Didi en la cruz

Relato de crucifixión, de Tarquinius Rex, el mismo autor de "La encrucijada de Spyder", publicado en esta página en 2001, también traducido por mí

Didi en la cruz

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Título original: Didi On The Cross

Autor: Tarquinius Rex (tarquinius@my-dejanews.com)

Traducido por GGG 2000, revisado ligeramente en 2020

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La siguiente pieza de ficción se pretende un entretenimiento para ADULTOS y ha sido publicada sólo en un grupo apropiado de Internet. Si se encuentra en algún otro sitio no es responsabilidad del autor.

El escándalo en el templo de Isis.

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"Isis, ... Isis" susurras entumecida, mientras los soldados romanos te quitan la ropa. La desnudez total es obligatoria para la flagelación y la crucifixión, todavía estos patanes parecen moverse sin coordinación. Tus ropas de noche, manchadas todavía con indicios de un resplandor anterior, deben fascinarlos. Sin embargo, ¿cómo puedes, considerando la nube de terror que te envuelve, preguntarte que les ocurrirá a estas prendas de color lavanda y púrpura? Lo más probable es que tus ropas, tus últimas posesiones terrenales, sean lanzadas a sus mozas de taberna favoritas.

Tus prendas pronto yacen cerca de la entrada de la habitación fría y oscura. Tú estás desnuda en el centro, tus muñecas sujetas sobre tu cabeza por cadenas separadas. A una señal tus brazos son levantados por encima de tu cabeza hasta que te estiras casi a punto de levantarte del suelo. Te enrollan dos cadenas más alrededor de tus tobillos hasta dos grandes aros de hierro colocados en el suelo, limitando el movimiento de tus pies.

Tus pensamientos corren alocados mientras consideras la escena infernal que te rodea. Espías un desconcertante número de crueles látigos, colgando espantosamente de las paredes de piedra. El humo grasiento de las lámparas de aceite reduce tu visión, pero oyes soldados tras de ti, haciendo planes groseros con respecto a tu cuerpo. Cierras los ojos y te estremeces, contemplando los últimos tres días y los próximos tres días, si duras hasta entonces. Tu cuerpo se tensa y retrocede involuntariamente. Te recuerdas observando a otros hombres y mujeres, usualmente esclavos despiadados o forasteros negligentes, experimentando la última pena capital: la crucifixión.

Un chasquido corre por el aire y cruza tus nalgas. Otro chasquido desde la dirección opuesta: dos torturadores. Chillas mientras cada latigazo vuela siguiendo una pauta regular, entrecruzándose, desde la parte baja de tus nalgas subiendo lentamente por tu espina dorsal y cruzando tu espalda desprotegida. Tu cuerpo y tu mente buscan una salvación contra el dolor paralizante. Tu mente deambula hacia el pasado.... hacia la espaciosa villa urbana de Decius Mundus, siete día antes.


Mundus con frecuencia te pedía que compartieras su lecho y las noches estaban llenas de placer y gozo. Siempre, desde que su padre te había liberado, Didi, de la esclavitud en su lecho de muerte, deseaste secretamente convertirte en la esposa de Decius Mundus. Toda Roma tenía un gran concepto de Decius Mundus, un caballero, situado muy alto en el rango de la orden ecuestre.

Un día, Mundus inesperadamente rechazó tus propuestas. Consternada, le engatusaste con palabras, con perfumes seductores y pintura corporal, con caricias suaves y sensuales y sensuales exhibiciones de tu cuerpo. Nada de esto le hizo efecto; continuó ignorándote. Finalmente Mundus te confesó que estaba enamorado.... de otra mujer.

Te recuperaste rápidamente del golpe, y con el pensamiento reflejo de la antigua esclava todavía en tu interior, barajaste hábilmente las posibilidades en tu mano. Te hiciste su consejera y le consolaste en su dolor para aprender todo sobre esta amenaza a tus sueños. Una mezcla de horror y risa se apoderó de  ti cuando supiste que el objeto de sus deseos era la patricia Paulina.

Paulina, por razón de la dignidad de sus ancestros, y por la conducta regular de una vida virtuosa, tenía una gran reputación. También era muy rica; y aunque era de bella figura, y estaba en la flor de la edad, cuando las mujeres son la mayoría alegres, ella llevaba una vida de gran modestia. Estaba casada con Saturninus, que era en todo equiparable a ella con un excelente carácter.

Mundus te reveló como Paulina era demasiado digna para ser cautivada con obsequios, y siempre los había rechazado. Tú ardías de envidia mientras él describía la abundancia de regalos, como su rechazo solo inflamaba su amor por ella, y finalmente como había llegado a ofrecer darle a ella doscientos mil dracmas áticos por alojarle solo una noche. Mundus se dio cuenta de que incluso las ofertas de riqueza no podrían con ella. No podía soportar su desgraciada fortuna, y te dijo que ahora intentaba dejarse morir de hambre a causa del triste rechazo de Paulina. La resolución de este hombre joven de matarse te afligió, y dándote cuenta de la gravedad de su deseo, supiste que sería capaz de realizar su propósito. Tu astuta mente de esclava, entrenada en toda clase de maldades, estableció gradualmente un complicado plan de acción.


El cubo de agua fría, arrojado sobre tu cara y que desciende por la parte delantera de tu cuerpo te despierta de tus recuerdos, y te arrastra de nuevo a tu mundo de dolor. La piel a lo largo de toda la parte trasera de tu cuerpo está entrecruzada con gruesas señales, la mayoría de las cuales tienen una delgada línea de sangre a lo largo de su cresta central. Los soldados limpian sus látigos metódicamente hasta que el más pequeño de los dos se dirige a una caja de madera, escarbando en ella en busca de cualquier cosa. Te das cuenta de que esta es la caja de "¿Qué tal si...?", en la que echa todo posible artilugio para provocar sufrimiento. Deja de rebuscar, coge dos objetos delgados, casi transparentes, en sus manos y se dirige hacia ti. Oyes su aliento jadeante, mientras pone su mano bajo tu pecho izquierdo cubierto de sudor. Observas como sus dedos se centran en el pezón, pellizcándolo y retorciéndolo. Admira la excitante pintura roja para pezones que llevas. Luego tú lanzas un grito entrecortado mientras tira hacia fuera de tu pezón, coge un anzuelo del tamaño de su pulgar, inserta la punta directamente debajo del pezón y lo atraviesa hacia arriba. Gira el anzuelo hacia atrás de modo que la punta está ahora orientada hacia él. Tu cuerpo se tensa a causa de la aguja, tus dedos luchan contra las cadenas.

Repite el proceso con tu pezón derecho, y ahora cuelgas, suspendida, mientras hacen chistes con respecto a tus nuevas joyas corporales. Pasan hilo de pesca a través de los grandes ojales de los anzuelos, colgando de cada uno una pirámide alargada, un simple plomo de pesca, con un dedo de cordel. Tus pechos, torturados en sus puntos más dulces, se levantan y se bajan en cada respiración. Recuerdas el ahora distante pasado, hace tres días.


Decius Mundus detuvo su aflicción y escuchó atentamente tu plan. Le hiciste la promesa, sabiendo que ciertamente podrías conseguir para él una noche con Paulina. Su jubilosa respuesta fue apenas atenuada cuando le dijiste que no necesitabas más que cincuenta mil dracmas para hacer caer en la trampa a esa joven y virtuosa mujer. El dinero sin embargo no era para Paulina. A ella no se la podía tentar con dinero. No, tendrías que capturar el alma de Paulina.

Ambas, Paulina y tú compartíais una devoción, el culto a la diosa Isis. Sabiendo esto, fuiste al templo de Isis y secretamente te reuniste con tres de sus sacerdotes. Intentaste persuadirles, primero con palabras, luego con promesas de favores sexuales, pero como suponías, no cayeron con eso. Así que ofreciste el dinero: veinticinco mil dracmas en mano, y mucho más cuando el plan se hubiera realizado. Les hablaste de la pasión de Decius Mundus, y convenciste a los sacerdotes para que usaran todos los medios posibles para engañar a la mujer.

Según el plan, el sacerdote de más edad fue inmediatamente a ver a Paulina. Cuando estuvo en su residencia, le dijo a la señora que quería hablar a solas con ella. En audiencia privada, le contó como el dios Anubis habiéndose enamorado de ella, le enviaba, y le ordenaba a ella venir con Anubis. Este mensaje la llenó de regocijo y pensó altamente de sí misma ante esta concesión divina.

Después de que el sacerdote se fuera, le contó a su marido, Saturninus, el mensaje. Le describió orgullosa que iba a cenar y luego hacer el amor con Anubis.

Saturninus no poniendo nunca en duda la castidad de su esposa estuvo de acuerdo con su aceptación del coito divino.

Paulina fue al templo esa tarde, y después de que hubiera cenado, y se hiciera la hora de dormir, los sacerdotes cerraron las grandes puertas del templo. En la parte sagrada del templo de Isis, Paulina esperaba en la oscuridad. Luego, Decius Mundus, que había estado escondido en una parte secreta del templo, saltó fuera, adornado como el dios Anubis, y disfrutó a plenitud del cuerpo y el alma de la señora. Toda la larga noche ella estuvo a su servicio.

Después de que Anubis se hubiera ido, antes de la primera luz del alba y antes de que los sacerdotes (que no sabían nada de esta estratagema) empezaran a moverse, Paulina volvió con su marido. Le dijo a Saturninus como el dios Anubis había aparecido en toda su gloria ante ella. También ante sus amigos declaró en que gran valor tenía este favor.

Los amigos de Paulina no se acababan de creer el asunto. Cuando reflexionaban en sus aspectos divinos, verdaderamente se sentían asombrados del cuento. Sin embargo, considerando la modestia y dignidad de Paulina, no tenían razón para no creerla.


Los soldados del emperador han satisfecho su ansia brutal de tu carne. Parece como si casi todos los orificios de tu cuerpo hubieran sido explorados y forzados, luego completamente anegados de semen, durante la noche. Un soldado te desata del caballete donde pasaste la noche, doblada sobre él para su diversión. Te empujan de nuevo al centro de la habitación, y mientras estás de pie desnuda y profanada, te ponen sobre los hombros un madero de cruz. Te sujetan los brazos por detrás y por encima del madero, mientras los soldados te arrollan cadenas para sujetarlos. Mientras soportas el pesado madero, un soldado enrolla con habilidad un largo trapo blanco entre tus piernas y alrededor de tus caderas. Ha confeccionado para ti un basto taparrabos, añadiendo un poco de modestia para la procesión a la cruz.

Riendo los soldados tiran una vez más de los pesos que se balancean en tus sangrientos pezones. Una compañía de soldados de refresco gira a tu alrededor, forzando a los pesos a dar vueltas bajo tus pechos. Un soldado te indica que avances a través de las puertas hacia la calle. Sobrecogida de miedo y dolor no te mueves hasta que un látigo baila a tu espalda. Lentamente, sacas fuera tu madero, estremeciéndote a la brillante luz de la mañana del sol de verano.

Las multitudes alineadas en las calles gritan y abuchean ante el espectáculo. ¿Son estos tus vecinos, tus amigos incluso? te preguntas. ¿Dónde está Decius Mundus? ¿Nadie querrá ayudarte, una mujer medio desnuda, horriblemente flagelada, con los pezones torturados por plomo colgante, portando el instrumento de su tortura final, para el más espantoso de los castigos diseñados por el hombre?

Las dolorosas heridas de tu flagelación palpitan intensamente; tu espalda y tus piernas te gritan que te detengas. El ritmo vacilante de tu marcha provoca que las pesas den tirones a tus pezones, perfectamente visibles gracias al residuo de pintura y a la sangre que rezuma por los puntos de entrada de los anzuelos. Miras a la caras de la multitud mientras caminas: niños llorando, forzados a mirarte como un ejemplo por sus madres reprobadoras; borrachos y vagabundos, disfrutando del entretenimiento gratuito; hombres con los ojos muy abiertos, envidiando la satisfacción de los soldados del turno de noche.

Cuando dejas atrás las puertas de la ciudad, levantas la cabeza y ves la escena que se presenta en la colina, hacia la que te acercas cada vez más. Las estacas verticales espinosas pueblan las laderas de la colina, con gente escabulléndose alrededor y entre ellas como hormigas entre hojas de hierba. Las almas de los desafortunados crucificados aún vivos se mueven de vez en cuando. Se retuercen entre espasmos, desde la cima de las clavijas a las que están sujetos, buscando aire, luego gimen roncamente mientras se deslizan hacia abajo en su grave delirio.

Llegas a tu destino, el último punto donde la suciedad de la Madre Tierra toca tus pies. Los soldados te quitan las cadenas de los brazos, te quitan el madero y comienzan mecánicamente los preparativos. Tu mirada cae en tres de las cuatro cruces más cercanas a la intersección de las dos principales calzadas de Roma. Los cuerpos atormentados por el dolor de los sacerdotes de Isis están clavados a estos tres árboles muertos. La cuarta cruz es para ti.


Desde la hábil ejecución del plan carnal, el amor floreció pleno de deleite para ti. Decius Mundus estaba completamente satisfecho y resplandecía orgulloso de su propia actuación. Puesto que te retenía de nuevo en sus brazos, esperabas secretamente que ahora contemplaría la posibilidad de casarse contigo. Si habías podido arreglar el improbable encuentro de un dios y una mujer tan hábilmente, todo era posible ahora. Sin embargo el carácter de noble y el rango ecuestre de Mundus no podía contener esta maliciosa treta. Tres días después del acoplamiento sobrenatural, Mundus se encontró a Paulina por casualidad en público.

Toda Roma zumbó con las atrevidas palabras que Decius Mundus dijo a Paulina aquel día. Oíste de segunda o tercera mano, abyectamente horrorizada, que Mundus fanfarroneó, "¡Hola! Mi señora Paulina, me has ahorrado doscientos mil dracmas. Podías haber incrementado enormemente el cofre de tu familia. Pero no tuve que darte dinero, para que me sirvieras estos días en lo que quisiera." Paulina escuchó en conmocionado asombro mientras él continuaba jactándose. "Me rechazas al instante si crees que soy Mundus. Eso no importa ahora. No me importará no usar ese nombre más puesto que me regocijo en el placer que cosecho cuando llevo el nombre de Anubis."

Te contaron lo que ocurrió cuando él se fue, como Paulina se puso lívida, justo allí en público, rasgándose las vestiduras. Se presentó directamente ante su marido y le contó la horrible naturaleza de todo el asunto, pidiéndole que vengara su honor. Saturninus fue inmediatamente directo ante el emperador Tiberio que ordenó rápidamente una investigación detallada sobre la materia.

Los investigadores imperiales fueron implacables y pronto descubrieron los vergonzosos acontecimientos del templo de Isis. Tiberio mismo juzgó a los sacerdotes y sus testimonios fueron encontrados deficientes. Ordenó que fueran crucificados, el templo de Isis destruido y su estatua arrojada el Tíber. Los soldados vinieron y te arrestaron. Esa misma noche, estabas junto a Decius Mundus, ante Tiberio César y su corte.

Temblando con tu ropa de noche, contemplaste con temor como el emperador desterraba a Mundus de Roma, pero sin ningún otro castigo. Tiberio César exclamó que el crimen cometido por Mundus se había realizado bajo la pasión del amor. Así, Tiberio pudo excusar este comportamiento de un caballero romano. Pero para ti, Didi, la antigua esclava, no había familia, ni título, ni ninguna pretensión de propiedad que pudiera aliviar las injurias causadas a la reputación de Paulina. Puesto que habías sido la causa de la perdición de los sacerdotes, tú, también, debías ser crucificada.


Cuando miras sus cruces percibes la cruel agonía de los sacerdotes. Cada una de las cuatro cruces ocupa una esquina de una intersección muy concurrida fuera de las puertas de la ciudad. El sacerdote de mayor edad cuelga en silencio en la cruz diagonalmente opuesta al punto donde se levanta tu poste. Está cercano a la muerte y los soldados le han clavado una gran pica directamente en la madera para que se siente. Sus brazos están clavados a cada lado en línea recta y sus pies están clavados por los talones hacia arriba justo bajo sus nalgas de forma que sus rodillas apuntan hacia la cruz que está a su derecha. El sacerdote a tu izquierda cuelga crucificado de una forma típica, los brazos clavados en un ángulo abierto por encima de su cabeza, las rodillas dobladas hacia ti. Sus pies también están clavados por los talones, uno sobre el otro, de modo que puede empinarse como si estuviera sobre una repisa estrecha. El sacerdote más joven, frente a ti cruzando la calle, está crucificado de la misma manera, pero con las rodillas apuntando hacia ti desde la derecha. Ambos gritan cada vez que se incorporan para aliviar sus pechos entumecidos, para volver a deslizarse hacia abajo y colgar de sus muñecas clavadas. Solo se mueven sus cabezas, mientras gimen de forma absolutamente inútil por sus madres.

Los soldados te devuelven a la realidad y te ofrecen una bebida para nublar tus sentidos. Levantando el cuenco, con las cadenas alrededor de tus muñecas tintineando, bebes todo lo que puedes tragar, apenas capaz de soportar el sabor fuertemente amargo. Luego los soldados te arrastran por los brazos para comenzar la crucifixión.

Los soldados tienden sobre el suelo un alto poste y enganchan el madero que llevabas en la parte superior. Otro rasga tu taparrabos, dejándote otra vez desnuda, esta vez bajo el caliente sol de la mañana. Te tiran al suelo, reabriendo las heridas sangrantes de tus hombros. Tus brazos son encadenados rápidamente en línea recta a tus costados. A través de la confusión del dolor provocado por tus pechos flagelados y perforados, sabes que tu destino inmediato es ser manipulada para encajar tu cuerpo. Los verdugos romanos adoran añadir variantes a sus crucifixiones.

Tu cabeza cuelga por encima del borde superior de tu poste. Te estiras para elevar tu cuello y ver trabajar a los soldados. Uno trae un cesto con clavos y mazos y trabaja elaborando pequeñas crucetas de madera, para evitar que tus muñecas y pies puedan salirse de las picas. Puedes oír al martillo introducir las puntas de los clavos en la madera y pasar al otro lado. Otro soldado lleva un pequeño y siniestro sillín con un cuerno montado en el extremo.

Un centurión abre su tablilla de escritura y se queda en pie junto a tu cuerpo desnudo y prostrado, encadenado a la cruz. "Didi, esclava liberada de la casa de Mundus, has sido condenada por el emperador Tiberio a ser crucificada, desnuda delante de la gente, por el delito de perdición. Tu cuerpo va a colgar aquí como señal para todos los malhechores y cultivadores del mal. El emperador, los dioses, y la gente de Roma te condenan por tu inútil maldad."

A una señal del centurión los soldados tiran de tus manos, tensando cruelmente tus hombros. Sientes las puntas de los clavos presionar en los huecos de tus delicadas muñecas, martillando y martillando hasta que las crucetas de madera presionan fuertemente tus muñecas palpitantes. Sacudes la cabeza, zumbando con locura momentánea, intentando escapar a esta locura violenta mientras los soldados te quitan las cadenas.

Dos soldados te agarran las piernas por los tobillos, los elevan en el aire extendiéndolos y poniendo al descubierto tus partes más privadas. El soldado que lleva el sillín inserta el cuerno en tu ano y lo fuerza hasta que tu agujero no admite más. Luego clava la base del sillín asegurándola al poste.

Luego los soldados fuerzan tus rodillas para que se doblen, formando tus piernas un rombo aplastado. Sitúan tus talones, uno encima del otro, justo debajo de la base de tu sillín. Puedes sentir los labios de tu coño separándose mientras aplastan tus rodillas, pero, rota por el dolor que recorre tus brazos, eres incapaz de resistir. El último soldado, portando la tercera pieza de madera, atravesada ya por una pica de hierro, empieza a martillar con tremenda energía, pasando la estrecha punta a través de los huesos de ambos talones hasta el tronco de árbol muerto. El dolor es tremendo, imposible de describir. Nunca habías soportado tantísimo dolor. El martilleo continúa hasta que sientes la cruceta de madera apretándose contra tus pies.

Luego toman los tres extremos de tu cruz, con tu cabeza y cabellos colgando por encima, y, mientras chillas, casi enloquecida, llevan el cruel ingenio al agujero junto al camino, insertan la parte inferior del poste erguido y empujan la cruz hasta que cae en el interior del agujero. Un rugido de aprobación de la multitud de espectadores es el último sonido que escuchas antes de perder el conocimiento.

Cuando recuperas la consciencia, estás cara al sol, la cabeza colgando de la parte posterior de la cruz. Sientes la contorsión extrema de tus miembros, y el punto de presión en el interior de tu culo, tus brazos anudados y tensados por los clavos que tiran de tus muñecas hacia los extremos de la barra transversal. El dolor es tan real, tus nervios reclaman a gritos alivio. Más aún, tus pies, tus preciosos pies han sido perforados por los talones por esa monstruosa pica de hierro. Absorbiendo todo ese dolor estiras el cuello para poder observar tu cuerpo roto.

Caes hacia delante hasta que el cuerno de tu culo te retiene junto con los tres clavos. Tu pelo enmarañado enmarca tu rostro mientras miras hacia abajo a tu propia desnudez. Tus pechos, estirados por la tirantez de tus brazos, apuntan hacia arriba y hacia fuera. Diriges la mirada a los crueles y afilados anzuelos que transfieren la carga de las pesas a tus pezones. Las pesas giran y giran a cada respiración, retorciendo tus dañados pezones en un sentido y el contrario.

Tu mirada recae en tu sexo, nunca antes expuesto públicamente, y notas como la expansión de tus rodillas abre el interior rosado de tu coño, dejando que la intensa y caliente luz del sol lo abrase como carne cruda lanzada sobre un parrilla caliente. Semen blanco mana lentamente de tu coño abierto, baja por tu abierta raja hasta el cuerno que explora el agujero de tu culo. Miras, de una forma hipnotizada y transfigurada, tu clítoris, exhibido públicamente a la vista de todos. Intentas en vano flexionarte con algo de ritmo, intentando acoplar los movimientos de tu cuerpo al unísono con las oleadas de sensaciones vergonzosas que fluyen de ese prominente y palpitante nudo de nervios. Tus pies, sucios y lastimosos se sujetan juntos mediante una única y cruel pica, justo bajo tus nalgas. Gritas de dolor mientras intentas moverte y encuentras que solamente puedes mover los dedos de los pies, la presión de la barra de madera impide que muevas las piernas. Te das cuenta que, de la misma manera en que tú has inspeccionado tu sexo extendido, lo mismo puede hacer cualquiera que pase por la bulliciosa intersección.

Tiras hacia arriba de tu cabeza y miras alrededor, lentamente, con gran esfuerzo. Una cacofonía de sonidos se amontona en tus oídos; una mezcla de lenguas extranjeras, mujeres cuchicheando sobre la justicia que te has merecido con creces, los alaridos de los hombres crucificados en las otras cruces. Pronto eres consciente de que tu cruz es la más alta de las cuatro. Gradualmente, caes en la cuenta de por qué los soldados crucificaron a los otros de una forma tan peculiar: los sacerdotes tienen el placer de morir mientras observan tu desnudez ampliamente exhibida. Tu cabeza pende hacia abajo solo para que puedas ver tu cuerpo ensangrentado y tus partes privadas. Así como tu crimen expuso la dignidad de la patricia Paulina a un hombre, así la tuya es presentada a todos los hombres.

Tu cabeza bota a tirones cuando miras hacia las otras cruces. El sacerdote viejo se mueve lentamente, soltando excrementos verdes al suelo. Los otros sacerdotes continúan con sus gemidos, pueden mover las cabezas con mínimo esfuerzo, meneándolas de un lado a otro con agonía y vergüenza. De vez en cuando te miran durante unos instantes y te preguntas si sus penes, hinchados grandemente, goteando orina ensangrentada, pueden ponerse tiesos, inundados por la lujuria de tu sexo exhibido e indefenso.

Miras a la multitud y notas que los hombres de más edad señalan las partes de tu cuerpo a los machos adolescentes. Mujeres extranjeras cuchichean horrorizadas mientras sus hombres te castigan en extrañas lenguas. Devotos afligidos de Isis tiran piedras hasta que los soldados amenazan con colgarlos como ejemplo.

Oyes que alguien aplaude cuando te das cuenta que estás orinando. El chorro de agua cae al suelo, mezclado con sangre, frente a ti. Tus lágrimas caen sobre tus pechos, se mezclan con el sudor y la sangre y el polvo de tu cuerpo. Lentamente, ruedan por tus pezones, aguijoneando las perforaciones que has padecido, luego se reúnen y gotean desde tus pezones hasta tus pies ensangrentados, golpeando el suelo a los pies de tu cruz.


Pobre Didi, la esclava liberada de la casa de Mundus, todavía cuelgas crucificada, desnuda y retorciéndote, y esperando en la vergüenza. ¿Puede alguien librarte de tu agonía sin fin sobre el más vil de los ingenios del hombre, la cruz romana? ¿Está la patricia Paulina ahí entre la multitud, o está en su pórtico saboreando tu crucifixión desde una distancia decente? Con su sagrado templo profanado y destruido ¿dónde está Isis para salvarte de éste, el más terrible de los destinos? ¿Qué pasó con Decius Mundus? ¿No podía un valiente caballero romano como él, reclamarte y llevarte con él al exilio? ¿Merecías morir de esta forma, Didi, crucificada por amor?

Adaptado del Libro XVIII, Capítulo III, Las Antigüedades de los Judíos, del historiador seglar judío, Josephus. Los acontecimientos descritos aquí ocurrieron alrededor del año 30 en la ciudad de Roma.