tenía una sonrisa atorada, como queriendo gustarme pero sin poder permitírselo, no frente a su esposa.

Yo aplaudí y dije que se veía hermosa. Era cierto. Ella sonrió por fin. Sandra y Lesbia tenían cara de orgullo. No necesité fingir que Sandra se veía espectacular, pues en efecto se veía maravillosa. Pude darme cuenta que escondida detrás del esperpento que solía ser habitaba una belleza que ahora era. Sus ojos eran luminosos y profundos, mismos que auscultaron mi deseo. En realidad no importaba que yo la quisiera, pues ella con el amor de Lesbia tenía suficiente, sino que quería conocer la opinión de mi curiosidad, deseaba ella que en el fondo yo la encontrara preciosa, no por gustarme, sino por gustar, quería sentirse deseada por todo lo que yo representaba, no por mí.

Nos dimos un abrazo, y aunque yo quería verdaderamente apretarla, ella supo mantenerse distante. Lesbia estaba colocando la cámara en el trípode. Sandra se sirvió un poco del vino que Lesbia tenía enfriando desde hacía un rato. Fueron dos vasos los que se bebió de golpe. Al instante las pálidas mejillas de Sandra adquirieron un color sonrosado muy cálido. No fue halagador para mí ver que ella necesitaba beber dos copas para armarse de valor y tomarse a mi lado un par de fotos. Iba a ser una pantomima, nada más, no era necesario el alcohol.

Lesbia hizo de director de escena.

-A ver… acérquense… mírense a los ojos como si estuvieran enamorados… clic… volteen hacia la cámara como si se estuvieran regodeando en los cuernos de un marido celoso, miren de tal forma que, con ver esa mirada, tu marido ya intuya todo lo que va a ver más adelante… clic… perfecto… así, con morbo… Lucas, toma a Sandra del talle, júntala como si la estuvieses penetrando a través de la tela… Sandra, relájate, déjate hacer… clic… bésense en la boca… con más convicción por favor… clic… listo… no te apenes… si no lo quieres besar, haz el intento de que parezca real al menos en el segundo en que acciono la foto… Lucas, bájale la parte superior del vestido, es más, finge que lo rompes, al cabo la tirilla se quita y se pone… clic… restriega tu cara en los pechos de Sandra, así, que se vea que las oprimes… tú sonríe Sandra, como si lo disfrutaras… clic… apriétale los pechos con ambas manos… Sandra, lleva tus manos a la hebilla del cinto de Lucas, comienza a quitarle el cinto… tira, tira… clic… empuña el pene de mi primo, anda… clic… ya, no es necesario que lo frotes, ya tomé la foto del pene en tu mano… ponte de rodillas, así… coloca ese pene entre tus pechos… clic… sé que te resulta repulsivo, pero tendrás que meter en tu boca el pene de mi primo, vamos, será un segundo… clic… listo… ahora párate y empínate… Lucas, quítate el pantalón, por Dios, es más, desnúdate… tú no, Sandra, tú estás bien a medio desvestir… ponte detrás, pero cuida no penetrarla, ponle el pene por debajo, desde aquí parece que la estás fornicando… Sandra, haz muecas, por favor… listo, terminamos.

Cuando Lesbia dijo "terminamos" yo tenía sujeta a Sandra de sus minúsculas caderas, pegando mis caderas en las nalgas de Sandra, sintiendo el calorcillo de su ano en mi pubis, pero dejando mi verga fuera de ella. Si nos viesen desde abajo descubrirían el truco, sabrían que Sandra lucía como una hiena hembra con su pene falso. La parte de su coño que inevitablemente tocaba un milímetro de mi tranca estaba incandescente. Fue muy extraño que Sandra se retirara de mi de manera tan inmediata y que se comenzara a vestir. Entramos en una prisa incómoda, sobre todo porque lo que se esperara de mí era que me vistiera, y no sólo eso, se esperaba que yo me fuera. Habían pasado unas horas, la hora de entrega de la habitación había pasado hacía ya un rato, lo que significaba que aquella hermosa habitación estaba pagada pero al parecer ya no resultaba útil para nadie.

Lesbia me miraba con un poco de lástima, pero también con respeto. Probablemente ella creyó que yo intentaría hacerme el fresco o ponerme pesado, tal vez creyó que ya cumpliendo con mi parte de esta farsa me pondría exigir algún tipo de retribución. Favor con favor se paga, dice el dicho, pero yo no lo tenía en mente. Decidí que en un día en la vida habría de comportarme como un caballero decente, así que no hice la más mínima insinuación de que se me diera una mamada o algo que compensara este esfuerzo. Aunque, ¿Lo era? En el peor de los casos había visto desnuda a Sandra. Resignado me vestí.

El destino es extraño, pequeños detalles gestan sucesos impredecibles y determinantes. Lesbia se quitó un saquito que cubría la parte alta de su vestido y dejó a la vista los chupetes en clavícula, hombros y cuello. Por un segundo el alma de Sandra fue absorbida por aquellas marcas en la piel de Lesbia, pues cada una de ellas aparecía como hoyos negros que arrasaban con toda la fortaleza de Sandra. El entrecejo de Sandra se agudizó.

-No quiero estar en deuda. No me gustan los favores.

-¿Qué quieres decir?

-Esto no debe ser así. Si algo he aprendido de ti es el valor de ser auténtico. Enciende la cámara, vas a tomar realidades.

Lesbia enmudeció, no estaba contenta. Cuando con su mirada intentó enjuiciar a Sandra, Sandra reviró sus ojos en aquellos tres hoyos negros que la consumían. Lesbia ha de haber entendido que Sandra estaba por iniciar un acto de libertad, el acto de demostrarle que estaba a su altura, que era una mujer digna de ella.

Sandra se volteó hacia mí y me dijo:

-Haz con mi cuerpo lo que quieras. Aunque no debes esperar mucho entusiasmo, puedo no sentir nada. Pienso que las fotos tal como están no lograrán nada, prefiero que se vea lo que debe verse, que se sepa que puedo entregarme a quien sea, sin siquiera sentir nada, por simple voluntad, sin amor. Eso es mucho más desquiciante. Aprovéchate.

Lesbia no reclamó nada. Encendió la cámara.

Moví la cola como un perro al que le muestran la correa para salir de paseo. Me acerqué a Sandra y le puse la mano en pleno ano, por encima del vestido, claro está. Ella no reaccionó de ninguna forma, era un pedazo de músculos en los cuales yo podía entretenerme. Le magreé las nalgas y descubrí cuan duras las tenía. El área de su ano era muy ardiente. Instintivamente abrió las piernas y pude tocarle el área del coño. Parecía que me estuviese excitando con un maniquí caliente. Lesbia miraba atenta, su voz llenó todo el cuarto.

-No es digno que te entregues como un simple cuerpo. Si lo vas a hacer has de poner en ello todos tus talentos, no de pie a que alguien pueda decir que amas mal, es algo que no puedes hacer, amar mal. Por lo demás, intuir qué hacer es fácil. Y tú Lucas, no te contengas, cuando hablamos de esto corrimos el riesgo de que fueses un macho.

Todo mi ser aplaudía las palabras de Lesbia. Es como si dentro de mí una inmensa porra gritara "Sí, usa tus talentos, usa tus talentos". Me quité la ropa. Mi verga estaba enhiesta. Parecía que Sandra no había puesto mucha atención en cuan gruesa era mi verga, es decir, la empuñó y la metió en su boca, pero no importaba porque no estaba escrito que se la fuese a meter a mi ritmo y no al suyo, pero ahora las cosas habían cambiado. Ella se puso de rodillas y comenzó a comerme. En un inicio ella no intentó tragarme, sino que me comenzó a lamer por las caras exteriores de mi tranca. Su lengua era caliente, con su nariz empujaba mi verga de allá para acá y su respiración me movía los vellos de los testículos. Empezó a besar la punta de mi verga como si su boca fuese un esfínter que para distenderse precisa de ser dilatado lenta y paulatinamente. Conforme su boca fue emanando más saliva pareció crecer también su diámetro. Abrió las fauces y como una boa que engulle un ratón comenzó a tragarse mi verga, no sin esfuerzo, pues su boca en realidad era muy pequeña. Su cara en general era muy exquisita. No miento si digo que mi verga estaba del largo de su cara y abarcaba un tercio de su ancho. Era mucho para ella, pero aun así la tragó con valor. No pudo comerme por completo, las paredes de su boca, su paladar, su lengua, sus dientes, todo se hacía a un lado, como un taquete que se abre violentamente al paso de un clavo. Su boca era como un coño estrecho, yo comencé a bombearle la boca. La saliva comenzó a desbordarse conforme l3e metía y le sacaba mi cilindro de entre sus labios. Una estela viscosa de burbujas blancas rodeaban su apurada barbilla. Su cara estaba en aprietos, pero no cedía ni un paso.

Lesbia tomaba fotos de lo que sin duda le parecería grotesco. Yo saqué mi verga ensalivada y la coloqué en medio de aquel par de tetas. Vertí un poco de aceite y comencé a restregar mi ariete por en medio de aquellas dos aguerridas montañas. Tenía los pezones debajo de mis dedos y los sentí duros. Mi verga resbalaba estupendamente, la cara de Sandra estaba muy roja, respiraba con dificultad y miraba hacia la nada, sorprendida de de ser ella la que estaba permitiendo aquella postura sexual. Sentí que mi verga estallaría en ese instante, pero me contuve, no iba a dejar pasar la oportunidad de disfrutar más de esta chica que en mi vida iba a volver a tener. Yo estaba muy entretenido, pero Sandra seguía sin sentir gran cosa. Lesbia intervino. Me dijo.

-Aprende.

Sentó a Sandra sobre la cama, las piernas de ésta caían un poco abiertas y tocaban el suelo. Lesbia se puso de rodillas entre el arco de las piernas de Sandra y estiró su hermoso cuello de cisne para besar los labios de su presa. Sandrita era una muñeca, su cara ya estaba algo distorsionada luego de sofocarse un poco con mi verga, sus mejillas estaban rojas y sus labios hinchados, como si acabase de despertar luego de veinte horas de sueño plagadas de alucinaciones sexuales. Mi prima saboreaba la boca de su muñequita y en ella debió de percibir seguramente el fuerte sabor de mi tranca. Era demasiada saliva, y sabe qué más líquidos. Parecía que ambas se peleaban por quedarse con mi sabor, no porque yo valiera mucho la pena, sino para jugar a que se disputan algo que ni les interesa. Sus lenguas se trabaron en una lucha gozosa. El cuello de Sandra tenía las venas muy exaltadas y se apreciaba que su respiración era difícil. Pensé que Lesbia se agacharía para mamarle el coño, pero no. Mientras besaba a Sandra, mi prima le acariciaba de arriba abajo sus delgadas piernas, recorriendo el muslo, deteniendo sus dedos en las huesudas rodillas, culminando en los hermosos pies. Las manos de Lesbia se estacionaban en los pies y le hacían cosquillas acompañadas de caricias muy suaves. Sandra ronroneaba cada vez que Lesbia resbalaba su mano hasta los dedos de aquellos bellos pies. Lesbia elevó con ambas manos la pierna izquierda de Sandrita, tal como so le estuviese dando rehabilitación de algo, puede que del alma; miró la pierna esbelta como si de un bocado se tratara y comenzó a morderle las rodillas. Sandra comenzó a retorcerse, presa de una risa tan irresistible que traspasaba la frontera de la comicidad para ingresar en el del goce y la excitación. La rodilla estaba mojada ya por las mandíbulas de Lesbia, quien atesoraba aquellos huesos como un perro envidioso. La pierna de Sandra estaba en el aire, tan alzada que ya la otra pierna también se había separado del suelo. Poco a poco la boca de Lesbia se deslizó hasta los deliciosos pies de Sandrita, y empezó a comérselos. La Lengua de Lesbia se escurría entre cada uno de los dedos, con sus dientes rasgaba todo el arco y el dorso, se metía en la boca los cinco dedos a la vez, los mordía del empeine. Con una seña, Lesbia me invitó a comer de su presa. Yo tomé el muslo de Sandra y caí en cuenta que era un muslo muy firme, me acerqué a su pie y comencé a morderlo con un estilo de comer muy distinto al de Lesbia. Sandra parecía encantada de que ambos compitiéramos en su hermoso pie, que estaba ya brilloso de tanta saliva. Eventualmente la lengua de Lesbia y la mía se alcanzaban a tocar, y eso parecía excitarle tanto a ella como a mi. Me moría porque aquella lengua caliente se deslizara a todo lo largo de mi verga, ya quería tocar sus amígdalas con mi glande. Inocentemente seguimos comiendo, sin preocuparnos por los accidentales roces de nuestros labios y nuestras lenguas y narices. Por vez primera sentí cerca de mi rostro la respiración jadeante de lesbia. Sandra estaba totalmente inconsciente de tanto placer.

Como pudo, mi prima nos dio instrucciones a los dos, a mí me pidió que me alejara y me volviera a desnudar, mientras que a Sandra la conminó a que se pusiera en pie; con sus dedos le abrió los labios de la vagina y la auscultó con parsimonia, como si entre aquellos labios quisiera encontrar los vestigios del alma. Lesbia de rodillas alzaba la cara para mamar el coño de Sandra y parecía Remo mirando las tetas de su loba madre, como si de la hendidura de Sandra manara leche y Lesbia, aquel indefenso cachorro, pegara de topes para beber más. La saliva de mi prima me quemaba la boca, se infiltraba en mis venas causándome fiebre, sin embargo yo temblaba de frío, todo lo que no fuera estar dentro de ella era para mí la más oscura tundra.

Había un consuelo, Sandrita.

Lesbia me dejó a sandrita con el coño bien hinchadito, ya listo para la penetración. Sandra estaba tumbada como una carne inerte, esperando la inmolación. Lesbia le dijo:

-Ojos míos, puedes no sentir nada, pero siempre elije sentir.

Ante estas palabras Sandra dejó si actitud laxa y alzó las piernas, doblando sus rodillas como brazos de mantis que en su coqueteo me llevaban a mí, pobre luciérnaga ciega, en pos del voraz apetito de su vagina; así, doblando sus piernas como diciendo "ven", y en el fondo de sus tenazas, la flor de que soy alimento, el dios de que soy fiel, la historia de que soy inicio. Aquel coño era muy velludo, tan oscuro que casi azuleaba. Con cuidado, tentando el terreno, restregué la punta de mi verga en aquel coño caliente. Aquel coño floreció ante mis ojos al contacto de mi inicial inspección; por alguna razón sus labios se abrieron en dos pétalos bien definidos y un chorro de cálida orina bañó mi tranca. Nadie sintió vergüenza por ello, Lesbia y Sandra sonreían como si hubiesen presenciado un primitivo ritual de marca territorial. No tuve compasión y clavé de manera lenta pero ininterrumpida mi verga.

¿Que con mi verga iba a lastimar aquella cadera estrecha? Ni en mis sueños. La vagina de Sandra era especial, se abría obediente recibiéndome con una candidez tan dulce como salvaje; besaba cada centímetro de mi verga y la empuñaba con maestría. Era el coño más delicioso que hubiese yo conocido. Al paso de mi carne sus paredes se extendían y distendían, como si quisieran que me regara de inmediato. Mis manos abarcaban fácilmente sus pequeñas nalgas, todo entraba hasta el fondo con mucha facilidad. Sandra pujaba con delirio, no me miraba a mi, sino a Lesbia. Ellas se besaban en mis narices, yo sólo hacía el trabajo. Era hermoso ver cómo se besaban al ritmo de lo que yo le estaba haciendo a Sandra. Toda la cintura de Sandra la podía abrazar con un solo brazo, sus pechos se apretaban contra mis tetillas. Sandra era muy caliente, toda ella estaba hecha para ser disfrutada, sus orgasmos eran discretos, tan discretos que yo no los percibiría si Lesbia no los festejara uno a uno. Era una escena un tanto extraña, por un lado Lesbia tocaba el rostro de Sandra con la delicadeza que se toca una rosa muy frágil, acariciándola con un roce fantasmal y casi invisible, besándola muy lentamente, como si el tiempo se hiciera lento al ser desmenuzado por sus labios, y se miraban en un contacto absolutamente espiritual. Por otra parte estaba yo, abrazando por completo la cintura de Sandra, con mi joroba arqueada, con mi cara pegada a sus formidables pechos, respirando su olor y pegando mi mejilla a su sudor, como si quisiera escuchar el sonido de sus entrañas, mientras mis caderas, así, abrazándola ya como un perro, la penetraran con el mismo frenesí, sin saber ni pensar en quién es ella, preocupado por pompear sin descanso, sin ritmo.

Lesbia tomó fotos, muy pocas, en ellas sin duda yo aparecería como un animalito al que le ha sido concedido fornicar. Empujé mis caderas con rabia y comencé a regarme dentro de Sandra. Un aullido escapó de mi garganta, un alivio muy profundo. Para la foto retraje el condón, para que la imagen mostrara mi verga ensartada y la leche saliendo de aquel coño empalado, como si de una fuga se tratara. Cuando saqué mi verga el condón estaba cubriendo casi exclusivamente el glande; por suerte no se había salido.

Me ordenaron que me vistiera. Lesbia me dijo que me fuera, que ellas se quedarían solas un rato más. Yo salí por la puerta sin cuidar que se ocultaran debajo de las sábanas. Por fortuna para ellas nadie pasaba por el pasillo en ese instante. Antes de cerrar la puerta reviré. Lesbia sacaba de una maleta el Proyecto Motsumi, la lámpara azul.