Dick Pickering-El tubo, la señora y los operarios

«Señora, yo le aseguro que este tubo no falla... », dijo el hombre. Transcripción exacta de un relato obtenido de viejos recortes de la revista Macho encontrados en el fondo de un armario.

El tubo, la señora y los operarios

La señora estaba desesperada con el dichoso tubo. Para eso, tanto afanarse en el piso nuevo, tanto comprar muebles y trastos, tanto todo. Un impecable alicatado hasta el techo, un parquet monísimo, no es por decir, la grifería... ¡bueno...!, vertedero de basuras, plaza de garaje por un milloncejo [1] de nada y ahora, por esta bobada, que nada, que no podían mudarse. ¿Cómo iban a estar sin agua caliente, sin ducharse, sin bañarse, sin lavarse el culo ellas y las niñas por las mañanas? Y mira que le había dicho a Mariano que encontrara una casa con agua caliente central, que hoy en día.... ¡vamos!, está tirado. Pero se había empeñado en buscar ésta. No, si ella entendía el argumento de los constructores: que el agua caliente central iba a salirles carísima, siendo tan pocos copropietarios. Pero, total...

Parece mentira la lata que puede dar una pequeñez así. Se trataba de ese tubo articulado que une el calentador a la conducción del gas. Se lo encontraron con una fisura, y el primer día que lo probaron estuvo a punto de asfixiarse. Luego, ni el portero ni nadie aportó soluciones positivas. Ella, que era muy maniobrera para las cosas del hogar, llamó entonces a los del Gas, y le dijeron que no era cosa suya; a los fabricantes del calentador, quienes le aseguraron –con bastantes malos modos, encima– que tampoco era suya. Por fin, los constructores le dieron el teléfono de un taller especializado en los dichosos tubos. No era el mismo en que habían adquirido los de la casa, que éste había quebrado, pero ya eso podía ser una garantía, ¿no?, habida cuenta del resultado de los otros... Llamó, y le aseguraron que se lo llevaban esa tarde misma. No se lo creyó mucho; estaba tan escarmentada... Además, el tío que cogió el teléfono tenía voz de guasa.

Por si acaso, se enclaustró todo el día, sola, en el piso nuevo. Ya su tata y ella habían quitado lo más gordo , así que ese día le dio instrucciones para que se quedara en el piso viejo –medio desmantelado ya, salvo por cuatro cachivaches y las camas antiguas– y se ocupase de todo: de la comida, que ella había dejado a medio hacer, de las niñas... No era probable que el señorito regresara hasta por la noche, «con lo liado que está...»

–¿Y usted, señorita, viene a comer?

– No, hija, no, que quiero dejarlo todo a punto por si funciona el tubo, porque estoy dispuesta a que nos mudemos del todo mañana mismo...

– ¿A qué hora la esperamos entonces, señorita?

– A la hora de la cena, como muy temprano.

– ¿No le da miedo pasarse el día entero sola en aquella casa?

– ¿Miedo?, ¡anda, guasona!

Pero luego pensó que sí que era para tener miedo, puestos a pensarlo. Ellos eran los primeros copropietarios que iban a mudarse, y por lo tanto la casa, muy en las afueras, estaba totalmente deshabitada. Ni siquiera el portero vivía aún allí, sino que iba un par de días a la semana, y hoy no era de los que le tocaba. Bueno, pero la protegía el portero automático, que ya funcionaba, y además.... ¿quién iba a acordarse de ella allí? No es que doña Gloria, que así se llamaba nuestra heroína, no estuviese de buen ver, y, sobre todo, de buen joder, pero allí encerrada, ignorada de todos, se sentía segura.

¡Que tute de limpieza se había dado aquella mañana! Bueno, y el que pensaba darse por la tarde. Estaba sudando, con aquella calefacción, y lo que más le molestaba era no poderse dar una buena ducha, un buen baño. Debía oler ya a «todo» ...

A las tres y pico bajó a comer al restaurante de la esquina, bastante popular para encontrarse en un barrio tan distinguido. Por cierto, que era el primero que abrían por allí, y mucha gente no se había enterado aún, de modo que estaba semivacío. Encontró un rinconcito grato y se sentó:

– ¿Qué desea la señora?

– ¿Qué me recomienda?

– La fabada, que es nuestra especialidad, y hoy tenemos unos chipirones en su tinta...

Protestó. Iba a ser demasiado, ¿no? Insistió: «No son muy grandes las raciones...» Se dejó convencer: al fin y al cabo, estaba hambrienta después del trajín de aquella mañana.

– ¿Y para beber?

– Vino de la casa.

– ¿Una botella o media?

– Media.

– Mire, le traigo una y toma usted lo que quiera.

– Vale.

Las raciones sí que eran enormes, sobre todo la de fabada, y estaba riquísima. La fabada pide vino, y éste entraba como un cordón de seda. Se fue echando porciones generosas, ¡a ver si se le pasaba la obsesión del tubo!, y al cabo de un rato se sentía feliz y relajada. Los chipirones le pedían más vino, y se lo bebió todo.

– ¿Postre? Tenemos un queso manchego en aceite muy rico.

– Bueno, tráigamelo.

– ¿Le pongo un poco de vino para el queso?

¡Qué vergüenza, se lo había papado todo!

– Bueno, un poquito.

– ¿Café?

– Sí.

– ¿Copa?

Iba a contestar que no, pero en aquel momento le oyó añadir «es invitación de la casa» y rectificó, contestando «bueno». Y se echó al coleto una buena porción de anís.

Salió a la calle con andares inciertos, preguntándose cómo habría podido beber tanto. Mucho se temía que acababa de batir sus propias marcas, aunque a Mariano y a ella les gustara ir de tascas de vez en cuando. Ahora que, eso sí, se le había ido del todo la preocupación por el tubo.

Cuando llegó al piso tenía unas ganas de tumbarse a la bartola... Y la verdad es que la nueva, hermosa, anchísima, limpita cama de matrimonio parecía mirarla tentadoramente. Pero no, porque si se quedaba como un tronco, ¡adiós, tarde al trabajo! Otra cosa que le hubiera apetecido es un baño-siesta, con el agua bien caliente, en plan «relax». Volvió a acordarse del tubo.

Se sentía hinchadísima. No llevaba bragas –porque le molestaba mucho que se le marcasen en el pantalón, así que éstas no podían apretarla–, pero notaba la presión de los leotardos en la cintura y, un poco más arriba, la de la otra cintura, la de los pantalones. Hasta el sujetador le molestaba. Le apeteció quedarse en pelotas vivas, bajo cualquiera de las batas de «la tata», pero le dio «no sé qué», no fueran a venir los del tubo.

¡Qué calor! Claro que, si abría de par en par, iba a quedarse congelada la casa, con la pintura casi fresca y otros detalles de las casas nuevas, así que...

La sobresaltó el timbre del portero automático.

– ¿Señora de Gómez?

– Sí, sí, dígame.

– Somos los del tubo, ¿puede abrirnos?

– Sí, sí, en seguida.

La voz guasona era la misma que le había contestado por teléfono.

El propietario de la voz resultó ser un hombre ya entrado en la madurez, corpulento, con el rostro surcado de venillas de bebedor. Tenía un aire obsequioso y no parecía muy limpio. El muchacho que le acompañaba debía ser un aprendiz, acaso hijo suyo, y era por cierto un chaval guapo, altito, con muy buen tipo.

Pasaron a la cocina por la puerta de servicio, y el hombre blandía el tubo alegremente. Era muy dicharachero.

– Mire qué hermosura de tubo, señora. Ya verá cómo acaba con todas sus preocupaciones. ¡Hay que ver cómo se ponen ustedes en cuanto les falla el tubo...!

– ¿Está usted seguro de que éste no va a darme disgustos?

– Señora –dijo solemnemente, mirándola de una manera rara–, yo le garantizo que este tubo no falla...

Y volvió a esgrimirlo delante de sus narices. ¿A qué se parecía? De pronto se acordó: era como la polla del robot de Susana Estrada [2] . El guarro de Mariano se empeñó en ir a verlo una noche y ella lo pasó fatal... ¡bueno...!, como que se había pasado la santa noche vomitando, no se sabía si por Susana, por el robot o por los tintos que habían trasegado antes. Y se prometió que nunca volverían a contemplar sus ojos espectáculos de éstos. Sin embargo ahora, acordándose, se estremeció. Debía estar «calentona», como decía Mariano, y la manera de moverlo del hombre era sin duda una provocación.

Prosiguió, erre que erre:

– Descuide, señora, que éstos son tubos de toda confianza.

Y luego, al chico.

– Vamos, hijo, ponte a la faena que se lo vamos a arreglar en un periquete a la señora.

Y la verdad es que fue visto y no visto.

– Abra el grifo de la pila, señora.

– ¿Seguro que no tiene ningún chispero?

– ¿Qué chispero, ni chispero?

Acercó el hombre imprudentemente una cerilla al tubo nuevo, y no pasó nada; ni siquiera volaron.

– Ahora pruebe el baño, señora. Tápelo, para comprobar si va potente de temperatura.... Bueno, y si quiere báñese, que estará usted deseando. Si nos necesita, nos da un grito. No se encierre con pestillo, por si hay que estar yendo y viniendo.

«Sí que estoy caliente, sí» –pensó, mientras se dirigía con paso vacilante al cuarto de baño. Y es que el chocho acababa de darle un timbrazo de gustirrinín... de lo más golfo.

Abrió el grifo, cerrando la puerta tras de sí, pero sin echar el pestillo. Era una gloria, como ella, contemplar el agua saliendo, toda cálida y generosa, ya sin problemas. Tapó el baño.

Nunca sabría qué le indujo a hacerlo, pero se quitó el jersey y en seguida comenzó a sacarse la blusa por la cabeza. El cuello era muy estrecho, y se le enganchó en una horquilla. Estaba en dicha situación, ciega, cuando oyó la puerta. El hombre había entrado sin llamar.

– ¿Necesita ayuda, señora?

Contestó con un sofocado «sí».

Y él fue en su ayuda, pero no en la manera que había esperado. Notó sus manos aferrándole los gordos pechos por encima de las cazoletas del sujetador, y en seguida cómo le alzaba éste dejándole las tetas al aire. Le oyó mascullar:

– Vaya par de meloncitos más ricos.

Y en seguida sintió las manos callosas sobre su tierna carne desnuda. Se las apretaba y «desapretaba» como si fueran una bocina, y era mitad caricia y mitad tenaza, pero a ella el jueguecito acabó de ponerla fuera de sí. La apretó contra él, y sintió el duro bulto sobre el pubis. Las manos la oprimían las nalgas, aplastándola contra su cuerpo. Muy pronto, una de ellas empezó a aferrarle fieramente el chocho por encima del pantalón. La ayudó por fin a desembarazarse de la camisa, y vio su rosto, más amoratado que nunca, ciego de pasión. Sin embargo, sorprendentemente, dijo, aún muy cortés:

– Señora, mientras se quita los pantalones voy a buscar a mi aprendiz, que no sólo de mecánica vive el hombre. Hay que enseñarle también a ser macho.

Gloria se quitó los pantalones, sabiendo muy bien que con esto rebasaba el punto de no retorno: no solo no llevaba bragas, sino que los leotardos eran de ésos abiertos por la entrepierna, así que, aun sin quitárselos, el coño, el culo y todas sus rajas quedaban al aire.

Volvieron los dos hombres, y dos pares de ojos se atornillaron a la rabiosa mata de pelo de su chocho.

– Abierto, bien abierto te lo queremos ver...

Le habían apeado el tratamiento; si es que no se puede ser buena...

El chaval, muy detallista, cerró el grifo del baño, que amenazaba con desbordarse, y en seguida volvió a la posición original: Gloria se dio cuenta de que estaba mirándola el culo en el espejo. Parecía muy excitado. El hombre, no menos salido, la hundió las manos entre las piernas y en seguida notó sus dedos callosos dentro del cuerpo.

– Siéntate.

La hizo sentarse en el borde del lavabo, que era lo que tenía más cerca, y abrir las piernas. Miraba su raja con cara de demente, y con cara de demente empezó a sacarse la verga de la bragueta. Era casi tan grande como la del tubo –pensó– entusiasmada. Y él pareció adivinarle el pensamiento. Su voz era ronca, distorsionada, un poco brutal.

– ¿No te decía yo que este tubo no fallaba, que tiene garantía plena? ¡Ya verás cómo te quita todas las frustraciones para una temporada...!

En seguida notó cómo las manos le abrían los labios de abajo y el miembro penetrándole altivamente. Empezaron a moverse, y ella gemía, en pleno delirio, con el «tubo» jugando a los ascensores dentro de su vagina.

Olía a chocho, y el chaval hacía lo que podía, como por ejemplo despojarla del sujetador totalmente y acariciarle las tetas con cara de cordero degollado. Gloria le echó mano a la bragueta, sin poderse contener, y empezó a desabrochársela. Su mano estaba encontrando el otro «tubo», enhiesto y juvenil, muy emocionada, cuando el estúpido del viejo se corrió prematuramente en su interior dejándola al borde del orgasmo, pero sin traspasar sus dinteles. Además, la dio un susto... Porque había aullado cual bestia salvaje. ¡Menos mal que la casa estaba deshabitada! Si no, ¿dónde hubiera ido a parar su reputa... ción?

Con el sable aún fuera, pringoso y todavía medio enhiesto, a la par que un tanto amoratado, el viejo insistió en bañarla «para que veas lo bien que funciona el otro tubo, el metálico». Ella se la había sacado al chaval, y se la apretaba con ansia:

– ¡Desnúdate! –le dijo.

Se metió en el baño, y el viejo metió otra vez la mano entre sus piernas. El agua estaba muy caliente, y ella también.

Al chaval sólo le quedaban por quitarse los zapatos y los calcetines. Gloria contemplaba ávidamente su desnudez: la tiesa polla, el pubis bien poblado y aquellos cojoncitos sonrosados y prietos que daba gusto verlos. En su calentamiento, era como un manjar exquisito a su alcance, el martirio de Tántalo [3] .

– ¡Corre! –musitó.

El viejo, que estaba en todo, abrió ahora el sumidero, razonando:

– No vais a caber con toda esta agua.

Ya estaba desnudo y el muchacho, se aproximó a la bañera. La hembra, apenas lo tuvo a su alcance, empezó a acariciarle todo. Se llevó la polla a la boca, agarrándole de los cojones, y le supo más rica... Se la besaba, se pasaba el capullo por las mejillas, le olfateaba la ingle o le lamía el escroto, y, en seguida:

– ¡Métemela!

La bañera ya se había vaciado. Se tumbó en el fondo; apoyando las pantorrillas sobre los bordes, el chocho bien abierto, ofreciéndosele, y el chaval se puso encima. Notó en pleno delirio como la penetraba, y le aferraba el culo desesperadamente uniéndole a ella. El viejo contemplaba paternalmente la quilación de su aprendiz, y de vez en cuando metía mano aquí o allá. No se había preocupado aún de guardarse la verga, y ésta se encontraba nuevamente en erección. Era en verdad un aparato temeroso, y su visión aumentó el éxtasis de Gloria. Retorciéndose como serpientes en el fondo de la bañera, el niño y ella se corrieron conjuntamente. Quizá por la cosa acuática, sus gemidos tenían algo de sirena de barco.

Cuando cesaron los gritos y amainaron del todo las convulsiones del chavea sobre la hembra, el viejo, paternalmente, ordenó:

– Anda, hijo, ahora que ya has mojado el arbolito, vuelve al taller, a ver si hay algún encargo. Yo voy a quedarme aquí un poco más a entretener a la señora.

Y el chico no rechistó, se ve que lo tenía bien adiestrado, lo que sin duda posee mucho mérito hoy en día estando como está la juventud actual, mire usted. Hasta cogió la ropa y se fue a vestir fuera, muy discreto. A Gloria le hubiera gustado que se quedase un ratillo más, pobre, pero también ella había caído bajo las «dotes del mando» –como exigían los anuncios por palabras antiguamente– del hombre. Además, seguramente sabría éste más marrullerías para enardecerla que el chaval, y, una vez saciado el primer impulso de echarle a éste un buen casquete, no le resultaba tan esencial su presencia. Además, fijándose tan sólo en el calibre del instrumental, no cabía duda de que el viejo estaba mejor dotado para penetrarla. Se estaba desnudando ahora y, desde luego, no era ningún Adonis. Tenía el vientre abultado y las piernas cortas y velludas como un sátiro. Pero… ¡vaya para de cojones bamboleantes! Su pubis estaba medio calvo, pero, en cambio, cuando se volvió para depositar toda su ropa sobre la cisterna del retrete, vio Gloria que tenía la espalda cubierta de pelo, como un chimpancé, y los hombros también. Del culo le salían auténticos manojos, y olía a agrio. Ella mantenía la misma posición de jodienda, tumbada en el fondo de la bañera. Continuaba fascinándola aquel pene tieso y enorme, y esperaba instrucciones. Las recibió inmediatamente:

– ¡Salte de ahí!

Estaba ya casi seca, pero él la envolvió en la manta de baño y jugó a secarla. Tan pronto notaba sus manos por encima como por debajo de la toalla. Vamos, que la metió un magreo... Cuando ya la tuvo totalmente enardecida, si es que había dejado de estarlo en algún momento, dejó caer el amplio rectángulo de felpa y miró su cuerpo desnudo con ansia. Se sentó en la tabla del retrete para contemplarle mejor el chocho. La atrajo hacia sí. Hundió la nariz en los pelánganos como si se lo estuviera oliendo, ¡y se lo estaba!, porque en seguida observó:

– Menos mal que no te lo hemos enjabonado, porque una mujer sin olores es como un tiesto sin flores... para que veas lo poético que estoy.

Y luego:

– Sube el pie encima de la cisterna, ¿podrás?

Ella estaba orgullosa de su juvenil agilidad. Ya lo creo que podía. Se lo demostró obedeciendo el mandato, y quedó en postura un poco descoyuntada, ofreciéndole la raja. Notó la punta de la nariz sobre el clítoris, y en seguida la lengua. Empezó a gemir, y oyó su voz cavernosa desde allá abajo:

– No te me corras todavía, ¿eh?, que esta vez tenemos que disfrutar más a fondo...

La dio la vuelta, contemplando el carnoso y blanco culo. Notó Gloria cómo la lengua subía y bajaba por la grieta, y otra vez le llegó la voz ahogada:

– ¡Qué de vello tienes en el ojete!

Y en seguida:

– Siéntate encima de mí. Despacito.

Las manos le abrían los bordes del chocho. Fue poniéndose en cuclillas, y notando cómo la penetraba:

– ¡Salta, salta, como si fueras en un caballo al trote...!

Y ella saltaba, hasta que cuando vio que iba a correrse se la quitó de encima de un tirón. Le miró la polla a hurtadillas y la tenía más gorda y congestionada que nunca. Pringosa también, es natural.

– ¡Ven!

Se sentó como un príncipe en el salón mayestático del nuevo tresillo, y la arrodilló entre sus piernas:

– ¡Chúpamela!

Pudo meterse la mitad del inmenso y rico pirulí en la boca, y succionó ávidamente hasta que él la hizo detenerse de nuevo, e incorporarse.

Ahora, la obligó a adoptar una postura rarísima, coño abajo sobre el respaldo del sillón mayestático y con la cabeza sobre el asiento. La puso los pies sobre los asientos de sendas sillas y la dejó en esta posición, enseñándole todas las carnosidades del culo, todas las pilosidades de la entrepierna. Tenía unas ganas de que se la metiera...

Pero, ante su sorpresa, estuvo un ratito sin hacerle nada. Bueno, como que se había ido. ¿Acaso a mear? No podría conseguirlo, con aquello tan tieso... De pronto le sintió tras ella, y la polla penetrándola. ¡Qué fresquita la tenía, de repente! En seguida se dio cuenta de que el muy sádico le estaba metiendo el tubo viejo, el de la fisura, y a ella le hacía daño, pero también le daba gusto que la sometiese a aquella guarrada. Debía medir medio metro, pero consiguió metérselo todo, y lo agitaba, Ella gemía y, cuando estaba a punto de correrse otra vez, se lo extrajo. No hay derecho.

– Ponte los leotardos, que estás más «sesi», o como se diga.

Se los puso sin rechistar.

– Vamos a la cama.

Le precedió, enseñándole la raja del culo y la parte más carnosa e íntima de las nalgas. Abrió la cama, que tenía sus mejores sábanas.

– Ponte boca abajo, y con el culo en pompa; las piernas, bien abiertas; la cabeza, sobre la sábana.

Era un líder. Se la enchufó otra vez y estuvo jodiéndola hasta los linderos del orgasmo. Entonces, se la sacó.

– Pon el coño para arriba, y abre las piernas.

Cuando lo hizo, comentó, apreciativo:

– Vaya pelambrera, ¿eh?

Y luego:

– Tápate la cara con la almohada que hace más «sesi».

Lo hizo y esperó. Se había marchado otra vez, ¡vaya un tío más raro! Como no viniera pronto, se hacía una pera. No podía más. Le oyó hurgar por el cuarto de baño, ¿qué demonios estaría haciendo? Regresó en seguida. Volvió a notar sus manos sobre el coño, dentro de la raja, y en seguida una cosa húmeda y caliente, como si la estuviera lamiendo un perro. ¿Qué era aquello? Pronto comprendió que se lo estaba enjabonando con la crema carísima de Mariano, su brocha de afeitar y el agua calentita. No sólo sentía la espuma sobre los pelos, sino también por dentro de la raja, y daba un gusto... En seguida notó también la maquinilla de afeitar «Super No Sé Qué» y quiso protestar, pero se dio cuenta de que la había rasurado ya medio coño, y le dejó hacer. Se esmeró muchísimo él por la entrepierna, y luego la mandó ponerse otra vez con el culo en pompa y la dejó barbilampiña la zona del ojete. La condujo el dedo a la parte afeitada, y tuvo que reconocer que se lo había hecho muy bien. Estaba como la cara de un niño.

Ahora la puso chocho arriba otra vez y la conminó a taparse de nuevo la cara. La hizo abrir las piernas, y se lo estuvo contemplando a su guisa. Le oía exclamaciones entrecortadas, y pudo colegir que eran piropos a su pelado chumino. Ella quería que se la metiese de una vez, pero volvió a largarse. ¡Qué tío más loco! Menos mal que regresó en seguida y de nuevo sintió las manos enseñoreándose de su coño. Pero... resultaba extraño, porque, aparte de meterla mano, sentía la presión de sus dedos acá y allá, primero por el pubis, luego en la entrepierna, por los bordes mismos de la raja, y al final la hizo volverse coño abajo y realizó la misma operación por los alrededores del ojete. Era como si... la estuviera poniendo pegatinas. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar, porque de nuevo la situó chocho arriba, pierniabierta, y esta vez sí que se la metió de un solo envite y sin vacilaciones. Empezó a joderla muy bien... ¡hmmmmm!, así, así, qué gusto, y cuando ya estaba fuera de sí la puso boca abajo y siguió desde detrás. Sus dedos ásperos y gruesos penetraban en turno por el ojete y, otra vez al borde del orgasmo, le oyó musitar: «Vamos a inaugurar esto después de la tala»... y no supo lo que quería decir. Pero en seguida lo averiguó, porque estaba lubricándole el lampiño ojo del culo con crema o vaya usted a saber, y a poco la separó los gajos y comenzó la terrible faena de la introducción anal. A pesar de lo heterodoxo del conducto, ella estaba tan caliente que se corrió con él...

Mucho más tarde, ya sola, aún desnuda, con su cama antes impoluta hecha una guarrada, con el chocho afeitado, escocido, horadado, pringoso, fue a contemplar en el espejo sus vapuleadas carnes... y, efectivamente, rodeando las partes más íntimas de su cuerpo, tenía una serie de pegatinas con letras color naranja en las que se leía nítidamente «Talleres Fernández. Especialidad tubos gas». Y daban también un teléfono y una dirección en Vallecas. Quiso arrancárselas, y no le salían ni a la de tres...

FIN

[1] Evidentemente se trata de la época de la peseta, no del euro.

[2] Conocida como una de las Musas de la Transición , Susana Estrada fue un personaje muy popular en la segunda mitad de los años setenta en España y representante por antonomasia del género cinematográfico conocido como « destape ». Tras cerca de cuarenta años de dictadura franquista, acompañados por una férrea censura en todo aquello que tuviese que ver con el sexo, Susana Estrada vino a simbolizar los nuevos aires de libertad, con su desinhibición a la hora de mostrar su cuerpo o exponer sus opiniones liberales sobre cuestiones pocos años antes consideradas tabú.

Por estos años, presentó un espectáculo en Madrid que, bajo el título de Macho , presentaba a Susana Estrada, cuatro bailarinas y un robot con forma de hombre. (Wikipedia y otros)

[3] Los dioses del Olimpo castigaron a Tántalo para ser eternamente torturado por los crímenes que había cometido. En lo que actualmente es un ejemplo proverbial de tentación sin satisfacción, su castigo consistió en estar en un lago con el agua a la altura de la barbilla, bajo un árbol de ramas bajas repletas de frutas. Cada vez que Tántalo, desesperado por el hambre o la sed, intentaba tomar una fruta o sorber algo de agua, éstos se retiraban de su alcance.